Pensó en ella todo el condenado día.
No había sentido esa clase de expectación por ver a una mujer en mucho tiempo. Y Jamás con esa intensidad.
Pero el día finalmente pasó y sólo faltaban cuarenta y cinco minutos para que ella llegara. Salió de la ducha, se pasó una toalla alrededor de las caderas y luego se secó el pelo. Después de afeitarse, se puso un polo azul y sus vaqueros más cómodos. Luego miró en torno al dormitorio. La cama hecha, preservativos en el cajón de la mesilla. Satisfecho, se fue a la sala de estar.
La caja de trufas estaba sobre la mesita de centro. Puso un CD de blues en el equipo de música, atenuó las luces y encontró un par de velas, que colocó sobre la mesita. Lo único que faltaba era Carlie.
Volvió a desviar la vista hacia el reloj. Siete minutos.
Esperó que no llegara tarde. Desde luego, la promesa de un masaje, y lo que, con algo de fortuna, seguiría después, bastaba para convertir a cualquier hombre en una masa de nervios. Pero, de algún modo, eso parecía… más. Lo que era una locura, ya que apenas se conocían. Y más cuando pensaba marcharse en dos semanas. Estaba imaginando cosas. No había estado con nadie desde que Nina se marchara. Se dijo que no era más que eso, un caso de excitación extrema.
La idea de tener un sexo ardiente y sudoroso con Carlie lo encendió, de modo que fue hacia la nevera en busca de una botella de agua fría. Al abrir la puerta, vio la mitad del corazón envuelto en celofán azul que había recibido con la compra hecha en Dulce Pecado. Lo había metido en la nevera porque de vez en cuando le gustaba comer un poco de chocolate frío mientras disfrutaba de una taza de café. En vez de sacar el agua, de pronto sintió curiosidad por el mensaje oculto debajo del celofán. Abrió el envoltorio y extrajo una tira fina de papel.
Se acomodó las gafas en la nariz y leyó:
La pasión se describe mejor como algo impredecible, porque a menudo se encuentra en lugares sorprendentes. Con personas inesperadas. En encuentros impremeditados. Todo lo cual puede ofrecer resultados imprevistos.
Enarcó las cejas. Todo encajaba menos lo último. No había nada imprevisto en el resultado que podrían compartir Carlie y él. Tenía un sello de expiración de dos semanas. Y los dos lo sabían. Antes de envolver otra vez la mitad del corazón, cortó un trozo pequeño y se lo llevó a la boca. Era un chocolate exquisito. Sacó una botella de agua y apoyó la cadera en el mostrador. Otro rápido vistazo al reloj le indicó que Carlie estaba a punto de llegar.
Maldición, llegaba tarde.
Salió de la ducha y rápidamente se envolvió con una tolla. Se preguntó por qué cada vez que tenía prisa todo salía mal. Su camisa favorita, la que hacía que pareciera que tenía más pecho del que realmente tenía, estaba en el cubo con la ropa sucia, y mientras estudiaba, los cachorros se habían metido en el cuarto de baño y llenado tres habitaciones con tiras de papel higiénico.
Mientras trataba de recogerlo todo con el estorbo de los felices cachorros, su madre había llamado dos veces. La primera para charlar y la segunda para bombardearla con preguntas después de haber deducido que «no puedo hablar ahora, mamá, estoy ocupada» era sinónimo de una cita con un hombre interesante. Después no pudo encontrar la maquinilla de depilar y bajo ningún concepto pensaba ir a la casa de Daniel sin haberse depilado las piernas.
Y en ese momento apenas disponía de seis minutos para arreglarse y quedar espectacular. Limpió el vaho del espejo e hizo una mueca ante lo que veía. ¿Seis minutos? Necesitaría más bien seis horas. Parecía algo que los cachorros hubieran encontrado en el patio.
Hablando de los cachorros… silbó y los llamó por sus nombres. El hecho de que no aparecieran ni oyera ruido alguno sólo podía significar una cosa.
Tramaban alguna travesura.
– No tengo tiempo para esto -se dirigió con rapidez a la cocina.
Al entrar, se detuvo en seco al ver abierta la puerta pequeña para los cachorros. Debió de olvidar cerrarla mientras se duchaba. Abrió la puerta que daba al patio de atrás y encendió la luz.
La luz inundó el lugar, iluminando su pequeño césped lleno de agujeros. Las flores. La valla que separaba su patio del de Daniel.
A sus cachorros excavando para pasar por debajo.
– ¡Deteneos! -chilló, Aferrando la toalla, salió. Debieron de oírla llegar, porque dio la impresión de que redoblaban los esfuerzos.
– ¡Perros malos! ¡Parad de una vez!
Las losas del patio estaban frías bajo sus pies. Al salir a la hierba, no sólo la encontró fría, sino también húmeda. Una piedra le golpeó el empeine y se preguntó si la situación podría empeorar.
Al instante se maldijo por hacer semejante pregunta cuando los dos perros desaparecieron por debajo de la valla. Como no había una puerta entre los dos patios, iba a tener que ir dentro, llamar a Daniel y pedirle que los capturara con celeridad antes de que pudieran excavar más agujeros en el césped recién reparado.
Apretó los dientes para que no le castañetearan y corrió hacia la puerta de atrás. Y se dio cuenta de que las cosas aún podían empeorar bastante.
La puerta estaba cerrada.
Cuando llamaron a la puerta delantera de la casa de Daniel, el corazón le dio un vuelco. Frunció el ceño ante lo ridículo de la situación.
Tuvo que obligarse para no ir corriendo.
«Cálmate, sé ecuánime», musitó para sí mismo al llegar al pequeño recibidor.
Respiró hondo para calmarse y abrió. Y se quedó mirando fijamente.
A Carlie, su piel húmeda, su cabello un caos de bucles mojados. A Carlie, que sólo llevaba puesta una toalla rosa que… apenas le cubría lo básico.
Había vuelto a quedarse sin aire. Pero es que nunca había visto a una Carlie casi desnuda.
Toda la tensión acumulada a lo largo del día rompió el dique y, dando un paso al frente, la tomó en brazos y la besó.
Ella gimió, ¿o era él?, y separó los labios. Profundizó el beso y la lengua bailó con la suya. Ella le acarició el pelo y él la abrazó con fuerza, la cabeza dándole vueltas por la mezcla de sentir sus curvas, su piel húmeda y su increíble fragancia.
Cuando la necesidad de arrancarle la toalla allí mismo, en el porche, amenazó con abrumarle la sensatez, alzó la cabeza.
Ella parpadeó varias veces, y luego abrió mucho los ojos. Apoyó las manos en su pecho y dijo:
– Daniel, tenemos un problema.
– No desde donde me encuentro yo.
– Estoy tan avergonzada…
– Créeme, no tienes nada de qué avergonzarte -y como no la metiera pronto en la casa, terminarían por montar un espectáculo para los vecinos. Se apartó de ella para dejarla entrar-. Pasa.
– Gracias -cruzó el umbral mientras él cerraba. Luego lo tomó de la mano y tiró-. Deprisa -fue hacia la parte de atrás de la casa.
– Lo que tú digas -había planeado una seducción lenta, pero se consideraba flexible. Estaba más que dispuesto a darle lo que quisiera.
– Deprisa -repitió con voz jadeante y urgente, conduciéndolo a la cocina.
¿Un poco de acción en la encimera? Eso se ponía mejor por momentos. Se maldijo por no dejar un preservativo allí…
– Están fuera. Espero que no lleguemos demasiado tarde -le soltó la mano y abrió la puerta de atrás.
– ¿Están? -preguntó Daniel desconcertado-. ¿Quiénes?
Pero ella ya había desaparecido en el exterior. Su pregunta quedó respondida cuando la oyó llamar:
– M.C., G., ¿dónde estáis? Daniel, ¿puedes encender las luces, por favor?
Eso no sonaba nada bien. Obedeció de inmediato y la siguió fuera.
– Ahí estáis, diablillos -exclamó Carlie, corriendo hacia el rincón izquierdo del patio, donde dos bolas de piel, una negra y la otra marrón y blanca, excavaban con furia.
– ¡Parad al instante! -gritó sin dejar de correr.
Corriendo tras ella, Daniel observó a los cachorros detenerse y levantar las cabezas. En cuanto vieron a Carlie, dejaron de excavar. Después de una serie de ladridos felices, corrieron hacia ella moviendo los rabos. Daniel miró el agujero que habían hecho y movió la cabeza con pesar. Menos mal que le quedaba algo de tierra y césped.
Carlie se arrodilló sobre la hierba y fue objeto de una superabundancia de felicidad canina mientras los perros ladraban y la lamían.
– Lo siento tanto… -dijo, mirándolo al tiempo que estiraba el cuello para escapar de los intentos frenéticos de M.C. y G. de besarla-. Escaparon a mi patio a través de la puerta para perros mientras me encontraba en la ducha. Antes de poder atraparlos, habían pasado por debajo de la valla.
Daniel se puso en cuclillas junto a ella y de inmediato se vio asediado por un júbilo de cachorros.
– No es que me queje de tu atuendo, pero podrías haberme llamado -también él trató de evitar los besos-. Habría aguantado el fuerte hasta que te hubieras vestido.
Ella alzó a Mantequilla de Cacahuete y abrazó a la masa de pelo negro mientras él hacía lo mismo con Gelatina.
– Ésa era mi intención… hasta que descubrí que me había quedado afuera con la puerta cerrada.
Sus miradas se encontraron por encima de las cabezas de los animales y él no pudo contener una risita al ver la expresión exasperada de Carlie.
– ¿Te estás riendo? -preguntó con ojos entrecerrados.
– ¿Quién… yo? -se puso serio.
– Sí, tú.
– Diablos, no.
– Bien. Porque no es gracioso.
– Cierto -le pasó una mano por un hombro desnudo-. Tenías un poco de tierra.
– Lo que me faltaba.
– ¿Tienes copia de la llave escondida en alguna parte
– Si la tuviera, ¿crees que habría aparecido por tu casa vestida sólo con una toalla?
– No lo sé, pero la esperanza es inagotable.
– Ja, ja. Ninguna llave escondida. Y, por supuesto, todas mis ventanas están cerradas -lo miró con ojos llenos de consternación-. No es así como imaginé que iría la velada.
– ¿Oh? ¿Y qué imaginaste?
– ¿La verdad brutal?
– Absolutamente.
– Tú. Yo. Chocolate. Desnudos.
– Eso suena estupendo -¿estupendo? Se preguntó de dónde había sacado tanta afición por los eufemismos.
– Decididamente, sin cachorros -continuó Carlie-. Y yo llevando otra cosa que una toalla. Al menos para empezar.
La devoró con la mirada.
– Lo que llevas ahora me encanta.
Ella rió.
– Gracias.
Daniel se puso de pie y alargó una mano.
– Ven. Entremos antes de que te enfríes. Acomodaremos a los perros y luego llamaremos a un cerrajero. Mientras lo esperamos, podemos disfrutar de unas trufas.
Lo miró con curiosidad.
– ¿La cita sigue en pie? ¿A pesar de los perros, del agujero nuevo en tu patio y de mi toalla?
– Sí, a pesar de los perros y del agujero nuevo en mi patio, pero debido a tu toalla.
Riendo y sosteniendo a M.C., aceptó su mano y dejó que la ayudara a incorporarse. Al quedar erguida, vio que los separaban menos de treinta centímetros. Y unos cachorros súbitamente somnolientos.
Se miraron a los ojos.
– Llamar al cerrajero, ayudarme con los perros… parece que has solucionado la crisis inmediata.
– Te dije que era un experto solucionador de problemas.
– Además de eso, era un besador experto.
– Bueno… tú tampoco lo haces mal -otro eufemismo.
– Lo creas o no, por lo general no soy tan Juanita Calamidad.
– Quizá para ti aparecer en mi casa con una toalla es una calamidad, pero para mí desde luego no lo es -sonrió, la tomó de la mano y se encaminó hacia la casa. El contacto le provocó un hormigueo encendido por el brazo.
Después de cruzar el patio de ladrillos, le soltó la mano y le abrió la puerta.
– Sígueme -la condujo hacia la sala de estar. De camino, sacó una manta del armario de los abrigos. Una vez allí, extendió la manta sobre el suelo y depositó con delicadeza al cachorrito casi dormido. Gelatina bostezó con ganas y no tardó en entrar en el paraíso de los perros. Carlie dejó a Mantequilla de Cacahuete, que apoyó la cabeza en el lomo de su hermano y también se quedó dormido.
Daniel se irguió y la miró, incapaz de apartar la vista de ella. Sabía que tenía que hacer algo con un cerrajero, pero al mirarla, agitada y con el cabello revuelto y prácticamente desnuda, apenas era capaz de recordar su propio nombre.
Alargó la mano y le rozó la mejilla. Ella entrecerró los ojos. El sonido leve y jadeante, que salió de sus labios entreabiertos, tensó cada músculo del cuerpo de Daniel.
– ¿Recuerdas el «tú, yo, chocolate y desnudos» que mencionaste antes? -musitó, acariciándole la curva del cuello hasta llegar a la parte superior de la toalla.
Los ojos de ella parecieron oscurecerse.
– Absolutamente.
– ¿Eres muy quisquillosa en el orden que deben seguir?
Por respuesta, con un movimiento hizo que la toalla que la cubría se cayera.
– Bajo ningún concepto.