Durante la elegante cena, en el restaurante de cinco tenedores, del Delaford, Carlie sintió como si la hubieran dividido en dos. Una parte disfrutaba de la fabulosa comida de siete platos, de la atmósfera romántica, del delicioso champán y de la estimulante conversación con Daniel; pero otra parte de ella se encontraba consumida por la incesante cuenta atrás interior mientras su cerebro repetía: «Se va mañana. Es nuestra última noche juntos».
Una y otra vez las palabras reverberaron en su mente, un mantra obsesivo que se mofaba de ella con el conocimiento de que, cada momento de esa noche mágica, no se repetiría.
Cuando dejaron el restaurante, sentía un peso en su pecho y un silencio pesado creció entre ellos en el trayecto de regreso. Cuando Daniel aparcó, el tic tac del reloj y los ecos del mantra en su cabeza habían alcanzado proporciones épicas.
En cuanto apagó el motor, quedaron sumidos en una oscuridad íntima. Antes de que él pudiera moverse, lo agarró de las solapas y lo arrastró hacia ella.
– Como me beses ahora -gruñó él-, te juro que no saldremos de este coche hasta…
– Perfecto -movió el trasero por encima de la palanca de cambios y se acomodó sobre su regazo-. No puedo esperar.
– Perfecto.
Le tomó la boca en un beso salvaje y exigente que la dejó sin aliento. En un abrir y cerrar de ojos, sus manos estuvieron por todas partes: coronándole los pechos, excitándole los pezones a través del vestido, acariciándole las piernas, los muslos. Cuando las palmas se deslizaron por su trasero y descubrieron que no llevaba nada bajo el vestido, el gruñido se intensificó y vibró en el aire.
Le subió la tela semielástica y ella se incorporó sobre las rodillas y quedó en cuclillas encima de él. Con las dos neuronas que aún le funcionaban, abrió su pequeño bolso de satén y extrajo el preservativo que había guardado dentro… una tarea nada fácil con los dedos mágicos de Daniel acariciándole los glúteos antes de deslizarlos entre los muslos para acariciarles los pliegues húmedos e inflamados.
Con el corazón desbocado, le plantó el preservativo en el pecho.
– Te deseo -murmuró-. Dentro de mí. ¡Ahora!
Los pocos segundos que tardó en liberar su erección y ponerse la protección casi lo lanzan al vacío.
En el instante en que terminó, Carlie lo llevó a su cuerpo con un descenso que lo dejó sin aire y que se acopló a la perfección al movimiento ascendente de él.
Fue una cabalgata salvaje, veloz y ardorosa. El orgasmo de Carlie entró en ella, arrastrándola y extrayéndole un grito entrecortado de los labios que se unió al gemido ronco de Daniel.
Con unos estremecimientos placenteros que aún la recorrían, logró abrir los párpados pesados. En algún momento, uno de los dos debió de tirar a un lado las gafas de Daniel. Experimentó una gran satisfacción femenina al ver la expresión vidriosa de sus ojos y su piel acalorada. Con suavidad, le apartó los mechones de pelo oscuro que le habían caído sobre la cara. Y cuando encontró su mirada, descubrió que él la observaba con ojos muy serios.
Tuvo que obligarse a mantener los labios cerrados para contener las palabras completamente inaceptables que temblaban allí, anhelando ser pronunciadas.
«No te vayas».
Algo de esa angustia debió de reflejarse en su cara, porque él frunció el ceño.
– ¿Estás bien? -preguntó, acariciándole la mejilla.
No, no lo estaba. Se sentía… emboscada. Secuestrada. Y todo por él, por cómo la hacía sentir… por todas las cosas maravillosas que lo convertían en Daniel.
– Sí, estoy bien.
Él apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, la estudió durante unos latidos y luego musitó:
– Eres hermosa. Y lo eres también por dentro.
Carlie sintió que se le humedecían los ojos.
– Gracias. Tú también.
– Estas dos últimas semanas han sido… estupendas.
– Realmente magníficas -convino ella con rapidez, aliviada de decirlo en voz alta-. Voy… voy a echarte de menos.
El no comentó nada de inmediato, simplemente la miró con esa expresión indescifrable que le provocó un intenso rubor.
– Yo también voy a echarte de menos, Carlie. Mucho -titubeó antes de agregar-: Desearía no tener que marcharme tan pronto.
Sus palabras le atenazaron más el corazón.
– Yo también. Pero tienes que irte -había intentado sonar despreocupada, fallando miserablemente.
– Sí.
Ella carraspeó y volvió a intentarlo.
– Y los dos lo sabíamos -otro fracaso.
– Sí. Pero parece que las dos semanas han pasado muy deprisa.
– En un abrir y cerrar de ojos.
Él pareció atribulado, confuso, y durante un momento loco ella albergó una esperanza. Pero al instante la expresión de Daniel se aclaró.
– ¿Por qué no entramos y vemos qué se nos ocurre para nuestra última noche juntos? -sugirió.
Enterrada la esperanza, Carlie se obligó a asentir.
– ¿Qué tienes en mente?
El sonrió, aunque el gesto no dio la impresión de llegar a sus ojos.
– Estoy pensando en ti. En mí. En chocolate. Desnudos. Y no necesariamente en ese orden. Para empezar.
– Suena… estupendo -salvo por el hecho de que cuando toda esa secuencia se acabara, sabía que ya no habría más Daniel.