Capítulo Cuatro

– Ponte cómoda -dijo Daniel, retirando uno de los taburetes de roble que había ante la encimera de granito verde que separaba la cocina del pequeño comedor diario-. Vuelvo enseguida. He de cambiarme la camisa.

– Perfecto -aceptó ella con una sonrisa. Fue a su dormitorio y después de cerrar la puerta, se apoyó contra el panel de madera y respiró hondo varias veces.

¿Qué diablos le pasaba? Tenía el corazón desbocado, las manos algo temblorosas y mil mariposas en el estómago. Pero ya conocía la respuesta.

Estaba nervioso. De un modo que no había experimentado, desde que invitó a salir a la chica que le gustaba siendo un adolescente. Lo que era una locura.

Apartándose de la puerta, se quitó la camiseta sucia de tierra y entró en el cuarto de baño adyacente. Después de tirar la camiseta en el cubo de la ropa sucia, se lavó las manos y se miró en el espejo. Sabía que se le daban mal las charlas intrascendentes, sociales, y cuando volviera a la cocina, tendría que entablar una, ya que no podía decirle a Carlie: «Tú simplemente come chocolate y dedícate a gemir de esa forma tan sexy, que yo escucharé y lo dejaremos en eso, ¿de acuerdo?».

Se secó las manos y regresó al dormitorio. Eligió un polo negro de la cómoda y, después de ponérselo, se pasó los dedos por el pelo y se obligó a reconocer que la perspectiva de charlar no era lo único que le perturbaba. No, estaba el ofrecimiento del masaje. La idea de tener las manos de Carlie sobre él… soltó el aire contenido. Lo mejor era no pensar en ello en ese momento. No, en ese momento tenía que encargarse del café y de la conversación. Si empezaba a pensar en que ella lo iba a tocar, volvería a quedarse sin respiración.

Volvió a respirar hondo antes de abrir la puerta. Al regresar por el pasillo, vio a Carlie de perfil sentada en el taburete, con las piernas cruzadas, los codos apoyados en la encimera y el mentón en una mano. El corazón le dio un vuelco. Se la veía preciosa. Como si su lugar fuera ése.

Al entrar en la cocina, ella sonrió.

– Tu cocina está impresionantemente limpia y ordenada. Creía que los solteros eran unos torpes.

– No puedo decir que sea un fanático del orden -recogió la cafetera y fue al fregadero-, pero he de mantener el lugar impecable o corro el riesgo de que me ataque mi agente inmobiliario. Al parecer, los platos sucios acumulados son malos para la venta de una propiedad.

– ¿Cuánto tiempo has vivido aquí?

– Ocho años. Crecí a unas horas de aquí, en Cartersville. Está a las afueras…

– De Sacramento -concluyó ella con voz sorprendida-. Yo soy de Farmington.

El añadió agua y luego colocó un filtro.

– De modo que hemos crecido a menos de veinte kilómetros el uno del otro.

– Eso parece -ella sonrió-. Seguro que nos vimos docenas de veces en el centro comercial.

– Lo dudo. Rara vez iba al centro comercial; además, habría recordado verte.

– Un amable y apreciado intento de halago, pero si me hubieras visto en el instituto, habrías salido corriendo en la otra dirección.

– He de repetir que lo dudo. Pero ¿por qué lo dices?

– Puedo describir mi aspecto con una palabra: aterradora. Pelo al estilo de La Novia de Frankenstein, aparato en los dientes… no era la clase de chica que atraía mucha atención masculina -movió las pestañas con exageración-. He mejorado con la edad.

– No hace falta que lo digas -él sonrió.

Esa sonrisa hizo que Carlie contuviera el aliento. Se fijó en las manos de Daniel. Eran bonitas. Grandes, anchas, de dedos largos. Fuertes y capaces. La imagen de ellas subiéndole por los muslos le desbocó la imaginación…

Decidió que lo mejor era volver a poner la conversación en marcha.

– ¿Por qué te mudas? -preguntó, centrando la atención en la cafetera.

– Un trabajo nuevo.

– Creía que eras autónomo. Algo relacionado con la informática, ¿no?

Él asintió.

– Desarrollo y mantengo sitios web.

Le cautivó el modo en que sus gafas se deslizaron por su nariz cuando asintió. Como aún tenía las manos ocupadas con la cafetera, y a ella le daba la impresión de no poder detenerse, alargó una mano y con suavidad volvió a colocárselas.

Él se quedó absolutamente quieto. Detrás de la montura negra, le clavó la vista. Durante varios segundos ninguno habló. Fue como si un vapor sexualmente cargado los hubiera envuelto y el corazón de Carlie latió tan fuerte que se preguntó si él lo oiría.

Al final, Daniel carraspeó.

– Gracias -dijo.

– De nada -musitó.

– No dejan de resbalar todo el tiempo. Probablemente, debería ponerme lentes de contacto…

– ¡No! -exclamó con celeridad. Él enarcó las cejas y ella tosió para ocultar la exclamación y luego añadió con más suavidad-: Quiero decir, las gafas… te sientan bien.

Él sonrió y devolvió su atención a la cafetera.

Ella esperó que terminara, admirando de paso esas manos, y luego preguntó:

– ¿Cuál es tu nuevo trabajo?

– Director del Departamento de Tecnología de la Información de Allied Computers. En Boston.

– Un cambio muy grande. ¿Y qué pasa con tu negocio de las páginas web?

– No estoy aceptando clientes nuevos, pero seguiré manteniendo los sitios que ya he diseñado. Actualizarlos no lleva tanto tiempo, al menos no como diseñarlos y construirlos, además de que me reportará unos interesantes ingresos secundarios.

Lo estudió varios segundos mientras él se dedicaba a tapar el bote de café.

– Debe de ser difícil dejar atrás esta ciudad.

Daniel alzó la cabeza y la miró sorprendido.

– ¿Lees la mente?

Le encantaría saber si en ese momento estaba en su mente.

– No. Sólo… es empatía. Apenas llevo en Austell tres meses y ya me encanta.

– Es un lugar estupendo en el que vivir -convino con voz melancólica.

– Eso creo. Estoy contenta de haber decidido trasladarme aquí.

– ¿No ibas a hacerlo?

Ella movió la cabeza.

– Mi compañera de casa se fugó con su novio después de que yo hubiera firmado el contrato y, si me hubiera echado para atrás, habría perdido tres meses de alquiler. Económicamente, la renta representa una carga, en especial con lo caros que son los libros de texto y la matrícula, pero me gustan tanto la casa y el patio, que decidí recurrir a mis ahorros y quedarme todo el año hasta terminar la carrera.

– ¿Qué estudias?

– Terapia ocupacional.

– He oído hablar de eso, pero no puedo decir que sepa qué es lo que realmente hace un terapeuta ocupacional.

– Ayudamos a personas cuyas habilidades de vida se hayan visto comprometidas por accidentes, enfermedades o defectos de nacimiento.

Rodeó la encimera y se sentó en un taburete al lado de ella.

– ¿Cómo es que te interesaste en eso?

Quizá porque parecía auténticamente interesado, comenzó a hablar, y antes de darse cuenta, le había hablado del ataque al corazón sufrido por su abuelo y de Marlene, la increíble terapeuta que había influido tanto en la calidad de vida de su abuelo.

– Después de ver la diferencia que había marcado Marlene en la recuperación del abuelo, supe la carrera que quería hacer -respiró hondo y disfrutó con el aroma a café-. Por desgracia, la facultad a la que soñaba ir era cara y el dinero estaba muy justo. De modo que en vez de empezar la universidad de inmediato, decidí sacarme una licencia de fisioterapeuta. De esa manera, podría ganar dinero para la universidad y seguir trabajando en cuanto comenzara a estudiar. Ahora voy a la universidad a tiempo parcial y trabajo media jornada en el spa del Delaford, aparte de aceptar clientes privados.

– ¿En el Delaford no les importa que hagas eso?

– No, ya que al spa sólo tienen acceso los huéspedes. Una de las razones por las que Austell es perfecta para mí. Se halla a mitad de camino del hotel y la universidad. Ya sólo me queda encontrar un modo de atraer más clientes. Ahora mismo, todo funciona por el boca a boca. No me gusta anunciarme en el periódico porque, sin importar cómo se redacte el anuncio, sigue dando la impresión de que ofrezco «otros servicios».

Él asintió despacio, mirándola. Carlie se obligó a detenerse para respirar. Después de varios segundos de silencio, durante los que continuó estudiándola, un rubor embarazoso subió por su cuello. Seguro que pensaba que era una cotorra. Con un risa nerviosa, añadió:

– Lo siento, no era mi intención hablar sin parar. Seguro que te he contado más de lo que alguna vez quisiste llegar a saber.

El movió la cabeza.

– Me gusta escucharte. Es… fácil hablar contigo. Y resulta refrescante oír que a alguien le gusta lo que hace, que su objetivo es ayudar a otras personas. Es evidente que eres apasionada acerca de lo que haces con tu vida y eso me parece encomiable. Muy admirable -alargó la mano y le rozó el dorso de la mano con un dedo-. Muy atractivo.

Esa gentil caricia encendió una tormenta de fuego bajo su piel.

– De hecho -continuó él, acariciándola lentamente otra vez-, no me has contado suficiente.

– ¿Yo… no?

– No -otra caricia pausada.

Otra explosión bajo su piel.

Se humedeció los labios súbitamente secos.

– Me encantará contarte lo que quieras saber. En especial si, mmm, sigues haciendo eso.

Daniel le tomó la mano y no dejó de acariciarla con el dedo pulgar.

– Es un placer. Tu piel es asombrosamente suave.

– Yo… gracias -luchó contra la necesidad de abanicarse con la mano libre-. ¿Había algo más sobre mí que quisieras saber? Será mejor que lo preguntes deprisa, antes de que me derrita sobre tu suelo. Me vuelven loca los masajes de manos.

– Es bueno saberlo. Y, sí, me gustaría saber cómo es que alguien como tú no tiene novio.

– ¿Alguien como yo?

– Alguien con esa piel -le alzó la mano y llevó los labios a la parte interior de la muñeca. Inhaló profundamente-. Alguien que huele tan bien. Que es inteligente y está comprometida con su trabajo -bajó la mano, sin dejar de acariciarla.

Ella tuvo que contenerse para no ponerse a ronronear.

– Rompí con mi último novio hace unos seis meses, después de dos años juntos. Luego decidí que prefería tener cachorros antes que un novio.

– Mi patio estaría en desacuerdo contigo -le guiñó un ojo para indicarle que bromeaba.

– ¿Te he mencionado lo increíblemente paciente que has sido?

– Soy un tipo encantador.

– ¿Quién lo dice…? ¿tu madre? -bromeó.

– De hecho, sí. Entonces, ¿qué pasó con como-se-llame? ¿O preferirías no hablar de él?

Se encogió de hombros.

– Me presionaba para casarnos porque estaba preparado para formar una familia… ya. Le dije que aunque llegara a casarme, querría esperar para tener hijos. Acabar mi carrera y luego ganar un par de años de experiencia laboral antes de lanzarme a la maternidad.

– Suena razonable.

– Eso creí yo. Pero él no. Después de darle más y más vueltas, me lanzó un ultimátum… casarnos y tener hijos ya o nunca. Elegí esto último.

– Debió de ser doloroso.

– Sí. También me irritó que después del tiempo que llevábamos juntos, anhelara tanto cambiarme, que no pudiera aceptarme como soy.

– ¿Te arrepientes?

– Nada. Bueno, salvo por el siguiente chico con el que salí. Duró dos horas. Acabé con él después de que me dijera que estaría realmente bien si perdiera cinco kilos. Fue ahí cuando decidí ponerle fin a mi desgraciada tendencia de encontrar hombres que quieren convertirme en alguien que no soy, y lo conseguí con los cachorros. Siempre están contentos de verme, no les importa que no tenga la complexión de un lápiz, les encanta arrebujarse contra mí y no hablan. Cualidades perfectas en un varón… no te ofendas.

Él rió.

– No me ofendo. Y el tipo que te dijo que necesitabas perder cinco kilos es un idiota.

– Gracias. Lo mismo pensé yo.

– ¿Cómo terminaste con M.C. y G.?

– Los adopté de un refugio. Mi intención sólo era la de conseguir un perro, pero eran los últimos de la camada y me fue imposible elegir. Supuse que dos perros guardianes son mejor que uno.

– Sin duda. Entre los dos, no dejarían ni un hueso de un ladrón.

Ella rió.

– Bueno, ahora que te he aburrido con toda esta cháchara, es tu turno. Cuando me trasladé aquí, tenías novia… -dejó la frase sin acabar y lo miró con curiosidad.

Él asintió y bajó la vista hasta donde su pulgar trazaba círculos hipnóticos sobre la piel de Carlie.

– Nina. Quería más de lo que yo podía darle.

– ¿Emocionalmente?

– Económicamente. Mi trabajo no le impresionaba, tampoco mi casa, esta ciudad pequeña y mi poco espectacular coche. Siempre quería… más. Cuando al fin se dio cuenta de que yo no aspiraba a ser el próximo Bill Gates, se despidió.

– ¿Te dejó el corazón roto? -preguntó, esperando que respondiera que…

– No.

Contestación correcta.

– ¿Está al corriente de tu ostentoso nuevo trabajo?

Él movió la cabeza.

– No. No hemos mantenido el contacto -con gentileza le soltó la mano. Luego bajó del taburete y rodeó la encimera-. El café está listo. ¿Estás lista tú para unas trufas?

– Es una de esas preguntas retóricas, ¿verdad?

Él sonrió y Carlie sintió una oleada de calor desde el centro de su ser. Mientras él servía las tazas, le preguntó:

– ¿Encontraste un regalo de cumpleaños para tu madre en Dulce Pecado?

– Sí. Una fondue de chocolate. Es para un chocolate de fundido especial, y es parecida a una de esas fuentes de champán que se usan en las bodas, sólo que más pequeña. Se pueden mojar todo tipo de cosas. Le va a encantar.

– Suena a fantasía hecha realidad. La promoción del día de San Valentín es una idea original, ¿no te parece? Si encuentras esa mitad de corazón de chocolate que encaje con el tuyo ganas una cena para dos. ¿Te entregó la mitad del chocolate envuelto en celofán azul?

– Sí. Aunque aún no lo he abierto. ¿Y tú el rosa?

– Sí. Lo escondí en un rincón, detrás de las latas de sopa en la estantería superior de mi alacena, en un esfuerzo por lograr que al menos me dure toda la noche.

– Buena suerte con eso.

– Gracias. Voy a necesitarla.

Después de añadir leche a ambas tazas, dejó la caja envuelta en celofán de plata sobre la encimera.

– Puedes hacer los honores.

Ocultó su diversión mientras veía a Carlie abrir la caja con una reverencia inusitada. Era evidente que le encantaba el chocolate. Después de quitar la tapa, se inclinó sobre el contenido e inhaló profundamente. Cerró los ojos y emitió un «oooooh» apenas audible. La diversión se desvaneció de Daniel, reemplazada por un deseo que prácticamente lo dejó sin aliento. Ella abrió los ojos y observó las trufas como si contemplara un alijo de joyas.

– Todas parecen tan deliciosas… -dijo con voz ronca-. ¿Cuál quieres tú? -preguntó sin dejar de mirar las trufas.

La temperatura de Daniel se elevó un poco más.

«La sexy, del cabello ondulado». Apretó los labios antes de llegar a pronunciar esas palabras en voz alta. Después de carraspear, miró las trufas y señaló una.

– ¿De qué sabor es ésa?

Ella consultó el interior de la caja de chocolate, que proporcionaba una guía en imágenes.

– Chocolate de avellanas con leche.

Hmmm.

– ¿Y ésta? -señaló otra.

– Mmmm… veamos… cappuccino.

Doble hmmmm.

Con la vista clavada en su expresión arrobada, eligió una al azar.

– Tomaré ésta.

Después de consultar la guía, ella asintió con aprobación.

– Praliné con doble de chocolate. Buena elección. Creo que yo me decantaré por la de vainilla francesa -cuando la tuvo en los dedos, alzó la mano para hacer un brindis-. Por tu generosidad compartiendo. Gracias.

– De nada -tocó ligeramente su trufa con la de ella.

Despacio, Carlie se la llevó a los labios y dio un mordisco pequeño. Él la observó, fascinado, mientras cerraba los ojos y unos sonidos eróticos y sensuales comenzaban a salir de su garganta. Echó la cabeza hacia atrás y de pronto Daniel no sólo quiso darse un festín de chocolate.

– Es… tan… increíblemente… delicioso.

«Y tú me estás poniendo tan increíblemente duro…». Se habría movido para aliviar la presión en la parte frontal de sus Levi's, pero no podía. Se quedó quieto, embobado, observando cómo ella convertía el simple acto de comer chocolate en una fantasía sexual. Cuando los gemidos se desvanecieron y al final ella abrió los ojos, él apenas logró pronunciar una única palabra.

– Vaya.

– Mmmm. Desde luego.

– ¿Ha sido tan estupendo para ti como lo ha sido para mí? -preguntó él.

La mirada de Carlie se posó en la trufa olvidada que Daniel aún sostenía entre los dedos y abrió mucho los ojos.

– Pero tú aún no la has probado.

– Estaba demasiado ocupado mirándote a ti -volvió a dejar la trufa en la caja, rodeó la barra y se detuvo delante de ella-. Prefiero probar la tuya.

Ella parpadeó y luego alzó lo que quedaba de la suya.

– Oh, claro. Me encantaría…

Le cortó las palabras cubriéndole la boca con los labios.

En el instante en que los labios se unieron, todo pensamiento abandonó la cabeza de Daniel. La bajó del taburete y luego la tomó en brazos; ella lo aceptó y le rodeó el cuello con los suyos. Emitió ese gemido increíble y separó los labios, invitándolo a entrar, ofrecimiento que él aceptó de inmediato. Mientras con la lengua le exploraba el interior de la boca, con las manos le acariciaba la espalda.

La fricción erótica de las lenguas le lanzó a Daniel agujas de fuego por el cuerpo. Se movió, apoyándose contra la barra, abrió las piernas y metió a Carlie entre la «V» de sus muslos. Ella se pegó contra él, incinerándolo.

«Más… más… más». La palabra reverberó por él, exigente, eliminando otra capa de su control, situación que no mejoraba por la respuesta ardiente de Carlie. Su intención había sido besarla despacio, con suavidad, pero nada en ese beso era lento o suave. Le metió la mano por el cabello sedoso y la mantuvo inmóvil mientras le devoraba la boca.

Perdió toda noción del tiempo, y cuando al final levantó la cabeza, no tenía idea de cuánto llevaban besándose, aparte de saber que no era suficiente. La miró y vio…

Bruma.

Parpadeó y se dio cuenta de que las gafas se le habían empañado. Igual que el resto de su persona. Antes de poder quitárselas, lo hizo ella. Al hacerlo, la vio con claridad. Con los ojos entornados, las mejillas encendidas y los labios húmedos y entreabiertos, se la veía absolutamente preciosa y completamente excitada. Después de dejar sus gafas en el mostrador, se reclinó en el círculo de sus brazos y susurró:

– Vaya.

Le impresionó que pudiera hablar. Desde luego, él era incapaz. Tuvo que tragar saliva dos veces y aclararse la garganta para poder encontrar la voz.

– Sí. Vaya -aunque aún sonaba como si le hubieran lijado las cuerdas vocales.

– Empañé tus gafas.

– Te perdono.

Lo estudió durante varios segundos.

– Se te ve diferente sin ellas.

– Ya ti. Estás… borrosa.

Ella se acercó más, hasta que casi se hallaron nariz contra nariz.

– ¿Y ahora?

– Oh, eres tú -inclinó la cabeza y le besó el cuello-. Sabes deliciosa.

– Era el chocolate.

La miró a los ojos.

– No, eras tú.

– He de decirte que ese beso hizo que me olvidara por completo de la trufa -lo estudió de nuevo durante varios segundos-. Probablemente, no debería reconocerlo, pero hace tiempo que quería hacer eso.

– ¿Liberarme de mis trufas?

Ella sonrió.

– Bueno, eso también. Pero me refería a empañarte las gafas.

– ¿Por qué no deberías reconocerlo?

– Según todos los libros, debería comportarme de forma recatada y misteriosa. Por desgracia, no es mi estilo.

– A mí no me parece una desgracia. Prefiero la brutal verdad -le acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja-. Y la brutal verdad es que preferiría continuar con nuestra conversación…

– ¿Conversación? -la picardía ardió en sus ojos y frotó la pelvis contra la dura montaña que era la erección de Daniel.

– Nuestra velada juntos -corrigió él con una sonrisa-. Cuando tengas más tiempo. ¿Estás libre mañana por la noche?

– Eso depende. ¿Me ofreces más trufas?

– Eso depende. ¿Me darás ese masaje?

– Lo haré si tú cumples tu parte.

– ¿A las siete?

– Mejor a as ocho. Tengo mucho que estudiar.

– Estupendo. Espero el momento con ganas -nunca había empleado un eufemismo más inexacto.

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