Taryn había perdido la concentración y se había apartado al arcén de la carretera. Seguía estupefacta por lo que había hecho… y por lo que acababa de hacer Brian Mellor. Había trabajado cinco años en Mellor Engineering y había llegado a amar a Brian desde que la nombraron su secretaria hacía dos años. Brian era el director de la próspera empresa. Era un buen jefe y habían trabajado bien juntos. Era alto, rubio, de trato fácil, simpático y… estaba casado.
Su mujer, Angie, también era encantadora. Físicamente era muy normal, pero lo que no tenía de belleza lo compensaba con una personalidad cálida y amable. Era evidente que adoraba a su marido, como lo era que sus hijos, Ben y Lilian, también lo adoraban. Cualquiera que viera a Brian y a Angie se daría cuenta de que era un matrimonio muy feliz, lo cual había servido para que Taryn pudiera mantener oculto su amor.
Sin embargo, había notado que desde hacía seis meses las cosas no iban muy bien en la familia Mellor. Escuchaba una palabra hiriente por aquí o descubría una mirada punzante por allá cuando Angie aparecía por la oficina, y aparecía todos los viernes al ir de compras.
Hasta que, dos meses atrás, Angie dejó de ir los viernes.
– ¿Le pasa algo a Angie? -le había preguntado Taryn a Brian.
– No… -había contestado él distraídamente sin dejar de trabajar.
Taryn se había quedado preocupada. Conocía lo suficiente a Angie como para poder llamarla con algún pretexto, pero tampoco quería entrometerse.
Las cosas no habían mejorado y entonces, ella, ante su sorpresa y la sorpresa mayúscula de los demás, había dejado el trabajo. Seguía inmóvil en el coche y no podía creerse que hubiera hecho eso. Le encantaba su trabajo y lo hacía muy bien. Quería a Brian y su mujer le caía muy bien. Sin embargo, había dejado el trabajo y no había marcha atrás.
Taryn recordó cómo había empezado el día. Había sido la primera en llegar a la oficina. Su vida doméstica no era tan armónica como le habría gustado y a veces salía temprano hacia el trabajo, como también solía quedarse hasta tarde en Mellor Engineering.
Esa mañana, cuando Brian llegó, parecía algo distraído. Ella no había dicho nada. Repasó el correo con él y volvió a su despacho. Sin embargo, lo observó. Durante toda la mañana, cuando coincidieron, estuvo descontento por algo, aunque él tampoco dijo nada.
Cerca de las cuatro de la tarde, ella fue a su despacho y volvió a ver su expresión sombría.
– ¿Qué pasa, Brian? -le preguntó con delicadeza.
– Nada… -contestó él, pero después se levantó y añadió-: Ya no puedo más.
– Brian… cariño…
Ella había pensado muchas veces decirlo, pero nunca lo había hecho y esa vez no pudo evitarlo.
– Taryn… -susurró él con tono desdichado.
Entonces, antes de que ella pudiera imaginarse lo que iba a hacer, Brian la abrazó, casi como si necesitara oír una palabra cariñosa. Taryn, perpleja por lo repentino de su gesto, se quedó paralizada. Luego se dio cuenta de que, quizá, instintivamente, también lo hubiera abrazado. Fuera como fuese, él debió de sentirse estimulado porque lo siguiente que notó ella fue que Brian estaba besándola.
Al principio, se quedó quieta, como si captara que él estaba afligido y necesitaba consuelo. Sin embargo, al cabo de unos segundos, el abrazo se estrechó y el beso se convirtió en el de un amante.
Conmocionada, desconcertada y un poco furiosa, pensó en Angie y en sus hijos y lo apartó, aunque una vocecilla le decía que se dejara llevar y se entregara al hombre que amaba. No esperó a que él pudiera hacer nada más y, presa del pánico o temerosa de sus instintos, sólo supo que no podía permitir que volviera a besarla. Se fue precipitadamente a su despacho, recogió el bolso y la chaqueta y, antes de que Brian pudiera reponerse, se marchó de allí.
Se montó en el ascensor con un torbellino en la cabeza, con los ojos irritados por las lágrimas y sin darse cuenta de que había más gente.
– Parece disgustada -le dijo una voz masculina.
Ella miró a un hombre de treinta y tantos años que también estaba en el ascensor, moreno, con ojos grises y al que le iban muy bien las cosas, a juzgar por el traje hecho a medida.
– ¿Qué? -replicó ella algo molesta.
Taryn miró hacia otro lado e inconscientemente se fijó en el lujoso maletín de él. Evidentemente, había ido a ése edificio por algún motivo de trabajo. ¿Trabajaría allí?
– ¿Puedo ayudarla de alguna manera? -insistió él.
– Lo dudo.
El ascensor se paró y ella pudo dar por terminada esa conversación. Salió disparada y se encontró en el coche camino de su casa cuando se dio cuenta de que no quería ir a su casa. Su padre, un científico jubilado, estaba en un mundo propio y quizá no se extrañara de que volviera tan pronto a casa, pero su madrastra, que hacía unos días se había quedado sin otra ama de llaves, tendría un montón de tareas para ella y otro montón de preguntas. A veces, muchas veces, Taryn no la soportaba.
De repente, se dio cuenta de que debía de llevar un buen rato en el coche. Se había tranquilizado poco a poco y había empezado a recuperarse del beso que le había dado Brian. Si bien sus pensamientos seguían algo alterados, empezó a meditar sobre cómo se había escapado de sus brazos. ¿Debería haber reaccionado de otra manera? Quizá. Aunque si lo pensaba bien, ¿qué otra cosa podría haber hecho aparte de marcharse de allí? Si no hubiera amado a Brian, podría haberle dado un empujón, haberle dicho cuatro cosas y no habría pasado nada más.
Pero lo amaba y tenía que reconocerse que había estado a punto de corresponder al beso. Taryn sabía que no habría podido vivir con eso en la conciencia. ¿Cómo habría podido volver a mirar a Angie a la cara? A pesar de las desavenencias entre Brian y Angie, ellos seguían casados y muy enamorados.
Saber que había hecho lo que tenía que hacer no la consolaba, pero seguía sin querer volver a casa.
Podría ir a algún sitio a tomar una taza de té, pero no quería té. No sabía qué quería. ¿Por qué lo habría estropeado todo Brian? Su vida no era nada interesante, pero le gustaba ir a su trabajo. Eso le recordó la agencia de trabajo temporal de su tía. Se llevaba muy bien con su tía Hilary, la hermana de su padre, y su agencia estaba bastante cerca de allí. Taryn sacó el móvil.
– ¿Estás ocupada?
Su tía había heredado la pasión por el trabajo que corría por las venas de toda la familia Webster. Ella misma la había heredado de su padre.
Hilary Kiteley, su apellido de casada, llevaba sola desde que su marido murió hacía unos treinta años. Económicamente no habría tenido necesidad de trabajar, pero necesitaba algo apasionante que le llenara los días y había sacado adelante una empresa que era muy apreciada.
– ¿No estás en la oficina? -le preguntó Hilary.
– ¿Puedo ir a verte?
– Mi puerta siempre está abierta para ti, Taryn. Ya lo sabes.
Media hora más tarde, Taryn estaba sentada en el despacho de su tía y ya le había explicado que había dejado un trabajo que le encantaba.
– ¿Vas a contarme qué ha pasado? -le preguntó Hilary amablemente.
– No… puedo.
– A lo mejor vuelves cuando hayas tenido tiempo para pensarlo -aventuró su tía.
– No.
Taryn sabía que aquel beso lo había cambiado todo. Ella lo amaba y él la había tentado. El riesgo de ceder era demasiado grande. Angie y él tenían que resolver la crisis que estuviera pasando su matrimonio.
– Desde luego, estás muy disgustada, sea lo que sea. ¿Quieres que te busque algo temporal mientras encuentras algo permanente? -le preguntó Hilary.
Taryn no había pensado en lo que haría. Buscaría un trabajo porque era trabajadora, pero todavía no estaba preparada para ser secretaria de dirección de alguien que no fuera Brian Mellor y no sabía qué otra cosa podría ser.
– No sé si quiero volver a ser secretaria de dirección -le confesó a su tía.
– Harías bien cualquier cosa que te propusieras.
– Vaya, siempre me levantas la autoestima.
– ¡Con motivo! ¿Te acuerdas del trabajo de camarera que me hiciste cuando estabas en la universidad? Te habrían contratado permanentemente si hubieras querido.
Ese comentario hizo que su angustiada sobrina sonriera.
– A lo mejor vuelvo a contratarme de camarera -Taryn lo dijo con tono desenfadado-. Bueno, ya te he robado demasiado tiempo. Será mejor que me vaya a casa.
– Tengo entendido que la señora Jennings se ha marchado bastante bruscamente -comentó Hilary refiriéndose a la marcha del ama de llaves.
– Has hablado con mi padre.
– Esta noche te toca ser cocinera…
Taryn sabía que lo sería. A su madrastra no le interesaba mucho la comida y, aunque en un momento dado fue el ama de llaves, los asuntos domésticos le interesaban menos todavía. Si su padre tenía que comer, y él no sabía ni cocerse un huevo, era evidente que la elegida era su hija.
– Pronto encontraremos otra ama de llaves.
Taryn lo dijo con esperanza y agradeció que su tía no dijera que su madrastra perdería el tiempo si recurría a ella para encontrar a alguien.
– ¿Cuándo vas a marcharte de esa casa? -preguntó Hilary-. Llevas años diciéndolo.
– Lo sé y me encantaría hacerlo, pero cada vez que saco el tema, pasa algo horrible.
– ¿Como cuando tu madrastra se cayó la noche anterior a tu marcha? ¿Como la otra vez que te la encontraste con un pie vendado y sin poder moverse? Por no mencionar la vez que creyó que tenían que operarla hasta que sus males se curaron milagrosamente.
– Tienes buena memoria.
– Eva Webster será tu madrastra, pero yo la conozco desde hace mucho tiempo.
La conocía desde mucho antes de que la madre de Taryn abandonara a su marido y le dijera, al día siguiente del décimo quinto cumpleaños de Taryn, que se había enamorado de otro hombre. Ella se marchó y Eva Brown, una viuda en situación precaria, entró como ama de llaves. Sin embargo, el día que se casó con Horace Webster decidió que también habían terminado sus obligaciones domésticas.
– Esa mujer te tiene de criada -siguió Hilary-. Además, espera que estés agradecida por vivir bajo su mismo techo.
Taryn, aunque sabía que su tía decía la verdad, no contestó.
– ¿Qué tal está mi primo favorito? -preguntó para cambiar de tema-. ¿Has sabido algo de Matt?
– Está muy ocupado, pero me llama de vez en cuando.
– Dale un abrazo de mi parte la próxima vez que hables con él. Ya te he entretenido bastante tiempo -añadió Taryn mientras se levantaba.
– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó su tía de camino hacia la puerta.
– Mucho mejor -contestó Taryn por educación más que por otra cosa.
– Dentro de veinticuatro horas lo verás de otra manera -la tranquilizó Hilary.
Taryn se montó en el coche y fue hasta su casa con la esperanza de que fuera verdad, pero, de momento, sólo se encontró con el saludo de su madrastra.
– ¿Qué está pasando? -le preguntó Eva-. Brian Mellor ha llamado dos veces para hablar contigo. También te ha llamado al móvil, pero lo tienes apagado.
– Ya…
Taryn se acordó vagamente de que lo había apagado poco después de llamar a su tía. No quería hablar con Brian.
– Llámalo. ¿Qué puede querer?
– No tengo ni idea. ¿Has hecho algo para cenar?
– Tenía una migraña.
Taryn le preguntó si ya estaba mejor y se fue a la cocina.
Esa noche, le costó dormirse. Le había encantado ese trabajo. Se sentía cómoda con la ingeniería y los términos técnicos, tenía destreza con el ordenador y era buena mecanógrafa y, además, como aprendía con facilidad, acometía con entusiasmo todo lo que pasaba por su mesa. ¿Qué carrera profesional tenía en ese momento? ¿Acaso quería una carrera profesional? Volvió a recordar el beso que le había dado Brian. No tenía mucha experiencia en ese terreno, pero podía distinguir entre un beso de amistad y el que había compartido con él. Ella se había espantado y se había ido, se había montado en el ascensor y… Se acordó de que había sido muy grosera con aquel hombre. Curiosamente, podía recordarlo con claridad. Era alto y sus ojos grises reflejaron algo cuando le dijo que parecía disgustada y luego le preguntó si podía ayudarla. Ella le contestó que lo dudaba mucho y, dado que él sólo quería ayudarla, no había sido una contestación muy considerada.
Taryn desterró de su cabeza la imagen del ejecutivo apuesto y triunfador. No sabía quién era y, en caso de que llegara a saberlo, cosa que no haría porque no pensaba volver a pisar aquel edificio, no quería revivir todo lo pasado sólo por disculparse con él.
Al día siguiente, durante el desayuno, se preguntó qué podría contarles a su padre y a su madrastra. Afortunadamente, su padre tenía un experimento entre manos en uno de sus talleres y parecía haberse olvidado de la necesidad de desayunar, como solía ocurrirle cuando se concentraba. Taryn pensó que podría llevarle una bandeja más tarde. Su madrastra no bajó hasta después de las nueve.
– ¿Sigues por aquí? -exclamó Eva cuando se chocaron en el vestíbulo justo en el momento en que sonó el teléfono y su madrastra lo contestó-. ¿Dígame? ¡Brian! ¿No te ha llamado esa hijastra perversa que tengo? -Taryn le hizo todo tipo de gestos para explicarle que no quería hablar con él y Eva dudó-. Lo siento, Taryn no está por aquí. ¿Quieres que le dé algún mensaje?
Brian no dejó ningún mensaje y, en cuanto colgó, Eva quiso saber, con todo lujo de detalles, por qué la llamaba a casa cuando tendría que estar en la oficina.
– Ha habido… He dimitido -declaró Taryn.
– ¡Es una pena que no se lo hayas dicho a él!
– Le mandaré una nota.
– ¡Te has largado! -el tono fue de acusación.
– Yo… no sabía si quería seguir siendo secretaria de dirección.
Taryn se sonrojó por lo descarado de la mentira, pero como no sabía qué quería hacer, quizá no fuera tan descarada. Eva, por su parte, vio ante sí una oportunidad que no quiso desaprovechar.
– Vaya, ¿no te parece increíble? Podrías quedarte con el trabajo de la señora Jennings.
– Yo… no estoy segura de querer ser vuestra sirvienta -replicó Taryn.
– No pensarás quedarte todo el día en casa sin hacer nada -le reprochó quien dominaba el arte de no hacer nada.
Como no quería pasarse la semana siguiente sin contestar el teléfono, Taryn redactó su dimisión formal y esgrimió circunstancias imprevistas como excusa para haberse marchado. Él le mandó una nota manuscrita en la que se disculpaba por haber traspasado la línea entre el jefe y su secretaria de dirección. Además, declaraba que su única excusa era considerarla más como a una amiga que como a una empleada. Le prometía que no volvería a pasar, pero aceptaba su dimisión si no le quedaba otro remedio. Aun así, si ella cambiaba de idea alguna vez, siempre encontraría un trabajo en Mellor Engineering.
A Taryn le costó contener las lágrimas cuando leyó aquello. Le pareció que nunca lo había amado tanto como en ese momento. Sin embargo, no podía volver.
Taryn llevaba dos semanas cocinando, limpiando y añorando ir a trabajar a Mellor Engineering.
– ¿Qué exquisitos sándwiches vas a preparar para esta tarde? -le preguntó Eva al entrar en la habitación.
– ¿Sándwiches?
– Tengo partida de bridge.
– Bueno, puedo hacerlos de salmón y pepino y poner pastelillos después.
– ¿Con pan blanco e integral? -le preguntó Eva con retintín.
– Claro -contestó Taryn.
Tendría que ir a hacer la compra, pero lo haría al terminar de leer el periódico.
– ¿Por qué estás leyendo las ofertas de empleo?
– Estoy buscando trabajo -contestó Taryn con una sonrisa.
Eva apretó los labios con gesto de disgusto, pero Taryn no pensaba permitirle que creyera que iba a ser su sirvienta para siempre.
– Está claro que no tienes suficientes tareas.
Eva seguramente se refería a que estaba leyendo el periódico después de haber pasado la aspiradora y de haber quitado el polvo. Cuando Eva se fue, Taryn empezó a ojear los alquileres de apartamentos. No le contaría sus planes a su madrastra hasta que hubiera embalado todo y estuviera a punto de irse.
Taryn estaba volviendo de hacer la compra cuando se le ocurrió la idea de ir a visitar a su madre. Su madre y su nuevo marido estaban de voluntarios en África. ¿La recibirían bien… o no? Las cartas que recibía de su madre siempre eran muy cariñosas, pero…
Aún no había decidido nada cuando sonó el teléfono. Taryn contestó desde la cocina y oyó con agrado la voz de su tía.
– ¿Qué haces? -le preguntó Hilary.
– ¿Te refieres a qué hago cuando no miro la sección de ofertas de empleo o la de alquileres?
– ¿Tan grave es?
– La verdad es que no -su tía la quería y ella no quería preocuparla-. Es que me parece que no sirvo para las tareas domésticas.
– Es una pena -replicó su tía después de un breve silencio.
– ¿Por qué?
– Acaban de pedirme a alguien que se ocupe temporalmente de una casa. Quieren a alguien un poco especial y había pensado en ti.
– Tía, estoy halagada…
– Resolvería tu falta de trabajo y de alojamiento durante dos semanas. Además, podrías seguir buscando trabajo y te alejarías dos semanas de la espantosa Eva.
– No lo sé… -susurró Taryn con una sonrisa-. ¿De qué se trata? ¿Dónde?
– Es un caballero anciano y encantador que vive entre Herefordshire y Gales.
– ¿Estás segura de que es un caballero, anciano y encantador?
– Sí. ¿Acaso iba a mandarte a algún sitio que no estuviera bien? Acabo de hablar con la señora Ellington, quien se ocupa ahora de la casa. Al parecer, nos ha recomendado la amiga de una amiga, ¿no te parece maravilloso? Ha estado diez años trabajando para el señor Osgood Compton y lo ha descrito como un hombre adorable, octogenario y un auténtico caballero.
Taryn tuvo que reconocer que la idea empezaba a gustarle.
– ¿La señora Ellington se va de vacaciones?
– Tiene una hija enferma y quiere pasar algún tiempo con ella. A lo mejor no tienes que pasar las dos semanas allí.
– ¿Puedo pensarlo?
– Necesita a alguien inmediatamente.
Taryn tampoco tenía mucho que pensar. Sólo tenía que cancelar una cita con unas amigas el viernes. Además, pasar dos semanas lejos de su madrastra sería el paraíso.
– Dame la dirección -aceptó Taryn.
– ¡Fantástico! -exclamó Hilary-. ¿Cuándo irás?
– Mañana.
Taryn fue al pueblo de Knights Bromley a la mañana siguiente. Como había supuesto, a su madrastra no le hizo ninguna gracia la idea de tener que ocuparse ella de las tareas domésticas, pero le había dado su palabra a su tía e iba a mantenerla. La señora Ellington estaba esperándola en el antiguo caserón para explicarle algunas notas que había apuntado y para presentarle a su jefe.
Osgood Compton era, efectivamente, un auténtico caballero y Taryn se sintió como en su casa a las pocas horas de que la señora Ellington se fuera.
Transcurrida media semana, estaba tan cómoda como si lo hubiera conocido de toda la vida. Osgood Compton era un caballero de ochenta y dos años animado y perspicaz y le pedía a Taryn frecuentemente que lo acompañara a pasear. Durante sus caminatas charlaban de todo tipo de cosas. Él había sido un ingeniero de cierto prestigio antes de jubilarse y estaba encantado de que ella conociera muchas cosas del que había sido su campo de trabajo. Taryn le había tomado cariño en muy poco tiempo y supo que lo recordaría con agrado cuando hubieran pasado las dos semanas.
Sin embargo, a la hija de la señora Ellington tuvieron que operarla inmediatamente y la señora Ellington llamó al señor Compton para preguntarle si podía tomarse otras cuatro semanas. Él, naturalmente, como el caballero que era, le dijo que se tomara todo el tiempo que necesitara.
– ¿Podría pedirte que te quedaras conmigo un mes más? -le preguntó él a Taryn.
– Me encanta estar aquí -contestó ella-. Otro mes estaría muy bien.
– Sólo será un mes, te lo prometo -replicó él con una sonrisa resplandeciente-. A lo mejor conviene que llames a la agencia y se lo digas.
Esa noche, a última hora, Taryn lo oyó hablar por teléfono con su hija, que estaba casada con un estadounidense y vivía en Estados Unidos. En realidad, hablaban mucho por teléfono y a ella le parecía que era una relación encantadora. Pensó en su propio padre y, por un instante, deseó con tristeza que le demostrara más cariño del que le demostraba habitualmente.
Más tarde, Taryn también llamó a su casa y recibió la feliz noticia de que su madrastra había encontrado a alguien que se ocupara de las tareas domésticas. Taryn supuso que ya no había ninguna prisa para que ella volviera.
El tiempo fue muy bueno durante la semana siguiente y el señor Compton, que consideraba que sería una pena pasar los días en casa, la apremiaba para que organizara comidas en el campo. Los días pasaron entre paseos campestres y alguna que otra visita al pub del pueblo. Pasaron unos días de verano muy placenteros.
A medida que se acercaba el final de su estancia en Knights Bromley, Taryn seguía pensando que no volvería a trabajar en Mellor Engineering, pero se encontraba más dispuesta a trabajar en una oficina. Se dio cuenta de que había necesitado ese cambio de aires para volver a ordenar las ideas.
Tenía que pensar en labrarse una carrera profesional. Lo primero que haría el lunes por la mañana sería buscar trabajo y, lo segundo, buscar un sitio donde vivir, que no fuera la fría casa de su padre.
Sin embargo, sus decisiones tendrían que esperar un poco porque al día siguiente la señora Ellington llamó para decir que su hija, aunque se recuperaba bien, había tenido una leve recaída y no quería dejarla sola.
– ¿Crees que podrías quedarte una semana o dos más? -le preguntó a Taryn-. Sé que el señor Compton piensa maravillas de ti.
¿Qué podía contestar? Ella también pensaba maravillas de él y la hija de la señora Ellington estaba pasando un mal momento.
– No te preocupes -contestó Taryn-. ¿Has hablado con el señor Compton?
– Él insiste en que me tome todo el tiempo que necesite, pero me parece que le incomoda pedirte que te quedes. Al parecer, te prometió que te irías esta semana.
– Le diré que me viene mejor quedarme -la tranquilizó Taryn.
El sábado, Taryn pensó que al señor Compton le gustaría tomar el té en el jardín. Ella le había hecho su pastel favorito esa mañana. Estaba llevando la bandeja cuando oyó un coche que entraba por el camino de la casa. Que ella supiera, el señor Compton no esperaba visitas. Aunque eso no significaba que no fueran a recibir bien a cualquier visitante. Aun así, cuando vio que el coche último modelo se paraba delante de la puerta, pensó que tal vez el visitante se hubiera equivocado de dirección y no quería que el timbre despertara al señor Compton de la siesta. Llegó al coche justo cuando un hombre alto, moreno y de treinta y tantos años estaba bajándose. Él la vio y se quedó petrificado. Taryn lo miró fijamente.
– ¿Quién…? -empezó a preguntarle Taryn.
No podía entender que él la mirara como si la conociera de algo.
– ¿Qué demonios está haciendo aquí? -le preguntó él ante el pasmo de ella.
– ¿Acaso lo conozco? -respondió Taryn con cierta aspereza.
Sin embargo, nada más preguntarlo tuvo una leve inspiración. Él iba vestido con una camisa y un pantalón de algodón y quizá por eso había tardado en darse cuenta, pero, efectivamente, lo había visto antes, en el ascensor de la oficina.
Era el hombre con quien había sido tan grosera. Le había preguntado qué hacía allí, pero ¿qué estaba haciendo él allí?