Capítulo 9

A Daphne le entraron ganas de ponerse a gritar con todas sus fuerzas, pero no lo hizo porque era consciente de que, si lo hacía, lo único que conseguiría sería empeorar su terrible dolor de cabeza.

– ¿Te has casado conmigo mientras estaba inconsciente? – se indignó.

– No pierdas la calma.

– Ahora mismo, te mandaría guillotinar – continuó Daphne-. ¿Se puede saber qué bicho te ha picado? Lo que has hecho es horrible e ilegal.

– En teoría, no.

Daphne se dio cuenta de que Murat continuaba acariciándole los dedos y retiró la mano.

– En Bahania, para que un matrimonio real sea válido, la novia no tiene por qué dar su consentimiento -le explicó Murat-. Basta con que no se oponga.

– ¿Me estás diciendo que la novia que calla, otorga? -preguntó Daphne con incredulidad.

– Sí.

– ¿Y nadie se ha dado cuenta de que yo no estaba ni para decir que sí ni para decir que no? ¿Acaso nadie se ha percatado de que estaba inconsciente?

Murat se encogió de hombros.

– ¿Nadie se opuso? ¿Nadie protestó?

– No.

– ¿Y los testigos?

– El único testigo que había era el rey.

– ¿Nadie más?

Murat sonrió.

– El rey es más que suficiente.

Daphne no se podía creer que el padre de Murat hubiera accedido a algo así. Además de que le dolía la cabeza, sentía unas terribles ganas de llorar.

«No llores», se dijo a sí misma.

Si lloraba, lo único que iba a conseguir era debilitarse y necesitaba estar fuerte. Aun así, no le resultó fácil controlar las lágrimas.

– No me puedes hacer esto.

– Ya está hecho.

– Entonces, voy a hacer todo lo que esté en mi mano para deshacerlo. Conseguiré la anulación o el divorcio. Me importa un bledo el escándalo.

– Para que un matrimonio real pueda ser disuelto se necesita el permiso del rey.

Lo que equivalía a decir que era imposible que fuera a suceder.

– Eres un canalla mentiroso y rastrero que no tiene ética ni moral ninguna -se lamentó Daphne furiosa-. Jamás te perdonaré esto. Recuerda bien mis palabras. Te aseguro que voy a encontrar la manera de librarme de ti.

– Daphne, ahora tienes que descansar -contestó Murat apartándole un mechón de pelo de la cara-. Ya tendrás tiempo dentro de unos días de ocuparte del asunto de nuestro matrimonio.

Daphne le apartó la mano.

– No me toques. No vuelvas a hacerlo jamás. Te odio.

Aquello hizo que Murat se apartara de ella y se colocara a los pies de la cama.

– Si soy tu esposa -continuó Daphne-, puedo hacer lo que me dé la gana.

– Sí, pero no debes olvidar nunca cuál es tu lugar.

– ¿Te refieres a que debería comportarme como tu esclava? Vaya, maravilloso. Estoy encantada de ser el juguetito de un príncipe arrogante y egoísta.

Murat la miró estupefacto, pero a Daphne le importaba muy poco lo que pensara de ella. En cualquier caso, la medicación le estaba haciendo efecto y estaba dejando de dolerle la cabeza, así que Daphne se sentó en la cama.

– Eres una mujer imposible -se lamentó Murat.

– Me importa un bledo lo que opines de mí.

– Te quejas, pero todo esto lo he hecho por ti.

– Ya, claro. Será porque yo te estaba rogando que te casaras conmigo, ¿verdad?

– No, pero te habías hecho daño y alguien tenía que cuidar de ti.

– ¿Me estás diciendo que te has casado conmigo para protegerme de mí misma? Murat, deja de mentirte a ti mismo.

– Además, hemos hecho el amor -añadió Murat en el tono que un adulto emplea para explicarle algo delicado a un niño-. Y no eras virgen.

– ¿Y?

– Deberías haberlo sido.

– ¿Y te has casado conmigo para castigarme por ello?

– Por supuesto que no.

– ¿Entonces? Si hubiera sido virgen, habríamos seguido viéndonos y acostándonos y, al final, habríamos terminado igual.

– Correcto. Me habría casado contigo de todas maneras.

Aquello se llamaba estar entre la espada y la pared.

La sensación de estar atrapada dejó a Daphne sin energía, así que se tumbó y cerró los ojos.

– ¿No te encuentras bien? -le preguntó Murat.

– Vete.

Daphne lo oyó acercarse y sintió su mano en la frente.

– Me gustaría ayudarte.

Daphne abrió los ojos y lo miró fijamente.

– ¿Te crees que a mí me importa lo que tú quieras? Por favor, vete inmediatamente. No quiero volver a verte. Fuera. ¡Fuera!

Murat dudó, así que Daphne hizo ademán de agarrar el vaso vacío que había en la mesilla para lanzárselo.

– ¡Fuera!

– Vendré a verte mañana por la mañana.

– ¡Vete ya!

Dicho aquello, Murat se giró y abandonó la habitación.

Una vez a solas, Daphne dejó el vaso sobre la mesilla, se acurrucó en la cama y cerró los ojos. El dolor era insoportable, pero no el de la cabeza sino el de haber perdido su libertad.

La traición que Murat le había infligido le dolía sobremanera. Daphne volvió a sentir que le ardían los ojos y en aquella ocasión no reprimió las lágrimas aunque sabía que de poco le iban a servir.


Con la ayuda de los analgésicos, Daphne consiguió dormir toda la noche del tirón y, a la mañana siguiente, el médico pasó a verla. El doctor le dijo que debía permanecer acostada, por lo menos, veinticuatro horas más, y que no debía volver a su vida normal durante unos días.

Por razones que Daphne ignoraba, pero que agradecía, Murat no fue a visitarla. Al tercer día, Daphne le dijo a la enfermera que se encontraba bien, se levantó, se vistió y comenzó a caminar.

Seguía furiosa con él y decidió que, en lugar de permitir que aquel enfado acabara con su energía, tenía que apoyarse en él para sacar fuerzas de flaqueza y encontrar la manera de librarse de Murat y escapar de allí.

Después de desayunar, Daphne se acercó a las puertas doradas y comprobó que ya no estaban cerradas ni había guardias fuera.

Claro, ya no hacía falta vigilarla porque ya no podía escapar. Nadie se atrevería a ayudarla, ningún conductor llevaría a la futura reina a la frontera ni ningún piloto volaría fuera del país con ella.

Daphne avanzó por un pasillo hasta que se encontró con un viejo criado al que preguntó por el rey. El hombre la guió hasta un jardín donde Daphne vio al rey jugando con una de sus nietas en compañía de su madre, Cleo, la mujer de Sadik.

Daphne no supo qué hacer. Aunque tenía asuntos muy urgentes que tratar con el monarca, no quería interrumpir un momento familiar tan íntimo.

Daphne sabía que Cleo era adoptada y que trabajaba en una fotocopiadora antes de conocer al que habría de convertirse en su marido y le pareció genial que una chica tan normal fuera completamente aceptada en una familia real cuando a ella no la aceptaba ni su propia familia.

Aquello le dolió.

– Vaya, Daphne -dijo el rey al verla-. Tienes buen aspecto. Ven a sentarte con nosotros.

Daphne así lo hizo.

– Está empezando a andar -le explicó Cleo agarrando a su hija Calah-. No sé qué va a ser de nosotros cuando sepa correr -se lamentó riendo-. Bueno, de momento, me parece que tenemos que ir a cambiarle el pañal, ¿verdad, pequeña? -añadió tomando a la niña en brazos y alejándose.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó el rey una vez a solas, tomándole la mano derecha entre las suyas.

De haberle agarrado la izquierda, se habría dado cuenta de que no lucía el anillo que Murat le había entregado al hacerla su esposa porque lo había dejado en la habitación.

– Físicamente, me encuentro mucho mejor, pero, emocionalmente, estoy bastante mal -contestó Daphne sinceramente -. ¿De verdad que Murat se ha casado conmigo mientras estaba inconsciente?

– Sí.

Daphne sintió que el aire no le llegaba a los pulmones y temió desmayarse.

– ¿Estás bien? -le preguntó el rey Hassan.

– Sí, pero… no entiendo cómo ha permitido que hiciera esto. Lo que ha hecho su hijo es terrible.

– Mi hijo es incapaz de hacer nada terrible.

– No me puedo creer que lo apoye. Y tampoco me puedo creer que esté convencido de que vamos a ser felices porque de este matrimonio es imposible que salga nada bueno.

– Confío en que sabrás hacer feliz a mi hijo.

– Y yo confío en que entienda que necesito que este matrimonio se anule.

– Daphne, prefiero que no hablemos de esto. ¿Por qué no hablamos de lo bonito que es Bahania? Si no me equivoco, la última vez que estuviste por aquí te encantó el país. Ahora, podrás explorar hasta el último rincón, conocer a su gente. Por lo que me ha dicho Murat, eres veterinaria. Ejercer fuera del palacio va a ser un poco difícil, pero yo creo que podrías dar clases. Además, yo tengo un montón de gatos y me vendrá muy bien que te encargues de ellos.

Daphne se sintió como si estuviera hablando con un muro.

– Majestad, por favor, ayúdeme.

El rey sonrió.

– Daphne, yo creo que hay una razón por la que no te has casado. Te fuiste de Bahania hace diez años y no te has casado. ¿Por qué no compartiste tu vida con nadie?

– Porque no encontré al hombre adecuado. He estado muy ocupada estudiando y trabajando -le explicó Daphne-. Desde luego, no ha sido porque no me haya podido olvidar de Murat.

– Eso dices. Él dice lo mismo, pero él tampoco ha encontrado a una mujer. Ahora estáis juntos, como debería haber sido desde el principio.

Daphne no se podía creer lo que estaba sucediendo.

– Me ha engañado, me ha tendido una trampa y no me puedo creer que usted lo apoye.

– Dale tiempo, conoce a mi hijo. Te gustará, ya lo verás.

Daphne se puso en pie.

– Perdón, tengo cosas que hacer -se excusó alejándose.

Se encontraba rota de pies a cabeza. Nadie la escuchaba ni la quería ayudar. La situación era tan caótica que se sentía un pobre insecto atrapado en una red de araña. Al final, tendría que ceder y rendirse.

– Jamás. Seré fuerte.

Al doblar la esquina, se encontró con una joven doncella uniformada.

– Alteza, sus padres quieren hablar con usted – sonrió la mujer-. Por favor, sígame.

Claro, sus padres se habrían enterado de la boda y debían de estar encantados.

– Esto es maravilloso, estamos encantados – le dijo su madre, como era de esperar, cuando Daphne se puso al teléfono.

– Lo has hecho muy bien, pequeña -añadió su padre desde el otro auricular.

Daphne sintió que las lágrimas le abrasaban los ojos. Era la primera vez en su vida que oía a su padre decir algo así y lo decía porque se había casado por la fuerza con un hombre al que no amaba.

– Nos habría encantado que hubierais celebrado una gran boda, pero hemos leído que dentro de unos meses se celebrará una enorme recepción, así que fenomenal. En cuanto sepas la fecha, nos lo dices, ¿eh? Para sacar el billete de avión y esas cosas… Ay, hija, qué contentos estamos. Supongo que tú estarás encantada, ¿no? Claro, cómo no vas a estar encantada.

Su madre siguió en su monólogo personal y su padre lo salpicaba con comentarios parecidos mientras Daphne miraba por la ventana al horizonte.

– Y dentro de unos meses, un año como mucho, oiremos los pasitos de una princesita o de un principito. ¡Oh, eso sí que será maravilloso! – añadió su madre.

En ese momento, Daphne recordó que había hecho el amor con Murat en el oasis sin ningún tipo de protección y sintió que el terror se apoderaba de ella.

– Os tengo que dejar -se despidió de sus padres.

Oh, no. De haberse quedado embarazada, su destino sí que estaría unido para siempre al de Murat y Bahania porque Daphne sabía que, según las leyes de aquel país, no se permitía que ninguna mujer divorciada abandonara el territorio nacional con sus hijos y, menos, la reina.

«Sólo ha sido una vez», se dijo para calmarse mientras volvía a sus habitaciones.

Era imposible que una se quedara embarazada así de fácilmente.

– Alteza, la estaba esperando -le dijo otra doncella cuando salió del ascensor.

Daphne sonrió a pesar de lo mal que se encontraba.

– Me han encargado que la lleve a sus nuevos aposentos.

– ¿Mis nuevos aposentos? -se sorprendió Daphne -. ¿Con el príncipe? -añadió al comprender.

La doncella sonrió encantada.

– ¿Y mis cosas?

– Ya las han llevado.

Claro, Murat se había hecho cargo ya de todo.

– Muy bien -contestó Daphne manteniendo la compostura.

A continuación, siguió a la doncella por un vericueto de pasillos hasta llegar frente a unas enormes puertas de madera labrada.

Una vez dentro, miró a su alrededor. Se encontraba en una estancia espaciosa y luminosa desde cuyos ventanales se veía el océano.

Dentro, los muebles y los cuadros eran impresionantes y el tamaño de la sala, gigantesco. Además, había varias puertas cerradas a los lados y Daphne supuso que serían comedores, salones y dormitorios.

Daphne se sentía tan mal que temía desmayarse así que, tras despedir a la doncella, se dirigió hacia lo que esperaba que fuera el dormitorio.

De repente, se dio cuenta de que Murat estaba sentado en un rincón.

¿Esperándola?

Ignorándolo, se metió en la cama, se acurrucó y cerró los ojos.

– No te encuentras bien -comentó el príncipe poniéndose en pie-. Voy a llamar al médico.

– Déjame en paz -contestó Daphne.

– No puedo.

Daphne se dio la vuelta haciendo un esfuerzo para no llorar. Ya estaba harta de llorar. Llevaba varios días llorando.

Sin embargo, el estrés era tan fuerte que no pudo evitar que una lágrima le recorriera la mejilla. Murat se dio cuenta, se sentó en el borde de la cama y la tomó entre sus brazos.

– No pasa nada -intentó consolarla.

– Claro que pasa. Pasa mucho y el culpable eres tú -protestó Daphne.

Murat le acarició el pelo y la espalda y la acunó. Daphne quería decirle que no era una niña pequeña, que no podía darle un abrazo y decirle que todo iba bien, pero en aquellos momentos no podía hablar.

Daphne no sabía cuánto tiempo la había tenido Murat en brazos, pero, al final, el dolor desapareció y dejó de llorar.

– He hablado con tu padre -le contó-. No quiere ayudarme.

– ¿Y te sorprende?

– No, pero me decepciona -contestó Daphne apartándose-. Jamás te perdonaré lo que me has hecho.

Murat era consciente de ello. Casarse con Daphne de aquella manera le había parecido desde el principio un gran riesgo, pero, una vez que tomó la decisión, no había marcha atrás. Estaba dispuesto a aceptar su odio a corto plazo para conseguir su aceptación a largo plazo.

– El tiempo lo cura todo -comentó-.

– En este caso, no. Te aseguro que mi furia no hará sino crecer.

Murat le apartó un mechón de pelo de la cara y sonrió.

– He visto la nueva escultura que has empezando. La figura se parece sospechosamente a mí, pero es un hombre que se cae por las escaleras, ¿no?

– No he hecho más que empezar -contestó Daphne con los ojos encendidos por la rabia-. No tenías derecho a…

– Por favor, otra vez esta conversación no -la interrumpió Murat poniéndole los dedos sobre los labios.

– Entonces, ¿Cuál quieres? ¿Prefieres ésa en la que te digo que eres un canalla mentiroso? ¿O te gusta más ésa en la que te recuerdo que haberme arrebatado mi libertad es un acto repugnante que jamás te perdonaré?

– Variaciones sobre el mismo tema.

– Es lo único sobre lo que me interesa hablar.

Murat le tomó la mano izquierda y se dio cuenta que se había quitado el anillo.

– No llevas el anillo.

– ¿Por qué lo iba a llevar?

– Porque es el símbolo de nuestro matrimonio y de tu posición en mi mundo -contestó Murat sacándose el anillo del bolsillo y haciendo amago de ponérselo.

Daphne se lo impidió.

– No te comportes como una niña.

– Me comporto como me da la gana.

– Muy bien. Lo dejo aquí hasta que cambies de opinión -contestó Murat dejando el anillo en la mesilla de noche.

Daphne tomó aire.

– Murat, me voy a ir. Al final, conseguiré irme, conseguiré encontrar la manera de escapar de tí y de este palacio.

– No eres mi prisionera.

– Por supuesto que lo soy. Lo he sido desde el principio. ¿Te importaría decirme por qué?

– Te recuerdo que has sido tú la que has ido tomando todas las decisiones. Excepto una.

– Sí, excepto una, la de casarme contigo -se lamentó Daphne-. Me iré en cuanto esté segura de que no estoy embarazada.

Murat se puso en pie y la miró sorprendido.

– ¿Embarazada?

Daphne puso los ojos en blanco.

– No pongas esa cara de padre feliz porque no creo que lo esté. Solamente hemos hecho el amor una vez y, para que lo sepas, me arrepiento profundamente.

Embarazada. Por supuesto. Era una posibilidad. Se habían dejado llevar por la pasión del momento y no habían tomado precauciones en el oasis.

Un niño. Un hijo. El heredero.

– Deja de sonreír -gritó Daphne.

– ¿Estoy sonriendo?

Lo cierto era que Murat se sentía en la gloria.

– No va a haber ningún hijo.

– Todavía no lo sabes.

– Lo más seguro es que no esté embarazada. Fue sólo una vez.

– Sólo hace falta una vez -le recordó Murat tomándole el rostro entre las manos-. Daphne, conoces las leyes de mi país. Sabes perfectamente lo que ocurriría si estuvieras embarazada.

Daphne lo miró desesperada.

– Que tú ganarías, que jamás podría irme porque no sería capaz de abandonar a mi propio hijo y jamás me estaría permitido llevármelo fuera del país -contestó Daphne apartándose-. Para que lo sepas, no pienso volver a acostarme contigo y, en cuanto haya comprobado que no estoy embarazada, me iré.

Murat dudaba mucho que estuviera hablando serio.

– ¿Tan pronto vas a abandonar a tu pueblo? Eres la futura reina de Bahania.

– Tu gente ha vivido sin mí durante mucho tiempo, así que no creo que me echen de menos. Sobrevivirán.

– Cambiarás de parecer.

– De eso, nada -insistió Daphne poniéndose en pie-. Murat, tú te crees que esto es un juego, pero yo estoy hablando muy en serio. No quiero vivir aquí y no quiero estar casada contigo.

– Te convenceré de que sí.

– No puedes.

Murat estaba convencido de que sí podía. Era el príncipe heredero Murat de Bahania y Daphne no era más que una mujer normal y corriente, así que era evidente que su fuerza de voluntad no tenía nada que hacer al lado de la suya.

Murat era consciente ahora de que no debería haber permitido que se fuera diez años atrás, un error que no estaba dispuesto a repetir.

– Yo quiero estar enamorada del hombre con el que me case y a ti no te quiero.

– Me querrás.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Me vas a obligar a amarte?

– Sí.

– Eso no es posible.

– Ya lo verás.

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