Daphne estaba sentada sola en la suite mirando por la ventana mientras dos gatos dormían en el sofá, acompañándola y dándole consuelo, pero no había consuelo para su dolor. No estaba embarazada. Se había enterado hacía una hora. Por supuesto, ella ya lo sospechaba y, precisamente por eso, no había querido hacerse la prueba, porque no quería verse en la tesitura de tener que escoger.
Un mes atrás, habría estado encantada con la posibilidad de escapar, pero ahora todo era diferente. En lugar de alivio, sentía una espantosa tristeza, lo que le dejaba claro algo que hacía tiempo se venía negando a sí misma.
No se quería ir.
Murat no era un hombre perfecto, pero ella lo amaba y quería estar con él a pesar de sus defectos, quería tener hijos con él, quería formar parte de su mundo y de su historia porque amaba aquel país tanto como amaba al heredero al trono.
Desde que Murat había vuelto del desierto, no habían hablado de su futuro. No era de extrañar que Murat hubiera dado por hecho que su silencio quería decir que Daphne estaba de acuerdo con el matrimonio, pero ella no era así. A Daphne le gustaba hablar a las claras, así que decidió ir en busca de Murat para contarle lo que había decidido, para decirle que quería sentir sus brazos alrededor de su cuerpo, que quería que la abrazara y que la besara y que la llevara a su cama para concebir a su primer hijo.
Cuando llegó a su despacho, su ayudante le dijo que Murat se había ido a dar un paseo. Daphne salió al jardín a buscarlo y lo encontró sentado en un banco con actitud abatida y triste.
– ¿Murat?
Al oír su voz, Murat la miró y sonrió. Su rostro se alegró y la tristeza desapareció y, en respuesta, el corazón de Daphne dio un vuelco de felicidad y se preguntó cómo había dudado de lo mucho que amaba a aquel hombre.
– Te estaba buscando.
– Pues ya me has encontrado -contestó Murat haciéndole un hueco en el banco.
– ¿Qué te pasa?
– He estado pensando en nuestro matrimonio -contestó Murat.
– Yo, también y te quiero decir una cosa – contestó Daphne con el pulso acelerado y sin saber cómo decirle que lo amaba, que quería quedarse con él y que quería que su matrimonio funcionara-. No estoy embarazada -añadió sin embargo.
Murat no reaccionó.
– ¿Estás segura?
– Completamente.
Murat no dijo nada.
– ¿No deberías decirme que es una pena y qué tenemos que ponernos manos a la obra cuanto antes para remediarlo? ¿Qué te pasa, Murat?
– Antes, te lo hubiera dicho, pero ahora sé que esto es lo mejor que podría pasarnos.
– ¿Cómo? -exclamó Daphne como si la hubiera abofeteado.
– Sí, es mejor que no estés embarazada porque un hijo nos complicaría mucho las cosas.
– Pero si estamos casados.
– Según la ley, sí, pero en nuestros corazones, no es así. Lo siento mucho, Daphne. He tomado las decisiones sin tenerte en cuenta y la única manera que se me ocurre de arreglar todo este entuerto es devolverte tu libertad.
Daphne sintió que le faltaba el aire.
– No te entiendo -murmuró poniéndose en pie.
Murat la imitó.
– Me equivoqué al mantenerte encerrada en contra de tu voluntad y casándome contigo cuando estabas inconsciente. No me tomé tus protestas en serio, pero tenías toda la razón. Te pido perdón por lo que he hecho. Ya no hace falta que lleves ese anillo. Hablaré con el rey para que nos conceda el divorcio. Eres libre y puedes irte cuando quieras.
Y, dicho aquello, se giró y se fue, dejando a Daphne sola en el jardín. Daphne volvió a sentarse en el banco y comenzó a llorar. Sentía unas inmensas ganas de ponerse a gritar de dolor.
Aquello no podía estar sucediendo.
– Te quiero -dijo en voz alta-. Quiero quedarme contigo.
Pero Murat no le había ofrecido nada parecido. ¿Acaso no lo había hecho porque no creía que Daphne pudiera estar interesada o porque no la amaba lo suficiente?
Daphne pasó un par de horas en el jardín, llorando sin parar. Cuando se le secaron los ojos, tomó la decisión de ir a hablar con Murat, de decirle lo que sentía por él y, si entonces le decía que no estaba interesado en ella, se iría, pero no estaba dispuesta a irse sin luchar por lo que quería.
Así que fue al despacho de Murat, pero no lo encontró allí. Su ayudante la informó de que el príncipe había partido de viaje al extranjero y no volvería hasta dentro de varias semanas.
Daphne no se lo podía creer.
– No entiendo nada -se lamentó-. No puede haberse ido.
– Lo siento mucho, Alteza, el viaje ya estaba preparado -la informó Fouad.
Daphne asintió y volvió a su suite, donde se encontró con el rey.
– Pequeña, acabo de hablar con Murat.
– Se ha ido -balbuceó Daphne-. Va a estar fuera varias semanas. Me dijo que me fuera. ¿A usted se le ha contado?
El rey Hassan asintió.
– El divorcio estará firmado en breve y serás libre para volver a tu casa.
– Muy bien.
Ahora resultaba que era libre para volver a un trabajo que no tenía con una familia que jamás la perdonaría y unos amigos que nunca la entenderían.
– Mi hijo está muy arrepentido por lo que ha hecho y yo también. No tendría que haberme inmiscuido en vuestras vidas, pero, ay, viejo romántico de mí, creí que os seguíais queriendo y que las cosas entre vosotros podían salir bien. Ahora comprendo que me equivoqué y te pido perdón por el daño que te he causado. Daphne tragó saliva.
– No se ha equivocado por completo. Ya sé que Murat no está interesado en seguir casado conmigo, pero yo… yo lo amo y estaría dispuesta a quedarme. Sin embargo, cuando le he dicho que no estaba embarazada, me ha dicho que me fuera.
El rey abrió los brazos y Daphne se refugió en ellos.
– Si quieres, puedo hablar con él.
– Por favor, no lo haga -contestó Daphne a pesar de que la tentación era muy fuerte-. No quiero que Murat se sienta obligado a estar conmigo. Quiero que esté conmigo sólo si él así lo desea.
– ¿Qué vas a hacer?
– Volver a Estados Unidos.
– Quédate todo el tiempo que quieras. A pesar de lo que ha sucedido, siempre serás bienvenida en esta casa -se despidió el rey besándola en la mejilla.
– Dudo mucho que a Murat le hiciera mucha gracia encontrarme aquí cuando volviera de su viaje.
– Nunca se sabe.
Daphne estaba segura de ello porque, de nuevo, Murat la había dejado partir sin presentar batalla.
– ¿Podemos hacer algo? -le preguntó Billie a Daphne mientras le daba un abrazo de despedida-. ¿Estás segura de que no quieres que te lleve yo en un caza?
– Gracias, pero creo que voy a ir más cómoda en el avión del rey.
– Es una pena que Murat se haya comportado como un imbécil. Los hombres son a veces muy imbéciles -se despidió Cleo con lágrimas en los ojos-. De verdad, yo habría puesto la mano en el fuego a que estaba loco por ti.
Daphne se encogió de hombros y, tras despedirse de nuevo de las que habían sido durante un mes sus cuñadas, se subió a la limusina y abandonó el palacio con el corazón roto por el dolor.
Murat bajó a toda velocidad de la limusina y entró corriendo en el palacio. Fue directamente a la suite que compartía con Daphne y abrió la puerta de par en par.
– ¿Daphne?
La única respuesta que obtuvo fue la del silencio.
– Daphne, ¿estás aquí?
Murat fue al dormitorio y vio que el libro que Daphne solía tener sobre la mesilla de noche no estaba. Una vez en el baño, comprobó que sus cosas habían desaparecido.
Daphne se había ido.
Murat se sintió abatido.
Se había ido para intentar olvidarla, pero se había dado cuenta de que Daphne siempre lo acompañaba. Aunque sabía que se había comportado como un auténtico cavernícola con ella, quería intentar convencerla para que se quedara a su lado, pero ella no había esperado ni tan siquiera dos días para irse.
Embargado por la tristeza, caminó hacia su despacho y, nada más llegar, dos objetos que había sobre su mesa acapararon su atención.
El primero, el anillo de diamantes que había sido la alianza de boda de Daphne y, el segundo, la figura de arcilla de los dos amantes que ahora tenían rostro.
Murat se quedó de piedra y, cuando consiguió reaccionar, descolgó el teléfono y pidió que lo pusieran inmediatamente con el aeropuerto.
El lujoso avión privado se deslizaba por la pista y Daphne se arrellanó en la butaca de cuero y cerró los ojos, pero, de repente, el avión paró y dio la vuelta.
– Todo va bien, Alteza -le dijo el piloto por el interfono-. Nos han avisado de la torre de control de que llevamos la puerta de carga mal cerrada. Tenemos que volver un momento al hangar, pero sólo serán un par de minutos.
– Muy bien -contestó Daphne eligiendo una revista de decoración para pasar el rato.
Al mirar por la ventana, vio a varios hombres uniformados alrededor del avión y, en ese momento, se abrió la puerta y vio entrar a un hombre alto, guapo y con aire imperial.
Al instante, sintió que el corazón le daba un vuelco y que la esperanza se apoderaba de ella. Murat se sentó en la butaca de enfrente y se acercó a ella.
– ¿Cómo has podido irte sin decirme que me quieres?
– Yo… yo no creía que te interesara.
– Claro que me interesa saber que mi mujer me ama. Eso lo cambia todo.
Daphne sintió que el aire no le llegaba a los pulmones.
– Me dijiste que me fuera -le recordó.
– Sí, pero porque creía que tú querías irte -contestó Murat-. Todo esto es culpa tuya por no confesarme tus sentimientos -bromeó -, pero, en cualquier caso, estoy encantado de saber que mi amor es correspondido.
Daphne lo miró sorprendida.
– ¿Tú me quieres? -tartamudeó.
– Con todo mi corazón -contestó Murat tomándole la mano-. Cariño, cuando me di cuenta de lo mal que te había tratado, lo único que se me ocurrió que podía hacer para recompensarte fue devolverte tu libertad aunque para mí fuera lo más doloroso que había hecho en mi vida. Cuando aceptaste mi decisión sin decir nada, creí que no me querías.
– No dije nada porque estaba tan sorprendida que no podía hablar. Oh, Murat, claro que te quiero.
– Yo también te quiero, Daphne -dijo Murat poniéndose en pie-. Quiero compartir mi vida y mi país contigo.
Daphne se puso también en pie y lo besó con desesperación.
– Y yo acepto encantada porque amo este país y te amo a ti.
Al oír aquello, el príncipe heredero Murat de Bahania cayó ante ella de rodillas.
– Entonces, quédate conmigo, conviértete en mi esposa y en la madre de mis hijos, ámame, envejece a mi lado y permíteme que pase el resto de mi vida demostrándote lo importante que eres para mí.
– Acepto -murmuró Daphne -. Para siempre.
Murat se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un anillo. Al verlo, Daphne se estremeció. No era la alianza de diamantes que había llevado el último mes sino el anillo de compromiso que le había dado diez años atrás.
– Mi anillo -dijo con voz trémula-. Lo tenías guardado.
– Sí, lo he guardado durante todos estos años en un lugar secreto. Nunca supe por qué, pero ahora lo sé. Lo he estado guardando para dártelo a ti -contestó Murat besándola de nuevo.
– ¿Alteza? -les dijo el piloto por el interfono-. ¿Vamos a Estados Unidos?
– No -contestó Murat sentándose y tomando a Daphne en su regazo-. No, no vamos a Estados Unidos.
– ¿Adonde quiere que ponga rumbo entonces?
– ¿Tienes algo que hacer esta tarde? -le preguntó Murat a Daphne al oído mientras Daphne se sentaba a horcajadas sobre él.
– ¿Qué se te ha ocurrido? -sonrió Daphne.
– Denos una vuelta por Bahania -le dijo Murat al piloto.
– Muy bien, señor.
– ¿Cuánto tiempo nos da eso? -preguntó Daphne.
– Todo el tiempo del mundo, cariño -contestó Murat desabrochándole la blusa-. Todo el tiempo del mundo.