Capítulo 13

Murat abandonó la tienda sin mirar atrás. Daphne no sabía qué hacer, así que se quedó donde estaba.

Menos de cuarenta y cinco minutos después, oyó que llegaba un helicóptero. En ese momento, uno de los agentes de seguridad fue a buscarla y, en un abrir y cerrar de ojos, Daphne se vio abandonando el desierto en mitad de la noche.

Mientras veía alejarse las hogueras, pensó en el dolor que Murat le acababa de infligir. Era imposible que hubiera compartido aquella maravillosa noche de amor con ella única y exclusivamente para demostrarle que tenía razón.

Daphne se negaba a creer que no hubiera significado nada para él. ¿Por qué no lo admitía Murat? ¿Y por qué la había dejado ir con tanta facilidad?

«Como la otra vez», pensó con tristeza.

Al llegar a palacio, se metió en la suite que compartía con Murat y se dio cuenta de que lo echaba terriblemente de menos.

– ¿Qué tal lo habéis pasado? -le preguntó Billie a la mañana siguiente.

– La verdad es que ha sido una experiencia maravillosa -contestó Daphne sinceramente intentando no dejar traslucir su tristeza.

– Pero no has llegado a ver la Ciudad de los Ladrones, ¿no? -intervino Cleo tapándose la boca al instante-. Por favor, dime que Murat te había contado lo de la Ciudad de los Ladrones porque, de lo contrario, me la voy a cargar.

– No te preocupes, claro que me lo contó. No, he vuelto antes de tiempo y no pude verla -contestó Daphne-. Una pena, porque me habría gustado volver a ver a Sabrina y conocer a Zara.

– Bueno, Billie te puede llevar cuando quieras – sonrió Cleo. Billie asintió.

– Mira, Daphne, hay algo delicado que te queremos decir y no sabemos cómo hacerlo, así que yo creo que lo mejor es soltarlo y ya está. Sabemos que ocurre algo porque no tienes buena cara. Además, has vuelto antes de tiempo y Murat no ha vuelto contigo. Teniendo en cuenta las circunstancias en las que os casasteis, Billie y yo hemos pensado que, a lo mejor, querías hablar. No te sientas obligada, pero, si quieres hacerlo, estamos aquí para escucharte.

Daphne se mordió el labio inferior. Lo cierto era que le apetecía confiar en alguien, pero…

– Vosotras estáis en posiciones diferentes.

– ¿Te refieres a que nosotras estamos enamoradas de nuestros maridos y tú no sabes si lo estás del tuyo? -le preguntó Billie.

– Exactamente.

– Murat no es tan malo, ¿no?

– No lo sé.

Lo cierto era que, aunque no le gustaba nada lo que le había hecho, cómo se había aprovechado de las circunstancias y la había manipulado, Daphne no estaba segura de lo que sentía por aquel hombre.

– En cualquier caso, también está el asunto de que algún día serás reina. ¿Eso qué te parece? -le preguntó Cleo.

– La otra vez que estuve aquí, era mucho más jovencita, solo tenía veinte años, y la idea de ser reina me aterrorizaba porque era una chica muy seria y sabía que ser reina era una responsabilidad enorme. No estaba segura de hacerlo bien.

– ¿Y ahora? -le preguntó Billie.

– Ahora, no lo sé. Por una parte, creo que podría ayudar a Murat porque no tiene a nadie en quién confiar.

– Sí, tienes toda la razón. Aunque sus hermanos lo ayudan siempre es mejor una esposa -opinó Cleo.

– Yo creo que podría venirle muy bien mi presencia – sonrió Daphne.

– Entonces, lo de ser reina no te plantea ningún problema. Eso quiere decir que los problemas los tienes con Murat y eso lo vas a tener que solucionar tú sola -intervino Billie.

– Sí, tienes razón -contestó Daphne bajando la cabeza.

Billie se sentó en el borde del sofá y se inclinó para aproximarse a Daphne.

– Te voy a decir una cosa que no debería decirte, pero lo voy a hacer porque me siento en la obligación moral. Cleo, no se lo digas a nadie. Ni a Zara ni a Sadik ni a nadie, ¿de acuerdo?

Cleo asintió.

– Si quieres irte, no tienes más que decírmelo -le dijo Billie a Daphne-. Te puedo llevar a Estados Unidos en cinco horas.

– ¿Cómo es posible? Se tarda mucho más normalmente.

Billie sonrió.

– Iríamos en un caza, sin equipaje. Esos aviones son increíblemente rápidos. Conque me avises con una hora de antelación, es suficiente. Si lo estás pasando muy mal y quieres volver a tu casa, dímelo.

Daphne sintió lágrimas en los ojos. Aquellas mujeres apenas la conocían pero estaban dispuestas a ayudarla en lo que fuera necesario.

– Muchas gracias por la oferta. No creo que las cosas se pongan tan feas, pero, si me quiero ir, sé dónde encontrarte.

Sus cuñadas se fueron después de comer y Daphne salió a los jardines a pasear. Al cabo de un rato caminando, se sentó en un banco al sol.

Ahora que estaba sola, podía admitir la verdad. Echaba de menos a Murat. A pesar de que era un hombre imperioso y de que la volvía loca, lo echaba de menos. Se moría por oír su voz y su risa, por verlo trabajar y saber que sus fuerzas serían un día heredadas por sus hijos.

Y, sobre todo, se moría por sentir sus manos sobre su cuerpo.

¿Cuándo había dejado de odiarlo y había empezado a sentir afecto por él? ¿O acaso jamás lo había odiado? ¿Y ahora qué debía hacer? ¿Debía olvidarse de lo que había sucedido y seguir adelante como si tal cosa?

Su corazón le decía que no, que aceptar lo que había sucedido significaría que pasaría toda su vida siendo un objeto en la vida de Murat y ella quería más, quería que Murat la mimara, la tuviera en cuenta y la amara.

Daphne se dio cuenta de que quería que la amara tanto que fuera a buscarla, que no la dejara irse tan fácilmente. En definitiva, lo que quería era saber si estaba a salvo enamorándose de él.

¿Y cómo convencer a un hombre que se creía invencible de que no pasaba nada por mostrarse vulnerable de vez en cuando? ¿Cómo conseguir que se abriera a ella y le entregara su corazón?

Daphne se tocó la tripa. Si estaba embarazada, tendría toda la vida para dilucidar las respuestas a sus preguntas. De no estarlo, le quedaba muy poco tiempo.

¿Y qué quería en realidad? Si tuviera que elegir, ¿qué elegiría? ¿Estar embarazada o no?


Murat no recordaba la última vez que se había emborrachado porque, normalmente, no se emborrachaba nunca.

Era el príncipe heredero y debía estar siempre alerta, pero aquella noche le importaba todo muy poco.

Llevaba todo el día esperando a que Daphne volviera, pero no había vuelto. Mientras avanzaba por el desierto con su gente, había ido pendiente por si aparecía un helicóptero, pero no había sido así.

Murat se daba cuenta ahora de que no debería habérselo puesto tan fácil. Si hubiera ignorado la explosión de cólera de Daphne, ella no se habría ido, seguiría a su lado.

El hecho de que Daphne no aceptara su matrimonio como algo irrevocable lo ponía furioso. ¿Cómo se atrevía a cuestionar su autoridad? Él, que le había hecho el honor de casarse con ella.


En lugar de mostrarse lógica y agradecida, no paraba de pelearse con él y le hacía la vida difícil mirándolo siempre con ojos acusadores.

Mientras se tomaba otra copa de coñac, Murat se dijo que Daphne necesitaba tiempo y, si estaba embarazada, lo tendría. De no ser así, volvería a irse. No quería ni pensar en ello. No quería que Daphne se fuera. No lo iba a permitir.

El sonido de unos pasos que se acercaban lo sacó de sus pensamientos y, al levantar la mirada, se encontró con varios ancianos, jefes de las tribus, que se inclinaban ante él junto a la chimenea.

Murat los invitó a sentarse y, tras las conversaciones sin importancia de costumbre, como la carrera de camellos que iba a tener lugar al día siguiente, uno de los ancianos se atrevió a ir directamente al grano.

– Alteza, nos hemos dado cuenta de que nuestra querida princesa Daphne se ha ido.

– Así es.

– ¿Se ha puesto enferma?

– No, Daphne tiene una salud excelente – contestó Murat.

– Menos mal.

Entonces, se hizo el silencio.

– Es estadounidense -comentó otro al cabo de un rato.

– De eso ya me he dado cuenta -contestó Murat.

– Las mujeres occidentales pueden resultar de lo más testarudas y difíciles. A veces, no entienden las sutilezas de nuestras costumbres. Claro que la princesa Daphne es un ángel.

– Sí, un ángel -afirmaron los demás.

– Yo no diría tanto -murmuró Murat.

Más bien, él habría dicho que era un diablo, un diablo que lo sacaba de quicio y que, si no tenía cuidado, pronto lo tendría atrapado.

– ¿Ha probado a pegarle? -le preguntó uno de los ancianos.

Murat se irguió y lo miró con furia. El anciano dio un paso atrás.

– Mil perdones, Alteza.

Murat se puso en pie y señaló la oscuridad.

– Fuera de aquí -le ordenó al anciano-. Vete y que no vuelva a verte en mi vida.

El hombre exclamó sorprendido pues no era normal que un príncipe tratara así a un anciano. El sabio, temblando, se puso en pie y se perdió en la noche.

Murat volvió a sentarse y miró a los seis hombres que tenía ante sí.

– ¿Alguien más me sugiere que pegue a mi mujer?

Nadie contestó.

– Sé qué habéis venido a ofrecerme ayuda y consejo y os lo agradezco, pero quiero que tengáis muy claro que la princesa Daphne es mi esposa, la mujer que yo he elegido para ser la madre de mis hijos y para compartir mi vida. Tenedlo en cuenta cuando habléis de ella.

Los ancianos asintieron.

Murat se quedó mirando las llamas. Aunque era cierto que Daphne lo sacaba de quicio, jamás había pensado en pegarle. ¿De qué servía pegar a una mujer? ¿Acaso para demostrar que uno era más fuerte físicamente? Murat creía que lo único que se demostraba pegando a la compañera de vida era que se era un cobarde y que no se sabía arreglar las cosas dialogando.

– ¿Y usted sabe por qué se ha ido la princesa? -preguntó uno de los sabios tímidamente.

«Interesante pregunta», pensó Murat.

– Me ha hecho enfadar y he hablado apresuradamente -admitió.

– Podría ordenarle que volviera -sugirió otro.

Sí, Murat era consciente de que podía ordenarle a Daphne que volviera, pero ¿para qué? ¿Para tenerla allí mirándolo con ira? No, no era eso lo que Murat quería. Claro que no tenerla a su lado lo estaba matando.

– El príncipe quiere que la princesa vuelva por voluntad propia -opinó otro de los hombres.

Murat lo miró.

– Efectivamente -contestó -. Quiero que vuelva porque a ella le apetezca hacerlo.

– Pero no lo va a hacer. Las mujeres son como el jazmín, ofrecen su dulzura por la noche, cuando el mundo duerme. Otras flores dan su aroma durante el día, cuando todos están despiertos para disfrutar de ellas, pero el jazmín es una flor muy testaruda.

– ¿Y ahora qué hago? -quiso saber Murat.

– Ignórela -le aconsejo uno de los ancianos-. Lo mejor será que la deje sola un tiempo para que, cuando lo vuelva a ver, se sienta agradecida y feliz y se pliegue a sus deseos.

Murat se dijo que aquel hombre no conocía a Daphne, una mujer que no se plegaba a los deseos de nadie.

– Podría tomar una amante -sugirió otro-. Hay varias chicas jóvenes muy guapas en la caravana. Un hombre no echa de menos el plato principal si hay dulces variados sobre la mesa.

Murat negó con la cabeza. No le interesaba ninguna otra mujer y, además, había dado su palabra de serle fiel a Daphne y la cumpliría hasta la muerte.

– Una flor necesita que la atiendan -opinó el más sensible de todos ellos-. Si se la deja sola, crece salvaje o se seca y muere.

Los demás ancianos lo miraron.

– ¿Estás diciendo que el príncipe Murat debería ir tras ella?

Murat también lo miraba sorprendido.

– Te recuerdo que soy el príncipe heredero Murat de Bahania.

El sabio sonrió en la oscuridad.

– Yo creo que la princesa Daphne eso lo tiene muy claro.

Daphne había dicho exactamente lo mismo.

– El jardinero se ocupa de sus flores -continuó el sabio-. Se arrodilla ante ellas y mete las manos en la tierra. Como recompensa a su trabajo, obtiene la belleza y la fuerza que aguanta a las peores tormentas.

– ¿De verdad quieres que vaya a buscarla?

– Sí, Su Alteza debería ir a buscarla. Déle un suelo fértil y ella florecerá para usted.

Murat pensó que, más bien, a Daphne le saldrían espinas y él se pincharía. ¿Ir tras ella? ¿Ceder? ¿Él? ¿El príncipe heredero?

Murat se puso en pie y se fue a su dormitorio sin decir palabra. Una vez allí, percibió el perfume de Daphne y pensó en cuánto la echaba de menos.

«Su Alteza debería ir a buscarla», le había aconsejado el sabio.

¿Y luego qué?


A Daphne le costó un gran esfuerzo que los criados la ayudaran a bajar sus herramientas de trabajo al jardín del harén, pero, por fin, lo consiguió.

Llevaba tres noches sin dormir y sabía que lo único que la tranquilizaría sería modelar la arcilla, así que estuvo todo el día trabajando.

Al atardecer, se sentó en un banco y admiró su obra.

– Tenías prohibido volver aquí -gritó un hombre a sus espaldas.

Daphne se giró y comprobó que se trataba de Murat.

– Tranquilo, sólo he vuelto para trabajar -contestó Daphne.

Murat la miró sorprendido.

– ¿Eso quiere decir que sigues viviendo en la suite conmigo?

– Sí, pero me estoy pensando muy seriamente cambiar de opinión -contestó Daphne limpiándose las manos en una toalla y yéndose.

Murat se quedó observándola. En el helicóptero que lo había llevado hasta allí, había pensado en todas las palabras bonitas que le iba a decir, pero, al entrar en su suite y no verla, se había enfurecido.

Al salir del harén para ir en su busca, se encontró con su padre.

– Me acabo de encontrar con tu esposa y no parecía muy contenta.

– Ya lo sé.

El rey Hassan suspiró.

– Murat, eres mi primogénito y no podría pedir un heredero mejor, pero, en lo que se refiere a Daphne, lo estás haciendo fatal. A ver si te espabilas un poco porque me ha costado mucho volverla a traer a Bahania para que ahora lo estropees todo.

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