Aunque a Daphne no le hacía ninguna gracia la manera en la que Murat se había casado con ella y no le gustaba nada que la mantuviera en Bahania contra su voluntad, debía admitir que aquel hombre sabía viajar bien.
Junto a ellos, que iban a caballo acompañados de varios camellos, viajaban varios vehículos en los que se transportaba todo lo necesario para vivir de lujo en el desierto, desde muebles a alfombras y servicios de plata.
Aquel primer día comieron rápidamente mientras los caballos bebían agua y descansaban un poco, pero Murat le había prometido que aquella noche cenarían en condiciones en cuanto el campamento estuviera montado.
También le había dicho que, poco a poco, se les irían uniendo miembros de tribus nómadas y así fue. A media tarde, el número de viajeros se había triplicado y había familias con pequeños rebaños de camellos y cabras y varios jóvenes con carros.
– Es increíble la cantidad de gente que quiere viajar contigo -comentó Daphne.
– No es por mí sino por ti -sonrió Murat-. Yo he venido al desierto muchas veces y jamás se ha formado una caravana tan grande. Toda esta gente ha venido porque quiere conocer a su futura reina.
Daphne se sintió halagada y culpable a la vez. Estaba encantada de conocer a toda aquella gente interesada en ella, pero no le hacía ninguna gracia que pensaran que iba a ser la esposa de Murat para siempre.
– Tus ojos te delatan y en ellos veo que estás deseando conocer a aquellas personas que todavía no conoces y por las que ya sientes una inmensa ternura. ¿Por qué no te planteas abrir tu corazón también a tu marido?
– Lo haría si mi marido se hubiera molestado en ganarse mi afecto en lugar de haberme obligado a hacer algo que yo no quería hacer.
En lugar de mirarla apenado o enfadado, Murat sonrió encantado, algo que Daphne no entendió.
– Es la primera vez que me llamas así.
– ¿Cómo?
– Te has referido a mí llamándome «mi marido».
Qué típico de Murat oír única y exclusivamente lo que le interesaba.
– No te emociones tanto. No lo he dicho con buenas intenciones.
– Pero es la verdad. Estamos casados y puede que incluso mi hijo esté creciendo en estos momentos en tus entrañas.
– Yo no me haría demasiadas ilusiones.
Daphne aspiró el dulce aire del desierto. Los sonidos que la rodeaban la hacían feliz. Las risas de los niños, los cascabeles de los arneses de los caballos y de los camellos, el trino de los pájaros…
Como de costumbre, la inmensidad de la Naturaleza la hizo sentirse pequeña y, a la vez, parte de algo mucho más grande.
– Hace muchos años que mi gente no tiene reina -comentó Murat al cabo de un rato.
– Pues dile a tu padre que se vuelva a casar – contestó Daphne.
– Ha tenido cuatro esposas y varios grandes amores. Yo creo que él prefiere tener sus relaciones sin llegar a casarse.
– Como cualquier hombre, ¿no?
Murat la miró con dureza.
– ¿Tú crees que yo soy así? ¿Acaso no me aceptas porque temes que me vaya con otras? Te aseguro que no tengo interés en estar con otra mujer. Tú eres mi esposa y eres la única mujer con la que quiero compartir mi cama.
De haber sido diferentes las circunstancias, aquel dato la hubiera hecho muy feliz, pero Daphne no quería creerse nada de lo que Murat le dijera.
– De momento.
– Para siempre -rebatió Murat -. Soy el príncipe heredero Murat de Bahania y mi palabra es ley. Te prometo que cumpliré mi voto de lealtad hacia ti hasta el día de mi muerte.
Daphne se sintió de repente muy mal por dudar de él y por un momento se preguntó si estaba siendo imbécil por resistirse a él. Sí, era cierto que se había casado con ella en contra de su voluntad, pero no la estaba maltratando.
¡Un momento! ¿Es que acaso un matrimonio feliz era aquél en el que no había maltrato? ¿Y el amor y el respeto? ¿Y aquello de tratarse mutuamente con dignidad? Por no hablar de que, después de haber actuado así, lo más probable era que Murat continuara ignorando su opinión y sus deseos durante toda la vida.
– No te preocupes, tengo intención de dejarte libre mucho antes de que mueras.
– Te burlas de mi sinceridad -contestó Murat.
– Te recuerdo que tú ignoras mis deseos más profundos y sinceros.
– Yo no he intentado sobornarte en ningún momento.
Daphne no pudo evitar reírse.
– ¿Y eso es bueno?
– Sabía que no aceptarías ningún soborno. Ofreciéndote joyas o dinero no habría conseguido hacer que cambiaras de opinión.
– Por supuesto que no.
¿Cómo era posible que Murat la conociera tan bien y se comportara como un perfecto imbécil con ella?
– Eres un hombre muy complicado.
– Gracias -sonrió Murat.
– No sé yo si me lo tomaría a modo de cumplido.
– Por supuesto que es un cumplido. Eso asegura que jamás te aburrirás a mi lado.
– Nos pelearemos constantemente.
– La pasión es sana.
– Sí, pero demasiado rabia puede dar al traste con los cimientos de cualquier relación.
– Yo no consentiré que a nosotros nos suceda eso.
– A veces, uno no puede elegir.
– Yo siempre puedo elegir porque soy el príncipe…
Daphne lo interrumpió haciendo un gesto con la mano en el aire.
– Sí, sí, ya sabemos todos que eres el príncipe heredero bla, bla, bla. A ver si te buscas material nuevo.
Murat la miró estupefacto.
– ¿Cómo te atreves a hablarme así?
– ¿Y quién te va a hablar así sino yo? Soy tu esposa.
– Nadie puede hablarme así. No está permitido.
– Murat, algún día serás un monarca estupendo, pero a ver si te sobrepones a ti mismo de una vez.
Murat se quedó mirándola intensamente, echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas.
Aquel sonido deleitó a Daphne, quien se dio cuenta de que era la primera vez que lo escuchaba. Por supuesto, había oído reír a Murat en otras ocasiones, pero no de aquella manera incontrolada y espontánea.
Obviamente, no era un hombre que permitiera que lo tomaran por sorpresa. En aquel momento, Daphne se dio cuenta de que ella podría ser la persona en la que Murat podría confiar absolutamente, la persona de la que podría depender, la persona que la ayudaría con sus cargas y que le daría un espacio seguro en el que descansar.
Daphne sintió que la necesidad se apoderaba de ella. Durante toda la vida había querido formar parte de algo pues siempre se había sentido diferente a su familia y, desde que se había ido de casa, no había encontrado a nadie a quien amar completamente.
Con Murat…
Murat era un hombre que tomaba lo que quería. Daphne pensó en todas las citas que había tenido con hombres que no llamaban cuando habían dicho que llamarían o que se sentían demasiado intimidados por su familia como para querer volver a salir con ella. En definitiva, hombres débiles.
Murat era muy fuerte. Tal vez, demasiado fuerte. Daphne se preguntó si habría algún punto intermedio y equilibrado y se preguntó qué elegiría si tuviera que elegir una de las dos cosas.
«La fuerza», decidió.
– ¿Qué te parece? -le preguntó Murat pasándole una fuente de comida.
– Está increíble -sonrió Daphne-. Me siento como si estuviera en una película.
Se encontraban rodeados por un mar de tiendas, estaba anocheciendo y habían encendido varias hogueras en las que se estaban preparando los más variados alimentos, cuyos aromas llegaban hasta ellos mezclados con los del heno de los caballos.
Murat y ella cenaron a solas. Hacía una noche maravillosa y Murat estaba sentado frente a Daphne con aspecto de sentirse como en su casa en aquel entorno primitivo.
– ¿Sueles venir mucho por aquí? -le preguntó Daphne.
– Cuando puedo.
– ¿Venías cuando eras más joven?
– Entonces, tenía un montón de cosas que hacer en palacio. Estudios, clases, atender a dignatarios que venían de visita, reuniones, pero, siempre que podía, me escapaba al desierto.
En aquel momento, uno de los guardias se acercó a informarlos de que una familia quería verlos y Murat y Daphne se pusieron en pie y los recibieron.
Llegaban discutiendo entre ellos. Por lo visto, el hombre insistía en irse mientras que la mujer insistía en quedarse.
– ¿Qué ocurre? -preguntó el príncipe.
– Venimos a implorar la ayuda de nuestra futura reina -contestó la mujer-. Tenemos una camella que está a punto de dar a luz y el hombre que se encarga de estos trámites no ha venido con la caravana. La madre está muy débil y corre riesgo de morir. Nos han dicho que usted entiende de animales. Por favor, ayúdenos -gimió mirando a Daphne.
Daphne se fijó en que aquella gente, aunque iba muy limpia, llevaba la ropa remendada aquí y allá y supuso que no podía permitirse el lujo de perder un animal, así que, aunque no sabía qué marcaba el protocolo en un caso como aquél, decidió ayudar.
– Nunca he ayudado a traer al mundo a un camello, pero sí tengo experiencia con vacas y caballos -contestó.
La mujer suspiró aliviada.
– Muchas gracias. Un millón de gracias, Alteza. Por favor, por aquí -le dijo guiándola a toda velocidad.
Daphne la siguió despojándose de su ropaje tradicional, que le entregó a Murat. Para cuando llegaron a donde esperaba el animal, Daphne lucía su camiseta de algodón y sus vaqueros, que quedaron completamente manchados después del nacimiento del pequeño.
Tres horas después, el pequeño camello se esforzaba por tenerse en pie y su madre se acercó a ayudarlo.
Daphne los observó encantada.
– Impresionante -comentó Murat a su lado-. Has actuado con mucha seguridad.
– De algo me tenían que servir mis estudios y mis prácticas -contestó Daphne estirándose-. No sabía que estuvieras por aquí. Es muy tarde.
– Quería ver lo que pasaba -contestó Murat pasándole el brazo por los hombros y guiándola fuera de las cuadras-. Mientras estabas trabajando, he estado hablando con los ancianos de la tribu. Por lo visto, la madre de esos chicos ha muerto y el padre está enfermo. Son tres hermanos que se encargan del pequeño rebaño de la familia y necesitaban desesperadamente al nuevo camello.
– Menos mal que no lo sabía mientras estaba ayudando porque trabajar bajo tanta presión no me gusta nada.
– Si el camello o su madre hubieran muerto, yo los habría compensado por ello. En cualquier caso, no ha sido necesario. Gracias a ti, esa gente puede seguir viviendo de su rebaño.
Lo había dicho con orgullo, algo que sorprendió a Daphne. Sus padres nunca habían valorado su profesión. ¿Por qué habría de hacerlo Murat?
– Estoy completamente manchada, pero supongo que no habrá ducha en la tienda.
– No, pero puedo hacer que te preparen un baño.
– ¿De verdad?
– Por supuesto.
Daphne no había tenido ocasión todavía de ver su tienda pues la estaban montando mientras ellos cenaban y cuando entró quedó gratamente sorprendida pues el lujo era propio de un palacio.
Murat la acompañó hasta una estancia en la que había una enorme cama y una bañera llena de agua caliente y Daphne tuvo que hacer un gran esfuerzo para no tirarse vestida.
– Dame tu ropa -le indicó Murat.
Daphne dio un paso atrás.
– No me pienso desvestir delante de ti.
– ¿Olvidas que te he visto desnudar antes?
Daphne dio otro paso atrás.
– Me puedo bañar yo solita perfectamente – protestó.
– Ya lo sé, pero yo quiero ayudarte -contestó Murat mirándola a los ojos.
– No es necesario.
– ¿Tienes miedo?
– Murat, no pienso entrar en tu juego. Por favor, vete y deja que me bañe tranquilamente.
En lugar de marcharse, Murat fue hacia ella.
– Te prometo que no voy a intentar seducirte mientras te bañas. Por favor, dame tu ropa.
Aunque Daphne no tenía intención de hacerlo, se encontró despojándose de sus ropas y entregándoselas a Murat.
¿Sería así como se sentiría la cobra ante el encantador de serpientes?
Una vez desnuda, se metió en el agua y sintió cómo sus músculos se relajaban. Al instante, sintió las manos de Murat en el pelo, quitándole las horquillas y pasándole una pastilla de jabón y una esponja.
El agua de la bañera estaba cristalina, lo que hacía que Daphne se muriera de vergüenza al imaginar que Murat la estaba observando enjabonarse el cuerpo desde detrás de la bañera, pero, cuando se giró, comprobó que Murat estaba de espaldas, sacando un camisón de un cajón.
Así que lo había dicho en serio.
Aunque eso quería decir que Murat estaba cumpliendo con su palabra, Daphne no pudo evitar sentirse repentinamente molesta. ¿Acaso aquel hombre no se había dado cuenta de que estaba desnuda? ¿No la encontraba sexualmente atractiva? ¿No estaba excitado?
Daphne terminó de bañarse y se puso en pie.
– ¿Me pasas una toalla? -le dijo a Murat.
Murat así lo hizo, pero apenas la miró.
¡Genial! Ahora que era su mujer, apenas la miraba. Perfecto. Ya no la deseaba. ¿Y qué? Ella tampoco lo deseaba.
Daphne se enrolló en la toalla y salió de la bañera. Murat le entregó un camisón que ella no conocía, pero en aquellos momentos estaba tan enfadada que poco le importaba. Daphne dejó caer la toalla al suelo y se puso el camisón, que resultó ser de una seda rosa casi transparente.
¡Como si a Murat le importara mucho!
Daphne sintió unas terribles ganas de salir y gritar de furia. ¿Por qué demonios no se fijaba en ella? ¿Y por qué demonios a ella le importaba tanto que no lo hiciera?
No estaba enamorada de Murat. Últimamente, ni siquiera le caía bien. Entonces, ¿por qué la molestaba tanto que no quisiera seducirla?
– Me voy a la cama -anunció.
– ¿Qué tal el baño? -contestó Murat.
– Bien.
– ¿Has terminado?
– Ya me he secado y vestido, así que yo diría que sí -contestó Daphne en tono sarcástico.
En un abrir y cerrar de ojos, se encontró en brazos de Murat, que la besaba y la acariciaba por todas partes.
– Me deseas -murmuró sorprendida.
– ¿Qué te hace pensar que no era así?
– Estaba desnuda y ni siquiera me has mirado.
– Te había prometido que no te iba a molestar mientras te bañabas.
La estancia estaba llena de velas y de flores y Murat depositó a Daphne sobre la ropa de cama blanca inmaculada.
Daphne se dijo que debería protestar, pero no lo hizo porque estaba encantada con los besos y las caricias de Murat, que estaba dando buena cuenta de sus necesitados pezones.
El deseo se había apoderado de ella.
– Murat, te necesito -jadeó desabrochándole la camisa.
– Tanto como yo a ti -contestó Murat quitándosela.
Momento que Daphne aprovechó para quitarse el camisón en señal de invitación. Era consciente de que aquello no era lo más inteligente por su parte, pero era incapaz de controlar el deseo que se había apoderado de ella. Aunque se había acostado con otros hombres, jamás había deseado a ninguno como deseaba a Murat.
La desesperación hizo que alargara los brazos para quitarle los pantalones. Necesitaba sentirlo dentro de ella. En aquel mismo instante.
– ¿Impaciente? -sonrió Murat colocándose entre sus piernas-. Permíteme que acabe con tu suplicio, mi dulce esposa.
En lugar de llenar su cuerpo con su erección, Murat se inclinó entre sus piernas, le separó los labios húmedos con dos dedos y presionó su boca contra el centro húmedo y caliente de Daphne.
Daphne sintió el impacto del placer con tanta fuerza que estuvo a punto de gritar, pero consiguió controlarse y evitar así que la oyeran los vecinos, lo que no fue fácil porque, con cada lengüetazo de Murat, el placer era insoportablemente intenso.
Murat se tomó su tiempo dibujando círculos con la lengua alrededor del centro de placer de Daphne, que se entregó al mundo de las sensaciones y se dejó llevar por lo que su sentido del tacto le trasladaba al cerebro.
Cuando la tensión fue tan fuerte que creía que no iba a poder aguantarla más, Murat la dejó descansar durante un rato para volver a comenzar transcurridos unos segundos. Así la llevó al borde del éxtasis varias veces, haciéndola disfrutar de sensaciones jamás conocidas, haciéndole descubrir la inmensa capacidad de placer de todo ser humano.
Al cabo de varias horas descubriendo uno el cuerpo del otro, explorando sin vergüenza, alcanzando cotas de éxtasis inimaginables, Murat le pidió permiso para internarse en su cuerpo y Daphne se lo concedió encantada.
El momento de la unión fue realmente mágico y, mientras Murat se movía en su interior, no dejaba de mirarla intensamente a los ojos mientras Daphne pensaba que no había tenido tantos orgasmos seguidos en su vida.