CAPÍTULO 03

Necesitaba dormir. Lo único que deseaba era dormir. Estaba demasiado atontada. Y el corazón parecía latirle desbocadamente. ¿Cómo podía ser? El corazón no debía latirle. Maldita sea, Morgan, levanta. ¡Ahora! ¡Muévete, maldita sea!

Se levantó. Estaba helada. Sabía que su cuerpo estaba perdiendo el calor. La ropa le congelaba el cuerpo. Apenas podía ver nada. ¡Muévete, maldita sea! Puedes hacerlo. Morgan, nunca has sido una perdedora. Bueno, quizá sólo en lo que respecta a Keith. Siempre te las has arreglado para ver las cosas por el lado bueno. Tropezó y cayó, y haciendo acopio de las fuerzas de su cuerpo entumecido trató de incorporarse. En esta ocasión no lo consiguió.

Visualizó la imagen de sus padres delante de su tumba cerrada en una habitación llena de lilas. Sintió una punzada en el estómago y al poco logró levantarse, con los pulmones a punto de explotar por el esfuerzo.

La nieve y el viento la azotaban como un maremoto. La empujaban hacia atrás y azotaban en la cara y el cuerpo. ¡Muévete! ¡No te detengas! Sigue, sigue, sigue.

– ¡Socorro! -gritó. De nuevo estaba en el suelo, a cuatro patas. Agitó la cabeza para despejarse y creyó advertir un movimiento. -Por favor -lloriqueó, -ayudadme. -Sintió el calor de un aliento, algo que le tocó la mejilla. Dios. Él estaba dispuesto a ayudarla.

Gritó.

– ¡Guau, guau!

¡Un perro! El mejor amigo del hombre. Ahora su mejor amigo.

– No eres mejor que Dios, pero me servirás -masculló Mo. -¿Lo entiendes? Necesito ayuda. ¿Puedes encontrarla? -Mo acercó las manos al perro, pero éste se retiró ladrando por lo bajo. Quizá ladraba fuerte pero no podía oírlo por la tormenta. -Intentaré seguirte, pero no creo que pueda.

El perro volvió a ladrar y se marchó con la misma rapidez con la que había aparecido.

Mo se desesperó. Sabía que tenía que moverse. Seguro que el perro vivía cerca. Quizá la luz que había visto antes era una casa y el perro vivía allí. De nuevo, al avanzar a rastras perdió el sentido del tiempo.

– Guau, guau, guau.

– ¡Has vuelto!

Sintió que le lamía la cara ligeramente. El perro llevaba algo en la boca. Quizá alguna presa. Le lamió. Se desprendió de algo, lo cogió y trató de dárselo a ella.

– ¿Qué es?

El perro ladró con más fuerza, alzando la cabeza y arremetiendo contra ella, arrojándole lo que fuera que tuviera en la boca. Ella lo cogió. Una cinta. Y al poco ella comprendió. Hizo cuanto pudo por atársela a la muñeca, y fue arrastrada por el perro.

Transcurrió el tiempo… no sabía cuánto. Una, do tres veces, el perro tenía que acercársele y golpearla ligeramente, sintiendo la cinta helada en la cara. En un momento, al desfallecer y creer que ya no volvería a recuperarse, el perro le lamió la nariz, ladrándole al oído. Ella obedeció y se movió.

Y acto seguido vio unas ventanas iluminadas. Le pareció distinguir un árbol de Navidad. El perro ladraba urgiéndola a que lo siguiera. Ella serpenteó tras él, rezando y dando gracias a Dios mientras se arrastra sobre su vientre. Una puerta del tamaño de un perro. Una puerta del tamaño de un perro grande. El perro entró por ella, ladrando desde dentro. Quizá no había nadie en casa para abrirle la puerta. Obviamente, el perro pretendía que lo siguiera. Ella se abrió paso.

Sintió el calor del fuego de una chimenea. No había nada mejor en el mundo. Sintió un cosquilleo por todo el cuerpo. Rodó sobre sí misma para acercarse al fuego. Olía a pino y algo más, quizá a canela. El perro ladró furiosamente mientras daba vueltas a su alrededor. Quería algo, pero ella no sabía qué. Lo vio por el rabillo del ojo, una gran toalla amarilla. Pero ella no podía cogerla.

– Tráela aquí -ordenó.

El perro obedeció.

– Bueno, feliz Navidad -dijo una voz tras ella. -Siento no haber estado para darte la bienvenida, pero estaba duchándome y arreglándome en el otro lado la casa. Creía que Murphy ladraba por algún animal ¿Siempre te presentas de este modo? Aunque no te reprocho. De hecho estoy encantado de tener a alguien con quien compartir la Nochebuena. Siento no poder ayudarte, pero creo que deberías levantarte. Murphy indicará el camino del dormitorio y el baño. Encontraras una bata caliente. Ponte lo que necesites. Cuando vuelvas tendré algo de comida caliente para ti. Estás bien, ¿verdad? Tienes que moverte y recuperar la circulación. La congelación puede ser peligrosa.

– Me he perdido y tu perro me ha encontrado -susurró Mo.

– Lo imaginaba -dijo la voz riendo entre dientes. -Tienes una voz muy bonita -dijo Mo, adormecida. -Necesito dormir. ¿Puedo dormir aquí, delante del fuego?

– No, no puedes. -La voz sonó tajante, autoritaria. -Mo abrió los ojos. -Tienes que quitarte la ropa mojada. ¡Ahora!

– ¡Sí, señor! -dijo Mo graciosamente. -No es que seas muy hospitalario. Podrías ayudarme, ¿sabes? Estoy medio muerta. Podría estar muerta. Aquí mismo, en el suelo de la cocina. ¿Y qué pasaría? -Giró sobre sí misma y trató de sentarse. Murphy se puso tras ella, así que no pudo hacerlo.

Ella vio a su anfitrión, vio la silla de ruedas, y luego la amargura y la frustración de su rostro.

– El tacto no es mi fuerte -se excusó. -Lo siento. Aprecio tu ayuda y tienes razón, tengo que quitarme esta ropa mojada. Puedo hacerlo. Si no es demasiada molestia, agradecería algo de comida… Aunque puedo hacerla yo misma, si tú…

– Puedo arreglármelas solo, creo que puedo improvisar algo que no sea de sobre. Ya sabes, comida de verdad. También es la hora de la cena de Murphy.

Su voz era fría e impersonal. Era atractivo y musculoso, quizá de pie midiera un metro ochenta.

– No puede ser la hora de la cena. ¿Qué hora es?

– Pasa de las tres. Murphy suele comer pronto. No sé por qué, pero es así.

Ella estaba de pie… toda una proeza. Hizo lo posible para aparecer digna mientras Murphy se dirigió a la cocina.

– Siento no haber traído ningún regalo. No está muy bien que me haya presentado de esta manera y con las manos vacías. Pero las circunstancias…

– ¡Ve!

Murphy correteó por la sala. Mo avanzó apoyándose contra la pared hasta llegar al baño. Para ser un baño era muy bonito, todo azul y blanco, con alfombras y toallas a juego. Y se estaba muy caliente. Sin duda la ducha estaba pensada para él, tenía un asiento especial y barras de hierro. Ella se quitó la ropa hasta quedar desnuda. Abrió el grifo de la ducha y enseguida fue recompensada con agua caliente. Nada podía sentarle mejor, pensó bajo el chorro de agua. Dejó que el agua corriera por su cuerpo y pensó en preguntar a su anfitrión dónde había comprado la ducha que tanto reconfortó su molido cuerpo. El jabón era Ivory, estaba limpio y tenía un aroma dulce. La botella de champú era negra y algo masculina. No le importó. Se lo aplicó en los rizos negros y luego se lo aclaró. Decidió que le gustaba el olor y pensó en fijarse en la botella para saber el nombre.

Cuando el agua se enfrió salió de la ducha, y de no estar tan cansada se hubiera echado a reír: Murphy sostenía la toalla. Era una toalla grande del mismo amarillo que la manta de la cocina. El perro avanzó hacia el armario de la ropa blanca que estaba un poco abierto. Ella observó cómo escogía una toalla más pequeña, sin duda para el pelo.

– Eres un perro muy listo -le dijo. -Te debo la vida, chico. Veamos, te daría un trofeo de oro. El pelo me quedará tan sedoso como el tuyo. Cuando esté en casa te enviaré unos cuantos bistecs. Ahora veamos, él ha dicho que por aquí había una bata caliente. Ah, aquí está. Como suponía, de color verde oscuro. -Se la puso, con la toalla pequeña aún enrollada a la cabeza. La bata olía como el champú. Quizá todo se compraba junto.

Él había dicho que podía ponerse lo que quisiera. Lo hizo, escogió unos calcetines y un juego de ropa interior que le iría grande. Se lo puso, la cintura cubriéndole casi todo el vientre. Como si le importara. Lo único que deseaba era entrar en calor. Observó el dormitorio de él. Dios, ni siquiera sabía su nombre, pero sabía el nombre de su perro. Qué extraño. Quería hacer algo. La idea le vino en la ducha, pero ahora la descartó. Vio el teléfono y la chimenea al mismo tiempo. Sabía que no estaría conectado, y tenía razón. Se sentó cerca del fuego, en un nido de almohadones, haciendo señas al perro para que se acercara.

– Me gustaría que fueras mío, de verdad. Gracias por salvarme la vida. Ahora hazme un último favor: busca esa cinta de Navidad y cógela para mí. Quiero tener algo para recordarte. No ahora sino cuando salgas. ¿Lo harás por…? -Un momento después estaba dormida.

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