CAPÍTULO 08

Eran las cuatro cuando Marcus llamó al perro para que ocupara su lugar bajo la manta. El perro mantendría el calor mientras él se duchaba y se preparaba para el día. Se deslizó por el suelo, se agarró al sofá y trató de ponerse en pie. Sintió que el dolor le recorría las piernas cuando se dirigió al baño ayudándose de unas muletas. Era su paseo diario, el paseo que los terapeutas consideraban obligatorio. Mientras apretaba los dientes le resbalaban las lágrimas. En la ducha, se sentó en el asiento de azulejos, abrió el agua y dejó que le mojara las piernas y el cuerpo. Siguió así hasta que el agua se enfrió.

Tardó veinte minutos en vestirse. Estaba poniéndose los zapatos cuando oyó el quitanieves. Ayudado de las muletas se dirigió a la sala de estar y a la silla de ruedas. Estaba pálido por el esfuerzo. El dolor tardaba unos quince minutos en desaparecer. Se inclinó, cogió la cafetera y la llevó a la cocina para preparar café. Mientras esperaba, miró por la ventana. Drizzoli y sus dos hijos intentaban sacar la furgoneta. Marcus encendió las luces, abrió la puerta y pidió al chico que se acercara. Le preguntó acerca de las condiciones de la carretera y sobre el tiempo en general. Le explicó lo del todoterreno. El chico prometió decírselo a su padre. Comprobarían si funcionaba y lo llevarían a la casa pequeña.

– En el garaje hay un bidón de cinco litros de gasolina -dijo Marcus. Extrajo un sobre blanco y se lo entregó: era el regalo de Navidad para Drizzoli. Dinero.

– Señor Bishop, el teléfono ya funciona -dijo el chico.

Marcus sintió un vuelco en el corazón. Podía desconectarlo. Si lo hacía, no se estaría comportando mejor que ese Keith o como se llamara. Al poco pensó en los angustiados padres de Morgan. Con dos tazas de café sobre la bandeja plegable, Marcus dirigió la silla a la sala.

– Morgan, despierta. Murphy, despiértala.

Ella estaba preciosa, con el pelo despeinado y rizado sobre la cara. La observó mientras ella se estiraba perezosamente debajo de la manta y caía en la cuenta de que estaba desnuda.

– Buenos días. Ya es casi mediodía. Y están despejando la carretera y me han dicho que el teléfono ya funciona. Puede que quieras ir arriba y llamar a tus padres. Tu ropa está en la secadora. El encargado del mantenimiento ha ido a comprobar el todoterreno. Si se pone en marcha lo traerá aquí. De lo contrario, lo remolcará hasta un garaje.

Mo se ciñó la bata alrededor del cuerpo y se levanto. Suspiró profundamente. Bueno, ¿qué esperaba? Una relación de una noche solía tener un final así. ¿Por qué había esperado algo distinto?

– Si no te importa, me ducharé y vestiré -dijo. -¿Puedo utilizar el teléfono del dormitorio?

– Claro. -Él había esperado que llamara desde la sala para poder escuchar la conversación. La observó dirigirse al baño con la taza de café en la mano. Murphy estaba medio levantado y soltó un gañido. Marcus sintió que se le ponía carne de gallina. Desde el día del funeral de Marcey Murphy no había gañido así. Sabía que Morgan se iba.

Marcus miró el reloj, el trabajo de los hombres al otro lado de la ventana. Transcurrieron treinta minutos.

Murphy ladró cuando vio a Drizzoli acercarse a la propiedad de su amo.

Dentro de la habitación, con la puerta cerrada, Morgan se sentó sobre la cama, ya totalmente vestida, y marcó el número de sus padres.

– Mamá, soy yo.

– Gracias a Dios. Estábamos muy preocupados, cariño. ¿Dónde estás?

– En algún lugar por Cherry Hill. El todoterreno se averió y tuve que caminar. No lo creerás, pero me encontró un perro. Ya te lo contaré cuando esté en casa. Mi anfitrión me ha dicho que las carreteras están despejadas y que ahora están comprobando si mi coche funciona. Pronto estaré preparada para salir. ¿Pasasteis una buena Navidad? -No preguntaría por Keith. No preguntaría porque de pronto descubrió que ya no le importaba si se había presentado delante del árbol o no.

– Sí y no. No fue lo mismo sin ti. Tu padre y yo tomamos ponche de huevo. Cantamos Noche de paz, claro, desafinando, y luego nos sentamos, preocupados por ti. Fue una tormenta muy fuerte. Creo que nunca había visto tanta nieve. Papá me dice que si el todoterreno no funciona irá a buscarte. ¿Cómo ha sido tu primera Navidad fuera de casa?

– Bastante bien. Mi anfitrión es un hombre encantador. Es el dueño del maravilloso perro que me encontró. Cenamos un pavo bastante bueno. Incluso cantamos Campanas de Belén.

– Bueno, cariño, como no vamos a salir puedes llamar cuando quieras. Me siento aliviada sabiendo que estás bien. Llamamos a la policía, a todo la gente que se nos ocurrió.

– Lo siento, mamá. Tenía que haberte hecho caso y haber esperado a que amainara la nieve, pero tenía muchas ganas de llegar a casa. -Ahora preguntaría si Keith estuvo allí.

– Keith estuvo aquí -se le anticipó la madre. -Llegó sobre las once. Dijo que había tardado siete horas de Manhattan a casa de su madre. Se quedó desconcertado al ver que no estabas, pero más por él que por ti. Lo siento, Morgan, pero ese hombre nunca me gustará. Es todo lo que tengo que decir al respecto. Y papá piensa lo mismo. Conduce con cuidado, cariño. Llámanos, ¿de acuerdo?

– De acuerdo, mamá.

Morgan colgó y sintió que se le revolvía el estómago. Ocultó la cara entre las manos. Lo que había esperado durante dos años, lo que había deseado y rogado, había sucedido. Pensó en el viejo dicho: «Ándate con cuidado con lo que deseas porque podrías llegar a tenerlo.» Ahora no quería lo que había deseado.

Ya era de día y el sol irrumpía en la habitación. La fotografía del marco plateado reflejaba la luz. ¿Quién era aquella mujer? Debería habérselo preguntado a Marcus. ¿Seguía amando a esa mujer morena? Debió de quererla mucho para conservar sus cosas intactas y expuestas a un recuerdo constante.

Anoche había sentido emociones extrañas.

Keith y ella nunca habían alcanzado tal éxtasis. Sin embargo, había otras cosas que hacían que una relación funcionara. Marcus iba en silla de ruedas, pero a ella no le desagradaba. Pero ahora era el momento de irse. ¿Cómo iba a hacerlo?

Al mirar por la ventana le dio un vuelco el corazón. Era el todoterreno. Funcionaba. Se levantó y salió. Pensó que los adioses eran duros. Sobre todo éste. Se sintió tímida, como una colegiala, cuando le dijo:

– Gracias por todo. Pienso mantener mi promesa y enviar carne para Murphy. ¿Puedes darme tu dirección? Si alguna vez pasas por Wilmington ya sabes, para y… podemos vernos… Esto no se me da muy bien.

– A mí tampoco. Aquí tienes mi tarjeta con mi teléfono. Llámame cuando quieras si… si tienes ganas de hablar. Sé escuchar.

Mo le ofreció su tarjeta.

– Te digo lo mismo.

– Sólo necesitas un poco de anticongelante. Hemos llenado el depósito de gasolina. Conduce con cuidado. Estaré preocupado, así que llámame cuando llegues a casa.

– Lo haré. Gracias de nuevo, Marcus. Si alguna vez quieres construir una casa o un puente, puedes contar conmigo. De verdad.

– Lo sé. Lo tendré en cuenta.

Mo se encogió de hombros. Qué tensos y formales se mostraban. No podía marcharse de este modo. Se inclinó sobre él, mirándolo a los ojos, y le besó ligeramente los labios.

– Nunca olvidaré esta visita. -Ahora, pensó, dime que quieres que vuelva a visitarte. Dime que no me vaya. Me quedaré. Juro que me quedaré. Nunca más volveré a pensar en Keith, nunca mencionaré su nombre. Di algo.

– Ha sido una Navidad muy bonita -dijo él. -He disfrutado mucho contigo. Sé que Murphy también se ha alegrado de tenerte con nosotros. Bien, conduce con cuidado y acuérdate de llamarme cuando llegues a casa.

– Su voz sonó fría y distante. Lo de anoche había sido lo que él dijo; fue lo que fue. Nada más. Ella se lamentó desesperadamente, pero no iba a darle la maldita satisfacción de saberlo.

– Lo haré -dijo Mo amablemente. Jugueteó un poco con Murphy, susurrándole al oído. -Cuida de él, ¿de acuerdo? Me parece que suele ser un poco testarudo. Tengo la cinta y siempre la conservaré. Te enviaré carne. -Como tenía los ojos anegados en lágrimas, Mo se volvió y no volvió a mirar a Marcus. Un segundo después se encontró en el reconfortante aire frío.

El Cherokee estaba caliente y ronroneaba como un gatito. Antes de poner la tracción en las cuatro ruedas encendió las luces. No miró atrás.

Había sido un entreacto. Uno de esos extraños sucesos que pasan una vez en la vida. Una anécdota en el tiempo.

En poco más de veinticuatro horas se había enamorado de un hombre que iba en silla de ruedas… y de su perro. Lloró porque no supo qué hacer.

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