Mo abrió un ojo, cobrando conciencia al instante de dónde estaba y de lo que le había pasado. Trató de estirar brazos y piernas. Se mordió el labio inferior para no gritar del dolor. Una ducha caliente, un par de aspirinas y algo de linimento podrían hacérselo todo más soportable. Cerró los ojos, preguntándose qué hora era.
Rezó, agradeciendo a Dios estar viva y mucho mejor del lo que podía esperarse bajo estas circunstancias.
¿Dónde estaba su anfitrión? ¿Su salvador? Supuso que tendría que levantarse para saberlo. Volvió a intentar incorporarse hasta quedar sentada. Con el edredón envolviéndola, se fijó en el mobiliario. Por las cortinas, la alfombra azul claro y la chaise-longue tapizada de satén, le pareció femenino. Además, en la habitación había una ligera fragancia a polvos de tocador. Una ligera fragancia, como si hiciera mucho que la ocupante ya no viviera allí. Se fijó en el gran armario con puertas de persiana que ocupaba toda la pared. Quizá el olor de polvos de tocador procedía de ese lugar. En los armarios suele haber esencias. Bajó la mirada hacia las flores lilas y blancas del estampado del edredón. Combinaba con el juego de cama. ¿Utilizaban los hombres esponjosas toallas amarillas? Si eran objetos abandonados, sí. Su anfitrión le pareció de la clase de hombre que utilizaría el verde, el marrón y el beige.
Vio el reloj que había a la altura de sus ojos, junto al teléfono que no funcionaba.
Eran las 3.15. Santo Dios, había dormido doce horas. Era Navidad. Sus padres estarían muy preocupados. ¿Dónde estaría Keith? Jugueteó con la fantasía de que andaría buscándola, pero sólo por un minuto, a Keith no le gustaba el frío. Sólo fingía que le gustaba esquiar porque estaba de moda.
Se levantó apretándose el cinturón de la holgada bata y caminó por la habitación en busca de la esencia que le resultaba familiar. En un lado del armario había ropa de mujer; en el otro, de hombre. Así pues, había una señora. En el vestidor, cerca de la chaise-longue, había una fotografía de una mujer morena, muy atractiva, y de su anfitrión. Los dos sonreían y él le rodeaba los hombros. Una pareja muy guapa. Ella no tenía ninguna fotografía así con Keith. Se sintió decepcionada.
Mo corrió las cortinas y parpadeó. Nunca había visto tanta nieve. Temió que el todoterreno estuviera sepultado bajo la nieve. ¿Cómo iba a encontrarlo? Quizá el perro supiera hallarlo.
En el baño, Mo se desnudó y se duchó con agua bien caliente. Luego se puso la misma ropa interior, los calcetines y la bata. Había entrado en calor, y eso la reconfortó. Tenía la piel irritada por el viento. Necesita crema. ¿Su anfitrión tendría alguna allí, en el baño? Miró debajo del lavabo y encontró lo que necesitaba: cosméticos y perfume. La señora debía de haberse ido apresuradamente y enfadada. Las mujeres no suelen olvidarse los cosméticos así como así.
Ahora estaba preparada para presentarse ante su anfitrión y sentarse a comer.
Él estaba en la cocina preparando puré de patatas. La mesa estaba puesta para dos personas, y en el suelo había un plato. En medio de la mesa había un gran pavo.
– ¿Puedo ayudar? -dijo ella con voz ronca.
Él la miró.
– Puedes sentarte. Soy Marcus Bishop. Feliz Navidad.
– Soy Morgan Ames. Feliz Navidad a usted y a Murphy. No sé cómo agradecerle que me haya acogido. He mirado fuera y hay muchísima nieve. Creo que nunca he visto tanta, ni siquiera en Colorado. Pero aquí todo parece maravilloso. Huele muy bien, y creo que sabrá igual de bien.
Él parecía divertirse con su entusiasmo.
– Lo intento. La mayoría de las veces sólo hago cosas a la plancha. Éste ha sido mi primer intento con un gran plato. No te garantizo nada. ¿Te importaría bendecir la mesa?
– Por supuesto que no -repuso ella. -Tengo mucho que agradecer.
Rezó, agradeciendo a Dios estar viva y mucho mejor de lo que podía esperarse bajo estas circunstancias.
En los labios de Bishop se dibujó una sonrisa Murphy gimió, sintiéndose desplazado. Mo se sonrojó.
– Lo siento. Ya ve, he prometido…
– Hiciste un trato con Dios -dijo Marcus.
– ¿Cómo lo sabe? -Cielos, él sí que era atractivo. La fotografía de la habitación no le hacía demasiada justicia.
– Cuando se está muy cerca del último momento todos dependemos de la ayuda del Señor. La mayoría de las veces lo olvidamos. Lo duro es vivir siendo consecuente con esas promesas.
– Nunca lo había hecho antes. Ni siquiera cuando las cosas me iban mal. Nunca le pedía ayuda. Esta vez fue distinto. He visto que soy mortal. ¿Está diciendo que he hecho mal?
– No exactamente. Es algo tan natural como respirar. La vida es preciosa. Nadie está dispuesta a perderla. -La voz se le quebró levemente.
Mo miró a su anfitrión y, antes de que él bajara la cabeza, advirtió cierta expresión de dolor en sus ojos. Quizá la señora Bishop… había fallecido. Se puso nerviosa y pensó en cambiar de tema.
– ¿Qué lugar es éste, señor Bishop? ¿Estoy en una ciudad o es el campo? Por la ventana sólo he visto una casa en la colina.
– Estamos en la ladera de Cherry Hill.
Ella asintió y probó la comida.
– Está delicioso -dijo. -No me di cuenta de que conduje tanto. Apenas había visibilidad. No sabía si había pasado por el puente Delaware o no. Seguí las luces del coche que iba delante, pero de pronto las perdí y me quedé sola. Luego el coche se averió, seguramente por la helada.
– ¿Adonde ibas? ¿De dónde venías?
– Vivo en Delaware. Mis padres viven en Woodbridge, Nueva Jersey. Iba a casa por Navidad, como miles de personas. Mi madre me llamó y me alertó sobre la nieve. Como tengo un Cherokee con tracción en las cuatro ruedas creí poder arreglármelas. Cuando emprendí el viaje, por un instante pensé en dar media vuelta. Ahora desearía haber hecho caso de mi intuición. Seguramente es la segunda cosa más estúpida que he hecho en mi vida. Así pues, vuelvo a darle las gracias. Allí fuera podía haber muerto, y todo por querer ir a casa. Intenté llamar por teléfono desde la habitación pero no había línea. ¿Cuánto cree que tardará en volver?
– Un día más o menos. Hace una hora que ha dejado de nevar. He oído un parte que decía que las brigadas de emergencia ya están trabajando en ello. La electricidad es lo primero que arreglarán. En ese sentido, soy afortunado de tener calefacción de gas y un generador de repuesto por si se va la electricidad. Cuando se vive en el campo, este tipo de cosas son necesarias.
– ¿Cree que la casa de la colina tampoco tiene teléfono?
– Si yo no tengo línea, ellos tampoco -dijo Marcus con calma. -Es Navidad, ya sabes.
– Lo sé -dijo Mo, con lágrimas en los ojos.
– Come -dijo Marcus.
– Mi madre suele poner malvavisco en los boniatos. Y sazona con semillas de sésamo el brócoli cortado. Le da un sabor muy distinto. -Pidió un poco más de pavo levantando el plato.
– Me gusta como sabe así, pero lo tendré en cuenta y algún día lo probaré.
– No, no lo hará. Me parece que usted es una persona que hace las cosas a su manera y que no está dispuesta a cambiar porque sí. Me parece muy bien, pero no debería seguirme la corriente. Lo único que ocurre es que me gusta el malvavisco en los boniatos y las semillas de sésamo en el brócoli.
– No me conoces en absoluto, ¿por qué sacas esta conclusión?
– Sé que usted está acostumbrado a hacer las cosas a su manera. Me ordenó que me duchara y me quitara la ropa mojada. Ahora mismo, hace sólo un minuto, me ha ordenado que coma.
– Es por tu bien. Eres de las que tienen carácter respondón, ¿verdad?
– Sí. Por cierto, su ropa interior es áspera. Debería poner suavizante en el aclarado.
– ¡Aja! -gruñó Marcus. -Eso demuestra lo poco que sabes. El suavizante afecta a la fibra y hace que el material no absorba el sudor.
– Yo sólo decía que le quitaría aspereza. Lo siento. A veces hablo demasiado. ¿Qué hay de postre? ¿Tomaremos café? ¿Puedo traerlo, o prefiere que siga aquí sentada y que coma?
– Eres mi invitada. Tú quédate sentada y come. Hay budín de pasas y ciruelas, y claro, también tomaremos café. ¿Qué clase de cena de Navidad crees que es?
– La clase de cena en que las verduras son congeladas, los boniatos de caja y el relleno del pavo envasado. Y el budín de pasas y ciruelas puede comprarse congelado. Estoy segura de que el postre será tan delicioso como todo. De hecho, sé cuando algo me gusta. La mayoría de los hombres no saben cocinar en absoluto. Al menos los que yo conozco. -Volvía a barbotear -Puede llamarme Mo. Todo el mundo me llama así, incluso mi padre.
– No te encariñes con mi perro -dijo Marcus mientras servía el budín en un plato.
– Señor Bishop, más bien me parece que él se está encariñando conmigo. Debería servir el budín en un plato pequeño de postre. Cuidado, ha salpicado en el suelo. Yo lo limpiaré. -Fue a levantarse de la silla cuando él repuso tajante:
– Siéntate.
Mo lo hizo, desconcertada.
– Señor Bishop, yo no soy un perro. Sólo quería ayudar. Siento haberle ofendido, sólo quería ayudar. Creo que no me apetece postre o café. -Su tono era tenso y tenía los hombros rígidos. Necesitaba levantarse de la mesa, pues de lo contrario se echaría a llorar. ¿Qué le pasaba?
– Soy yo el que tiene que disculparse. He tenido que aprender a hacerlo todo solo. Al principio las salpicaduras eran un problema. Ahora sé cómo hacerlo: humedezco un trapo y lo restregó con el palo de la escoba. Tardé un poco en idearlo. Tienes razón sobre la comida congelada. Últimamente no he tenido muchos invitados a los que impresionar. Y puedes llamarme Marcus.
– ¿Intentaba impresionarme? Qué amable, Marcus. Acepto tus disculpas y te ruego aceptes las mías. Finjamos que yo pasaba por aquí para desearte feliz Navidad y me atrapó la tormenta de nieve. Como eres un hombre bueno, me ofreciste tu hospitalidad. Veamos, hemos dicho que eres un buen hombre y que yo quiero que aceptes mi palabra de que soy una buena persona. A tu perro le gusto. Hay que tenerlo en cuenta.
Marcus rió entre dientes.
– Bien dicho.
– Esta casita es encantadora. Apuesto a que tienes sol todo el día. Cuando sale el sol uno enseguida se siente mejor, ¿no crees? ¿Tienes flores en primavera y verano?
– Lo tengo todo. A veces Murphy planta las semillas. Deberías ver los tulipanes en primavera. La primavera pasada, después del accidente, me pasé casi todo el tiempo fuera, no quería estar en la casa porque me sentía demasiado abrumado. Soy ingeniero, así que en el jardín me las arreglo con las herramientas que tienen asa grande. En abril y mayo el jardín parece un arcoíris. Si por entonces pasas por aquí, para y compruébalo por ti misma.
– Me gustaría mucho. Bien, casi no me atrevo a preguntarte esto, pero ¿te sentirías ofendido si yo lavara los platos?
– ¡Cielos, no! Odio lavar los platos. Siempre que puedo utilizo platos de papel. Murphy también come en platos de papel.
Mo soltó una carcajada. La cola de Murphy golpeteó sobre el suelo.
Mo llenó el fregadero de agua caliente y jabón. Marcus le iba pasando los platos. Terminaron en veinte minutos.
– ¿Qué te parece un brindis de Navidad? Tengo un vino muy bueno. Antes de que nos demos cuenta, la Navidad habrá terminado.
– Es un buen vino -dijo ella.
– A mí no me lo parece. ¿Quieres decir que te parece bien? -En la voz de Marcus había cierta ironía, pero ella no se lo tomó mal. -¿A qué te dedicas, Morgan Ames?
– Soy arquitecta. Diseño centros comerciales. Mi mayor ambición es que alguien me contrate para que diseñe un puente. No sé por qué, pero tengo debilidad por los puentes. Trabajo para una empresa, pero estoy planteándome la posibilidad de independizarme el año que viene. Es una idea que me da un poco de miedo, pero si he de hacerlo alguna vez, ha de ser ahora. No sé por qué lo creo así, pero así es. ¿Tú trabajas aquí o en una oficina?
– El noventa por ciento en casa, el diez por ciento en la oficina. Tengo una furgoneta adaptada a mi condición. Claro, no puedo levantarme totalmente. Tengo varios empleados que son mis piernas. Es una forma de decir que me las arreglo bien.
– ¿Dónde dormiste anoche?
– Aquí, en el sofá. No es ningún problema. Como puedes ver, es bastante ancho y mullido… los almohadones son extra gruesos. Pero dime, ¿qué te parece mi árbol? -preguntó con orgullo.
– Me encanta. Siempre me ha gustado la Navidad. Debe de ser mi punto débil. Mi madre dice que en Nochebuena solía ponerme enferma de ansiedad por la llegada de Santa Claus. -Deseó acercarse al árbol e imaginar que estaba en casa esperando a que apareciera Keith y le pusiera el anillo en el dedo, y las lágrimas le afloraron a los ojos.
Se acercó al árbol y luchó contra el ardor que sentía detrás de los párpados frotándoselos, como si el motivo de ese picor fuera el humor de la madera que ardía en la chimenea. Al poco se acordó de que los leños de la chimenea eran de mentirijilla.
– A mí también. Siempre temía que se olvidara de nuestra chimenea o que se le rompiera el trineo. Me portaba tan malditamente bien durante diciembre que mi padre me llamaba santo. Tengo muy buenos recuerdos de la infancia… ¿Estás bien? ¿Te pasa algo? Si quieres hablar, yo sé escuchar.
¿Quería hablar? Observó la tranquila casa, al hombre de la silla de ruedas y al perro echado a sus pies. Ella pertenecía a ese cuadro. El único problema era que los ocupantes no eran los deseados. Nunca volvería a ver a «e hombre, así que, ¿por qué no hablar con él? Quizá él le diera alguna opinión o consejo en lo que se refería a Keith. Asintió con la cabeza y alzó la copa para pedir más vino.