SABRINA Johnson tenía arena en los dientes y en muchas otras partes donde se suponía que no debía haber arena.
Había que ser idiota, se dijo mientras se acurrucaba bajo su manto grueso y oía los aullidos de la tormenta. Hacía falta ser tonta para recorrer quinientos kilómetros de desierto adentro y dejar atrás cualquier rastro de civilización, viajando tan solo con un caballo y un camello de carga, en busca de una estúpida ciudad mítica que, lo más probable, no debía ni de existir.
Una ráfaga de viento arenoso especialmente violenta estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Sabrina se apretó las piernas contra el pecho con más fuerza, apoyó la cabeza sobre las rodillas y se juró que, por muchos años que viviera, nunca volvería a ser tan impulsiva. Ni siquiera un poquito. Ser impulsiva la había llevado a perderse y verse atrapada en medio de una tormenta de arena.
Lo peor de todo era que nadie sabía que estaba allí, de modo que nadie estaría buscándola. Había salido sin decir una palabra a su padre ni a sus hermanos. Cuando no la vieran aparecer a la hora de la cena, darían por sentado que estaba refunfuñando en su habitación o que se había marchado de compras a París. Nunca se les ocurriría que estaba perdida en el desierto. Sus hermanos le habían advertido en más de una ocasión que sus disparatadas ideas acabarían con ella en la tumba. Nunca había considerado que pudieran tener razón.
El calor era asfixiante. Tosió, pero no consiguió aclararse la garganta. ¿Cuánto tiempo duraría todavía la tormenta?, ¿Sería capaz de orientarse una vez que finalizase?
Dado que no tenía respuesta a sus preguntas, optó por no pensar en ellas. Se limitó a apretarse el manto a su alrededor, lo más pegada al suelo posible, con la esperanza de que la tormenta no la levantara en una de sus ráfagas y se la llevase volando. Había oído historias del estilo. Claro que habían sido sus hermanos quienes se las habían contado y no siempre se ceñían a la verdad.
Al cabo de un tiempo indeterminado, tal vez horas, le pareció apreciar que los aullidos perdían fuerza. Poco a poco el viento fue calmándose, se empezó a poder respirar con más facilidad. Minutos después, se atrevió a asomar la cabeza bajo el manto para echar un vistazo.
Se encontró con una noticia buena y una noticia mala. La noticia buena era que no estaba muerta. Por el momento. La noticia mala era que el caballo y el camello con las provisiones habían desaparecido, y con ellos la comida, el agua y los mapas. Peor aún, la tormenta había enterrado el camino que había seguido y borrado todas las señales que había superado desde que se había alejado de la caseta en la que dejara su camión. Podían pasar semanas, meses incluso, hasta que alguien lo encontrara. ¿Cómo sobreviviría hasta entonces?
Sabrina se levantó y dio una vuelta completa. Nada que le resultase familiar. La tormenta seguía rugiendo a lo lejos. Miró las nubes de arena, que subían hacia el cielo como si quisieran bloquear el sol. Tragó saliva. El sol estaba sorprendentemente bajo. Era tarde. La tormenta debía de haber durado más de lo que pensaba.
Le sonaron las tripas, recordándole que no había comido desde el desayuno a primera hora. Había estado tan ansiosa por emprender su aventura que había salido de la capital antes de que amaneciera. Había arrancado con el convencimiento de que encontraría la Ciudad de los Ladrones y podría demostrarle a su padre que existía. Este siempre se había burlado de ella por su fascinación con aquella ciudad de fábula. Y Sabrina se había empeñado en decir la última palabra. Hasta acabar en medio del desierto.
¿Qué hacer? Podía seguir buscando la ciudad perdida, podía regresar a Bahania y dejar que su padre y sus hermanos siguieran riéndose de ella o podía quedarse allí sin más y morir de sed. Aunque la tercera opción no fuera su favorita, lo cierto era que, dadas las circunstancias, parecía la más probable.
– No me rendiré sin presentar batalla – murmuró mientras se apretaba el pañuelo que llevaba atado a la cabeza. Se quitó el manto, lo dobló y se lo colgó sobre un hombro.
Hacia el oeste, pensó, y se giró hacia el sol poniente a su derecha. Tenía que desandar el camino dirigiéndose hacia el suroeste para encontrar la caseta. En el camión había comida y agua, ya que había llevado más de la que había podido cargar en el camello. En cuanto bebiera y comiera un poco, se le despejaría la cabeza y podría decidir qué hacer.
Desoyendo el ruido de sus tripas, partió a paso ligero. El miedo atenazaba sus pies, pero se obligó a espantar sus temores y se recordó que era Sabrina Johnson. Se había enfrentado a situaciones mucho peores. Eso no era verdad, por supuesto. Su integridad física jamás había corrido peligro. Pero ¿y qué si no era cierto? No había nadie alrededor para desmentirlo.
Media hora después lamentó no poder llamar a un taxi. A los tres cuartos de hora reconoció que habría vendido su alma por un vaso de agua. Al cabo de una hora, el miedo la derrotó v asumió que moriría en el desierto. Los ojos le quemaban, la piel le ardía, tenía la garganta completamente seca.
Se preguntó si morir en el desierto sería como morir en la nieve. ¿Terminaría cansándose hasta quedarse dormida? -No tendré tanta suerte -murmuró Sabrina-. Seguro que mi muerte será lenta y dolorosa.
Aun así, siguió poniendo un pie delante del otro, sin prestar atención a los espejismos que se le aparecían a medida que el sol trasponía el horizonte. Al principio vio un oasis, luego una catarata. Después media docena de hombres que se acercaban a caballo.
¿Caballos? Sabrina se detuvo, pestañeó, aguzó la vista. ¿Serían de verdad? Todavía parada, advirtió que podía sentir el temblor de los cascos de los caballos sobre la tierra. Eso abría la posibilidad de que la rescataran. O de algo menos agradable.
Sabrina veraneaba en Bahania con su padre, se suponía que aprendiendo las costumbres de sus gentes. Y aunque no podía molestarlo para que se entretuviese en atenderla, siempre había algún sirviente que se compadecía de ella y le enseñaba algo. Por ejemplo, que la hospitalidad estaba garantizada en el desierto.
Por otra parte, el resto del año lo pasaba en Los Angeles, California, donde la criada de su madre le había aconsejado que no hablara nunca con desconocidos. Y menos con hombres. Entonces… ¿serían hospitalarios con ella o debía echarse a correr montaña arriba? Sabrina miró a su alrededor. No había ninguna montaña.
Observó a los hombres mientras se acercaban al galope. Llevaban ropa tradicional, mantos a la espalda. En un intento de distraerse, trató de admirar los caballos que cabalgaban, potentes pero elegantes. Caballos de Bahania, preparados para el desierto.
– Hola -los saludó tratando de imprimir a su voz un tono natural. Entre la sequedad de la garganta y el miedo, cada vez mayor, no se quedó satisfecha del resultado-. Estoy perdida. La tormenta de arena me ha sorprendido. ¿No habréis visto un caballo y un camello por aquí?
No respondieron. Los hombres la rodearon e intercambiaron unas palabras en un idioma que Sabrina reconoció pero no entendía. Eran nómadas, pensó, sin saber si tal circunstancia sería buena o mala para ella.
Uno de los hombres la señaló e hizo un gesto. Sabrina permaneció quieta incluso después de que varios acercaran sus caballos hacia ella. ¿Debía decirles quién era?, se preguntó. Un nómada reaccionaría favorablemente, pero si eran forajidos… Seguro que la secuestrarían para pedir rescate, a pesar de que, dado su aspecto, les costara creer que se trataba de la mismísima Sabrina Johnson, también conocida como la princesa Sabrá de Bahania. Claro que quizá se limitaran a matarla y dejar que su cuerpo se pudriese en el desierto.
– Estoy buscando una esclava, pero no pareces apta para el puesto.
Sabrina se giró hacia su interlocutor. Tenía el rostro casi cubierto. Se notaba que era alto, de tez morena y ojos negros. Sus labios se habían curvado en una sonrisa burlona.
– Hablas inglés -dijo tontamente.
– Y tú no hablas la lengua del desierto – contestó él-. Ni conoces sus peligros. ¿Qué haces aquí sola?
– No importa- Sabrina hizo un gesto desdeñoso con la mano-. Pero quizá pudieras prestarme un caballo. Solo para volver a la caseta a buscar mi camión.
El hombre giró la cabeza. Uno de sus acompañantes descabalgó. Por un momento, Sabrina pensó que le concederían su deseo. El hombre la había escuchado, cosa rara entre los hombres de Bahania. Normalmente no hacían caso…
El nómada echó mano al pañuelo que cubría la cabeza de Sabrina y se lo quitó. Sabrina gritó.
Los hombres se quedaron mudos.
Sabía qué estaban mirando: una melena de rizos pelirroja, que había heredado de su madre, caía en ondas por su espalda. La combinación de ojos marrones, pelo rojizo y piel dorada solía llamar la atención, más todavía en el desierto.
Los hombres hablaron, Sabrina trató de entender qué decían.
– Creen que debería venderte.
Se giró hacia el hombre que hablaba en inglés. Tenía la impresión de que era el cabecilla. Estaba aterrada, pero logró disimularlo. Alzó la barbilla.
– ¿Tanto necesitas el dinero? -preguntó con desprecio.
– La vida es más fácil si se tiene dinero. Incluso aquí.
– ¿Y qué ha sido de la hospitalidad en el desierto?
– Existen excepciones para las personas tan tontas como tú -contestó, y se giró hacia el hombre que seguía junto a Sabrina.
Justo antes de que ella pudiera agarrarla, esta se dio la vuelta y echó a correr. No tenía un destino en concreto, solo la urgencia de huir lo más lejos posible de sus secuestradores.
Oyó los cascos de los caballos a su espalda. Aunque el miedo la hacía correr más rápido, no fue suficiente. Apenas había recorrido diez metros cuando sintió que un brazo la elevaba y la montaba sobre uno de los caballos, apretándola contra el pecho inexorable del nómada.
– ¿Adónde ibas? -preguntó el hombre. Sabrina intentó zafarse. En vano-. Si sigues resistiéndote, tendré que atarte al caballo.
Sabrina notó la fortaleza de su captor, el calor de su cuerpo. Dejó de forcejear. Se apartó el pelo de la cara, lo miró para preguntarle:
– ¿Qué quieres de mí?
– En primer lugar, que quites la rodilla de mi estómago.
Sabrina miró hacia abajo y vio que, en efecto, la rodilla de sus vaqueros estaba pegada al abdomen del secuestrador. Parecía como si estuviese chocando contra una roca, pero decidió no compartir tal pensamiento. Se limitó a girarse hasta acomodarse sobre la montura.
Contuvo la respiración. El sol se había escondido tras el horizonte. Ya no podía escapar. No de noche. Estaba perdida, sedienta, hambrienta y a merced de quién sabía quién.
Al menos no llovía.
– Vaya, así que se puede razonar contigo – comentó él-. Una virtud extraña entre las mujeres.
– ¿Quieres decir que a tus esposas no les gusta razonar con un hombre que las retiene por la fuerza? ¡Qué raro! -replicó Sabrina, ladeándose hacia la derecha para fulminarlo con la mirada mientras hablaba.
Las facciones de su secuestrador eran duras como el perfil de una roca modelada por los vientos del desierto. Aunque llevaba la cabeza cubierta, intuía que su cabello sería negro, hasta el cuello quizá, tal vez más corto. Tenía hombros anchos y montaba como si estuviese acostumbrado a soportar la carga de muchos pesos.
– Para estar totalmente indefensa, eres increíblemente valiente o increíblemente estúpida.
Ya me has llamado antes tonta -le recordó Sabrina-. Injustamente, si me lo permites.
– ¿Cómo llamarías tú a alguien que se adentra en el desierto sin guía ni las provisiones más elementales?
– Tenía un caballo y…
– No has sabido conservarlo -atajó el hombre.
En vez de contestar, Sabrina miró sobre el hombro del secuestrador. Sus compañeros, que habían permanecido quietos cuando él había frustrado su huida, habían empezado a acampar, habían encendido una hoguera y ya estaban poniendo un caldero a hervir.
– ¿Tienes agua? -preguntó tras pasarse la lengua por los labios secos.
– Sí, y comida. Nosotros sí sabemos conservar nuestras provisiones.
Sabrina no podía apartar la mirada del líquido que vertían en el caldero.
– Por favor.
– No tan rápido, pajarillo. Antes tengo que asegurarme de que no eches a volar de nuevo.
– Tal como tú mismo has dicho, ¿adonde iba a ir?
– Antes tampoco tenías destino y no por ello has dejado de intentar fugarte.
Se apeó del caballo. Sin dar tiempo a que Sabrina desmontara, empezó a atarle las muñecas con una cuerda.
¡Eh! -trató de resistirse -No es necesario. No voy a escaparme.
– De eso justo quiero asegurarme.
Sabrina intentó apartar los brazos, pero el hombre terminó de hacer el nudo. Todavía dio un último tirón para liberarse, pero solo consiguió desequilibrarse. Cayó como un peso muerto contra su captor, pero este ni siquiera pestañeó.
Se limitó a rodearla con un brazo por la cintura y la bajó al suelo. Luego, mientras Sabrina recuperaba el aliento, se agachó a atarle los tobillos.
– Espera -dijo cuando terminó, antes de incorporarse y conducir su caballo hacia el improvisado campamento.
– ¿Qué? -Sabrina intentó seguirlo, pero se cayó al suelo y no fue capaz de levantarse-. No puedes dejarme aquí.
El hombre la estudió con sus ojos oscuros y sonrió.
Yo diría que sí puedo.
Ella lo miró estupefacta mientras se alejaba hacia los otros hombres. Les dijo algo que no pudo oír y los demás rieron. El miedo cedió paso a la rabia. Ya se vería quién reía el último, pensó mientras forcejeaba con las cuerdas. Conseguiría desatarse, encontraría el camino de vuelta a casa y haría que lo fusilaran. O que lo colgaran. O las dos al mismo tiempo. Tal vez su padre no le hiciera mucho caso, pero seguro que no se alegraría de que la hubiesen secuestrado.
Incapaz de soltarse, se giró hasta estar de espaldas al campamento. Bastante suplicio era oler lo que estaban cocinando como para tener que ver también cómo comían. Tenía la boca y la garganta totalmente secas. Jamás había sentido el estómago tan vacío. ¿Estarían atormentándola o de veras no tenían intención de darle algo de cena? ¿Qué clase de monstruo era su secuestrador?
Un monstruo del desierto. La clase de monstruo que veía a las mujeres como meros objetos.
Sintió que le picaban los ojos, pero se negaba a llorar. Ella nunca se mostraba vulnerable. ¿Para qué? De modo que se juró resistir, sobrevivir para poder vengarse. Cerró los ojos e intentó imaginar que estaba en alguna otra parte.
El olor de la comida seguía llegando hacia ella. Sintió un retortijón en el estómago y deseó haberse quedado en el palacio. De acuerdo: su padre no solía advertir su presencia siquiera y sus hermanos apenas le hacían caso. ¿Tan terrible era?
Entonces recordó su indignación del día anterior, cuando su padre, el rey de Bahania, había anunciado que la había prometido en matrimonio. Se había quedado atónita.
– No lo dirás en serio -le había dicho ella.
– Totalmente. Tienes veintidós años. Edad más que suficiente para casarte.
– Cumplí veintitrés el mes pasado -había contestado Sabrina-. Y estamos en el siglo veintiuno, no en la Europa medieval.
– Soy consciente de la época y del país en que vivimos. Eres mi hija. Y te vas a casar con quien yo diga. Bahania necesita establecer alianzas.
Ni siquiera sabía cuántos años tenía. ¿Cómo iba a confiar en él para buscarle marido? La espantaba imaginarse junto a aquel horrible viejo de mal aliento con el que el rey Hassan la casaría.
Su padre la había ignorado toda la vida, aunque había pasado todos los veranos en palacio, apenas había hablado con ella. Siempre la dejaba sola mientras se iba de viaje con sus hijos. Y durante el año, mientras estudiaba en California, nunca la llamaba ni le escribía. ¿ Por qué había de obedecerlo?
Así que, en vez de quedarse quieta y casarse con aquel viejo, se había fugado en busca de la Ciudad de los Ladrones. Y había acabado en manos de un grupo de forajidos. Tal vez habría ido mejor ser la cuarta esposa del viejo.
– ¿En qué piensas? -le sorprendió una voz
– En que necesito unas vacaciones y no era esto lo que había pensado.
Abrió los ojos y vio a su secuestrador frente a ella. Se había quitado el manto que le cubría la cabeza. Con unos simples pantalones de algodón y una túnica, no debería haber parecido tan formidable.
Se cernía sobre ella como un dios y su silueta se recortaba contra un bonito cielo negro. Aunque nunca se había sentido totalmente a gusto en Bahania, siempre le había gustado la perfección de sus estrellas. Pero no eran esas luces titilantes lo que más le llamaba la atención esa noche.
Sino un hombre alto, de pelo negro, corto. A pesar de que había anochecido, apreció un destello de dientes blancos cuando sonrió.
– Eres valiente como un camello -dijo él.
– Vaya, muchas gracias. Los camellos no son valientes.
– O sea, que algo del desierto sabes. Bien. ¿Qué tal si te digo valiente como un zorro del desierto?
– ¿No están corriendo todo el rato?
– Veo que me has entendido -el hombre se encogió de hombros.
En lo que habría sido el más infantil de los arrebatos, Sabrina tuvo ganas de sacarle la lengua. Pero se contuvo y aspiró el aroma de algo que olía deliciosamente. Le sonaron las tripas y se dio cuenta de que el hombre tenía un plato en una mano y una taza en la otra.
– ¿La cena? -preguntó con cautela, tratando de no sonar demasiado esperanzada.
– Sí -el hombre se agachó frente a ella, colocó el plato y la taza sobre la arena y la ayudó a que se sentara-. La cuestión es: ¿puedo fiarme de ti si te desato?
Estuvo tentada de lanzarse hacia el suelo y empezar a comer directamente del plato. La boca se le hizo agua. Tanto que tuvo que tragar dos veces antes de responder:
– Juro que no intentaré escaparme.
– ¿Por qué iba a creerte? -preguntó el hombre mientras se sentaba junto a ella-. Lo único que sé de ti es que tienes el sentido común de un mosquito.
– Podías ahorrarte las comparaciones con animales -contestó Sabrina-. Si te refieres a que he perdido el caballo y el camello, no ha sido por mi culpa. Intenté amarrarlos cuando vi que la tormenta de arena se acercaba. Luego me cubrí con un manto y me tiré al suelo. Puedo decir que el hecho de sobrevivir a la tormentas prueba más que suficiente de mi sentido común.
¿Y qué me dices del sentido común de estar sola en el desierto? -dijo él mientras le daba la taza-. ¿O prefieres que hablemos cómo ataste al caballo y al camello para que los hayas perdido?
La verdad es que no -murmuró Sabrina, se agachó para dar un sorbo de la taza que el hombre le sostenía.
El agua estaba fresca y limpia. Tragó con avidez el líquido vital. Jamás le había sabido nunca tan rico, tan perfecto.
Cuando terminó, el hombre dejó la taza en el suelo y levantó el plato.
Sabrina miró los trozos de carne y las verduras, miró las manos del secuestrador.
– ¿No pensarás darme de comer? -dijo levantando las muñecas atadas-. Si no quieres soltarme, deja al menos que coma por mi cuenta.
Le desagradaba que tocase su comida. Aunque estaba hambrienta y el hombre parecía limpio. A pesar de que, bajo el intenso calor del desierto, su secuestrador no olía no parecía sudoroso.
– Hazme el honor -contestó él burlonamente al tiempo que le ofrecía un trozo de carne. Sabrina supuso que debería haberse negado, pero tenía el estómago demasiado vacío. De modo que se agachó y comió la carne, asegurándose de que sus labios no tocaran los dedos del hombre en ningún momento
– . Soy Kardal. ¿Cómo te llamas?
Se tomó un tiempo en responder. Después de tragar, se humedeció los labios y miró con apetito hacia el plato. Aunque no tenía claro por qué, no quería decirle quién era.
– Sabrina -respondió por fin, con la esperanza de que no relacionase el nombre con la princesa Sabrá de Bahania-. No pareces un nómada -añadió para distraerlo.
– Pues lo soy -el hombre le ofreció otro trozo de carne.
– Apuesto a que te has educado lejos de aquí. ¿En Inglaterra?, ¿Estados Unidos quizá?
– ¿Por qué lo dices?
– Tu forma de hablar. Las palabras y la sintaxis que utilizas.
– ¿Qué sabes tú de sintaxis? -contestó sonriente el hombre.
– Aunque no te lo creas, no soy idiota -repuso ella tras masticar y tragar-. Tengo estudios. Sé cosas.
– ¿Qué cosas, pajarillo? -el hombre le lanzó una mirada que pareció apoderarse de su alma.
Yo…
Se libró de contestar gracias a que el secuestrador le ofreció un trozo de lechuga. Esa vez, en cambio, tuvo menos cuidado y el borde de su dedo índice le rozó el labio inferior. Nada más notar el contacto, sintió algo extraño en su interior. Había envenenado la comida, pensó. Seguro que habían condimentado la comida con algo mortal.
Pero tenía tanta hambre que le daba igual, siguió comiendo hasta vaciar el plato y luego un segundo vaso de agua. Aunque había supuesto que el hombre regresaría con sus compañeros nada más terminar la cena, se que-entado frente a ella, examinándola.
Se preguntó si tendría muy mal aspecto. Tenía pelo enredado y estaba segura de que su cara estaría manchada de polvo después de la tormenta de arena. Le era indiferente si le resultaba atractiva a su secuestrador. Era mera vanidad femenina, nada que ver con el hombre que tenía delante.
¿Quién eres? -preguntó él-. ¿Qué hacías sola en el desierto?
Lleno el estómago, Sabrina se sentía menos débil y asustada. Pensó en mentirle, pero nunca se le había dado bien. Podía negarse a contestar, pero la mirada de Kardal la intimidaba. Lo más sencillo sería contarle la verdad. O, al menos, parte de ella.
– Estoy buscando la Ciudad de los Ladrones.
Esperó una reacción de interés o incredulidad. Pero no que echara la cabeza hacia atrás y soltase una risotada que resonó por todo el desierto. Los hombres se giraron hacia ellos desde el campamento. Al igual que los caballos.
– Ríete si quieres -espetó Sabrina-. Es verdad. Sé perfectamente dónde está y voy a encontrarla.
– Esa ciudad es un mito. Hace siglos que la buscan personas de todo el mundo. ¿Qué te hace pensar que una chiquilla como tú va a encontrarla cuando ellos no han podido?
– Algunos la encontraron -insistió Sabrina-. Tengo mapas, diarios.
El hombre bajó la mirada hacia el cuerpo de Sabrina. Llevaba una camiseta, unos vaqueros y unas botas de montaña. Tras ella, sobre la arena, se extendía su manto. Lo necesitaría más tarde. De hecho, la temperatura ya estaba bajando.
– ¿Y dónde dices que tienes los mapas y los diarios? -preguntó con irritante amabilidad.
En las alforjas.
– ¿Te refieres a las alforjas del caballo que has perdido
– Sí -Sabrina apretó los dientes.
Eres consciente de que te va a costar todavía más encontrar esa ciudad novelesca sin los mapas, ¿verdad?
Perfectamente consciente -replicó ella, cerrando las manos en puño.
Y, sin embargo, sigues empeñada en buscarla. -Kardal enarcó las cejas.
No me rindo con facilidad. Te juro que volveré y la encontraré.
El secuestrador se puso de pie y la miró desde arriba.
Suenas muy convencida. Pero todos tus planes se basan en una premisa interesante.
¿A qué te refieres? -Sabrina frunció el ceño
Para que vuelvas a donde sea, primero tengo que dejarte marchar.