Capítulo 5

KARDAL entró en los aposentos de Sabrina a las diez de la mañana siguiente. Le había dejado la noche para que asumiera su nueva situación, aunque no creía que fuese a aceptarla. Sorprendentemente, tenía ganas de verla, sabía que protestaría y le tiraría a la cabeza todo cuanto estuviese a su alcance, librarían una batalla dialéctica feroz y, aunque él acabaría ganándola, lo obligaría a pelear para alzarse con la victoria. Seguía sonriendo cuando abrió la puerta de dependencias. Pero antes de entrar, un sexto sentido que le había salvado la vida en más una ocasión, le recomendó precaución. Vaciló antes de dar otro paso al frente, el tiempo justo para esquivar un violento ataque.

Sabrina se había lanzado contra él, con un pequeño cuchillo para pelar fruta en el brazo derecho. Kardal la sujetó por la cintura y la levantó del suelo.

– Bájame -gritó ella.

Kardal la cargó hasta la cama y la lanzó sobre el colchón sin ceremonias. Antes de que pudiera incorporarse, se tumbó encima de ella, inmovilizándole las piernas con sus propios muslos y agarrándole ambas muñecas con las manos. Sabrina forcejeó, pero no consiguió zafarse.

– Buenos días, esclava -la saludó él, mirando sus ojos marrones y apretándole la muñeca derecha hasta hacerle soltar el cuchillo-. ¿De verdad creías que te ibas a librar de mí tan fácilmente?

– No -murmuró ella-. No es más que un cuchillo para pelar fruta. En realidad, no podía herirte. Solo era una forma de protestar por tenerme recluida como esclava.

– Podías haber mostrado tu disconformidad de alguna manera más pacífica. Convocando una manifestación o declarándote en huelga, por ejemplo.

– Me pareció mejor el cuchillo -contestó Sabrina entre dientes.

Kardal contuvo una sonrisa. Lo había atacado. Demostraba valor por su parte y él siempre había respetado a las personas valientes. A sabiendas de que no lo vencería y de que podría enfurecerlo, se había arriesgado… aunque sin mucha destreza.

Respiró profundo y percibió el aroma que emanaba de la piel de Sabrina. Como no le había dejado más ropa, se había visto obligada a ponerse el mismo modelo absurdo del día anterior. Casi transparente. El top estaba tan apretado que sus pechos parecían a punto de saltar por encima.

Kardal se preguntó cómo sabrían sus pezones y qué tal sería hacerle el amor. Se excitó de inmediato. Pero decidió no hacer caso a la presión de las ingles. Aunque no fuera virgen, no podía poseerla así como así. Además, estaba la cuestión del matrimonio. Si se acostaba con ella, sellaría el enlace. Y todavía no estaba seguro de si quería que este se produjera.

– Para ser una esclava no eres muy obediente -comentó.

Sabrina lo fulminó con la mirada mientras seguía revolviéndose debajo de Kardal. Este no entendía que no se diera cuenta del placer que le causaban sus movimientos.

No me diste ninguna instrucción – replicó ella-. Así que no puedo haber desobedecido que no se me ha ordenado.

Se sobreentiende que las esclavas no desean atacar a su señor.

Desde el punto de vista de la esclava no sobreentiende tanto

– En eso tienes razón -contestó Kardal tras considerar la respuesta de Sabrina-. A partir de ahora te daré instrucciones precisas. No quiero que me ataques de ninguna manera -añadió antes de retirarse de la cama y ponerse de pie.

– Mi parte desobediente quizá tenga algunas objeciones al respecto.

– Seguro que sí. Pero espero que te esfuerces por complacerme y seas la esclava servil que quiero -Kardal anduvo hasta una pared y tiró de un cordón de seda-. Me apetece bañarme.

– Tú mismo -replicó ella-. ¿O es que crees que voy a beber de la bañera para saber si el agua está a buena temperatura?

– No, vas a bañarme.

Sabrina se quedó pálida.

– No lo dirás en serio -dijo tras levantarse de la cama.

– Muy en serio.

Abrió la boca de nuevo, pero no dijo nada. Kardal estudió su expresión desconcertada. No podía estar tan asombrada como parecía. Miró la curva de sus pechos, bajó después hacia las caderas y finalmente deslizó los ojos por sus largas, casi desnudas piernas.

Ninguna mujer criada como la habían criado a ella, con una cara y un cuerpo tan atractivos podía ser inocente. Sabrina pretendía engañarlo. De acuerdo, pensó justo antes de oír que llamaban a la puerta. Le seguiría el juego… mientras le apeteciese.

Sabrina se dijo que aquello no podía estar pasándole. No podía estar vestida como una chica de un harén. Kardal no podía estar pidiéndole que lo bañara. Pero, por mucho que retrocediese hacia el fondo de la habitación, Adiva apareció y asintió con la cabeza cuando Kardal le ordenó que llevara una bañera y agua caliente.

Era como si siguiesen en el siglo XIX, pensó, incapaz de asimilar que no hubiese agua corriente para bañarse. Ella misma se había bañado el día anterior gracias al agua con que varios sirvientes le habían llenado la bañera.

– Kardal, tienes que estar bromeando – insistió Sabrina-. Con lo del baño. Estás perfectamente limpio.

– Venga, no te hagas la virgencita conmigo no le estoy pidiendo que nos acostemos, solo que juguemos un poco. Lo pasarás bien -Kardal le guiñó un ojo y bajó la voz-. Te lo prometo.

– ¿Y si resulta que no me estoy haciendo la virgen? Puedes pensar lo que quieras, pero eso no cambia la realidad -contestó Sabrina y Kardal enarcó las cejas. Genial. No la creía-. Eres como todos: prefieres creerte las cosas horribles que publican los periódicos y las revistas antes que conocer la verdad.

Kardal no respondió. Minutos después se abrió la puerta y entraron varios criados con cubos de agua humeante. Situaron una bañera vacía frente a la chimenea, la llenaron y los dejaron a solas.

– Estoy listo -dijo Kardal.

– Pues ya somos dos -respondió ella sin moverse un centímetro.

– Sabrina, no me hagas enfadar.

– ¿O qué?, ¿Me azotarás?, ¿Me encadenarás? ¿Me matarás de hambre?

– No tengo intención de agredirte, pero si agotas mi paciencia, me veré obligado a recordarte que me perteneces. Soy un amo justo, pero espero que mis súbditos me obedezcan.

A ella le picaban los ojos, pero se negó a que la viera llorar. No quería darle esa satisfacción a Kardal. Si insistía en que lo bañara, lo bañaría. Si luego intentaba algo, pelearía, sacaría las uñas y gritaría hasta que Kardal lamentase no haberla dejado morir en el desierto.

Levantó la cabeza, avanzó hasta la bañera y lo miró a los ojos.

– ¿Qué quieres que haga?

– Nada hasta que me haya desnudado.

La determinación de Sabrina se disolvió como un azucarillo en agua hirviendo. Dio un paso atrás y retiró la mirada al ver que Kardal empezaba a desabrocharse la camisa.

– No exageres -dijo él sonriente-. Seguro que hasta una princesa virgen habrá visto el torso desnudo de un hombre.

– Sí, claro -contestó Sabrina. Pero no estando a solas con el hombre, pensó mientras se obligaba a mirarlo.

Él se quitó la camisa despacio, como si pudiera encontrar excitante el proceso. No podía estar más equivocado. Estaba deseando que se la quitase cuanto antes para terminar lo más rápido posible y poder quedarse otra vez a solas. Pero no, Kardal tenía que quitarse la camisa centímetro a centímetro, destapando lentamente los impresionantes músculos de sus brazos. Una cicatriz interesante marcaba su hombro izquierdo, y una segunda se extendía por la zona de las costillas.

– ¿Otro intento de homicidio? -preguntó Sabrina

– Una mala experiencia en el desierto. Era joven, incauto y salí solo. Me vi rodeado por un grupo poco amistoso. La idea de matarme les parecía atractiva-respondió con naturalidad.

Sabrina sintió un escalofrío. Ya fuera verdad ya una invención para informarla de los peligros del desierto, tomó nota de la advertencia. Aunque la mayoría de los nómadas eran personas hospitalarias que solo atacaban si se las provocaba, había renegados sin el menor respeto hacia las leyes, capaces de matar con la facilidad con la que un caballo se espanta las moscas con la cola.

– Sobreviviste -se limitó a responder.

– Una lástima, ¿verdad? -se burló Kardal-. Aunque quizá termines celebrándolo.

– Lo dudo.

Kardal se llevó la mano hacia el cinturón de los pantalones. Sabrina desvió la mirada. Se entretuvo recolocando la fuente de la fruta encima de la mesa. Solo cuando lo oyó meterse en el agua, se atrevió a darse la vuelta.

Demasiado rápido. Kardal no se había sentado todavía. Estaba de pie, totalmente desnudo. Cara a cara.

Sabrina parpadeó y trató de girarse, pero su cuerpo se negó a obedecer. Tampoco lograba dejar de mirarlo.

Kardal seguía de pie, como si nada extraordinario hubiese ocurrido, con los brazos relajados y una pierna un poco por delante de la otra. Ella se dijo que si no era capaz de dejar de mirar, al menos podía mirar hacia otra parte. Pero no. Tenía los ojos clavados en su parte más masculina. La parte que, hasta ese momento, había sido un misterio absoluto para ella.

Tenía caderas estrechas, piernas largas y potentes. Una mata de vello dividía su estómago y conducía hacia la zona que más quería evitar. Su… masculinidad se parecía mucho a lo que había visto en varias estatuas y cuadros, aunque en directo resultaba más intimidante. Y no paraba de crecer.

¿Se suponía que esa parte del hombre tenía que entrar dentro de ella? Sabrina trató de calmarse. Se consideraba una mujer moderna, pero ser virgen y encontrarse frente a un hombre desnudo por primera vez la hacía sentirse… azorada.

– Quizá debería haber pedido un baño frío -dijo Kardal mientras se sentaba-. Puedes empezar a bañarme cuando quieras.

– ¿Y si no quiero nunca? -respondió Sabrina. ¿Bañarlo? Tenía que estar gastándole una broma. No podía tocarlo. No estando desnudo. Y mucho menos ahí.

– Te lo diré de otro modo, Sabrina: te ordeno que me bañes ahora mismo. Agarra la esponja y empieza ya.

Suspiró. Tenía que reconocer que tenía estilo ordenando. Miró la distancia hasta la puerta. Podría huir antes de que él saliera del baño. Pero estaba convencida de que, desnudo o no, la seguiría y terminaría dándole alcance. Y después sería peor. Además, aun en el caso de que lograra escapar, nadie la ayudaría. La dejarían dando vueltas por el castillo, vestida con aquella ropa transparente.

– Ojalá me hubieras dejado en el desierto – gruñó Sabrina-. Me las habría arreglado por mi cuenta.

– Estarías muerta – Kardal la miró-. Es mejor ser mi esclava que estar muerta.

– Tal vez -Sabrina agarró la esponja y la pastilla de jabón que Adiva había dejado sobre una mesita junto a la bañera y se situó detrás de Kardal-. Échate hacia delante, voy a lavarte la espalda.

– No es la parte que más me interesa.

– No digo que no, pero es la que voy a hacer primero.

– Aja, o sea que es para crear tensión. Se nota que sabes jugar.

Pero aquello no era un juego en absoluto para Sabrina. No pudo evitar ruborizarse. Hundió la esponja en el agua y la frotó contra el jabón. Kardal se inclinó para que pudiera deslizar la esponja por su espalda.

– Sería más fácil si te metieras en la bañera conmigo -la provocó.

De pronto ella se imaginó desnuda dentro del agua. Sintió un hormigueo en su interior. Pero trató de sonar calmada:

– Si eso es todo lo que se te ocurre para seducirme, la verdad es que no me impresionas.

Kardal soltó una risotada. Cuando notó que Sabrina había terminado de lavarle la espalda, se recostó contra la bañera y sacó el brazo izquierdo.

– Puede que no seas muy buena esclava, pero me resultas divertida.

– Pues disfruta, disfruta. Mi misión en esta vida es servirte -ironizó ella mientras pasaba la esponja por el brazo de Kardal-. Y, mientras charlamos del lugar que ocupo en tu universo, ¿qué tal si hablamos de mi ropa? ¿No podría ponerme algún vestido, unos vaqueros incluso? ¿De dónde demonios has sacado estas gasas?

Kardal se giró, la miró a los ojos. Estaban tan cerca que Sabrina se echó hacia atrás.

– A mí me parece que estás irresistible – murmuró.

– Pues a mí me parecen un espanto.

– Seré razonable – Kardal bajó la vista hacia los pechos de Sabrina-. Tomaré una decisión después del baño. Si tú me complaces ahora, puede que yo te complazca luego.

Ella sintió un escalofrío. De pronto tuvo la sensación de que no estaban hablando de la ropa que llevaba. Sabía lo que Kardal pensaba de ella. Era fácil, pues era evidente que había leído lo que habían escrito sobre su persona en las revistas y los periódicos. Verdades a medias, hechos tergiversados y mentiras sin el menor fundamento. La prensa daba una imagen equivocada de ella, como si se pasara la vida de fiesta en fiesta y se acostara con un hombre tras otro. La juzgaban por el estilo de vida de su madre. No era justo.

– Sabrina, pareces enfadada. ¿En qué piensas?

Ella negó con la cabeza. De ninguna manera se sinceraría con el hombre que la había secuestrado. Se movió al otro lado de la bañera y alcanzó el brazo derecho.

– ¿Cómo te la hiciste? -le preguntó tras rozar con el pulgar una cicatriz.

– Un navajazo. Creo que tenía diez años. Fui al mercado de Bahania solo. Un error.

– Antes dijiste que saliste solo al desierto. – Sabrina frunció el ceño-. ¿Es que te pasabas la vida buscando camorra?

– Sí. Y solía encontrarla -contestó con una mezcla de humor y enojo.

– Pensaba que crecer aquí sería divertido.

– En general era feliz. Pero había veces en que me hartaba de tantas leyes. Mi abuelo era muy cariñoso, pero también muy estricto.

– ¿Y qué pensaba él de lo de tener esclavos?

– Estaba en contra.

– ¿De veras? -Sabrina soltó la esponja-. Supongo que no estará por aquí cerca.

– No, murió hace cinco años.

– Lo siento -Sabrina se puso de rodillas y le rozó el brazo humedecido-. No pretendía faltarle al respeto.

– Lo sé, no hacía falta que te disculparas. La verdad es que lo echo de menos. Me gustaría que siguiese con nosotros. Hasta su muerte yo no era más que el heredero de la ciudad. Tenía más libertad. Ahora tengo muchas responsabilidades.

– ¿Qué estructura de gobierno tiene la ciudad? – se interesó Sabrina-. ¿Existe un parlamento o algo parecido?

– Hay un órgano consultivo que me asesora. Pero no tienen más poder que el que yo les conceda. Soy el soberano absoluto.

– Qué suerte tengo.

– Siempre puedes apelar a mi madre. Tiene mucha influencia sobre mí.

– Puede que no sea el mejor momento – contestó Sabrina tras apuntar hacia la bañera-. Se formaría una idea equivocada.

– Yo creo que entendería de sobra lo que pretendo -repuso Kardal con voz ronca.

– Ya…, bueno, quizá en otro momento – Sabrina tragó saliva-. Cuando lleve una ropa con la que me sienta más cómoda -añadió justo antes de que Kardal le agarrara una mano y la posara sobre su torso.

– Yo, en realidad, preferiría verte sin nada de ropa.

Se sentía como un pajarillo atrapado ante la mirada inquisitiva de una cobra. Quería salir corriendo, pero era incapaz de moverse. Sus dedos se enredaron en el vello del pecho de Kardal, cuyo corazón se aceleró contra la palma de la mano de Sabrina.

¿Eran imaginaciones suyas o Kardal se estaba acercando a ella? Le tembló el cuerpo entero y supo que si hubiera estado de pie, las rodillas no la habrían sostenido.

Los ojos de Kardal eran dos llamas. El fuego de esa mirada estaba derritiendo sus resistencias. Cuando él clavó la vista en su boca, Sabrina tuvo la certeza de que la besaría. ¿Cómo sería dejarse besar por un hombre así? Kardal daría por sentado que sabría manejarse en ese tipo de situaciones íntimas. Seguro que la consideraba una mujer experimentada cuando, en realidad, la mayoría de las adolescentes sabían más que ella. Porque nunca la habían besado. No al menos como en los libros.

Kardal leyó las distintas emociones que se reflejaban en los ojos de Sabrina: curiosidad y temor, confusión, deseo. Una combinación que lo intrigaba… y lo despistaba. Si no estuviera seguro de lo contrario, habría terminado por creer que era tan inocente como aseguraba.

Pero no era posible. Había crecido en Los Ángeles. Y llevaba una vida alocada. Estaba al corriente de las fiestas a las que ella asistía, de los hombres con los que la habían relacionado.

Y, sin embargo, la semilla de la duda había germinado. Kardal quería averiguar la verdad. Le acarició una mejilla con una mano y, con la otra, condujo los dedos de Sabrina bajo el agua hasta su erección. Pero nada más entrar en contacto con él, ella dio un respingo y se retiró como si se hubiese quemado. Se puso colorada.

– Vas a tener que terminar de bañarte solo-dijo con voz trémula-. No puedo seguir con esto.

Interesante, pensó Kardal. Tal vez no fuese virgen, pero tampoco tenía tanta experiencia como había creído. Podía fingir algunas cosas, pero ni el rubor de las mejillas ni la expresión azorada de su rostro podían simularse.

– Acércame la toalla -dijo mientras se preparaba para levantarse. Al ver que Sabrina no se movía, suspiró-. Si quieres voy yo, desnudo. Si no, tráemela y no mires.

Sabrina obedeció y le dio la espalda mientras Kardal salía del agua. Después de cubrirse, recogió su ropa y se dirigió hacia la puerta.

– Esta noche cenaremos juntos -la informó-. Bien vestidos.

Sabrina lo miró indecisa, como si no comprendiera el motivo de aquella cena. Tampoco Kardal lo entendía. Era como si quisiera conocer a la princesa Sabrá. Tal vez no fuera la mujer por la que la había tomado en un principio.


– ¿A un instituto femenino? -preguntó asombrado Kardal.

Sabrina apoyó los codos sobre la mesa.

– ¿Qué te crees? Las madres occidentales también intentan proteger a sus hijas. Además, hay estudios que demuestran que las mujeres aprenden más cuando no van a colegios mixtos.

– No lo niego -contestó él-. Pero no tenía ni idea de que hubieras asistido a un centro así.

– Tampoco te lo habrías creído -Sabrina arrugó la nariz-. Tú solo quieres leer que he estado en fiestas salvajes y he salido con un montón de chicos. Esas historias son mucho más interesantes que la verdad.

Era cierto, admitió Kardal. Debía reconocer que se había precipitado al dar por sentado lo peor respecto a Sabrina.

Kardal miró a la mujer que tenía delante. A modo de concesión, le había pedido a Adiva que le llevara un vestido azul cobalto. Sus mangas eran tan largas y el escote tan recatado que hasta el más severo de los padres le habría dado su aprobación. Y, sin embargo, a Kardal le resultaba de lo más sensual. La seda cubría las curvas de Sabrina, pero no ocultaba su existencia.

Se había soltado el pelo y este le caía alrededor de los hombros. Sus rizos rojizos lo tentaban. Estaba deseando enredar los dedos para descubrir si eran tan suaves como parecían.

– Así que no has llevado una vida desenfrenada en California -dijo Kardal mientras alcanzaba una fresa de un cuenco que había entre los dos.

– Todos esos rollos sobre mis aventuras con los hombres son mentira -contestó ella, de nuevo ruborizada-. Es por mi madre. A ella sí le gusta coquetear.

– ¿Te molesta?

– Al principio se me hacía raro – Sabrina se encogió de hombros -. Siempre había un hombre distinto a su lado. Yo echaba de menos a mi padre, pero ella no quería hablarme de él. Y cuando estaba con él, no podía hablar de ella, por supuesto. Siempre quise encontrarle un marido y que volviera a casarse. Pero mi madre decía que ya había pasado por un matrimonio y que no cometería dos veces el mismo error… Luego, cuando cumplí catorce años, me dijo que ya iba siendo hora de que me echase novio -añadió tras servirse en el plato una rodaja de pina.

Kardal había oído muchas historias sobre la madre de Sabrina, pero jamás habría imaginado que presionaría a su propia hija para que se echara novio.

– ¿Qué le dijiste?

– Que me parecía que la vida no solo consistía en celebrar fiestas. A mí me gustaba estudiar. Sobre todo, desde que entré en la universidad. Pero mi madre nunca terminó de creérselo. Lo curioso es que tuve una media de sobresaliente en toda la carrera, lo que me obligaba a pasar muchas horas estudiando. Si hacías la cuenta, era matemáticamente imposible sacar tiempo para estudiar y para asistir a todas esas fiestas. Pero nadie se molestó en hacer ese pequeño cálculo.

Realmente interesante, pensó Kardal. Sabrina era una caja de sorpresas. Y algunas estaban resultando muy agradables.

– Puede que, después de todo, no fuera un error rescatarte del desierto.

– Gracias -contestó Sabrina en tono irónico-. No imaginas lo feliz que me hacen tus palabras

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