Capítulo 14

SABRINA estaba acurrucada en brazos de Kardal y trataba de pensar únicamente en lo contenta que se sentía. En lo maravilloso que había sido todo desde que había empezado a tocarla.

Por fin lo había hecho: ya no era la virgen inocente de hacía una hora. Le sorprendió que tomar conciencia de ello no la asustara. Había tenido tanto miedo a convertirse en una mujer como su madre si se permitía acostarse con un hombre.

Siempre había luchado para que el sexo no gobernara su vida. Recordó una conversación que había oído de ida entre su madre y otra mujer Decían que estar con un hombre las hacía desearlos a todos Sabrina no las había entendido entonces y seguía sin entenderlas. Por su parte, sería más feliz si pasaba el resto de su vida con Kardal nada más.

Había peleado muchos años por no parecerse a su madre y por fin sabía que lo había conseguido. Tal vez siempre habían sido diferentes y no se había dado cuenta hasta entonces.

– ¿En qué piensas? -le preguntó Kardal mientras le acariciaba el pelo.

– En que no tengo que preocuparme por convertirme en una viciosa -respondió al tiempo que se apretaba contra el cuerpo de él.

– Te daba miedo hacer el amor con un hombre porque pensabas que seguirías la conducta de tu madre -comentó Kardal-. Y has visto que sois personas distintas -añadió sonriente.

– Sí – Sabrina le acarició un brazo con la barbilla-. No tengo interés en ningún otro hombre.

Kardal la volteó hasta tenerla boca arriba, con la cabeza sobre la almohada. Se agachó a besarla.

– Así es como debe ser -afirmó con arrogancia-. Ya te he dicho que eres mía. Nadie más te poseerá nunca. Ni siquiera el viejo de mal aliento.

Sus palabras rompieron el muro que Sabrina se había levantado. Mientras hacían el amor, había conseguido desentenderse del temor que la invadía, pero ya no podía seguir pasando por alto las consecuencias de lo que había hecho.

– Kardal, no bromees con eso -dijo nerviosa. Lo apartó, se incorporó y tiró de la sábana para cubrirse-. No lo entiendes.

– No te preocupes por nada -Kardal se sentó también sobre la cama-. Todo irá bien.

– ¿Sí?, ¿Qué crees que pasará cuando mi padre se entere de esto? ¿Qué dirá mi prometido?

No le va a gustar descubrir que no soy virgen contestó Sabrina. Estaba aterrada. Agarró la sábana entera, se tapó por completo y corrió hacia el armario-. ¿Por qué te comportas como si esto no importara? -añadió mientras alcanzaba su ropa.

Tenía que haber una solución. ¿Qué le haría su padre a Kardal?, ¿Se limitaría a amenazarlo o l legaría a agredirlo de verdad? ¿Y su prometido?, ¿Qué clase de hombre sería? Si tenía mal carácter…

Tienes que hacer algo. Vete. Una temporada, hasta que todo esto se pase – dijo mientras se ponía unas bragas, un sujetador y un vestido sin mangas.

Kardal no parecía advertir la gravedad de la situación En vez de levantarse y vestirse, se tumbó en la cama y dio un golpecito en el colchón invitándola a unirse a él.

– Te digo que no te preocupes -repitió

– . Todo saldrá bien

Era tan guapo. Tan fuerte, tan buen gobernante. Nunca había conocido a un hombre igual y jamás lo conocería.

– Kardal, tienes que escucharme -dijo mientras dejaba resbalar una lágrima por la mejilla.

– ¿Lloras por mí? -preguntó él antes de secársela.

– Por supuesto -respondió Sabrina. Le entraron ganas de sacudirlo por los hombros- ¿Es que no te das cuenta? Te amo. No quiero que te pase nada malo. Maldita sea, Kardal, levántate, vístete y vete.

No había pensado qué ocurriría si le confesaba lo que sentía, pero en ningún momento ha bría imaginado que Kardal fuera a sentarse y echarse a reír. Su reacción la sorprendió tanto que dejó de llorar y la miró boquiabierta.

– ¡Qué dulce eres! -exclamó sonriente después de darle un beso-. Y me alegra que me quieras. Siempre es importante que las mujeres amen a los hombres. El amor las hace felices. Y obedientes. Aunque no creo que tú llegues a tanto nunca. Aun así, tienes muchas virtudes y serás una excelente esposa para mí.

Ella oyó las palabras. Entraron por sus oídos y se colaron hasta el cerebro. Pero no tenían sentido.

– ¿Qué? -acertó a susurrar.

– ¿No lo adivinas? -Kardal sonrió-. Yo soy tu anciano de mal aliento. Yo soy el hombre con el que tu padre te prometió.

– ¿Tú?

Sabrina retrocedió un paso. Intentó recordar la conversación con su padre. El momento en el que le había anunciado que se casaría con un desconocido. No se había quedado lo suficiente para saber de quién se trataba. Pero ¿Kardal?

– Ya sé: eres feliz -dijo él encogiéndose de hombros-. Así es como debe ser -añadió mientras salía de la cama y recogía su ropa.

Un objeto contundente voló hacia él. Kardal. Apenas tuvo tiempo para agacharse antes de que un jarrón atravesara el espacio en el que había estado su cabeza un segundo antes. Miró a Sabrina. Su cara echaba chispas de furia.

– ¡Maldito seas! -exclamó colérica – ¿Cómo te atreves?

Kardal se puso los pantalones y levantó las manos en señal de protesta.

– ¿Qué pasa?, ¿Por qué estás enfadada? Deberías estar contenta de no tener que casarte con un anciano con tres mujeres.

– ¡Lo sabías! -Sabrina lo señaló con un dedo como si acabase de robar algo precioso-, Sabias que estábamos prometidos, pero no me lo querías decir. Por eso me hiciste tu esclava.

– Querías saber cómo era. Y por eso no ha venido a buscarme mi padre. No es porque le diera igual que me hubiesen secuestrado. En realidad, no estaba secuestrada.

– Sabrina, estás exagerando. Acabas de decir que me querías y ahora sabes que vamos a estar juntos. Te he dicho que todo se arreglaría y así es.

– ¡Ni hablar! -Sabrina agarró otro jarrón, lo miró y volvió a colocarlo en la mesa. Le lanzó la fuente de la fruta-. Has estado jugando conmigo. Te has reservado la información y has dejado que me sintiera fatal por todo.

– ¿Por qué te enfadas? -insistió Kardal-. Seré tu marido.

– ¿Qué te hace pensar que quiero que lo seas?

Kardal seguía sin entender porqué estaba tan disgustada.

– Sabrina…

– ¡No! -atajó esta-. Todo este tiempo he estado preocupándome por ti. Tenía miedo de estar contigo y hacer el amor porque pensaba que te matarían por mi culpa, y me has usado y me has ocultado la verdad… Creía que éramos amigos, que te importaba – añadió justo antes de cruzarse de brazos y darse la vuelta.

– Somos amigos… y amantes. Y pronto estaremos casados.


– ¡Ni lo sueñes! -exclamó Sabrina-. Jamás te lo perdonaré, Kardal. Me has maltratado.

– Pero, ¿cómo?, ¿Qué he hecho mal? – preguntó, sinceramente desconcertado.

– No me quieres.

– Tú eres mujer -contestó Kardal. ¿Amar él? Imposible-. Yo soy el príncipe de los ladrones.

– Eres un hombre, lamento decírtelo. Y es una pena que no haya ningún anciano de mal aliento, porque sería mejor que tener que casarme contigo. No puedo creer cómo he sido tan estúpida de llegar a tomarte cariño. Pero puedes estar seguro de que no volveré a cometer el mismo error. En cuanto encuentre la forma de dejar de quererte, te aseguro que voy a hacerlo.

Echó a andar hacia la puerta y, antes de que él pudiera detenerla, se había marchado.

Sabrina corrió por los pasillos del palacio. Adiva la vio y trató de averiguar qué le pasaba, pero Sabrina no podía pensar Solo podía moverse. Como si intentara huir del dolor tan grande que sentía. Era como si le hubieran desgarrado el corazón. Y tal vez lo habían hecho. A Kardal le parecía una gran broma. Se había estado riendo a su costa. De pronto encajaban las piezas. Tendría que haberse dado cuenta antes. En algún momento, debería haber adivinado la verdad.

Sin advertir en qué dirección corría, acabó frente a los aposentos de Cala. Atravesó el arco que comunicaba con el antiguo harén y llamó a la puerta de la habitación de la madre de Kardal

– Cala -la llamó mientras volvía a golpear la puerta-. ¿Estás ahí?

– Un momento

Oyó un ruido procedente del interior y, al cabo de unos segundos, la puerta se abrió unos centímetros. Cala, normalmente elegante y bien peinada, apareció en bata y con el pelo revuelto.

– Sabrina… -arrancó distraída Luego agudizó la vista-. ¿Qué te pasa, cariño? ¿ Has llorado?

Sabrina advirtió un movimiento al fondo de la habitación. Vio al rey Givon medio vestido, terminando de ponerse la camisa. Se ruborizó

– Perdón -se disculpó enseguida-. No pretendía interrumpiros mientras… O sea, no quería molestarte.

Al parecer, Givon y Cala habían retomado su relación. Aunque la noticia debería haberla alegrado, a Sabrina le costó no romper a llorar de nuevo

– Perdón -repitió y se giró para marcharse.

– Espera -Cala miró a Givon, el cual asintió con la cabeza. Luego metió a Sabrina en la habitación-. Cuéntanos qué pasa.

A Sabrina la incomodaba hablar de su vida privada delante del rey Givon. Intentó retirarse, pero Cala la sujetó con fuerza y la obligó a sentarse en el sofá. Luego le agarró las manos y le dio un pellizquito cariñoso.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó.

Givon se sentó en un sillón a la derecha del sofá. Su rostro de preocupación y la amabilidad de Cala la desarmaron. Sabrina se encontró relatando toda su historia, desde el momento en que su padre le había dicho que estaba prometida a un hombre al que no conocía hasta la confesión de Kardal de que él era su prometido.

– Se ha reído de mí -terminó, luchando por contener las lágrimas – Todo este tiempo he estado preocupándome por él, enamorándome, y él se estaba riendo de mí. Además, no me quiere. Cree que seré una esposa decente, pero no es lo mismo. Dice que seré feliz por el mero hecho de amarlo. Se supone que esa debe ser mi recompensa por ser su esposa… ¿Qué he hecho mal?, ¿Cómo ha podido pasar esto? -le preguntó a Cala y esta suspiró.

– Me temo que yo también me sigo equivocando igual que hace treinta años. Lo siento, Sabrina. Sabía quién eras, pero tampoco te dije nada. No quería interferir en la vida de mi hijo, pero me doy cuenta de que ha sido un error.

Sabrina intentó no sentirse más estúpida de lo que ya se sentía, pero no podía. Intentó ponerse de pie.

– Entiendo. Siento haberte molestado.

– No -le rogó Cala-. Por favor, no te vayas. Me siento fatal por lo que ha pasado. Siento que mi hijo sea idiota. Me gustaría hacer todo lo que pueda por ayudarte. Sé que Kardal y tú tenéis muchas cosas en común. Os llevaríais bien.

Genial. Cala le estaba ofreciendo a un compañero para el resto de la vida. Pero ella quería amor.

– Quizá pueda ayudar -dijo Givon, interviniendo por primera vez en la conversación.

– No creo que nadie pueda. Me da igual si Kardal está dispuesto a casarse conmigo -Sabrina se sorbió la nariz-. Yo no me casaré con él. Me ha utilizado. Si no me quiere, yo tampoco quiero nada con él.

– Entiendo lo que dices -Givon asintió con la cabeza-. Sin embargo, hace poco que he visto a mis tres hijos enamorarse de unas mujeres maravillosas. Ninguno supo manejar la situación. De hecho, estuvieron a punto de perder al amor de su vida. Yo perdí el mío hace treinta y un años. Así que tengo algo de experiencia en este asunto. Kardal tiene que aprender qué es lo que importa.

– ¿Y tú sabes cómo enseñárselo? -Sabrina tragó saliva-. Porque yo no sé.

– Tengo una idea -Givon sonrió-. Los hombres no suelen darse cuenta de lo que tienen hasta que lo han perdido. Teniendo eso en cuenta, estaría encantado de que fueras mi invitada en El Bahar, alejada de tu padre y de Kardal.

– ¿Puedes? -Sabrina pestañeó.

– Jovencita, soy Givon, rey de El Bahar. Puedo hacer lo que quiera.

Al cabo de media hora, Sabrina, Cala y varios criados se dirigieron hacia el helicóptero que esperaba a Givon. Además de las maletas con la ropa, llevaron varios baúles pequeños. Dentro estaban los tesoros que Sabrina había decidido devolver a sus legítimos dueños.

Las aspas del helicóptero giraban despacio bajo la luz del crepúsculo, levantando polvo y ¡ironías del desierto.

– Princesa, ¿está segura de que quiere hacer esto? -le preguntó preocupada Adiva, gritando por encima del motor-, el príncipe te echará mucho de menos.

– Eso espero -dijo Sabrina mientras Cala le daba un beso de despedida a Givon antes de montarse en el helicóptero.

– ¿Qué pasa aquí?

Sabrina se giró hacia atrás y vio a Kardal avanzar hacia ella. Parecía furioso, daba miedo. Sabrina pensó en escabullirse en el interior del helicóptero, pero decidió enderezar la espalda y hacer frente a Kardal. No podía hacerle más daño del que ya le había hecho.

– ¿Qué haces? – preguntó él cuando estuvo a su altura.

– Me voy -dijo Sabrina. Una mota de polvo le hizo cerrar los ojos, pero antes pudo ver el ceño fruncido de Kardal

– ¿Porqué?

Quiso gritar. Resultaba tan frustrante.

¿Cómo podía no darse cuenta?, ¿En qué momento se había vuelto tonto?

– Porque me había enamorado de ti y te has estado riendo a mi costa. Tenía miedo de que pudieran matarte y tú me estabas gastando una broma. Me voy, no pienso volver.

– Pero me quieres. Tienes que casarte conmigo. Accederé al matrimonio. Quiero que nos casemos.

Givon se acercó y puso una mano sobre el hombro de su hijo.

– Dile que la quieres.

– No necesito consejo paterno a estas alturas -replicó Kardal, fulminándolo con la mirada. Luego agarró un brazo de Sabrina-. Ya está bien de tonterías. Se acabó. Vuelve a tus aposentos de inmediato.

– Ni lo sueñes.

Sabrina se soltó y se metió corriendo en el helicóptero. Mientras se sentaba junto a Cala, un hombre apareció. ¡Rafe!

Pero no la agarró ni la sacó. Se limitó a mirarla unos segundos antes de decir:

– Es un hombre testarudo.

– No espero que cambie. Pero me niego a seguirle el juego.

– Tienes agallas -dijo él al tiempo que le dedicaba una sorprendente sonrisa-. Siempre he pensado que eras justo la mujer que necesita.

Sabía que solo intentaba ser amable, pero sus palabras fueron como una puñalada. ¿Por qué todos veían que Kardal y ella estaban hechos el uno para el otro, todos menos Kardal?

– No puedo esperar a que se dé cuenta – contestó Sabrina.

Rafe asintió con la cabeza. Cuando Kardal se aproximó, Rafe cerró la puerta, dio un paso atrás e instó al piloto a que despegara. Segundos después estaban en el aire, alejándose de la Ciudad de los Ladrones.

Sabrina miró el castillo por la ventana. Había sido feliz entre sus muros. Se había enamorado en aquel palacio. Pero había llegado el momento de marcharse y probablemente no volvería nunca. No recordaba haberse sentido tan triste jamás.

– Todo se arreglará -le dijo Cala-. Ya lo verás.

Sabrina guardó silencio. El consuelo de una mujer que había perdido al amor de su vida durante treinta y un años no la hacía sentirse mejor.

– No pienso tolerarlo -bramó Kardal.

No había dejado de dar vueltas al despacho desde que había entrado. No podía creerse lo que estaba pasando. Tan pronto estaba todo perfecto con Sabrina y un segundo después estaba llorando y amenazándolo con marcharse. Peor todavía: se había marchado.

– ¿Por qué la has ayudado? -le recriminó a Rafe-. Trabajas para mí. Deberías haber impedido que se fuera.

– Bueno, despídeme -Rafe se encogió de hombros.

Pasó por alto la impertinencia. No quería prescindir de su amigo. Así que dirigió su enfado hacia su padre.

– ¿Dónde están?

Givon se apoyó contra el escritorio.

– No eres el único que tiene un castillo secreto – dijo el rey con cierto tono burlón-. Sabrina y tu madre están a salvo. Cuando descubras cuál es el problema y como solucionarlo, te llevaré hasta ellas. Hasta entonces, tendrás que arreglártelas por tu cuenta.

– ¿Problema? -Kardal estaba colérico. Comprendió que a Sabrina le entraran ganas de arrojar objetos contra las personas. En esos momentos les habría tirado cualquier cosa a los dos hombres que lo acompañaban-. El único problema es que Sabrina se ha ido. Quiero que vuelva ahora mismo. Estamos prometidos. No tienes derecho a apartarla de mí -añadió, fulminando a su padre con la mirada.

– Ella no quiere casarse contigo -contestó sereno Givon.

– No la culpo -terció Rafe-. Estás siendo un idiota, Kardal.

Este los miró perplejo. ¿Se había vuelto loco todo el mundo?

– Soy Kardal, príncipe de los ladrones. No he cometido ningún error.

– ¿Y por qué te ha dejado Sabrina? -preguntó Givon.

– Porque es una mujer y las mujeres tienen ataques de histeria.

– En ese caso, mejor que se haya marchado, ¿no?

Tenía su lógica, pensó disgustado Kardal. Pero ya no podía imaginarse el castillo sin ella. En las últimas semanas, se había convertido en parte de su vida. Necesitaba oír su voz y su risa. Sabrina lo entendía, con ella podía hablar de muchas cosas.

– La encontraré -afirmó Kardal.

– Buena suerte -se burló Rafe-. Tengo entendido que el palacio secreto de Givon está en el Océano índico. ¿Alguna vez has intentado encontrar una isla en un océano?

Antes de que pudiera responder, llamaron a la puerta.

– ¡Fuera! -gritó Kardal. Pero, en vez de obedecerlo, su ayudante entró en el despacho.

– Siento molestarlo, señor -dijo Bilal-. Pero me informan de que el rey Hassan acaba de llegar. Ha venido a comprobar que su hija se encuentra bien.

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