Capítulo 7

KARDAL abandonó el despacho poco después de la seis. Solía quedarse a trabajar hasta más tarde, pero desde que Sabrina había llegado al castillo, cada día acortaba más la jornada.

Solo porque quería instruirla, se dijo mientras recorría los pasillos de piedra del castillo. Cuanto mejor entendiera lo que se esperaba de ella, mayor probabilidad habría de que el matrimonio saliese adelante. Si llegaban a casarse, cosa que todavía no había decidido.

El beso de hacía unos días le había demostrado que se entendían sexualmente. No había sido un intercambio apasionado. No, ese adjetivo no alcanzaba a empezar a describir siquiera lo que había ocurrido entre los dos. Había sido una explosión. Se había visto arrollado por una necesidad que jamás había experimentado antes. Y todo por un simple beso. ¿Qué sucedería si llegaban a tener una relación más íntima?

Aunque en un principio había previsto descubrirlo lo antes posible, ya no estaba seguro. Desde que Sabrina le había dicho que era inocente. Al principio no la había creído, pero empezaba a pensar que podía estar diciéndole la verdad. La había notado azorada al besarla, una mezcla de confusión y curiosidad. Aunque pudiera simular timidez, no podía fingir el rubor de sus mejillas. Era como si nunca hubiese visto a un hombre desnudo antes del baño en su habitación.

Virgen. Kardal negó con la cabeza mientras se acercaba a su dormitorio. ¿Cómo era posible, con la vida que había llevado? Pero cada vez estaba más convencido de que seguía intacta. Lo que le impedía acostarse con ella hasta que estuviesen casados. De lo contrario, por más que estuvieran prometidos, su padre tendría todo el derecho del mundo a declararle la guerra.

Kardal empujó la puerta. Como de costumbre, Sabrina lo estaba esperando. Pero esa vez no lo recibió con una sonrisa.

– No puedo creerlo -dijo furiosa nada más verlo entrar-. No son tuyos y no tienes derecho a quedártelos.

– ¿De qué hablas? -preguntó confundido Kardal.

– De los tesoros. He visto una de las habitaciones y no puedes quedártelos. Tienes que devolverlos.

– Ah, los tesoros. Rafe me contó que te había visto merodeando por el sótano.

Kardal se acercó a un carrito con bebidas que había junto a la ventana. Le habían enseñado a respetar las costumbres de su gente, de modo que no solía beber alcohol en presencia de sus compatriotas. Si su acompañante era occidental, era más indulgente y se permitía tomar algo que no fuese té.

– Tienes que devolverlos -insistió Sabrina-. Pertenecen a otras naciones. Son parte del legado de otros países.

– Una idea interesante -comentó él mientras se servía un whisky con hielo-. Pero ¿a quién se los devuelvo? Las naciones han cambiado.

– No todas.

– Por ejemplo, ¿qué hago con los huevos imperiales? -continuó Kardal-. Los zares han desaparecido. El gobierno de Rusia ha cambiado demasiadas veces en los últimos noventa años. ¿A quién pertenecen los huevos?, ¿Acaso tengo que encontrar a algún familiar lejano del zar?, ¿O tendría que entregárselos a los mandatarios actuales?

– Bueno, los huevos quizá sean un problema -reconoció Sabrina-. ¿Pero qué me dices de la diadema de Isabel I o de las joyas que robasteis de El Bahar y Bahania?

– Yo no he robado nada -le recordó Kardal-. Yo solo custodio los tesoros. Si la nación que se los dejó quitar los quiere recuperar, que venga y los robe, como hicieron mis antecesores.

– No a todo el mundo le gusta robar.

Tenía las mejillas encarnadas. Estaba más atractiva que de costumbre cuando se enfadaba con él. El pecho le subía y bajaba agitadamente. Kardal admiró el movimiento de sus senos bajo el vestido. Aunque había disfrutado viéndola con aquellas gasas transparentes, prefería los vestidos conservadores que le había dejado después. Imaginar lo que había debajo de ellos era más interesante que verlo directamente.

Ese día llevaba el pelo recogido hacia atrás en una tupida coleta pelirroja. Algunos rizos caían sobre su cara. Era una mezcla extraña: el cabello rojizo, los ojos marrones y una piel del color de la miel. No tenía una sola peca. Produciría hijos hermosos.

– ¿Me estás escuchando? -preguntó Sabrina.

– Con la respiración contenida -contestó él-. Mi corazón late para cumplir tus deseos.

Te odio cuando te pones sarcástico – Sabrina miró por la ventana. No tardaría en anochecer- La cuestión es que despojar a otras naciones de sus pertenencias no es una tradición de la que haya que enorgullecerse. Es una vergüenza.

– Ha sido nuestra forma de sobrevivir durante miles de años. En los últimos tiempos las cosas han cambiado, pero preservamos el botín que acumulamos. Puede que en algún momento lo devolvamos, pero todavía no -Kardal dio un sorbo a su copa-. Dado que tanto te interesa, quizá pudieras catalogar el tesoro.

– ¿Es que no tenéis un inventario? -preguntó asombrada Sabrina-. ¿Ni siquiera sabéis lo que tenéis?

– Sé que hay bastantes cosas -Kardal se encogió de hombros-. Pero no. No tenemos un registro detallado. Además, creo que merecería la pena saber qué objetos necesitan un cuidado especial para que no se deterioren con el tiempo.

– No te quepa duda. Hay un tapiz que está lleno de polvo. Habría que protegerlo con un cristal -Sabrina hizo una pausa antes de girarse hacia Kardal-. Pero estamos hablando de miles de objetos. De joyas, cuadros. Tardaría años en hacer el inventario.

– Quizá tu padre no tenga prisa por pagar tu rescate.

Supuso que Sabrina contestaría alguna insolencia, pero se limitó a suspirar y asintió con la cabeza.

– No dudo que estará tan contento -dijo resignada-. Está bien, empezaré por la mañana.

– No tenía intención de recordarte algo desagradable -Kardal frunció el ceño al ver la expresión abatida de Sabrina.

– El desapego de mi padre no es culpa tuya -contestó ella mientras se servía un té-. Al menos tendré algo en qué entretenerme. ¿Qué pasa con el vigilante?, ¿Confiará en mí?

– Hablaré con Rafe.

– He visto el tatuaje. Arriesgó la vida por ti.

– Y recompensé su lealtad nombrándolo jeque. Ahora tiene una fortuna y goza de toda mi confianza.

– No me ha parecido la clase de hombre que se contenta con vigilar los sótanos de un castillo. ¿A qué se dedica en realidad?

Los periódicos habían ofrecido muchos detalles sobre Sabrina, pero ningún artículo había mencionado que fuese tan intuitiva e inteligente.

– La seguridad de una ciudad secreta conlleva muchas responsabilidades -respondió Kardal sin precisar.

– Eso no contesta a mi pregunta.

Llamaron a la puerta. Al parecer, Kardal tenía la suerte de cara. Era como si lo hubiese programado todo para poder esquivar la respuesta.

– Gracias por venir -le dijo a la bella mujer que entró en la habitación.

Era un par de centímetros más alta que Sabrina y llevaba el pelo recogido en un moño elegante. Lucía un traje morado adornado con una perla en la solapa. Sus ojos brillaban con alegría.

– Al menos la has alojado en una buena habitación -dijo deslizando la vista de Kardal a Sabrina-. Te veía capaz de meterla en una de los sótanos.

– No soy tan salvaje -contestó Kardal.

– A veces tengo mis dudas -la mujer se giró hacia Sabrina-. Encantada de conocerte.

– Madre, te presento a la princesa Sabrá de Bahania -terció Kardal-. Sabrina, mi madre, la princesa Cala de la Ciudad de los Ladrones.

Sabrina pestañeó sorprendida. Miró el rostro sin arrugas de Cala, sus facciones juveniles. Era una mujer hermosa, no podía tener más de treinta y cinco años.

– Tienes una cara de asombro que me hace sentir de lo más joven -comentó Cala risueña.


– . Tenía casi diecinueve años cuando Kardal nació.

– Eras casi una niña -dijo este al tiempo que las invitaba a sentarse en torno a la mesa baja que habían dispuesto para la cena.

Solo entonces se dio cuenta Sabrina de que Adiva había puesto tres platos. Esperó a que Cala tomara asiento y luego se acomodó frente a ella. Kardal se situó junto a su madre. Cala parecía acostumbrada a estar sobre los cojines. Sabrina se fijó en el parecido de los ojos y la sonrisa entre madre e hijo.

Tras instar a Kardal a que abriese una botella de vino, Cala se dirigió a Sabrina:

– Quiero que sepas que no estoy de acuerdo con el comportamiento de mi hijo. Me gustaría culpar a otra persona de sus malos modales, pero me temo que la culpa es mía. Espero que puedas encontrar alguna distracción mientras estés en la Ciudad de los Ladrones, a pesar de las circunstancias.

– No le falta de nada -aseguró Kardal-. Tiene libros para leer durante el día. Ceno con ella todas las noches y acaba de acceder a inventariar los tesoros de la ciudad.

– Tal como señala su hijo, mi vida no puede ser más perfecta -dijo Sabrina.

– Dime, Sabrina, ¿eres tan incordio para tu madre como Kardal lo es para mí? -le preguntó Cala mientras Kardal llenaba su copa.

– La verdad es que no.

– Lo imaginaba -Cala miró a su hijo-. Podrías aprender de ella.

– No te quejes: en el fondo me adoras – contestó Kardal sin incomodarse por las protestas de su madre-. Soy el sol y la luna de tu universo. Reconócelo.

– A veces puedes ser encantador – concedió Cala-. Pero otras veces pienso que debería haber sido más firme contigo.

Sabrina se limitó a presenciar el diálogo entre madre e hijo. Era evidente que se querían y tenían una relación cercana, pensó con cierta envidia.

– No sabía que viviera aquí, Alteza -dijo después de que Kardal le sirviera vino.

– Llámame Cala, por favor -rogó esta, haciéndole una caricia afectuosa en una mano-. Me gustaría que fuésemos amigas. La verdad es que no paso mucho tiempo en la ciudad, pero acabo de regresar y tengo intención de quedarme unos cuantos meses por aquí.

– Mamá dirige una organización internacional de beneficencia -intervino Kardal – Ofrece ayuda médica a los niños.

– Cuando Kardal se marchó a estudiar a Estados Unidos -prosiguió Cala después de servirse el primer plato y pasárselo a su hijo-, me encontré con mucho tiempo libre. Empecé a viajar. En todas partes veía hambre y necesidad. Así que fundé una organización. Reconozco que parte de los fondos procedían de los tesoros robados, aunque me aseguré de escoge piezas que no fuesen a devolverse nunca a otros gobiernos. Pero me sentía culpable. Cada vez que vendía algo temía que me partiera un rayo -añadió sonriente.

– Nuestra invitada cree que tendríamos que devolver el tesoro – Kardal le pasó el plato de verduras a Sabrina.

– Entiendo que pueda haber dificultades con algunos objetos, pero no con todos -comentó esta.

– Estoy de acuerdo -convino Carla-. Puede que en algún momento acabemos devolviendo parte de los tesoros. La ciudad no ve con buenos ojos a quienes roban en la actualidad, pero sigue habiendo personas que recuerdan con orgullo los botines del pasado.

– El petróleo es más rentable -observó Kardal.

– Eso es lo que dice ahora -le dijo Cala a Sabrina-. Pero cuando insistí en que se fuera a estudiar a Estados Unidos, se pasó semanas protestando. Amenazó con huir al desierto para que no pudiera encontrarlo. No quería saber nada de Occidente.

– Lo entiendo. Cuando mi madre me sacó de Bahania, yo tampoco quería irme – comentó Sabrina-. Me costó adaptarme. Aunque tuve la ventaja de haber vivido casi un año antes de que empezaran las clases.

El rostro de Cala se ensombreció y miró apenada a su hijo.

– Sabes que no pude hacer nada. Tenías que formarte para dirigir la ciudad. Necesitabas estudiar.

– Madre, solo hiciste lo que era mejor para mí -Kardal sonrió a Cala-. No me arrepiento del tiempo que pasé en Estados Unidos.

– Pero fue muy duro.

– La vida es dura -Kardal se encogió de hombros.

Sabrina esperó que añadiese algo, pero no lo hizo. ¿Le habría contado a su madre lo de las peleas durante el primer año en el internado? A ella sí se lo había contado. ¿Quizá porque la consideraba tan insignificante que le daba igual?, ¿O porque habían compartido una experiencia similar?

– Tú tuviste que pasar por algo parecido, ¿no? -le preguntó Cala a Sabrina-. Te pasabas el año estudiando con tu madre y luego venías en verano a casa de tu padre.

– Siempre me desconcertaba el cambio de un sitio a otro -afirmó Sabrina-. Por razones de seguridad, mi madre nunca le contaba a nadie quién era yo. Cuando crecí, no me animé a decírselo a mis amigos. Pensaba que no me creerían o que la relación cambiaría.

– A ti te pasaba lo mismo -le dijo Cala a su hijo.

– Esta ciudad es secreta. No podía hablar de ella con nadie.

Cala cambió de conversación y comentó que iban a ampliar la clínica para las mujeres de la ciudad. Charlaron sobre la primavera tan fresca que estaban teniendo y de la última asamblea celebrada por las tribus nómadas locales. A Sabrina le cayó bien Cala. Era una mujer agradable. Kardal la trataba con mucho respeto. También la miraba a ella de vez en cuando, como si compartiesen algún secreto.

Sabrina no estaba segura de qué podía ser, pero le gustaba sentir esa complicidad. Le producía un cosquilleo semejante al del beso.

– Acabo de enviar una invitación -dijo Cala cuando terminaron de comer. Sabrina reunió los platos y los puso en el carrito.

– ¿Invadirán el castillo ochocientas mujeres? -preguntó Kardal-. Porque si es así improviso un viaje al desierto.

– Nada de mujeres -Cala se entretuvo doblando su servilleta-. Solo un hombre. El rey Givon. J

– El rey de El Bahar -arrancó Sabrina-¿Por qué…?

– ¿Cómo te atreves! -exclamó indignado Kardal, dirigiéndose a su madre- Sabes que no es bienvenido. Si intenta poner un pie en la Ciudad de los Ladrones, haré que lo maten de un disparo Si hace falta, lo mataré yo mismo añadió al tiempo que se ponía de pie. Luego se dio la vuelta, salió de la habitación y cerro de un portazo.

– No entiendo… -susurró estupefacta Sabrina-. El rey Givon es un gobernante maravilloso. Su pueblo lo adora.

– A Kardal le da igual -Cala suspiró-Esperaba que la herida hubiese cicatrizado con el tiempo, pero ya veo que me equivocaba

– ¿Qué herida?, ¿Por qué odia Kardal al rey Givon? -preguntó Sabrina, y Cala se mordió el labio inferior.

– Porque Givon es su padre. Permaneció varios minutos más antes de excusarse y marcharse casi con lágrimas en los ojos.

¿El rey Givon era el padre de Kardal? Sabrina no podía creérselo. Siempre se había dicho que el rey de El Bahar era un padre devoto y que, hasta la muerte de su esposa, había estado locamente enamorado de ella.

Sabrina dio vueltas a la habitación varios minutos. Por fin decidió salir en busca de Kardal. Se cruzó con un criado, el cual la informó de cómo localizarlo.

Las puertas de madera resultaban tan imponentes que estuvieron a punto de disuadirla, pero tenía la sensación de que Kardal necesitaría tener a alguien con quien hablar esa noche. Daba la impresión de que tenían más cosas en común de las que había imaginado, de modo que quizá pudiese ayudarlo. Respiró profundo, llamó a la puerta y entró.

Los aposentos de Kardal eran espaciosos y estaban llenos de antigüedades fascinantes. Ingresó en un vestíbulo con una fuente en una esquina. A su izquierda había un comedor con una mesa para veinte personas, posiblemente del siglo xviii. Atravesó una salita de estar y vio unas puertas que comunicaban con una terraza.

Entró. A sus pies se extendía la ciudad y, más al fondo, el desierto. Era de noche y había refrescado. Intuyó un movimiento y se giró hacia el hombre que estaba apoyado en la barandilla.

– ¿Kardal? -susurró para no sobresaltarlo.

Pero él no dijo nada, ni se movió. Sabrina se acercó y se detuvo a un metro escaso de distancia. Apenas podía distinguir la expresión de su rostro bajo la luz tenue del crepúsculo.

Ambos guardaron silencio durante varios minutos, pero ella no se sintió incómoda. El desierto tenía algo relajante. A veces les llegaba el eco de una risa. Había tanta vida oculta del res-lo del mundo dentro de los muros de la ciudad…

– Apenas llevo aquí unos días -murmuró Sabrina-, pero ya no puedo imaginar vivir en otro sitio.

– Yo nunca he querido irme -contestó Kardal-. Ni siquiera cuando sabía que era por mi bien… Estás confundida, ¿verdad? -le preguntó al cabo de unos segundos.

– Sí… No sabía que el rey Givon era tu padre – admitió Sabrina-. Claro que tampoco sabía tanto de la ciudad hasta que vine, así que no debería sorprenderme. Simplemente pensé… No sé qué pensé -finalizó.

– Es una larga historia -la avisó Kardal.

– Puede que sea tu esclava, pero tengo muy pocas obligaciones -respondió sonriente Sabrina- Así que tengo todo el tiempo del mundo para escucharte.

– Hace siglos -arrancó Kardal- antes de que se descubriera petróleo, existía lo que se conocía como la Ruta de la Seda. Era un camino que atravesaba el desierto y comunicaba India y China con Occidente. El comercio entre el Próximo y el Lejano Oriente era la base de muchas economías. Cuando la Ruta de la Seda se abrió, muchas de estas economías florecieron. Y cuando se cerró, los países sufrieron. Con el tiempo, los nómadas comprendieron que podían ganarse la vida ofreciendo protección a los mercaderes. Los que vivían en la Ciudad de los Ladrones se dieron cuenta de que podían vivir mejor evitando el robo que robando.

– Todo un cambio de perspectiva -comentó Sabrina.

– Cierto. El Bahar y Bahania son reinos amigos desde hace siglos. Lo que la mayoría de la gente ignora es que la Ciudad de los Ladrones está íntimamente relacionada con ambos países. Existe una relación de dependencia entre los tres gobiernos. Hace cinco siglos, el príncipe de la ciudad controlaba a los nómadas y se quedaba con un porcentaje de todas las mercancías que pasaban por el desierto. Hoy soy yo quien se queda con un porcentaje del petróleo. A cambio, mi gente se ocupa de que nadie ataque los campos petrolíferos del desierto y de evitar la acción de los terroristas.

– Rafe -dijo Sabrina-. Su misión no es proteger el castillo.

– Es parte de su trabajo -contestó Kardal-. Pero no su principal responsabilidad. Los nómadas pueden contribuir a mantener la seguridad del desierto, pero hace tiempo que la tecnología ha ganado mucho terreno.

Sabrina le hizo una caricia en un brazo. Notó el calor que salía de su piel.

– ¿Qué tiene que ver todo esto con tu padre?

– El Bahar, Bahania y la Ciudad de los Ladrones tienen un nexo que va más allá de las relaciones económicas – respondió Kardal con la vista puesta en el cielo del anochecer

– . Existe un vínculo de sangre. Cuando nuestra ciudad no tiene un heredero varón, el rey de El Bahar o el de Bahania se une con la hija mayor y se queda con ella hasta dejarla embarazada. Si nace un bebé, se convierte en el nuevo heredero. Si nace una niña, el rey regresa tantos años como haga falta hasta tener un niño. Mi abuelo solo tuvo una hija…

– Pero eso es de bárbaros -dijo asombrada Sabrina -. ¿El hombre aparece y se acuesta con la hija sin más?,¿Ni siquiera se casan?

– Así han sido las cosas durante miles de años – Kardal se encogió de hombros- Se alternan los reyes de El Bahar y Bahania, de modo que el vínculo de sangre se va perpetuando pero sin correr peligro. Hace doscientos años, el rey de Bahania llevó a cabo su deber. Y la última vez le tocó al rey Givon.

– Pero tu madre era jovencísima -comentó Sabrina. Intentó imaginarse en esa situación, viéndose obligada a meterse en la cama con un desconocido sin más objeto que quedarse embarazada-. Podría haberle tocado a mi padre y seríamos hermanastros -añadió y Kardal sonrió.

– Eso habría hecho que las cosas fueran más interesantes. Pero no somos familia. Por otra parte, no creo que tu padre hubiese tratado a mi madre de manera distinta -contestó Kardal-. Givon nunca se preocupó por Cala. Se limitó a hacer su trabajo y se marchó. En los últimos treinta años no se ha puesto en contacto con ninguno de los dos ni una sola vez. Nunca me ha reconocido.

– Sé cómo te sientes -dijo Sabrina con tacto-. Sé lo que es sentir que tus padres renieguen de ti. Es una mezcla insoportable de querer que no te importe y desear llamar su atención.

– Mis sentimientos son lo de menos -afirmó Kardal-. Treinta y un años después de mi nacimiento, parece que mi padre está dispuesto a reconocer que existo. Pero es demasiado tarde. No pienso recibirlo.

– Debes hacerlo -lo apremió Sabrina-. Por favor, escúchame. Tienes que verlo. Si te niegas, todos sabrán que te sigue doliendo que le rechazara. Tu pueblo lo tomará como una venganza. Un buen gobernante no debe dar esa imagen. No tienes más remedio que verlo. No permitas que vea que todavía te afecta.

– No me afecta. Nunca me ha afectado – aseguró Kardal.

– Te afecta y mucho. Por eso estás tan enfadado -insistió Sabrina-. Digas lo que digas, sigue siendo tu padre.

Kardal la miró con hostilidad. Poco a poco, sin embargo, su expresión se dulcificó.

– No eres como creía -comentó.

– Sé lo que pensabas de mí antes de conocerme, así que tampoco es un gran halago – bromeó Sabrina para relajar la tensión.

– Tómalo como tal -Kardal le acarició una mejilla-. Tengo que pensar en lo que dices. Es un consejo acertado y no voy a descartarlo porque proceda de una mujer.

– Gracias -murmuró Sabrina con ironía.

Sabía que Kardal estaba hablando en serio. Podía ser que hubiese estudiado en Occidente, pero estaba claro que la arena del desierto corría por sus venas. La sacaba de quicio.

Lo peor de todo era que no estaba segura de si quería que Kardal cambiara.

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