ERES un tanto impertinente -dijo Kardal mientras alcanzaba otra fresa-. Las esclavas deben ser más dóciles. No me gusta que las mujeres sean sarcásticas.
– Y a mí no me gusta que me secuestren, ¿te enteras? -contestó Sabrina, complacida por el duelo dialéctico que estaba librando con el príncipe de los ladrones. Sin duda, el hecho de estar bien vestida le daba seguridad. Desnuda habría perdido de antemano.
– No te quejes: te lo estás pasando de cine en mi ciudad. Especialmente conmigo -repuso él-. ¿O acaso preferirías conocer a tu prometido?
– ¿Cómo sabes lo del anciano alitósico? – preguntó sorprendida.
– ¿Qué? -Kardal estuvo a punto de atragantarse.
– El príncipe al que me ha prometido mi padre. Es un viejo horrible.
– ¿Cómo sabes que es horrible?
– Porque mi padre nunca se ha preocupado por mí. Para él no es más que una alianza, no un matrimonio -Sabrina se encogió de hombros-. Supongo que tú eres algo mejor, tampoco mucho. Pero al menos no te huele el aliento. Bueno, ¿cómo sabes que estoy prometida?
– He oído rumores -Kardal le acercó una fresa-. Volviendo al tema de antes, ¿entonces no ibas a las fiestas de tu madre?
– No si podía evitarlo. Somos distintas. A veces me cuesta creer que seamos de la misma sangre. Aunque me cae bien. A veces pienso que me encontró debajo de una piedra y me llevó a casa.
– He visto fotos de tu madre -comentó él-. Tú eres más atractiva.
Kardal la tenía secuestrada, se recordó Sabrina. La había maniatado en el desierto, la había obligado a vestir una ropa indecente. Seguía con los brazaletes de esclava puestos y a saber qué otras torturas le tenía preparadas. De modo que debía darle igual que la considerase más guapa que su madre. Pero no le resultaba indiferente.
– Sí, es curioso, ¿no? -murmuró mientras doblaba la servilleta sobre el regazo para no mirarlo Estaban sentados frente a la chimenea, en el cuarto de Sabrina. Les habían servido la cena en una mesa baja, rodeada de cojines a modo de asiento. Cuando Adiva le había anunciado con una reverencia que el gran Kardal tendría la deferencia de cenar con ella, Sabrina había pensado en mostrarle su gratitud tirándole los platos a la cabeza. Pero, por alguna razón, al final no había encontrado el momento adecuado. Quizá porque le gustaba tener a alguien con quien hablar. Al fin y al cabo, en el palacio de Bahania no tenía amigos con quienes hacerlo.
– Aparte de en Los Ángeles, ¿estudiabas también cuando estabas con tu padre? -preguntó Kardal.
– No, solo pasaba los veranos con él. Se desembarazaba de mí dejándome al cuidado de alguna criada -Sabrina suspiró. Pensar en su padre siempre la entristecía-. A veces eran de otros países, y eso era interesante. Podía aprender algo sobre sus costumbres y un poco de su idioma… Pero no era fácil. Vivir entre los dos mundos es más complicado de lo que la gente pueda pensar. Todos los veranos tardaba varios días en acostumbrarme al palacio y lo distinto que era todo aquí. Mi padre estaba ocupado gobernando y formando a mis hermanos. Me sentía fuera de lugar. Y en ningún momento bienvenida.
– Una casa de hombres -dijo Kardal-. Apuesto a que no sabían qué hacer contigo.
– Eso lo entiendo, aunque al principio solo sentía que no me querían. Pasaba muchas horas leyendo sobre la historia de Bahania y hablando con los criados. En cuanto empezaba a sentir que me había hecho un hueco en el palacio, tenía que volver a California. Y allí tenía que pasar por el mismo proceso de adaptación. Mis amigos hablaban de todo lo que habían hecho durante las vacaciones, pero yo no sabía qué contar. ¿Qué iba a decirles? ¿«Estuve en mi palacio y jugué a que era una princesa»? -Sabrina arrugó la nariz-. Desde fuera suena bien, pero no era feliz. Además, en el fondo no quería que supieran quién era. Ellos solo sabían que visitaba a mi padre, pero ignoraban que fuese el rey de Bahania… ¿Te aburro? -preguntó de pronto, incómoda por la intensa mirada de Kardal.
– En absoluto -contestó este-. Tu historia me resulta familiar. Yo también crecí atrapado entre dos mundos.
Se interrumpió como si no fuese a decir nada más, pero Sabrina permaneció callada. No podía imaginar qué podía tener en común con el príncipe de los ladrones.
Kardal dejó vagar la mirada en un punto perdido de la puerta. Sabrina se preguntó qué estaría viendo.
– Yo era un niño del desierto -arrancó por fin-. Aprendí a andar y a montar a caballo al mismo tiempo y los días se me iban con los demás niños de la ciudad. Nos divertíamos mucho, primero dentro de los muros protectores que nos rodeaban y luego en el desierto. Era el jinete más rápido y cazaba como si fuese un depredador. Unos meses al año, viajaba con las tribus vecinas y aprendía sus costumbres.
– Suena apasionante.
– Lo era. Hasta que cumplí diez años y mi madre decidió que tenía que empezar a instruirme. Me mandó a un colegio interno en Nueva Inglaterra -la cara de Kardal se ensombreció-. Nunca encajé con los compañeros.
– No puedo ni imaginarte con traje y corbata -comentó Sabrina.
– Nunca había tenido que llevar esa clase de ropa -reconoció él-. No conocía sus costumbres, apenas hablaba su idioma. No sabía leer casi y aunque siempre tuve cabeza para las matemáticas, no tenía formación escolar… Me pasé casi todo el año castigado por pelear con los demás.
– Los otros chicos se metían contigo y reaccionabas de la única forma que sabías.
– Exacto. Estuvieron a punto de expulsarme.
– ¿Y qué pasó?
– Volví a casa en verano. Mi abuelo me explicó que solo podría ser príncipe de la ciudad si contaba con los conocimientos apropiados. Me dijo que debía mantener en secreto dónde estaba la ciudad y no contarle a nadie quién era. Se creían que era el hijo de algún jeque rico. Me dijo que tenía el deber de aprender todo cuanto pudiese, que era mi responsabilidad, porque solo así podría gobernar a mi pueblo con sabiduría. Le prometí que intentaría adaptarme y me apliqué en los estudios -contestó con rostro serio.
– Así que volviste en otoño y esa vez, en lugar de pegarte con los compañeros, te pusiste las pilas con las clases.
– Exacto.
– ¿Mejoró la situación?
– Cuando cumplí quince años y empezamos a realizar actividades conjuntas con el instituto femenino de al lado -respondió sonriente Kardal.
– No me digas más -Sabrina no pudo evitar soltar una risotada-. Tenías éxito con las mujeres.
– No me iba mal -reconoció él – Además, había crecido, era más fuerte. Nadie se atrevía a seguir metiéndose conmigo. Y me había integrado. Pero, como tú, en verano volvía al desierto. Me costaba varias semanas adaptarme a la vida de aquí y luego tenía que marcharme otra vez. Me alegré cuando terminé la facultad y pude vivir todo el año en la ciudad.
– ¿Quién iba a decir que tendríamos algo en común? -dijo Sabrina. De pronto se sintió incómoda. Se tocó el brazalete que tenía en el brazo izquierdo y preguntó-: Kardal, ¿de verdad piensas retenerme como esclava?
– Por supuesto. No ha pasado nada que me haga cambiar de idea.
– Pero no puedes hacerlo. Soy una princesa. Ya hemos dejado claro que mi padre no se preocupa mucho por mí, pero tampoco dejaría que me detuvieran en contra de mi voluntad.
– Ya lo he informado de que te tengo secuestrada – contestó Kardal con expresión enigmática.
– ¡No es posible! -exclamó asombrada Sabrina.
– ¿Porqué no?
– Porque el rey de Bahania no negociará rescates con nadie. Te aplastará como un gusano.
Kardal no pareció asustarse. Colocó su servilleta en la mesa y se levantó despacio.
– No puede hacerlo. Existe una relación de mutua dependencia entre su país y la Ciudad de los Ladrones. No puede permitirse el lujo de contrariarme.
– ¿Y tú sí puedes contrariarlo a él? Estás loco. No tiene sentido.
– Por supuesto que sí. De vez en cuando, conviene recordar a los vecinos que tengo cierto poder. Que nos necesitamos mutuamente.
– ¿Me estás diciendo que mi secuestro es una mera maniobra política? -Sabrina puso las manos en las caderas.
No podía creérselo. Ni entendía por qué le desagradaba tanto tal posibilidad.
– Te rescaté del desierto porque no quería que murieses allí -respondió Kardal – Sin embargo, hay muchas razones para mantenerte a mi lado. Y sí, una de ellas es política.
– ¿Y las otras?
– Quizá te encuentro atractiva -contestó él mirándola a los ojos.
Sabrina se había llevado una alegría enorme cuando Adiva se había presentado por la tarde con una selección de vestidos. Cualquiera era preferible a las horribles gasas transparentes. Pero, aunque sabía que estaba cubierta de los pies al cuello, se sentía expuesta. La mirada de Kardal le hacía desear llevar mucha más ropa encima.
– Te agradecería que me dejaras marcharme.
Kardal rodeó la mesa hacia Sabrina, la cual se echó hacia atrás.
– Ya te he dicho que eres mi esclava, pajarillo. Los brazaletes de las muñecas muestran tu condición.
– ¡Pero es absurdo!, ¡No puedes mantener secuestrada a una princesa!
Kardal siguió acercándose a Sabrina y esta siguió retrocediendo. Por desgracia, no tardó en chocar contra la pared.
Él dio un paso más al frente, le acarició una mejilla. Un roce casi imperceptible. Pero que a Sabrina le provocó escalofríos.
– He decidido que sigas a mi lado -dijo él inclinando la cabeza-. Quizá, si tienes suerte, algún día decida liberarte -añadió antes de poner una mano en su cintura.
– Quizá consiga un cuchillo más grande y te apuñale mientras duermes -contestó Sabrina.
– No dejes de intentarlo. Me encantará que vengas a buscarme a mi cama. Estoy ansioso por comprobar todo lo que sabes hacer para satisfacer a un hombre.
Sus conocimientos en la materia cabían en la cabeza de una aguja, pensó ella mientras Kardal seguía acercándose, hasta detener la boca a escasos centímetros de sus labios.
– No sé nada -dijo Sabrina al tiempo que empujaba la pared con las palmas de las manos-. No sé nada de hombres ni de sexo.
– Ya lo veremos -murmuró Kardal justo antes de posar los labios sobre los de ella.
Sabrina se quedó rígida. Aguantaría, pero si el beso se prolongaba, le pegaría una patada en la espinilla y le mordería el labio hasta hacerlo gritar. Luego saldría corriendo y encontraría la forma de escapar.
– ¿Qué te ha parecido? -preguntó Kardal tras poner fin al beso.
– Horrible.
– Añadiré «mentirosa» a tu lista de culpas y defectos -contestó él.
– ¿De qué lista hablas? -replicó irritada-. Te recuerdo que la víctima soy yo. Si hay algún culpable, lo serás tú. Yo soy inocente. Y en más de un sentido.
– Demuéstralo -dijo y volvió a besarla.
¿Cómo iba a demostrar su inocencia teniendo su boca encima?, Se preguntó Sabrina, ¿qué se suponía que debía hacer?
Seguía intentando averiguar qué esperaba Kardal cuando advirtió la suavidad con que este la besaba. No era el contacto agresivo y exigente que podía haber esperado. De hecho, podía decirse que la estaba besando con ternura.
A pesar de lo que dijeran las revistas, apenas había tenido novios. Se había empeñado en no ser como su madre, así que había esperado hasta que un hombre la enamorara de verdad antes de salir con él. Por desgracia, les había contado quiénes eran sus padres a dos de los novios y la trascendencia de tener relaciones sexuales antes del matrimonio, y se habían asustado tanto por lo que su padre podía hacerles que la habían dejado plantada. Su tercer y último novio había resultado ser un hipócrita, interesado solo en el sexo, y también la había abandonado.
De modo que, a pesar de tener veintitrés años, casi no tenía experiencia. Resultaba humillante. Y explicaba lo nerviosa que estaba por el beso de Kardal.
Por suerte, este no parecía tener prisa. Seguía con una mano quieta sobre su cintura y con la otra acariciándole la cara. Trazó la curva del mentón con un dedo y le rozó la oreja. Sus labios apretaban con firmeza, pero sin avasallar. Sabrina se sorprendió disfrutando del contacto.
– Sabrina -murmuró Kardal con voz ronca cuando apartó los labios.
Su tono ronco produjo un cosquilleo extraño en el estómago de Sabrina. Sintió una presión en el pecho y una ligera presión entre las piernas. Kardal agachó la cabeza de nuevo. Esa vez paseó la lengua por el labio inferior de ella. Sabrina cerró las manos, se clavó las uñas en las palmas. Se sentía tonta, con los brazos caídos a ambos costados. Kardal colocó la mano que había apoyado sobre la cintura de Sabrina encima de uno de sus hombros. Y siguió lamiéndole el labio inferior. Ella sabía lo que pretendía. Y no le importaba. Besarse nunca le había parecido especialmente excitante, pero tampoco algo horrible. Abrió la boca un poco, lo justo para que Kardal introdujera la lengua y la uniera a la de ella.
Una descarga eléctrica recorrió su cuerpo. No estaba segura de qué había sido, pero no pudo evitar reposar una mano sobre el torso de él. Kardal la agarró por la barbilla y siguió fundiendo su lengua con la de ella.
Se le olvidó respirar. De pronto, era como si estuviese ardiendo, pero era un fuego agradable. Sentía una presión desconocida en todo el cuerpo. Una tensión que le oprimía el pecho y no dejaba que el aire le entrara en los pulmones. Moriría en brazos de Kardal y tampoco le importaría. No mientras siguiera besándola.
Sabrina se giró para poder rodearlo con ambos brazos. Cuando Kardal retrocedió, ella lo siguió, en busca del calor y el sabor de su lengua. Él la apretó entonces contra su cuerpo hasta aplastarle los pechos contra el torso. Pegó los muslos contra los de ella. Sabrina quiso… No sabía qué con precisión, pero estaba experimentando una sensación de apetito novedosa.
Kardal puso fin al beso, pero solo para posar la boca sobre el cuello de Sabrina. Le lamió el lóbulo de la oreja, le dio un mordisquito que la hizo gemir.
– ¿Todavía quieres salir volando, pajarillo mío? -murmuró tras apartarse lo justo para mirarla a los ojos.
Por supuesto, pensó Sabrina. Pero no logró dar voz a las palabras. De pronto no le apetecía tanto pegarle una patada en la espinilla y huir. No cuando Kardal podía querer besarla de nuevo.
Este plantó las manos sobre los hombros de Sabrina y empezó a bajar. Aturdida todavía por el beso, la sorprendió sentir sus palmas sobre los pechos, los pulgares de Kardal pellizcándole los pezones.
Hasta que, a pesar del deseo que abrasaba su piel, recuperó la cordura y lo empujó hasta hacerlo retroceder.
– No puedes hacer esto -dijo Sabrina casi ni aliento-. Una cosa es secuestrarme y otra abusar de mí. Puede que mi padre no me haga caso, pero matará a cualquier hombre que se atreva a desflorarme. Y lo mismo el anciano al que me ha prometido. Espera casarse con una mujer virgen.
Supuso que Kardal se echaría a reír. «Desflorar» era una palabra muy anticuada. Además, Kardal no parecía respetar apenas a su familia.
Pero no sonrió siquiera. De hecho, frunció el ceño y la miró como si fuese un enigma al que no fuera capaz de encontrar solución.
– No es posible -dijo más para sí que para Sabrina-. ¿ Virgen?
– ¿Es que no me has oído? -contestó ella tras agarrarlo de la camisa. Le dio un empujón, pero no logró desplazarlo ni un centímetro.
– No lo sabía -dijo Kardal.
– Pues no será porque no he intentado decírtelo -Sabrina lo soltó-. La próxima vez presta más atención.
Ni siquiera la había escuchado, pensó disgustada mientras Kardal la miraba atónito. Luego se dio la vuelta y se fue de la habitación dejándola plantada contra la pared, sin aliento, todavía temblando por el impacto del beso.
Sabrina pegó la espalda a la pared del pasillo y trató de oír si se acercaba alguien. Por primera vez desde su llegada al castillo cinco días atrás, se había encontrado la puerta de su dormitorio abierta después de desayunar. No sabía si a Adiva se le había olvidado echar el cerrojo al salir o si Kardal había decidido que podía vagar por el castillo con libertad. En cualquier caso, aprovechó para inspeccionar los alrededores tratando de que no la descubrieran.
En realidad le daba igual si Kardal se enfadaba si la sorprendían. Ya no soportaba seguir encerrada entre aquellas cuatro paredes ni un segundo más.
Respiró profundo y aguzó el oído. No oyó más que el rumor de una conversación lejana y los latidos acelerados de su corazón.
En general le gustaba estar sola, pensó mientras avanzaba por el pasillo. Disfrutaba leyendo los libros de la biblioteca y Adiva le llevaba periódicos y revistas todas las mañanas. Pero desde que Kardal la había besado noches atrás, su mundo había dado un giro de ciento ochenta grados.
No podía olvidar la reacción de su cuerpo ante aquel beso. Había gozado con las caricias de Kardal y anhelaba repetir la experiencia. Aunque no había habido muchos hombres en su vida, sí había besado a alguno; pero nunca la había afectado tanto. ¿Tendría que ver con Kardal o sería un síntoma de algo más grave?
Desde que había empezado a entender la forma en que su madre se relacionaba con los hombres, Sabrina había tenido miedo de acabar convirtiéndose en una mujer igual. No quería dejarse llevar por la pasión ni tomar malas decisiones por culpa de la habilidad de un hombre en la cama. Si alguna vez se enamoraba, quería que fuese la unión de dos almas que se comprendían y se enriquecían intelectualmente. Quería respetar a su amante y que este la respetara a ella. La pasión parecía una emoción voluble y peligrosa.
Llegó hasta unas escaleras que bajaban hacia la izquierda. El pasillo en el que estaba se extendía varios metros más hasta doblar por fin a la derecha. Se paró. Si seguía adelante, podría encontrar la salida del castillo. Si bajaba, quizá descubriera los tesoros. A pesar de las ganas que tenía de marcharse y de olvidar lo que le había pasado con Kardal, quería ver el botín de los ladrones. Se dijo que estaba haciendo una tontería, pero bajó las escaleras.
Desde el beso, había visto a Kardal en dos ocasiones: una vez para comer y luego la noche anterior, cuando la había invitado a ver una película con él y el personal del castillo. Sabrina había rechazado esta última oferta porque no le gustaba que nadie la viera como su esclava.
El mero hecho de estar en la misma habitación con Kardal le disparaba el corazón. No entendía cómo conseguía mantener una conversación inteligente con él cuando lo único en lo que pensaba era en los labios de Kardal y su única pregunta era cuándo tendría pensado volver a besarla.
Bajó otro tramo de escaleras y se detuvo a estudiar un bonito tapiz del siglo XVII en el que la reina Isabel de Inglaterra saludaba a una delegación española. Sabrina acercó los dedos a la obra de arte, pero no la tocó. Tenía más polvo del conveniente.
– Hay que limpiarlo -dijo en voz alta-. Ponerle un cristal y protegerlo.
Lo que Kardal estaba haciendo era un delito, pensó mientras seguía bajando. La próxima vez que lo viera le hablaría seriamente sobre la necesidad de desarrollar un programa de conservación para los tesoros del castillo.
Una vez abajo, se encontró ante un vestíbulo que comunicaba con varias piezas. Todas tenían puertas de madera maciza y unos candados enormes. De modo que había encontrado el almacén donde guardaban los tesoros, pensó satisfecha. La mala noticia, sin embargo, era que nunca había aprendido a forzar un cerrojo ni a apalancar una puerta.
– ¿Vienes a robar o de visita?
La voz la sorprendió tanto que Sabrina gritó. Se giró y vio a un hombre alto, rubio, vestido con un uniforme oscuro a los pies de la escalera. Aunque se parecía a los surfistas de California, sus ojos azules tenían una expresión un poco siniestra.
– Estoy de visita. Quería ver algunos de los tesoros de la ciudad -contestó por fin – ¿Quién eres?
– Rafe Stryker -se presentó este-. Estoy a cargo de la seguridad en la Ciudad de los Ladrones.
– Eres estadounidense -dijo Sabrina sorprendida-. ¿Qué haces aquí?
– El príncipe Kardal solo se rodea de lo mejor.
– ¿Y tú eres el mejor?
Rafe asintió con la cabeza.
Era un hombre atractivo, pero tenía un aire cortante que no invitaba a enfadarlo. Kardal podía ser peligroso, pero corría fuego por sus venas y Sabrina comprendía el fuego mejor que el hielo.
– Si no me equivoco, eres la princesa a la que Kardal encontró perdida en el desierto – dijo Rafe sin dejar de mirarla a la cara.
– Es una versión de los hechos -contestó ella-. ¿Has venido a llevarme a mi habitación?
– No -Rafe sacó del bolsillo una llave y se acercó a la primera de las puertas-. Tengo órdenes de enseñarte lo que más ilusión te hace.
Pensó en decirle que no era una cuestión de ilusión, sino de curiosidad intelectual. Pero se quedó sin habla cuando se abrieron las puertas.
El cuerpo le tembló como cuando Kardal la había besado, aunque por una razón distinta. Había un mínimo de diez baúles transparentes. La luz eléctrica iluminaba su interior. Aunque no había etiquetas explicativas, Sabrina reconoció muchas de las piezas y piedras preciosas.
Había diamantes y diademas relucientes, joyas procedentes de El Bahar, Bahania, Francia, Inglaterra y el Lejano Oriente. Un rubí del tamaño de un melón pequeño brillaba en su estuche. Había demasiadas cosas que admirar, y eso que solo habían abierto una de las habitaciones.
– No es posible -Sabrina miró a Rafe, que seguía vigilándola con frialdad-. Kardal tiene que devolver todo esto.
– Eso discútelo con el jefe -Rafe se encogió de hombros-. Mi trabajo es asegurarme de que nadie saca nada sin su permiso.
– Entiendo. Está prohibido robar a los ladrones, ¿no?
– Las órdenes son las órdenes. Y conste que estoy de acuerdo con Kardal -dijo Rafe, haciendo un movimiento con la mano que dejó al descubierto su muñeca derecha.
Sabrina se quedó boquiabierta. Sin pensarlo dos veces, lo agarró el brazo. Rafe no se lo impidió.
– La marca del príncipe.
Un pequeño tatuaje marcaba la piel bronceada del vigilante. Sabrina pasó el dedo sobre el león y el castillo en miniatura. Aunque entendía su significado, nunca había visto el tatuaje salvo en los libros de historia.
– Eres leal al príncipe. Tienes una cicatriz por una puñalada dirigida contra Kardal. A cambio te nombraron jeque y cuentas con toda su confianza -afirmó Sabrina. Había oído hablar del intento de asesinato de Kardal, pero nunca había imaginado que el hombre que había arriesgado su vida por salvarlo fuese estadounidense-. ¿Tienes tierras?
– Algunas -Rafe se encogió de hombros-. Unos cuantos camellos y unas cabras. Me ofrecieron un par de mujeres, pero no acepté.
– ¿Quién eres? -preguntó ella.
– Alguien que hace su trabajo.
Estaba claro que era mucho más que un simple empleado. Sabrina sintió un escalofrío. Sin decir una palabra, salió de la habitación, todavía impresionada por todo lo que había visto y aprendido. Había que hacer algo, se dijo mientras regresaba a su dormitorio. La próxima vez que se encontrara con Kardal, insistiría en que fuese razonable. Y le haría unas cuantas preguntas sobre el misterioso vigilante.