SABRINA, Kardal, Rafe y Cala estaban sentados en torno a una mesa ovalada en un pequeño vestíbulo que comunicaba con la sala del dono. A pesar de la importancia de la reunión, Sabrina no conseguía concentrarse. Estaba demasiado ocupada admirando la habitación.
No era grande, de unos cinco metros cuadrados quizá. Tenía ventanas altas y anchas en una pared con vistas a un jardín hermoso con flores exóticas y plantas de todo el mundo. Había una buganvilla que parecía tener muchísimos años. Se preguntó de dónde procedería. ¿Qué príncipe de los ladrones habría ordenado llevarla a la ciudad?, ¿Lo habría pedido alguna princesa para tener algo bonito a lo que mirar mientras esperaba a que su marido terminara la jornada?
La pared estaba decorada con varios tapices fantásticos, aunque era un delito que el sol cayera directamente sobre uno en el que aparecía la reina Victoria de picnic. Había zonas descoloridas. Tenían que proteger el tapiz cuanto antes si no querían que terminara de arruinarse.
– ¿Sabrina? -la llamó Kardal con impaciencia, como si hiciera tiempo que intentara captar su atención.
– ¿Qué? Perdón -Sabrina se centró en la reunión.
– Kardal y yo hemos crecido en este palacio y estamos acostumbrados a su esplendor -dijo Cala, dedicándole una sonrisa indulgente-. Pero es normal que la primera vez te distraigas.
– No es solo eso -contestó Sabrina-. Hay muchos tesoros en peligro. Esos tapices no deberían estar expuestos a la luz del sol. Se están estropeando.
– Ya te ocuparás de eso en otro momento – Kardal le recriminó con la mirada-. Ahora tenemos que planear la visita.
Sabrina se limitó a asentir con la cabeza. Kardal no paraba de rezongar desde que había accedido a recibir al rey Givon. Lo cual no era de extrañar. Era lógico que estuviese nervioso y que a veces hasta se arrepintiera de haber dado luz verde a la invitación. Encontrarse con su padre después de tanto tiempo tenía que ser muy difícil.
– ¿Cuántas personas asistirán a la fiesta? – preguntó tras alcanzar su libreta-. ¿Y cuántas van a venir en total?, ¿Habrá espacio suficiente en los establos para todos los animales?
– Te aseguro que el rey de El Bahar no vendrá en camello -contestó Kardal.
– Ni que tuviera que saberlo por ciencia infusa -Sabrina pensó en sacarle la lengua, pero se contuvo-. El palacio está en pleno desierto. Que yo sepa, no hay grandes carreteras. Y con una caravana se corre el riesgo de llamar la atención y desvelar la ubicación de la ciudad.
Kardal se acercó a ella. Estaba sentada entre Rafe y él, con Cala de frente. Aunque se sentía a gusto con la madre de Kardal, Rafe seguía dándole mala espina.
– Entiendo lo que dices de la caravana – dijo Kardal-. Pero el rey no vendrá en camello ni en caballo.
– De acuerdo. ¿Cómo vendrá entonces?
– En helicóptero -contestó Cala tras mirar su cuaderno.
– Vendrá con el piloto y un agente de seguridad -añadió Rafe tras consultar una agenda electrónica-. Seremos responsables de su seguridad una vez estén en la ciudad.
– ¿Solo tres personas? -preguntó Sabrina-. Mi padre siempre viaja con un mínimo de diez acompañantes. Hasta en vacaciones hay gente del servicio. ¿Viene tan solo porque considera esta visita como una toma de contacto para ir conociéndote? -añadió mirando hacia Kardal.
– Justo -se adelantó Cala-. No quiere que haya gente alrededor que lo moleste. Estuvimos hablándolo y nos pareció que sería lo mejor.
– ¿Has hablado con él? -le preguntó Kardal, como si le hubiese filtrado algún informe secreto a un enemigo mortal.
– Sí, he hablado con él -respondió su madre sin perder la calma-. Varias veces. ¿Cómo crees que surgió la idea de la visita?
Kardal no respondió. Sabrina intentó encontrar algo que decir para aliviar la tensión del momento.
– La seguridad del rey no será problema – intervino Rafe, como si no hubiese notado la tensión entre madre e hijo-. Tengo entendido que Sabrina se está encargando de organizar la visita guiada por la ciudad, así que me coordinaré con ella. Supongo que sería buena idea aprovechar para enseñarle el aeródromo militar.
– ¿Dónde está? -preguntó Sabrina – ¿Está lejos de la ciudad?
– Me temo que no puedo informarla de la situación exacta, señorita.
– Claro, como soy un riesgo tan grande para la seguridad de la ciudad… -Sabrina miró a Kardal-. Deja que adivine: si me lo dice, tendríais que matarme para que no revelara el secreto.
– Exacto. Y no me apetece nada -contestó Kardal.
– A mí tampoco me entusiasma -dijo Sabrina-. Bueno, ¿cuánto tiempo tardaréis en enseñarle el aeródromo?
– Digamos una tarde -contestó Rafe tras consultar su agenda-. El departamento de seguridad en cualquier momento. ¿Cuándo te viene bien, Sabrina?
Esta notó que Kardal estaba incómodo. De pronto tuvo una corazonada.
– Está aquí, ¿verdad?, ¿El departamento de seguridad está en el castillo?
– Claro -Rafe se encogió de hombros-. ¿Dónde si no?
– Y tendrá corriente eléctrica y ordenadores, faxes, teléfonos, Internet -comentó Sabrina mirando a Kardal.
– Te lo iba a decir -se defendió este.
– ¿Cuándo?, ¿Dos semanas después de liberarme?
– No. Al principio no quería que lo supieses. Luego se me olvidó -reconoció él-. Eres mi esclava. No tienes derecho a criticarme. Soy el príncipe de los ladrones y aquí se hace lo que yo diga.
– ¡Qué rastrero! -protestó Sabrina-. Me tratas como a una esclava sexual y me metes en una habitación sin agua corriente cuando…
De pronto, se dio cuenta de que los tres la estaban mirando. Repasó mentalmente sus palabras y se puso roja al llegar a la parte de «esclava sexual»
Había hecho todo lo posible por olvidar lo que había pasado entre Kardal y ella tres días atrás. Y creía que no le había ido mal del todo. Salvo por algún sueño en el que él la tocaba y un par de momentos de distracción mientras hacía inventario de los tesoros, había conseguido sacárselo de la cabeza. Bueno, quizá no cuando cenaban juntos o cuando se bañaba. Estar desnuda la recordaba inevitablemente la sensación de estar entre los brazos de Kardal. Pero, en general, era como si aquel episodio no hubiese tenido lugar.
– Entiendo -Cala miró a su hijo-. ¿Hay algo que quieras contarme?
– No -Kardal no parecía incómodo en absoluto cuando se giró hacia Sabrina-. Tenía intención de hablarte de la parte moderna del castillo. Pero con todos los líos de estos últimos días se me pasó. ¿Quieres trasladarte a otra habitación?
Sabrina pensó en lo bonito que era su dormitorio, en los libros antiguos de la biblioteca, la enorme cama en la que… Se aclaró la garganta.
– No, me gusta la mía. Pero sí agradecería poder usar un cuarto de baño en condiciones.
– Por supuesto. Le diré a Adiva que te indique cuál es el más cercano -dijo y dio el tema por zanjado-. Volviendo a la visita del rey…
– ¿Cuánto tiempo se va a quedar? -lo ayudó Sabrina. Miró hacia Rafe y Cala, dado que parecían ser ellos quienes estaban al corriente de los detalles.
– No estoy segura -murmuró Cala. Fue su turno de ponerse colorada- Algunas noches. No creo que haga falta celebrar una cena oficial. Valdría con una entre unos pocos amigos.
A Kardal no pareció agradarle la propuesta. Sabrina adivinaba lo que estaba pasando. ¿De qué hablarían?, ¿d Sabrina pensó en lo bonito que era su dormi-lorio, en los libros antiguos de la biblioteca, la enorme cama en la que… Se aclaró la garganta.
– No, me gusta la mía. Pero sí agradecería poder usar un cuarto de baño en condiciones.
– Por supuesto. Le diré a Adiva que te indique cuál es el más cercano -dijo y dio el tema por zanjado-. Volviendo a la visita del rey…
– ¿Cuánto tiempo se va a quedar? -lo ayudó Sabrina. Miró hacia Rafe y Cala, dado que parecían ser ellos quienes estaban al corriente de los detalles.
– No estoy segura -murmuró Cala. Fue su turno de ponerse colorada-. Algunas noches. No creo que haga falta celebrar una cena oficial. Valdría con una entre unos pocos amigos.
A Kardal no pareció agradarle la propuesta. Sabrina adivinaba lo que estaba pasando. ¿De qué hablarían?, ¿De los motivos por los que había abandonado a su familia?, ¿De por qué no había reconocido nunca a su hijo bastardo? Suspiró. Aunque el tiempo que había pasado en Bahania no le había dado para desenvolverse a menudo en los círculos de la realeza, ella había coincidido con el rey Givon en varias ocasiones. Siempre le había parecido una persona decente. Severa, pero no cruel. ¿Por qué habría tratado a Cala y a Kardal tan mal?
¿Qué os parece si organizamos una cena íntima la primera noche? -dijo Sabrina-. Solo tú, el rey y Kardal -añadió dirigiéndose a Cala.
– Por mí, bien -contestó esta-. Si quieres venir, estás invitado, Rafe. Y tú también, por supuesto.
Sabrina no estaba segura de si quería participar en aquella tensa cena, pero tenía la sensación de que debía estar presente, aunque solo fuera para apoyar a Kardal.
– En cuanto al menú -continuó Sabrina-, barajaré unas cuantas opciones con el cocinero y decidiré uno, a la espera de que lo aprobéis después. Yo había pensado en poner música de fondo, más que organizar una actuación en directo.
Siguieron compartiendo ideas. Al menos entre Cala, Rafe y Sabrina. Kardal había desconectado. Sabrina deseó poder hacerle más fácil aquel trago. Deseaba muchas cosas. Por ejemplo, entender qué más le daba a ella si Kardal estaba nervioso ante la visita de su padre; entender por qué no estaba ansiosa por escapar de la Ciudad de los Ladrones. Aunque examinar los tesoros era fascinante, no debía olvidar que estaba a merced de un hombre que la había hecho su esclava. Aunque no la tratase mal. Era evidente que no tenía pensado abusar de ella.
Entonces ¿qué pintaba allí exactamente? ¿Qué planes tenía Kardal para ella?
Cala hizo una pregunta, lo cual la obligó a concentrarse de nuevo en la conversación. Un cuarto de hora después, dieron por terminada la reunión y se levantaron.
– Creo que, en lo fundamental, ya está todo organizado -dijo animosa Cala, aunque pareces más preocupada que alegre – Kardal, parece bien?
Este se tomó su tiempo en responder. No le parecía bien en absoluto la visita, pero tampoco quería disgustar a su madre.
– Sí, está todo bien -contestó por fin.
Luego anduvo hasta la puerta y la sujetó Cala pasó primero. Rafe vaciló. Kardal le susurró algo que Sabrina no pudo oír. El estadounidense asintió con la cabeza y salió al pasillo, dejando a Kardal a solas con ella.
– ¿Estás bien? -le preguntó.
En vez de responder, Kardal se dirigió a la ventana y miró el jardín. Ese día iba vestido con un traje occidental, gris oscuro, con una camisa blanca y corbata roja. No estaba acostumbrada a verlo como un hombre de negocios.
– Es una réplica de un jardín francés -le dijo Kardal tras instarla a que se uniera a él frente a la ventana -. Del siglo dieciocho.
– ¿Principios o finales? -preguntó Sabrina mientras miraba los matorrales podados.
– Finales. Supone un gasto de agua descomunal, pero me gusta verlo fresco y cuidado.
– Lo que me extraña es que soporte tanto calor.
– No lo soportaría, pero en verano les pido a los jardineros que pongan toldos encima para hacer sombra -dijo Kardal-. Reconozco que es un capricho. Al otro lado había un laberinto. A los niños les encantaba,
– ¿Qué pasó?
– Durante la Segunda Guerra Mundial había asuntos más importantes que el laberinto – Kardal se encogió de hombros-. Al final se construyó un parque.
– Este sitio es tan diferente a todos los que conozco -comentó Sabrina, maravillada todavía por la existencia de aquella ciudad mágica.
– Confío en que te sientas a gusto.
– Lo estoy -Sabrina sonrió-. Pero sigo pensando que deberías devolver algunas piezas.
Kardal dejó correr la cuestión y apoyó una mano sobre el hombro izquierdo de Sabrina. Esta agradeció el contacto. Deseó incluso que la besara. Aunque la ponía nerviosa volver a compartir un momento tan íntimo, por un par de besos no pasaría nada.
– Debería haberte hablado del resto del palacio -dijo él-. Si quieres, puedes cambiar de habitación.
– No, ya te he dicho que estoy a gusto – repitió Sabrina-. Además, no tiene lógica que tus esclavas elijan dormitorio.
Kardal deslizó la mano por su brazo. Sabrina sintió un pequeño cosquilleo.
– ¿Eres mi esclava? -le preguntó él después de acariciarle una muñeca.
– Llevo brazaletes -contestó Sabrina.
– Eso ya lo sé. ¿Pero estás dispuesta a servirme?, ¿Harías cualquier cosa por complacerme?
Fue como si le pasaran una pluma por la columna vertebral. Los pelos de la nuca se le erizaron y la carne se le puso de gallina.
– ¿Me estás preguntando si sería capaz de morir por ti?
– Nada tan dramático -Kardal siguió acariciándole la muñeca-. Solo me preguntaba hasta dónde estarías dispuesta a llegar para cumplir tus deberes de esclava. Si es que eres mi esclava.
– ¿Si es que lo soy?, ¿Podría marcharme si quisiera?
– ¿Quieres? -contestó él mirándola a los ojos.
Era una pregunta lógica. No debería haberla sorprendido. Pero lo estaba. ¿Marcharse?, ¿Dejar a Kardal?, ¿Dejar la Ciudad de los Ladrones? Sabrina desvió la mirada hacia el jardín. Recordó su viaje por el desierto, sus primeras impresiones al llegar a la ciudad, la indiferencia de su padre al hablar por teléfono.
– ¿Sabrina?
– No sé si quiero irme -susurró ella después de cerrar los ojos.
– Entonces no lo decidas ahora -le sugirió Kardal-. Puedes quedarte en la Ciudad de los Ladrones tanto tiempo como desees. Si alguna vez te aburres de nosotros, siempre puedes ir con el anciano y sus tres mujeres.
– Bonita perspectiva -murmuró Sabrina. Pero no quería pensar al respecto. Había otra cosa que le interesaba más averiguar-. ¿Por qué me retienes, Kardal?
– Provengo de una familia acostumbrada a coleccionar cosas bonitas. Puede que tú seas mi mayor tesoro.
Sintió que le fallaban las rodillas. Lo dijera en serio o no, se sintió halagada por sus palabras. ¿De veras la consideraba un tesoro? Nunca la habían apreciado. Hasta entonces siempre se había sentido un estorbo para los demás.
– ¿Por qué no querías que supiera que había habitaciones modernas? -preguntó Sabrina.
– Se dice que eres mimada y caprichosa. Pero me equivoqué al prejuzgarte.
– Deberías indemnizarme -contestó ella.
– ¿Y qué te gustaría recibir como indemnización?
Sabrina le leyó el pensamiento. Kardal creía que elegiría alguna joya de los tesoros. Unos pendiente o algún collar quizá. Se sintió decepcionada. Justo cuando pensaba que la comprendía, se dio cuenta de que no era así.
– Yo no soy esa -insistió frustrada-. No soy la mocosa mimada que dicen los periódicos. ¿Es que no puedes verlo?
– ¿De qué estás hablando? -Kardal cruzó los brazos sobre el pecho.
– De ti. Hace un segundo estabas pensando que pediría uno de tus tesoros. ¿No has entendido que todo el oro del mundo no puede comprar lo que quiero?
– ¿Qué quieres, Sabrina?
Ella volvió a mirar hacia el jardín. Pestañeó para que no se le saltaran las lágrimas. ¿Para qué explicárselo? Kardal nunca la comprendería y ella no quería mostrarse tan vulnerable. A él siempre lo habían querido. Aunque hubiera vivido dividido entre dos mundos, siempre había contado con el apoyo de su abuelo y de su madre. Sabrina no había tenido a nadie. Lo único que quería era que la amaran por ser tal y como era. Que la aceptaran y la recibieran con cariño.
– Pajarillo, te equivocas conmigo -Kardal le acarició una mejilla-. Tal vez no sepa qué es lo que más quieres, pero se me ocurre una forma de indemnizarte que te gustará.
– Lo dudo.
– ¡Qué poca fe! -Kardal sonrió-. Si tu deber es complacerme, el mío es protegerte y cuidar de ti.
– No sabes nada de mí -respondió a la defensiva Sabrina.
– Te equivocas y mañana por la mañana te lo demostraré.
Maldito fuera. Esa vez había acertado, pensó mientras cabalgaba por el desierto a lomos de un caballo.
– Siento como si hiciera semanas que no salía de la ciudad -le dijo a Kardal tras dejar atrás los muros-. Qué maravilla.
Él no respondió con palabras. Se limitó a acelerar el ritmo del caballo hasta acabar galopando a toda velocidad por la arena del desierto. El aire seguía fresco, pero no tardaría en calentarse. Era primavera, de modo que el calor sofocante estaba a la vuelta de la esquina. Sabrina no quería pensar al respecto. Solo quería disfrutar del viento contra su cara mientras cabalgaba. Kardal se había presentado en su habitación poco después de las cinco y media de la mañana. Le había llevado ropa adecuada para el desierto, ella se había vestido y habían partido de inmediato.
Media hora después, redujeron la marcha a un trote pausado. Sabrina contempló la vastedad del paisaje.
– Sabes volver, ¿verdad? – bromeó ella.
– He estado por aquí un par de veces. Me las apañaré.
– ¿De verdad pasabas varios meses al año cu el desierto? -preguntó Sabrina
– Hasta que me mandaron al colegio -Kardal asintió con la cabeza-. Solo iba a la ciudad a visitar a mi madre y a mi abuelo.
– Una vida dura, me imagino.
– El desierto no es amigo de los débiles ni los tontos. Pero cuida a los que conocen sus secretos. Yo los aprendí. Me enseñó mi abuelo. Cuando tenía ocho años ya sabía orientarme para ir de El Bahar a Bahania -Kardal apuntó hacia el norte-. Allí hay un campo petrolífero.
Sabrina aguzó la vista y vio unas construcciones metálicas y unos edificios bajos.
– Hay muchos más campos como ese en tierra -prosiguió él-. Nos aprovechamos los frutos del desierto, pero tenemos cuidado no poner en peligro su ecosistema.
Sabrina estuvo a punto de indicarle que no era su tierra. Que pertenecía a los dos países vecinos. Pero, aunque el territorio de Kardal llegara únicamente hasta los muros de su ciudad, en realidad se extendía a lo largo de miles de kilómetros. Ni el rey Givon ni su padre se manejaban en el desierto, de modo que podía afirmarse que el auténtico soberano era Kardal.
– Quizá deberías pensar en cambiar de título -comentó Sabrina-. Ya no eres el príncipe de los ladrones.
– Puede -Kardal sonrió-. Pero no tengo intención de cambiar de título.
Parecía especialmente peligroso a caballo. Le había visto meterse una pistola antes de salir y estaba segura de que no sería la única arma que llevaba encima. Si alguien los atacaba, Kardal estaría preparado. No como ella, que había cometido la estupidez de salir sola. Tenía suerte de seguir con vida.
– ¿En qué piensas? -le preguntó él.
– En que debería haberme quedado en el palacio, en vez de salir a buscar la Ciudad de los Ladrones. No fue una decisión muy inteligente.
Pero si no te hubiera sorprendido la tormenta de arena, no podría haberte secuestrado.
Ella quiso responder que tampoco le habría resultado tan traumático no ser su esclava, pero palabras se le atragantaron antes de salir de boca.
Sí, en fin, el caso es que aquí estoy – Sabrina se ahuecó el pañuelo que cubría su cabeza para refrescarse un poco-. ¿Dónde está situado el aeródromo?
Kardal la miró como diciéndole que se había dado cuenta del súbito cambio de conversación, pero acabó respondiendo a su pregunta.
– La base principal estará en Bahania, pero habrá pistas por todo el desierto. Creo que tu hermano, el príncipe Jefri, está al comente de todo lo relacionado con el plan conjunto de nuestras fuerzas aéreas.
– Puede -Sabrina se encogió de hombros-. No me habían dicho nada, pero tampoco me sorprende. Como mujer, se supone que no tengo suficiente inteligencia para seguir una conversación.
– Es evidente que no han pasado mucho tiempo contigo.
– Se nota, ¿verdad? -Sabrina sonrió. Sus caballos estaban casi pegados. Le gustaba sentirse cerca de Kardal. Era distinto a todos los demás hombres que había conocido. Miró el desierto y se imaginó el ruido de un avión cortando el silencio-. ¿Habrá pilotos destinados en la Ciudad de los Ladrones?
– No creo. Se distribuirán por distintas bases militares en toda la zona.
– Y Rafe se encargará de coordinarlo.
– Sí.
– Porque confías en él.
– Me ha dado motivos.
– No me lo imagino como un jeque -comentó Sabrina-. Más bien…
Kardal la agarró por el pelo sin avisar.
– No te confundas -le dijo-. Puede que esté dispuesto a concederte cierta libertad, pero sigues siendo mía. He advertido a todos los hombres de la ciudad, incluido Rafe.
– ¿Se puede saber qué te pasa? Solo era una pregunta -replicó Sabrina sin arredrarse.
Supuso que debía asustarse, pero no tenía miedo de Kardal. Por muy príncipe y muy poderoso que fuera.
– Una pregunta sobre otro hombre -contestó él tras soltarle el pelo.
– Estábamos hablando de las fuerzas aéreas. Rafe está a cargo de la seguridad. No me parece que preguntar si se está encargando de coordinar las bases militares sea tan raro.
Entiendo -Kardal apartó su caballo un cuerpo del de Sabrina-. Es estadounidense. Muchas mujeres lo encuentran atractivo – añadió con voz tensa.
No debes preocuparte por eso. Kardal, llevo toda mi vida esquivando -hombres. ¿Por qué iba complicarme ahora?
No sé -Kardal se encogió de hombros-. Hablemos de otra cosa.
Como usted desee, Alteza. Le habría gustado seguir con el tema, averiguar qué creía que podía hacer con el jefe de seguridad. De pronto se dio cuenta de que le gustaba que Kardal estuviese algo celoso. Nunca le había dicho qué había sentido él al besarla y tocarla. No quería ser la única afectada por aquellos encuentros. Y daba la impresión de que no lo era.
Se acercó a la habitación de Sabrina con cierta inquietud. Por lo general no se ponía nervioso. No desde los desastrosos años en el internado de Estados Unidos. Allí había aprendido a adaptarse a cualquier situación. Pero esa noche estaba tenso. Quizá porque iba a cenar con su prometida. Hablaría con ella, la miraría y quizá la tocaría; pero no la poseería.
Aunque al principio no lo había creído posible, empezaba a pensar que le gustaría tenerla como esposa. Había tenido la esperanza de llegar a crear algo en común con ella, algo de lo que hablar. Pero nunca había imaginado que acabaría obsesionándose con Sabrina de ese modo. Su imagen lo perseguía mientras dormía como si fuese un adolescente soñando con su actriz favorita.
Era el príncipe de los ladrones. La tradición establecía que cualquier mujer debía sentirse honrada por compartir su cama. Al igual que su abuelo, había tenido cuidado de no abusar de tal privilegio, escogiendo únicamente a mujeres con experiencia y dispuestas a acostarse con él. Una joven viuda de un matrimonio desgraciado, una informática occidental… Ninguna casada, ninguna virgen. El príncipe de los ladrones no desfloraba vírgenes.
Eso lo dejaba frustrado, incapaz de satisfacer su deseo. Era una situación de lo más incómoda. Una situación que quería cambiar cuanto antes. Pero no podía. No sin tener que afrontar las consecuencias.
¿Quería casarse con ella?, ¿Su deseo se debía al desafío de domar a una mujer bonita o había algo más? El amor era un sentimiento propio de mujeres. No tenía cabida en los hombres, salvo el que un padre pudiera sentir por su hijos.
Kardal se detuvo en medio del pasillo y frunció el ceño. ¿Hijos?, ¿Había pensado en tener hijos en general, aunque no fueran varones? ¿ Querría a sus hijas si tenía alguna?
De pronto se imaginó a una chiquilla pelirroja cabalgando por el desierto. La oyó reírse y se sintió orgulloso de la seguridad con que se movía sobre el caballo. Sí, pensó sorprendido. Tenía capacidad para amar a una hija. Quizá tanto como a un hijo. Cinco años atrás jamás le habría parecido posible algo así. ¿Qué había cambiado?
Por miedo a que la respuesta no le gustara, emprendió la marcha y entró en la habitación de Sabrina sin molestarse en llamar. La encontró acurrucada en una silla situada frente a la chimenea, comparando un brazalete de oro y rubíes con las fotos de un libro.
– Sabía que no resistirías la tentación -dijo a modo de saludo-. Como ves, es muy fácil decir que les devuelva los tesoros a sus dueños cuando no te pertenecen. Pero en cuanto tienes los tesoros en la mano, la cosa cambia.
– Buen intento, Kardal, pero estás equivocado -contestó Sabrina sonriente-. Solo intento ubicar a qué época pertenece este brazalete.
Creo que el artista era de El Bahar o de Bahania y que, en algún momento, se trasladó a Italia. A finales del siglo xv quizá. ¿Qué tal el día? -le preguntó después de dejar el libro y el brazalete sobre la mesa que había junto a la silla.
Se levantó y se acercó a él contoneando las caderas con elegancia. Kardal tuvo que contener el impulso de poseerla allí mismo. De ser su primer amante…, el único. El deseo de tocarla y saborearla, de hacerla una mujer y descubrir todas las posibilidades que podían explorar juntos.
Pero no era el momento. Kardal se obligó a sofocar el fuego que corría por sus venas y le entregó las alforjas que llevaba colgadas de un hombro.
– Han encontrado tu camello y tu caballo vagando por el desierto. Creo que esto es tuyo.
– ¡Los mapas y los diarios! -exclamó entusiasmada-. Aunque ya no los necesito para encontrar la ciudad, claro. Gracias por traerme. Y me alegra saber que mis animales están bien. Estaba preocupada por ellos.
– Los encontró una tribu de nómadas nada más terminar la tormenta. Venían hacia la ciudad y me los han devuelto nada más llegar – dijo mientras Sabrina vaciaba las alforjas. Luego se sirvió un vaso de agua del carrito con refrescos que Adiva llevaba a la habitación de Sabrina todos los días-. Los diarios de viaje son muy precisos, pero los mapas no te habrían conducido a ninguna parte.
– ¿Has mirado mis cosas? -preguntó Sabrina tras hojear las páginas de un diario-. ¿No se suponía que era una mujer libre?
– Te pregunté si querías irte y elegiste quedarte en la Ciudad de los Ladrones -Kardal se acercó y la miró a los ojos – Eres mía otra vez. Para hacer lo que yo quiera.
– Te olvidas de mi prometido -le recordó ella-. Podría estar dispuesto a pelear por mí.
– Seguro que desenvainaría la espada por tí… si te conociera -contestó Kardal-. Pero solo sabrá de ti lo que haya leído en los periódicos y lo que tu padre le haya contado. Creo que no corro peligro.
– Yo que tú no me arriesgaría por si acaso -replicó ella, aunque los dos sabían que no existía el menor riesgo.
– ¿Tan terrible es ser mi esclava?
– No, pero algún día tendré que volver a Bahania. Todavía no estoy preparada para hacer frente a mi destino, pero acabará sucediendo -Sabrina suspiró-. No podrás retenerme toda la vida, Kardal.
– Lo sé.
Se preguntó qué diría ella si supiese la verdad. Si supiese que sí podía retenerla si así lo deseaba. ¿Qué pensaría de él?, ¿Y qué más le daba?. Solo era una mujer. Su prometida, si llegaba a aceptarla.
Intentó convencerse de que la única razón por la que le interesaba su opinión era por lo mucho que la deseaba, pero una vocecilla interior le susurró que la cosa podía ser más grave Que quizá sí le importaban las opiniones, las necesidades y la felicidad de Sabrina.
Era una sensación inesperada. Una sensación que no le gustaba en absoluto.