Capítulo 11

LA TEMPERATURA subió más de lo esperado por la tarde. Sabrina deseó que su manto no fuese tan largo y pesado. También deseó no estar merodeando por los pasillos del palacio como un delincuente común, pero eso era inevitable.

Como todos los días desde que Kardal le había encargado que catalogara los tesoros de la Ciudad, envolvía algunas de las piezas en el mantillo para protegerlas. Cuando se encontraba con alguien en un pasillo, actuaba con naturalidad para que nadie sospechase la verdad. Kardal la mataría si se enteraba de lo que estaba haciendo.

Sabrina vio la puerta de su habitación al final del pasillo y suspiró aliviada. Otro viaje sin incidentes. Entró en el dormitorio y corrió hacia unos baúles que había en la pared frente a la ventana. Se los había pedido a Adiva, se suponía que para guardar sus pertenencias. Por suerte, Adiva no había reparado en el escaso equipaje de Sabrina.

Se quitó el manto y lo dejó caer al suelo. En el regazo llevaba tres bolsas de terciopelo y una estatua de jade. En las bolsas había joyas y estatuas que habían pertenecido al emperador de Japón. Al menos, los ladrones de la ciudad habían sido equitativos, pensó Sabrina. Habían robado a casi todos los países del mundo.

Tras examinar el contenido de la primera bolsa, en la que se hallaba la diadema de Isabel I de Inglaterra, abrió uno de los baúles y lo guardó todo dentro. Se detuvo a admirar el botín y pensó que en el plazo de un mes…

– Sé que no estás robando -dijo una voz de mujer detrás de ella-. Así que ¿qué estás haciendo?

Sabrina se dio la vuelta sobresaltada y vio a Cala aparecer entre las sombras. La madre de Kardal se levantó de la silla de la esquina, en la que debía de haberse sentado para esperarla. Lo había visto todo. Era evidente que estaba intrigada por su actitud, pero su expresión no revelaba qué podía estar pensando.

Sabrina sintió que las mejillas le ardían. Debía de estar poniéndose roja como un tomate. No podía soportar la mirada inquisitiva de una mujer a la que había llegado a considerar su amiga.

Eh…, no es lo que piensas -contestó cuando por fin logró articular palabra. No sé qué pensar -replicó Cala.

Sabrina miró los baúles que había junto a la pared y supo que su contenido podía hacer que la condenaran.

Es que… Kardal se niega a escucharme y no entiendo su actitud. Si la ciudad ya no roba, por qué no se pueden devolver algunos de los tesoros? Pero él dice que si algún país quiere recuperar lo que le quitaron, que venga a buscarlo. Solo que no pueden venir si no saben que están aquí -dijo Sabrina hablando aturulladamente-. Entiendo que hay cosas más difíciles que otras. ¿A quién pertenecen los huevos imperiales? De acuerdo. Pero hay otras piezas cuya procedencia es muy fácil de identificar. Yo… se lo dije, pero se echó a reír. Y… bueno, decidí tomar la iniciativa de devolver algunas cosas por mi cuenta… La mayoría son de Bahanía y El Bahar. Y hay un par de cosas que pertenecen a Inglaterra y a otros países… No son para mí -finalizó a la defensiva.

Cala permaneció callada un buen rato. Se acercó al baúl que estaba abierto y miró dentro.

– Creo que te conté que al principio financié mi organización de beneficencia con estos tesoros.

– Sí…, recuerdo que lo mencionaste -dijo Sabrina aliviada. Cala no parecía enfadada. No mucho al menos.

– Mi padre me mimaba. Me regaló diamantes y rubíes, esmeraldas del tamaño de un puño. Todas robadas. Se aseguró de darme piezas muy antiguas, que no tuvieran un dueño legítimo. Y yo las vendí. Con el tiempo la organización consiguió financiarse gracias a donaciones privadas, pero la inversión inicial se debe a la tradición de la ciudad -Cala sonrió y apuntó hacia una diadema de diamantes.

– . Siempre me ha encantado. ¿A quién pertenece?

– La hicieron para Isabel I de Inglaterra. La lleva en uno de sus retratos.

– Kardal puede ser muy testarudo en ocasiones -comentó Cala-. A veces resulta agotador. Me alegra que hayas encontrado una forma de burlarlo.

– ¿No vas a decirle lo que he estado haciendo? -preguntó sorprendida Sabrina.

– Estamos hablando del príncipe de los ladrones. Debería enterarse de cuándo le están robando, ¿no? -contestó sonriente. Luego se acercó a una silla que había frente a la chimenea. Ese día iba con ropa informal, en vaqueros y camiseta. No llevaba más joyas que unos aros de oro en la oreja y un brazalete, también de oro.

¿Qué piensas de mi hijo? -le preguntó a vista perdida en los leños que ardían en menea.

La pregunta la tomó desprevenida. ¿Qué pensaba de Kardal?

Me confunde -respondió con sinceridad -. Es verdad que es testarudo, pero también puede ser amable -añadió recordando cuando la había besado. Era un hombre apasionado, pero no se sentía cómoda contándole aquello a su madre.

Eres su prisionera -dijo Cala-. ¿No deberías odiarlo?

– Dicho así, supongo que sí. Pero no lo odio. Entre otras cosas, porque ahora mismo no tengo ganas de volver a casa. Así que mientras Kardal me deje, me quedaré en la ciudad catalogando sus tesoros -Sabrina hizo una pausa y sonrió-. Robando los más pequeños para poder llevarlos a mi habitación y devolverlo cuando por fin me marche.

Cala se sentó.

– ¿Por qué has de marcharte?

Exacto. ¿Por qué iba a tener que marcharse?, se preguntó Sabrina mientras se sentaba para hablar con Cala. Empezaba a sospechar que podía quedarse una temporada larga. Pero, ¿para qué?

– Mi padre y yo no tenemos mucha relación -arrancó con cautela-. Pero tiene ciertas expectativas. Ha concertado mi matrimonio.

– ¿Con quién? -preguntó sorprendida Cala.

– No lo sé. Me enfadé tanto cuando me lo anunció que no me paré a oír los detalles. Pero seguro que es un viejo con mal aliento.

– Quizá no sea tan terrible -dijo la madre de Kardal.

Sabrina prefería no pensar al respecto. No quería pensar en cuando no estuviera con Kardal. Sabía que en algún momento tendría que separarse de él. ¿Y entonces qué?, ¿Lo echaría de menos?, ¿La echaría él en falta cuando no estuviesen? Sabrina no entendía su relación con el príncipe de los ladrones. Podía ser apasionado y atento, divertido y dictatorial. Seguía sin saber por qué la había llevado a su castillo ni por qué la retenía. No era su esclava, pero no le permitía marcharse.

– Supongo que si fuese otra clase de persona, querría marcharme -comentó por fin-. Debería odiar estar aquí encerrada.

– Como cárcel no está tan mal -bromeó Cala-. Tiene unos tesoros bastante bonitos.

Sabrina sonrió. Supuso que el problema era que le gustaba Kardal. Quizá demasiado. No se parecía a ningún otro hombre. Tal vez sus hermanastros tuvieran una personalidad similar, pero no había pasado suficiente tiempo con ellos para saberlo.

– Y luego está Kardal -continuó Cala-, no me equivoco, algo te gusta.

– Sí.

Sabrina estaba dispuesta a reconocerlo. Claro que le gustaba. La hacía pensar en cosas en las que nunca había pensado. Cuando recordaba sus besos y sus caricias, el cuerpo se le incendiaba. Pero no tenían futuro. No podían hacer el amor. Por muy enfadada que estuviese con su padre, no desafiaría la tradición ni a la monarquía. Tenía que permanecer virgen. De lo contrario, si dejaba que Kardal la poseyera, su padre lo mataría. Y no quería imaginar un mundo sin su príncipe de los ladrones.

– La vida es complicada -dijo Cala con tranquilidad-. Después de treinta y dos años, el rey Givon vuelve a la ciudad y no sé qué se supone que tengo que decirle.

– Pero lo has invitado tú -contestó Sabrina -. ¿Has cambiado de idea?

Cala la miró y se echó a reír.

– Mil veces. Cada mañana me despierto decidida a retirar la invitación.. Luego lo reconsidero mientras desayuno. A las diez vuelvo a decidir que tengo que llamarlo para suspender la visita. Y más tarde vuelvo a cambiar -Cala se encogió de hombros-. Me pasó así día y noche

Sabrina trató de ponerse en su pellejo. ¿Qué podía sentir al reencontrarse con el padre de su único hijo después de treinta y años de ausencia?

– ¿No quieres decirle nada en concreto? – le preguntó-.¿No hay ningún asunto pendiente entre los dos?

– Demasiados. O ninguno. No sé. Era demasiado joven. No tenía más qué dieciocho años. Conocía lo que marcaba la tradición, lo que se esperaba de mí. Sabía que tenía que darle un heredero a la ciudad, pero, en el fondo, jamás pensé que mi padre me haría acostarme con un desconocido con el único objeto de que me dejara embarazada. Y que estuviera dispuesto a repetir la operación tantas veces como hiciese falta si en vez de hijos, tenía hijas… Lo amenacé con fugarme. Creo que hasta amenacé con suicidarme. Pero mi padre se mantuvo firme y me dijo que era la princesa de la ciudad, que tenía que hacerme cargo y que el pueblo dependía de mí. Sus argumentos no me convencían mucho. Pero nunca desafié a mi padre. De modo que no huí ni me quité la vida. Me limité a esperar. Y un día llegó.

Cala se levantó y se acercó a la chimenea. Lo conocí en una habitación muy parecida a esta. Era mayor al menos, a mí así me lo parecía. Tenía treinta años y estaba casado con dos hijos y un tercero en camino. Me trató bien. Creo que la situación fue tan embarazosa para él como para mí. Quizá más, porque tenía una familia. Pero el deber nos obligaba a tener un hijo… La primera noche solo hablamos Dijo que teníamos tiempo y que no me metería prisa. Pensaba que me violaría nada más verme. De modo que me pareció muy considerado por su parte. Durante las siguientes dos semanas nos hicimos amigos, Cuando nos acostamos…,al final fui yo quien tomó la iniciativa… Era demasiado joven. Una niña tonta. No pensé en su esposa posa ni en sus hijos. Solo pensé en mí, en como me sentía cuando Givon me tocaba. En las risas, los bailes juntos. Cómo hacíamos el amor cada mañana. Me enamoré de él.

Sabrina sintió una presión extraña en el pecho.

Cala acababa de trazar el esbozo de una unión sin futuro en la que una joven inocente perdía el corazón por un hombre al que no podía tener. Sabrina se estremeció. Hasta ese preciso momento no se había molestado en dar nombre a lo que sentía por Kardal. Le había resultado irritante y encantador, dictatorial, un gran compañero. Sabía que le gustaba cuando no la sacaba de quicio. Pero no había ido más allá. No había considerado que podían correr peligro.


– Lo que iba a ser un mes fueron dos. Sabía que estaba embarazada, pero no quise decírselo porque no quería que se fuera… Al final resultó que lo sabía, pero no quería decir nada porque él también se había enamorado- continuó- Cala casi con lágrimas en los ojos.

Suspiró y volvió a sentarse- Cuando nos confesamos lo que sentíamos, me sentí la mujer más feliz mundo. Givon me quería, no me dejaría nunca. Era tan joven que me convencí de que podría funcionar. No pensé en su reino, en su esposa ni en sus hijos. Solo pensaba en el hombre que iluminaba mi vida.

– Pero se marchó -dijo Sabrina-. ¿Qué pasó?

– Llegó su mujer. Vino con su hijo recién nacido y lo puso en sus brazos. Le preguntó si iba a abandonarlos a todos. Noté la indecisión en los ojos de Givon. Vi el momento en que se decidió…

No se quedó. Me puse hecha una furia. Lo acusé de jugar conmigo, de engañarme, le dije que nunca me había querido. No estoy orgullosa de mi comportamiento, pero era la primera vez que me enamoraba. Le dije que si se marchaba, no volvería a verlo nunca. Givon terminó de romperme el corazón cuando convino en que sería lo mejor. Ninguno de los dos se sentiría cómodo con una aventura clandestina

Cala cerró los ojos – En un último intento de castigarlo, le dije que le impediría ver a su hijo. Que criaríamos al heredero entre mi padre y yo. Lo obligué a jurar que nunca se acercaría al niño… Así que, ya ves, tengo que hacer mucha penitencia. Por mi culpa, Givon y Kardal no se han conocido. Estuve a punto de arruinar un reino y perjudiqué gravemente su matrimonio ¿Qué se supone que debo decir después de tanto tiempo?

– No podías controlar las circunstancias -.Dijo Sabrina-. No lo sedujiste tú. No te inmiscuiste en su matrimonio. Fue tu padre quien lo organizó todo y Givon accedió. ¿No eres la parte inocente?

– Puede que entonces lo fuera, pero ya no. ¿ Y Kardal? Odia a su padre. ¿Cómo voy a explicarle la verdad?

Sabrina se mordió el labio inferior. Siempre había creído que su situación era dura, pero la de Cala había sido mucho peor.

¿Quieres que hable yo con él e intente explicárselo? -le ofreció.

– Sí -Cala asintió con la cabeza-. Reconozco que es de cobardes, pero no quiero ver odio en los ojos de mi hijo cuando se entere de que tengo la culpa de que no haya conocido a su padre.

Sabrina no creía que Kardal fuera a odiar a su madre cuando supiera la verdad, pero tampoco se iba a sentir feliz precisamente. Se preguntó si aquella información cambiaría su actitud hacia Givon. Se preguntó si su relación con Kardal tendría un final igual de desgraciado.


– Así que ya ves, no es todo culpa de Givon. Cala lo obligó a jurar que no se pondría en contacto contigo -finalizó Sabrina cuando terminaron de cenar. Kardal miró su taza de café, pero no respondió. Ella se movió sobre los cojines-. ¿No me crees?

– No dudo de que estés repitiendo lo que mi madre te ha contado. Pero no creo que sea la verdad -contestó mirándola con seriedad-. Givon tuvo oportunidades para conocerme. Podría haber ido a verme cuando estaba en el internado. Podría haberme invitado a verlo en El Bahar.

– ¡Pero dio su palabra!

– También le había jurado amor a su esposa y luego se acostó con otra mujer -replicó Kardal.

– No es lo mismo. Su relación con Cala fue una cuestión de Estado.

Intuía que Kardal no estaba impresionado por su argumento. Le entraron ganas de zarandearlo por los hombros. ¿Acaso no entendía lo importante que era aquello para ella?

– ¿En qué piensas? -preguntó él de pronto

– Nada -Sabrina miró la servilleta que tenía sobre el regazo. ¿Sabrina?

– No entiendo por qué pones las cosas tan difíciles -reconoció ella-. No digo que Givon no se equivocara, pero había circunstancias atenuantes. Creo que deberías hablar con tu madre de esto. Oír su versión de la historia.

No -Kardal se puso de pie-. No quiero hablar más de esto.

Quizá no dependa solo de ti -Sabrina se levantó también-. Me dijiste que querías que ayudara. No puedes pedirme que me implique y luego dejarme fuera.

Puedo pedir lo que quiera -respondió Kardal -. Soy Kardal, príncipe de los ladrones.

Tremenda noticia. Como si no lo supiera desde que nos conocimos. Y ya que sacas tu título relucir, resulta que yo soy princesa, lo que nos coloca a la misma altura. Y como se te ocurra decir que tú eres un hombre y yo no soy más que una mujer, no solo me pondré a gritar, sino que entraré en tu habitación cuando estés dormido y te rajaré el corazón.

Un silencio tenso envolvió la pieza. Kardal la miró con hostilidad, pero Sabrina no pestañeó siquiera. Por fin, él empezó a sonreír:

– ¿Con qué?

– Con una cuchara.

– Venga, no pelees conmigo -dijo mientras rodeaba la mesa.

Sabrina advirtió el peligro y dio un paso atrás.

– Yo no peleo. Eres tú el que pelea conmigo. Si no fueras tan cabezota, te parecería lógico lo que estoy… di…

Sus labios acallaron el final de la frase. En el medio segundo que la pasión tardó en apoderarse de su juicio, Sabrina comprendió que Kardal nunca atendería a razones en lo concerniente a su padre. Podía hablar con él años y años y daría igual.


Luego se abandonó al placer de sentir su cuerpo contra el de Kardal, de notar sus brazos alrededor de la cintura, la dulzura de su boca contra la de ella.

Estar con Kardal era como encontrar su verdadero hogar, pensó mientras separaba los labios. Como siempre, el calor inflamó sus pechos antes de instalarse entre las piernas. Estaba ansiosa por sentir sus manos por todo el cuerpo. La avergonzaba reconocer que quería que la tocase de nuevo como la otra vez. Quería sentir esa descarga increíble y, en esa ocasión, también ella lo tocaría a él.

Incapaz de resistir la fuerza del deseo, se puso de puntillas y se pegó a Kardal. Le habría gustado poder meterse dentro de él. Cuando notó su lengua, respondió con más intensidad, enlazando las de ambos, rogándole en silencio que no terminara nunca. Kardal recorrió su espalda con las manos y tuvo el descaro de plantar las palmas en su trasero. Echó las caderas hacia delante, apretando su erección contra la a de Sabrina.

Tal vez no había visto nunca a un hombre totalmente excitado, pero no le cupo duda de lo aquel bulto significaba.

– Te deseo-gruñó Kardal cuando apartó la boca. Y, de pronto, los ojos de Sabrina se arrasaron de lágrimas. Kardal frunció el ceño.

– ¿ Qué te pasa? No puedes estar sorprendida.

– No lo estoy.

Sabrina sintió una punzada en el pecho. No sabía qué significaba ni a qué se debía. Por alguna razón, sus palabras le habían dolido.

La deseaba. No la amaba.

El tiempo se detuvo. Sabrina no podía respirar, no podía pensar, no podía hacer nada más que seguir de pie mientras asumía la realidad.

Ella quería que Kardal la amase. Pero ¿por qué? Nunca podrían estar juntos. Estaba prometida a otra persona. Su padre nunca la perdonaría, jamás lo entendería. Y Kardal tenía responsabilidades. Debería alegrarse de que solo la deseara sexualmente.

Pero no se alegraba. Porque… porque… porque quería más. Quería que Kardal anhelase su amor tanto como su cuerpo.

– ¿Sabrina? -Kardal le secó las lágrimas que le corrían por las mejillas-. ¿Por qué lloras?

No podía decirle la verdad, así que buscó alguna respuesta con la que pudiera contestar.

– No podemos hacerlo -respondió-. Estar juntos. Si me quitas la virginidad, te matarán; te exiliarán como poco.

– No hace falta que te preocupes, pajarillo -Kardal sonrió-. Deja que yo me ocupe de eso.

– No puedo. No quiero que te pase nada.

Se sentía confusa. Era verdad: no quería que nadie le hiciera daño. Aunque no la quisiera como ella a él, quería lo mejor para Kardal. Así que no podían ser amantes.

Estaba complacida y aturdida por la temeridad de Kardal. ¿De veras arriesgaría su vida por acostarse con ella? Le pareció posible. Pero él nunca le abriría las puertas de su corazón.

Estaba indecisa, asustada.

Vete -Sabrina lo empujó-. No podemos seguir haciendo esto.

Por una serie de razones, algunas de las cuales jamás le explicaría.

Kardal miró a Sabrina mientras esta se apartaba de él. Seguía llorando. Estaba angustiada.

Las cosas estaban saliendo tal como había planeado.

Como quieras -contestó por fin-. Te veré por la mañana.

Salió de la habitación y se encaminó hacia el despacho. Era evidente que Sabrina se había encariñado con él. Como lo demostraba que la preocupase su integridad física. Aunque al principio se había mostrado reticente a ese matrimonio, de pronto le parecía que era la esposa perfecta. Era una mujer inteligente, de modo que sus hijos serían buenos gobernantes. Le gustaba el castillo y se interesaba por el pueblo.

Se había adaptado bien a vivir dentro de los muros de la ciudad. Evidentemente, el matrimonio fortalecería los lazos con Bahania Su cuerpo excitaba y no tenía duda de que se entenderían en la cama. Sí, sería una esposa estupenda. Esa misma noche llamaría al rey Hassan y le diría que accedía a casarse con su hija

Se detuvo en el pasillo. ¿Cuándo se lo haría saber a Sabrina? Todavía no. No hasta después de la visita de Givon. Mejor luego, cuando no tuviera ninguna preocupación. Organizarían la boda juntos. Era una mujer sensata y se sentiría honrada cuando supiera que la encontraba digna de ser su esposa.

Recordó el miedo que había visto en sus ojos. Su preocupación por su integridad. Quizá hasta se estuviera enamorando de él. Siguió andando con paso alegre. Estaría bien que Sabrina lo amara, pensó. Seguro que lo querría con la misma intensidad y determinación con que llevaba a cabo todas sus cosas. Sí, había elegido bien.

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