Capítulo 13

EL DEPARTAMENTO de seguridad está al otro lado -dijo Kardal la tarde siguiente, tratando de sonar más animado de lo que estaba.

Después de más de un día evitando a su padre y, cuando esto no era posible, asegurándose de no quedarse a solas con él, se encontró atrapado frente a frente con Givon.

Después de la comida, tanto su madre como Sabrina se habían excusado pretextando que tenían compromisos inaplazables. Hasta Rafe lo había abandonado tras afirmar que tenía que asistir a una reunión con el personal del castillo. Lo habían dejado a solas con Givon y a Kardal no le cabía duda de que se trataba de una conspiración.

Pero no podía perseguir a los traidores y quejarse. Tenía que enseñarle el departamento de seguridad del castillo.

– Hemos hecho uso de la tecnología más avanzada -dijo Kardal después de traspasar unas puertas acristaladas que se abrían automáticamente. Cuando se cerraron, hicieron un pequeño clic que activaba un cerrojo-. Como ves, estamos atrapados. El cristal es a prueba de balas y explosiones. Si intentamos entrar sin la debida acreditación, los vigilantes nos detendrán en menos de medio minuto. Para impedir cualquier agresión en ese tiempo, activamos un gas sedante no tóxico -añadió al tiempo que apuntaba hacia unos pulverizadores situados en el techo.

– Impresionante -comentó Givon tras observar el departamento-. ¿Piensas sedarme? -añadió en broma.

– Las puertas solo se accionan con las huellas dactilares y un control de retina -continuó Kardal sin seguirle el juego a Givon.

Luego tocó con el pulgar una pantalla, miró y, segundos después, se abrió una segunda puerta que comunicaba con el núcleo del departamento.

Había televisores a lo largo de toda una pared. Gracias a un sistema de cámaras de vigilancia, controlaban cada estación petrolífera de El Bahar y Bahania, salvo las que se encontraban a menos de veinte kilómetros de sendas ciudades.

– Toda la información que se recibe queda registrada aquí -Kardal se dirigió hacia unos monitores situados frente a las televisiones-. Controlamos las explotaciones de petróleo, posibles problemas técnicos en las estaciones y nos ponemos en contacto con el personal correspondiente. Con esos infrarrojos identificamos la entrada de posibles intrusos -añadió apuntando a otros monitores.

Givon miró las pantallas y vio a un grupo de nómadas a camello.

– ¿Una patrulla de seguridad interna?

– Exacto. Recorren el desierto regularmente. También tenemos patrullas en helicóptero, pero no es suficiente. Hablamos de una zona muy grande y los que quieren buscar problemas también cuentan con los avances tecnológicos de los que nos beneficiamos nosotros.

Givon dio una vuelta por la sala, parándose a intercambiar un par de palabras con varios técnicos. Kardal permaneció quieto, mirando a su padre, deseoso de que la visita finalizara cuanto antes. Se sentía incómodo junto al Rey Givon. Si no estuvieran hablando de cuestiones políticas y económicas, no habría sabido qué decirle.

Su padre no era como había esperado. Kardal no se había dado cuenta de que tenía una imagen formada hasta haberlo conocido. Había supuesto que Givon sería más brusco y arrogante. Pero se había encontrado con un hombre considerado, humilde, que no pretendía imponer su opinión a toda costa.

Llevaba un traje occidental que lo hacía parecer un ejecutivo más que un monarca del desierto.

– Estás haciendo un trabajo extraordinario -afirmó sonriente Givon cuando volvió junto a Kardal-. Has desarrollado un sistema de seguridad único con tu combinación de métodos de vigilancia tradicionales y modernos.

Salieron de la sala de los monitores y Kardal lo condujo a una de las salas de reuniones. A diferencia de las que estaban junto al salón del trono, se trataba de una pieza tan moderna como impersonal.

– La Ciudad de los Ladrones recibe un porcentaje de los beneficios petroleros de tu país y de Bahania. A cambio, nosotros velamos por la seguridad de los campos petrolíferos. Somos los primeros interesados en que no haya ningún problema ni demora en la producción.

– Estoy de acuerdo, pero hay grados y grados de perfección.

Givon se sentó en un extremo de la mesa. Kardal tomó asiento en una silla frente a su padre. ¿Era orgullo lo que oía en su voz? Kardal sintió una mezcla de satisfacción y rabia.

– Tienes talento natural como gobernante -continuó Givon.

– No será gracias a tus enseñanzas – replicó Kardal antes de que pudiera contenerse.

– Tu abuelo te crió y ahora eres un hombre adulto. Creo que el mérito ha de repartirse entre él y tú -Givon hizo una pausa antes de continuar-. Sea lo que sea lo que hayas heredado de mí, podría haber quedado en nada si no se hubiese potenciado debidamente. Así que no, no creo que pueda colgarme ninguna medalla por tus logros. Pero, aunque no me corresponda, reconozco que siento cierto orgullo. Como padre, tengo derecho a sentirlo. Aunque haya sido un padre tan malo como yo.

Kardal no supo qué contestar. Quería salir corriendo de la sala y dar por terminada la conversación, pero no le parecía correcto. Desde que Cala había invitado a Givon, todo había ido encaminado a que se produjera aquel encuentro con su padre.

En la mesa había una jarra de agua y varios vasos boca abajo. Givon dio la vuelta a uno de ellos y se sirvió. Dio un sorbo.

– Debería haber venido antes -dijo mirando a Kardal a los ojos.

– ¿Por qué?, ¿Qué habría cambiado?

– Puede que nada- Givon se encogió de hombros – Puede que todo. Nunca lo sabremos.

– No habría podido enseñarte un sistema de vigilancia tan avanzado.

– Olvídate del trabajo. Se trata de ti y de mí. Por poco que te apetezca hablar del tema, tenemos que hacerlo -Givon dejó el vaso en la mesa-. Si algo he aprendido a lo largo de la vida es que hay cosas que se pueden retrasar, pero muy pocas se consiguen posponer eternamente. No te culpo por estar enfadado conmigo.

Kardal seguía sentado en la silla. Se obligó a permanecer calmado, pero estaba deseando ponerse de pie y saltar al cuello de Givon. Quería gritar, expresar su frustración, exigirle a su padre que explicara por qué se atrevía a presentarse allí después de tanto tiempo. Quería decirle que no era nadie para él y que seguiría sin importarle por mucho que hablaran.

Se sentía rabioso, frustrado, profundamente dolido. Emociones que no había advertido hasta ese momento en que salían a la superficie. Apenas podía respirar de intensas que eran. Sabrina lo había avisado, pensó de pronto. Le había dicho que debía prepararse para cuando se encontrara con su padre. Que si no preveía cómo iba a afectarle, el encuentro lo abrumaría.

Era más sabia de lo que estaba dispuesto a admitir.

– Sé que sientes rabia -insistió Givon.

– La rabia es lo de menos -contestó entre dientes Kardal.

– Sí… Ojalá… -Givon suspiró-. Quiero Explicarme. ¿Estás dispuesto a escuchar?

Kardal quiso gritar que no. Pero se negaba a salir de la sala como un adolescente. De modo que se limitó a asentir con la cabeza. De pronto se sorprendió echando de menos a Sabrina. Le habría gustado tenerla a su lado en aquel momento.

– Gracias -Givon se recostó en la silla-, Estoy seguro de que sabes por qué vine aquí. En vista de que tu abuelo no había tenido ningún hijo varón, la tradición establecía que el rey Hassan o yo debíamos tener un hijo con Cala. La tradición también obligaba a que los reyes de El Bahar y Bahania se alternaran. Habían pasado cien años desde la anterior vez que se había dado un caso semejante. Me tocaba a mí, así que dejé a mi esposa y a mis hijos y vine a cumplir con mi obligación.

– Estoy al corriente de las costumbres de la ciudad -dijo impaciente Kardal -Puede, pero no se trata solo de las costumbres ni de la historia de la ciudad. Sino de las personas que nos vimos implicadas. No estamos hablando de hechos fríos. Yo estaba casado, Kardal. Tenía dos hijos y los quería mucho. Nadie quería que viniese aquí. Yo mismo no quería. La idea de seducir a una niña de dieciocho años me resultaba repulsiva -Givon se detuvo y miró a Kardal-. Tenía la misma edad que tú tienes ahora. ¿Qué sentirías si tuvieses que acostarte con una chica de esa edad?

Kardal cambió de postura, se sentía incómodo. Entendía la postura de su padre, pero no quería reconocerlo.

– Sigue.

– Pienses lo que pienses de mí -continuó Givon-, debes saber que nunca le había sido infiel a mi esposa. Estaba embarazada de nuestro tercer hijo. Éramos felices. Pero tenía que cumplir con mi deber. Vine a la Ciudad de los Ladrones y conocí a Cala.

Al mencionar su nombre, su expresión cambió por completo. Sus labios dibujaron una ligera sonrisa y su mirada se suavizó. Kardal frunció el ceño. Se negaba a dejarse ablandar por los sentimientos de Givon.

– No era lo que había imaginado -prosiguió este-. Era bonita, pero era mucho más que eso. Aunque solo tenía dieciocho años, congeniamos enseguida. De repente, estaba como hechizado, sentía cosas por ella que nunca había sentido por nadie. Había venido con la intención de hacer mi trabajo y marcharme. Pero después de conocerla, me resultó inconcebible llevármela a la cama directamente. Empegamos a hablar, nos hicimos amigos. Cada vez nos caíamos mejor… Yo era un rey, un hombre poderoso. Y estaba enamorado de una niña. Me sentía como un idiota, pero era más feliz de lo que nunca lo había sido. La quería. Y quererla me hizo ver que nunca había amado de verdad a mi mujer. No de esa forma. Así que Cala y yo decidimos quedarnos.

– ¿Pensasteis en quedaros en la ciudad? – preguntó Kardal tras cambiar de postura une vez más.

– No quería dejarla -dijo Givon-. ¿Qué otra opción tenía? -añadió antes de dar un nuevo sorbo de agua.

– Pero no te quedaste.

– No -Givon dejó el vaso en la mesa-Pasó un mes, luego otro. Sabía que tendría renunciar a mi reino a mis hijos, a todo. Estaba dispuesto a hacerlo. Hasta que vino mi esposa. Mi tercer hijo había nacido entre tanto. Me puso el bebé en los brazos y me preguntó si iba a abandonarlos a todos. Miré al bebé a los ojos y vi en ellos mi futuro, supe que no podía darme aquí. Había estado jugando, pero había llegado el momento de volver a asumir mis responsabilidades. El pueblo de El Bañar era más importante que mis problemas personales.

Kardal no quería pensar en lo mucho que le habría costado irse. Conocía bien a su madre y estaba seguro de que no habría asumido aquel revés con serenidad.

– Cala te pidió que no volvieras nunca – dijo Kardal, creyendo por primera vez en la vida que así había sido.

– Y yo accedí, aunque no tenía intención de cumplir mi palabra. Me prometí que volvería. Pero mi esposa murió al año. Me encontré con tres niños a los que criar. No podía dejarlos para volver con Cala y contigo. Eran los herederos, así que tampoco podía llevármelos conmigo. Y no quería que mi hijo mayor jurara como rey siendo tan joven. Le pedí a Cala que vinierais a vivir conmigo, pero dijo que eras el príncipe de los ladrones y tenías que crecer dentro de los muros de la ciudad. Creo que seguía dolida y resentida. No la culpo. Además, había perdido la confianza en mí.

Kardal no sabía qué pensar. No había querido oír la versión de su padre, pero una vez que lo había hecho, no podría quitársela de la cabeza nunca. Nada era como había supuesto.

– Ella nunca te odió -dijo de pronto-. Nunca habló mal de ti.

– Gracias por decírmelo -contestó Givon con cierta melancolía en su voz-. Por mi parte, nunca he dejado de quererla.

Era más de lo que Kardal quería saber. Farfulló una disculpa y se marchó de la sala. Un centenar de pensamientos se agolpó en su cabeza, pero solo importaba uno: tenía que ver a Sabrina. En cuanto estuviera con ella, todo mejoraría.

Recorrió a toda prisa los pasillos del palacio y solo frenó al llegar a la puerta de su habitación. Entró sin llamar.

Estaba sentada con varios libros delante, distribuidos sobre una mesa. Levantó la cabeza hacia Kardal y sonrió. Este se fijó en su cabello pelirrojo, en la luz de sus ojos, las curvas que el vestido de algodón ocultaba más que realzaba.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó tras ponerse de pie.

– He hablado con mi padre.

Intentó decir algo más, explicar lo duro que le resultaba comprobar que Givon no era ningún demonio, sino un hombre que se había visto obligado, por circunstancias que escapaban a su control a tomar decisiones difíciles. Kardal no exculpaba a Givon del todo. Siempre podía haberse puesto en contacto con él. Pero ya no tenía tan claro dónde situar la línea divisoria entre la culpa y la inocencia.

Sabrina vio las emociones que se concentraban en el rostro de Kardal. Estaba confundido, herido. No sabía de qué habrían hablado exactamente, pero podía hacerse una idea. Sabrina sufría con el dolor del hombre que tenía delante. El hombre al que amaba y con el que no podría quedarse. Sin pensar dos veces en las consecuencias de sus actos, avanzó hasta Kardal y lo abrazó. Este le devolvió el abrazo. Cuando bajó la cabeza para besarla, no se le ocurrió rechazarlo ni retroceder.

La pasión se encendió con la intensidad habitual. Sabrina sintió que los huesos se le derretían contra el cuerpo de Kardal. Él, todo músculo. Ella, toda curvas. Pensó en lo a gusto que se sentía entre sus brazos. La estaba besando con una mezcla de ternura y urgencia. Esa vez no le mordisqueó el labio inferior, sino que buscó su lengua como si la necesitase para vivir. El deseo de Kardal avivó el de Sabrina, que se aferró a él, dejando que tomara lo que quisiera, mostrándole cuánto lo necesitaba ella también.

Kardal recorrió su espalda con las manos. Detuvo una en el trasero y la apretó contra su cuerpo. Sabrina elevó las caderas hasta sentir el calibre de su erección. Al notar su masculinidad, se estremeció de excitación, curiosidad y aprensión.

– Sabrina -murmuró después de separar los labios y posar la boca contra su cuello. Le dio un mordisquito justo debajo de la oreja y luego le lamió el lóbulo.

Sabrina gimió. De pronto, quería verlo desnudo. Quería tocarlo y entender en qué consistían las relaciones entre un hombre y una mujer. Aunque no le faltaban conocimientos teóricos, su experiencia era casi inexistente.

Le bastó imaginarse desnuda junto a Kardal para que la respiración se le entrecortase. Los pechos se le hincharon, los pezones empujaban contra el sujetador, la presión entre las piernas crecía por segundos. Sabrina deseó que la tocara en el mismo sitio que la vez anterior.

Lo deseaba. Quería hacerle el amor. Sus necesidades físicas se unían a las emocionales. Juntas alcanzaban una fuerza irreprimible.

– Te deseo -dijo él mientras le besaba el cuello-. Te necesito.

«Te quiero», pensó ella.

Pero no lo dijo. Porque amar a Kardal no le acarrearía más que problemas

– No podemos -susurró Sabrina justo mientras Kardal le bajaba la cremallera del vestido-. Kardal, soy virgen.

El vestido se le caía de los hombros. Sabrina se lo sujetó contra los pechos. Kardal le envolvió la cara con las manos y la miró a los ojos.

– Te deseo -repitió – Merece la pena arriesgarse a lo que sea con tal de tocarte, de enseñarte, de hacerte el amor. Por favor, no me niegues la gloria de poseerte.

Si se lo hubiera exigido, quizá hubiese encontrado fuerzas para decir que no. Si la hubiera provocado con alguna broma, habría encontrado algún recurso. Pero aquella súplica desesperada la dejó sin reacción. No podía negarle nada. Aunque sabía que los dos pagarían caro lo que iban a hacer.

Kardal agarró las manos de Sabrina y esta soltó el vestido, que cayó al suelo. Debajo llevaba un sujetador y bragas de seda. Sin tiempo para reaccionar, se encontró medio desnuda frente a Kardal, que contuvo la respiración maravillado, como si su cuerpo fuese tan hermoso como los tesoros que llenaban el castillo. De repente, se le pasó cualquier posible vergüenza. Se sintió orgullosa de ser la mujer a la que Kardal deseaba.

– Moriría por ti -susurró y la sorprendió hincándose de rodillas

Sabrina no sabía qué pensar. ¿Kardal arrodillado ante ella?, ¿Qué significaba? Pero, antes de dar con una respuesta, notó que la besaba en el ombligo. Sintió una descarga eléctrica por todo el cuerpo. La piel se le puso de gallina, los pechos se le hincharon todavía más.

Kardal paseó la lengua por su tripa antes de bajar. Sabrina notó un temblor entre los muslos, hacia arriba, hacia abajo, casi no podía mantenerse en pie. Sin pensarlo, puso una mano sobre un hombro de Kardal y la otra en la cabeza. Le mesó el cabello y gimió cuando Kardal le besó justo encima del elástico de las bragas. Luego descendió a lo largo de sus muslos.

Era un cosquilleo. Era perfecto. Temblaba tanto que solo podía seguir de pie aferrándose a Kardal. Este le rodeó la cintura con un brazo y siguió besándola, mordisqueándola, lamiéndole las piernas. Finalmente, le bajó las bragas de un tirón.

Estaba desconcertada por lo que ocurría. ¿No deberían estar en la cama?, ¿No debería estar la habitación a oscuras? ¿O, al menos, con una luz más tenue? El sol entraba por las ventanas. Estaban lo suficientemente altos en el castillo como para que nadie los viera, pero se sintió violenta cuando Kardal le pidió que sacara los pies de las bragas. Violenta y vulnerable.

– Kardal, no creo que…

La besó. No en el estómago ni en la pierna, sino en su parte más íntima. Un beso con lengua que la dejó sin respiración. Sabrina sintió una explosión de placer arrasadora. Sin querer, separó las piernas para que pudiera besarla de nuevo. Kardal le apartó los rizos del vello púbico y le lamió con fuerza su punto más sensible. Sabrina gimió, las piernas se le doblaron, Kardal la sujetó y la apretó contra su cuerpo.

– Mi pajarillo -murmuró mientras se quitaba la chaqueta. Luego la levantó en brazos y la llevó a la cama-. Voy a hacerte volar.

Ella no tenía objeciones. Ni voluntad. Habría hecho cualquier cosa que le pidiese, le había prometido el mundo. Lo que fuera con tal de que volviese a tocarla de ese modo.

La posó sobre el colchón. Luego se inclinó sobre ella y le desabrochó el sujetador. Cuando estuvo totalmente desnuda, se recostó a su lado y se apoderó de uno de sus pezones.

Sabrina nunca había sentido el calor y la humedad de la boca de un hombre sobre sus pechos. Nunca había sentido la tensión que recorría su parte más femenina. Una y otra vez, Kardal pasaba la lengua por sus senos, descubriendo sus formas, los puntos más sensibles. Mientras tanto, le acariciaba el otro pezón.

No habría podido decir cuánto tiempo la estuvo tocando así. Por fin, cuando tenía el cuerpo entero tenso y dispuesto a aliviarse, a cualquier tipo de alivio, empezó a bajar.

Esa vez sí supo qué esperar. Esa vez casi lloró ante la expectativa de sentir su lengua sobre su cuerpo. Se movió entre sus muslos y ella los separó para acogerlo. Cuando Kardal bajó la cabeza, contuvo la respiración.

Luego gimió su nombre. Él la lamió desde la entrada de su lugar más íntimo hasta ese punto de placer oculto. Una y otra vez. Al principio despacio, luego más rápido. Sabrina se agarró a la colcha, incapaz de pensar ni hacer nada más que sobrevivir a ese placer indescriptible que jamás había experimentado.

Nadie más podría hacerle sentir algo así, se dijo mientras notaba el cuerpo todavía más tenso. Nadie podría tocar su cuerpo y su corazón como Kardal. Quiso decírselo. Quiso gritar que lo amaba, que siempre lo amaría; pero necesitaba aire para pronunciar las palabras y no podía respirar. Solo pudo aguantar la súbita oleada que la arrasó.

Fue perfecto. Mejor que en sus fantasías más salvajes. Era imposible y, sin embargo, el placer continuó hasta acabar desfallecida, más contenta que en toda su vida.

Abrió los ojos y vio a Kardal encima de ella.

– Todavía hay más -dijo este antes de darle un beso en el cuello.

Luego se incorporó y se quitó la corbata. A continuación se despojó de la camisa. Y de los zapatos y los calcetines. Por fin se libró de los pantalones y los calzoncillos.

En cuestión de segundos, se había quedado tan desnudo como ella. ¡Dios, estaban desnudos! Intentó fijarse en el color bronceado de su torso, pero sus ojos se vieron arrastrados hacia el vello que bajaba por sus abdominales. Y siguieron descendiendo hasta clavarse en la prueba más palpable de su excitación.

Era bonito, en la medida en que puede ser bonito un hombre erecto. Kardal le sonrió mientras se arrodillaba sobre el colchón y se inclinaba a besarle los pezones.

– Te pediría que me tocaras, pero las consecuencias podrían ser desastrosas. Me encuentro en la embarazosa situación de tener que reconocer que no estoy seguro de que pueda controlarme – Kardal le acarició la cara-. Me gustaría poder decir que es porque hace mucho que no estoy con una mujer, pero es por otra cosa… Es… por… ti… Solo tú despiertas un deseo tan ardiente dentro de mí, Sabrina -añadió tras acomodarse entre las piernas de ella y empezar a frotarla de nuevo.

Jamás pensó que podría necesitarlo otra vez tan rápido, pero nada más terminar de pronunciar la frase, comprendió que estaba preparada para que Kardal la llevase de vuelta al paraíso.

– Kardal -susurró al tiempo que abría los brazos.

Una vocecilla de alarma sonó dentro de su cabeza. Una vocecilla que le recordó que si seguía adelante, no habría vuelta atrás. Las vidas de los dos cambiarían para siempre. Pero no pudo apartarse ni pedirle que parara. Lo deseaba. Lo necesitaba. Lo amaba y quería perder la virginidad en sus brazos.

No tuvo que insistirle. Kardal se deslizó entre sus muslos y empujó con cuidado. Al principio, el cuerpo de Sabrina estaba húmedo de la anterior explosión, pero luego empezó a tensarse. La presión creció, una presión distinta a la que había sentido antes.

Kardal hizo una pausa, metió la mano entre los dos y localizó su punto de placer. Lo frotó. No tardó en excitarla. Luego empujó otro poco. Y así avanzaron hasta llegar a la barrera que delimitaba su inocencia.

Tras disculparse con un beso, dio un último empujón Y, de pronto, estaba dentro de ella Apoyándose en los brazos, Kardal empezó a entrar y salir en un baile sin tiempo Sabrina se agarró a él atenta a la reacción de su cuerpo ante cada nueva acometida. Empezó a sentir cosquilleos, llamaradas de fuego imprevistas. Lo apretó con más fuerza. Quería más, quería a Kardal. Quería… De repente sintió unas contracciones profundas bajo el vientre. Como corrientes cálidas en un estanque. No lo esperaba y creyó que se hundiría en aquel mar de sensaciones.

– Sí -gruñó Kardal tras arremeter de nuevo.

Con cada movimiento aumentaba la intensidad de las corrientes. Hasta que, por fn, se puso rígido y gritó el nombre de Sabrina. Esta sintió el potente espasmo que estremeció su cuerpo.

Luego permanecieron entrelazados hasta que recuperaron la respiración. Kardal le acarició la cara. Sonrió.

– Eres mía -le dijo-. Te he hecho mía y nada del mundo va a cambiarlo.

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