A Alex nada le había dado tanta lástima como su pobre esposa cabeza hueca. Le dio la espalda a la cazuela de chile que estaba cocinando y la observó entrar en la caravana, con la ropa tan sucia que podría haber salido de una pocilga. Briznas de heno y restos de comida para anímales se pegaban a lo que le quedaba de coleta. Tenía los brazos salpicados de barro y olía que apestaba.
Como Alex también había sido el blanco de la llama más de una vez, reconoció el olor.
– ¿También has tenido un encontronazo con Lollipop?
Ella masculló algo indescifrable y se dirigió al donnicker.
Alex sonrió y volvió a remover el chile.
– No te he entendido. ¿Qué has dicho?
La respuesta de la joven tuvo el acento bien educado de alguien acostumbrado a las cosas buenas de la vida.
– Vete a freír espárragos. -Y cerró la puerta de un portazo.
Él se rio entre dientes.
– ¿Ha sido tu primer encuentro con una llama?
Ella no contestó.
Alex echó otra cucharada de pimienta picante, añadió salsa caliente a la mezcla y la probó. Demasiado suave.
No se oía ningún sonido en el baño, ni siquiera el del agua. Con el ceño fruncido, dejó la salsa picante al fuego.
– ¿Daisy? -Como ella no respondió, él se acercó al baño y llamó a la puerta. -¿Daisy? ¿Te pasa algo?
Nada.
Giró la manija y la vio inmóvil, delante del espejo, con las lágrimas cayéndole en silencio por las mejillas mientras miraba su propio reflejo.
Alex notó un extraño sentimiento de ternura en su interior.
– ¿Qué te ocurre, cariño?
Ella no se movió, las lágrimas continuaron deslizándosele por las mejillas.
– No es que nunca haya sido tan guapa como mi madre, pero ahora estoy horrible.
En lugar de irritarlo, ver que ella había perdido cualquier rastro de vanidad le tocó la fibra sensible.
– Yo creo que eres muy hermosa, cara de ángel, incluso cuando estás sucia. Pero te sentirás mejor después de ducharte.
Daisy no se movió. Seguía con la mirada clavada en el espejo mientras las lágrimas le caían por la barbilla.
Él se agachó a su lado, le levantó un pie y le quitó la deportiva y el calcetín. Luego hizo lo mismo con el otro.
– Por favor, vete. -Daisy lo dijo con la misma dignidad muda que él había observado en ella durante los últimos diez días mientras se concentraba en completar una tarea tras otra. -Estás ayudándome porque estoy llorando de nuevo, pero sólo lloro porque estoy cansada. Lo siento. No me hagas caso.
– Ni siquiera he notado que estuvieras llorando. -Alex se arrodilló ante ella y le abrió la cremallera de los vaqueros y, tras vacilar un momento, se los deslizó por las caderas. Cuando los bajó por las delgadas piernas de la joven, Alex sintió una punzada de deseo y tuvo que obligarse a apartar la vista del tentador triángulo de las bragas color verde menta que llevaba puestas.
¿Cuánto tiempo más iba a poder mantener las manos alejadas de ella? Durante la última semana y media Daisy había estado tan cansada que apenas podía mantenerse en pie, pero él sólo había podido pensar en su suave y flexible cuerpo. Había llegado a un punto en el que no podía mirarla sin ponerse duro, y eso le sacaba de sus casillas. Le gustaba tener todos los aspectos de su vida bajo control y ése se le escapaba de las manos.
Incluso para una mujer que hubiera crecido en el circo hubiera sido demasiado duro hacer todo lo que le había ordenado hacer a Daisy. Se había convencido de que sólo era cuestión de días -por no decir horas- que ella tirase la toalla y se fuera. Y querría poder estar seguro de que no la tocaría, por lo menos no como deseaba hacerlo. Mantener relaciones sexuales en ese momento sólo complicaría una situación ya de por sí complicada, y por eso no importaba lo mucho que la deseara, tenía que dejarla en paz.
Pero Daisy seguía sin darse por vencida y él no sabía cuánto tiempo más podría mantenerse alejado. Cuando se metía en la cama por la noche, era tan consciente de ella acurrucada en el sofá, a tan sólo unos metros de él, que tenía dificultades para quedarse dormido. Y el simple hecho de verla durante el día hacía imposible que se concentrara en su trabajo.
¿Por qué no se había rendido? Era delicada. Débil. No hacía más que llorar. Y, al mismo tiempo, había tenido el valor de enfrentarse a Neeco Martin y defender a esas pobres y tristes criaturas de la casa de fieras. Daisy Devreaux Markov no era la joven pusilánime que él había supuesto.
Que no hubiera resultado ser como él creía lo irritaba casi tanto como el doloroso efecto que tenía sobre su cuerpo, y por ese motivo le habló bruscamente:
– Levanta los brazos.
Daisy estaba demasiado cansada después de haberse pasado todo el día trabajando, así que obedeció de manera automática. Alex le quitó la camiseta por la cabeza, dejando al descubierto el sujetador que hacía juego con las braguitas. La joven estaba tan agotada que no podía evitar que se le cayera la cabeza, pero Alex seguía sin poder confiar en sí mismo, por lo que se enojó todavía más. Se dio la vuelta, ajustó la temperatura del agua de la ducha y metió a Daisy dentro de la cabina con la ropa interior incluida.
– Te serviré la comida cuando salgas. Ya me he hartado de comer latas de conservas, así que esta noche he preparado chile.
– Sé cocinar -dijo ella entre dientes.
– Por hoy ya has hecho suficiente.
Daisy se colocó bajo el chorro de la ducha y dejó que el agua resbalara por su cuerpo.
Cuando por fin salió del cuarto de baño, llevaba el pelo retirado de la cara y tenía puesto el albornoz azul de Alex. Parecía una adolescente cuando se deslizó detrás de la mesa de la cocina.
Alex le plantó delante un plato de chile caliente y luego se acercó al fogón para servirse otro para él.
– ¿Puedo faltar esta noche a la función?-preguntó ella.
– ¿Estás enferma?
– No.
Alex puso su plato sobre la mesa y se sentó enfrente de ella, endureciendo su corazón ante la muda dignidad que mostraba su esposa.
– Entonces no puedes faltar.
Daisy pareció aceptar la negativa con resignación, algo que a Alex le molestó más que si hubiera discutido con él.
– Jamás me había sentido tan despreciada.
– Las llamas son así con todo el mundo. No te lo lomes como algo personal.
– Frankie también me odia. Hoy me ha lanzado una caja de galletas.
– Ha tenido que ser un accidente. Frankie es amable con todo el mundo.
Daisy apoyó un codo en la mesa y descansó la cabeza en la mano mientras revolvía el chile con desgana.
– Desfilar con tan poca ropa denigra a las mujeres.
– Pero es estupendo para la taquilla.
Alex lamentó de inmediato haberle tomado el pelo, sobre todo cuando sabía que ella estaba demasiado cansada para responder a la broma. Y lo cierto era que le molestaba verla desfilar con ese maillot. No era tan alta como las demás chicas ni tan pechugona como ellas, pero la belleza juvenil y la dulce sonrisa de su esposa la hacían destacar, e incluso había tenido que ponerse serio con algunos patanes del público que habían intentado ligar con ella tras la función. Sorprendentemente, Daisy parecía no ser consciente de las reacciones que provocaba.
Ella dejó caer una galletita salada en el chile.
– Ya que presumes de lo bien que se cuida a los animales en el circo, deberías saber que la casa de fieras es una vergüenza.
– Estoy totalmente de acuerdo contigo. Llevo años diciéndolo, pero a Owen le encantaba y siempre se negó en redondo a deshacerse de ella.
– ¿Y Sheba?
– Opina como yo. Espero que la cierre pronto, pero no hay mercado para los animales viejos de los circos. En realidad están mejor con nosotros que si los vendiese a los cotos de caza ilegales.
Daisy se llevó un poco de chile a la boca pero volvió a poner el tenedor en el plato como si comer supusiera demasiado esfuerzo.
Alex ya no lo soportó más. No le importaba si le criticaban por darle a su esposa un trato de favor, pero no podía tolerar esas sombras púrpura bajo sus ojos ni un día más.
– Vete a la cama, Daisy. He cambiado de idea. Hoy puedes saltarte la función.
– ¿De verdad? ¿Estás seguro?
La alegría de Daisy lo hizo sentir todavía más culpable.
– Eso es lo que he dicho, ¿no?
– Sí, sí, claro. Oh, gracias, Alex. No lo olvidaré.
Daisy durmió durante la primera función pero, para sorpresa de Alex, se presentó cuando comenzaba la segunda función. La siesta de dos horas había hecho maravillas en ella y parecía más relajada que en los días anteriores. Mientras recorría la pista de arena sobre Misha, Alex la vio saludar con las manos y lanzar besos a los niños sin ser consciente del efecto que aquel llameante maillot rojo tenía en los padres de las criaturas. Alex tuvo que contenerse para no arrancar la gorra de alguno de esos palurdos con el látigo.
Cuando la función finalizó, él se fue a la caravana para cambiarse de ropa. Daisy solía estar ya allí, pero no la vio por ninguna parte.
Intranquilo, se vistió rápidamente y regresó al circo. Un destello de lentejuelas rojas cerca de la puerta principal atrajo su atención. Vio a su esposa rodeada por tres espectadores. Todos se comportaban con cortesía y, desde luego, ella no corría peligro, pero aun así quería estrellar el puño contra aquellas caras presumidas.
Uno de ellos dijo algo y Daisy se rio, un sonido angelical que flotó en el aire de la noche. Alex maldijo por lo bajo.
– ¿Qué es lo que te pone de tan mala leche?
Al ver a Brady detrás de él, Alex se obligó a relajarse.
– ¿Qué te hace pensar que estoy de mala leche?
Brady se puso un palillo en la comisura de la boca.
– La manera en que miras a esos tíos.
– No sé de qué estás hablando.
– No lo entiendo, Alex. Pensaba que ella no te importaba.
– No quiero hablar de eso.
– No te preocupes, no tengo intención de hablarte de ella. -Se pasó el palillo de un lado a otro de los labios. -Pero de todas maneras creo que, a pesar de que sea una ladrona y la odies, no deberías hacer trabajar tan duro a una mujer embarazada.
– ¿Quién te ha dicho que está embarazada?
– Es lo que piensa todo el mundo. La noche de la fiesta sorpresa no parecías exactamente un novio feliz.
Alex apretó los dientes.
– No está embarazada.
A Brady se le cayó el palillo.
– ¿Entonces por qué coño te casaste con ella?
– Eso no es asunto tuyo. -Alex se alejó.
Alex trabajó hasta medianoche. Cuando entró en la caravana, Daisy estaba dormida, pero en lugar de estar acurrucada sobre un montón de sábanas arrugadas como siempre, yacía en el sofá con el maillot de la función todavía puesto, como si se hubiera sentado unos minutos y se hubiera quedado dormida sin querer. Él sabía que una cosa era ser duro con ella y otra llevarla hasta el límite de sus fuerzas. En ese momento supo que no podía dejar que siguiera trabajando así. En lo que a él concernía, Daisy había pagado su deuda y había llegado el momento de bajar el ritmo.
Daisy tenía los labios ligeramente entreabiertos y los mechones del pelo oscuro se extendían sobre el almohadón del sofá como cintas sedosas. Estaba tumbada boca abajo y a Alex se le secó la boca al ver ese dulce culito respingón cubierto sólo por la trama en forma de diamantes de las medias negras de red. La fina tira de lentejuelas que cubría la unión de las nalgas hacía que la visión fuera todavía más atrayente. Se obligó a apartar la mirada, se desnudó y entró en el cuarto de baño, donde se metió rápidamente bajo el agua fría.
El ruido de la ducha debió de despertar a Daisy, porque cuando Alex apareció envuelto en una toalla, la joven estaba delante del fregadero con la bata azul de Alex cubriendo el maillot. Las pequeñas manos femeninas asomaban por las mangas mientras cortaba un trozo de pan.
– ¿Quieres que te haga un bocadillo? -Daisy parecía de mejor humor que cualquiera de los días anteriores. -Me quedé dormida antes de cenar y estoy muerta de hambre.
Se le abrió el albornoz, revelando las curvas de los pechos bajo las lentejuelas llameantes del maillot. Alex deslizó la mirada sobre ella y en vez de agradecerle el ofrecimiento, le espetó:
– Como Sheba te atrape durmiendo con uno de sus maillots, te desnudará estés donde estés.
– Entonces tendré que asegurarme de que no me pille.
El renovado ánimo en la voz de Daisy hizo que Alex se sintiera mejor.
– No se puede esperar que lo aprendas todo de inmediato.
Daisy se volvió hacia él, pero cualquier cosa que fuera a decir murió en sus labios. Deslizó la mirada por el pecho de su marido hasta la toalla amarilla que le cubría las caderas.
Alex quiso gritarle, decirle que no lo mirara de esa manera a no ser que quisiera acabar en la cama con él. Casi sintió que perdía el control.
– ¿Quieres que… er… quieres tu bata? -preguntó ella.
Él asintió con la cabeza.
Ella tiró del cinturón, se la quitó y se la tendió.
Alex la dejó caer al suelo.
Ella se lo quedó mirando.
– ¿No acabas de pedírmela?
– Lo único que quería era que te la quitaras.
Daisy se humedeció los labios y él la estudió mientras esperaba una respuesta, llamándose estúpido en todos los idiomas que conocía, pues sabía que no podría resistirse a ella otra noche.
– No estoy segura de qué quieres decir exactamente -dijo ella con timidez.
– Quiero decir que no voy a poder mantener mis manos alejadas de ti durante más tiempo.
– Eso es lo que me temía. -Daisy respiró hondo y alzó la barbilla. -Lo siento, pero no puedo acostarme contigo. No estaría bien.
– ¿Por qué?
– Porque no sería sagrado. Hacer el amor significa algo más para mí. No lo hago con cualquiera.
– Me alegro de oírlo. -Impulsado por una fuerza que no podía resistir, Alex se acercó a ella.
Daisy dio un paso atrás, hasta tropezar contra el mostrador, sin apartar la mirada de los ojos de él.
– No puedo hacerlo sin que signifique algo.
– Espero que eso quiera decir que no tengo que preocuparme por ninguna enfermedad de transmisión sexual como las que le mencionaste a la camarera al poco de casarnos.
– ¡Por supuesto que no!
– En ese caso tampoco tienes que preocuparte por mí. Estoy perfectamente sano.
– Me alegro mucho por ti, pero… -¿No te ha dicho nadie que hablas demasiado?
Él plantó las manos en el mostrador atrapándola entre sus brazos.
– Tenemos que hablarlo. Es importante. Es… -Lo que realmente necesitamos es dejar de hablar. Rodeó la cintura de Daisy con las manos. -Ya hemos jugado suficiente al gato y al ratón, cara de ángel. ¿No crees que ha llegado el momento de actuar?
El olor de Daisy lo tentaba. La recorrió con la mirada; su cuerpo quedaba resaltado por el maillot de llameantes lentejuelas rojas y la suave respiración de la ¡oven le agitaba el vello del pecho.
– ¿Por qué quieres hacerlo con alguien a quien no respetas?
A Daisy se le cerraron los ojos cuando él inclinó la cabeza y le acarició el cuello con los labios.
– ¿Por qué no dejas que sea yo quien se preocupe de eso?
– Me consideras una ladrona.
– Bueno, he estado dándole vueltas a ese asunto.
Daisy ladeó la cabeza, y otra punzada de culpabilidad golpeó a Alex cuando vio que los ojos violeta de su esposa brillaban con deleite y su boca suave se curvaba en una sonrisa tonta.
– ¡Me crees! ¡Sabes que no fui yo quien robó el dinero!
Él no había dicho eso. Pero ya no estaba enfadado. Aunque no podía perdonarle lo que había hecho, entendía lo que era la desesperación y no quería seguir juzgándola.
– Creo que eres endemoniadamente sexy. -Le rozó el labio inferior con el pulgar y lo encontró húmedo bajo su caricia. -¿Utilizas algún anticonceptivo o quieres que me encargue yo?
Los ojos de Daisy llamearon.
– Tomo la píldora, pero…
– Bien.
Alex inclinó aún más la cabeza y cubrió los labios de ella con los suyos. Los dos se estremecieron. ¡Santo Dios, qué dulces eran! Daisy debía de haberse comido una de las ciruelas maduras que había en una bolsa sobre el mostrador, porque él podía saborear la fruta en su boca.
La joven entreabrió los labios, pero el movimiento fue titubeante, como si aún no hubiera tomado una decisión. A él le resultó muy excitante esa aceptación tímida e insegura. En ese momento decidió que no le daría más tiempo para pensar, y la estrechó contra su cuerpo.
Fuera del pequeño mundo de la caravana, comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia, que golpearon el techo metálico con un ligero y agradable repiqueteo. El sonido era hipnótico y tranquilizador. El ruido de la lluvia los aislaba, los apañaba del resto del universo y los llevaba a un lugar íntimo y acogedor.
Daisy suspiró contra los gentiles y pacientes labios de su marido. La medalla esmaltada que colgaba del cuello de Alex se rozaba contra ella y, cuando él le pasó la punta de la lengua por la sensible superficie interior del labio inferior, una oleada de calor le atravesó las venas. En ese momento todos sus principios morales se evaporaron, y cualquier idea que hubiera tenido de re ' chazarlo se esfumó. Ella había deseado eso desde el principio y ya no podía reprimir la fuerza que la impulsaba hacia él.
Se rindió y separó los labios, dejándole entrar.
Alex se tomó su tiempo y, cuando le invadió la boca, el beso fue completamente arrebatador. Daisy respondió con fervor y él le permitió indagar todo lo que quiso.
Ella introdujo la lengua entre los labios de Alex, besando las comisuras de esa boca dura, explorando el interior una y otra vez. Rodeó los hombros de su marido con los brazos y se puso de puntillas para mordisquearle la oreja. Le dejó la marca de los dientes en la curva de la mandíbula antes de regresar de nuevo a su boca.
Entraba y salía.
Se retiraba e indagaba.
Y dentro otra vez.
Daisy se sentía cada vez más excitada, una excitación alimentada por la respiración entrecortada de Alex y por la sensación que le provocaban sus manos, estrechándola con fuerza: una en la cintura, otra magreándole las nalgas. ¿Cómo podía haber tenido miedo de él? La imagen de los látigos guardados bajo la cama apareció en su mente, pero ella la ignoró. Alex no le haría daño. No podría.
Daisy lamió el dulce camino entre el cuello y el pecho de su marido y hurgó con la punta de la lengua en el vello oscuro que le cubría el torso hasta llegar a la piel de debajo. La respiración de Alex era ahora más rápida y, cuando habló, su voz sonó ronca.
– Si es así como besas, ángel, no quiero ni pensar en cómo… -gimió cuando ella encontró la tetilla.
Daisy le subió los brazos al cuello y uno de los dedos se le quedó atrapado en la cadena de oro que sostenía la medalla esmaltada. Esos besos ardientes y esas caricias tentadoras eran tan deliciosos que no tenía suficiente. El cuerpo de Alex era ahora suyo para explorarlo a placer, y ella ansiaba conocer cada centímetro de él.
– Quiero quitarte la toalla -susurró.
Alex le hundió los dedos en el pelo. Ella alargó el brazo hacia el nudo, pero él le atrapó la mano.
– No tan rápido, cariño. Primero enséñame tú algo.
– ¿Qué quieres ver?
– Lo que tú quieras.
– Con este maillot no dejo nada a la imaginación
– Aun así quiero verte más de cerca.
Daisy sabía que el sexo podía ser excitante, pero no había esperado el sensual tono provocador en la voz di Alex. De repente pensó que quizá debería decirle que era virgen, pero entonces él creería que era un bicho raro. Y lo cierto es que Alex nunca lo sabría si ella no se lo decía. Al contrario de lo que decían los libros románticos, los frágiles hímenes no sobrevivían a veintiséis años de exámenes médicos y ejercicio físico.
Echando la cabeza hacia atrás, Daisy observó cómo Alex se la comía con los ojos y, mientras permanecía delante de él, sólo cubierta por el maillot, encontró que la idea de jugar a ser una experimentada mujer fatal era demasiado excitante para ignorarla. Había leído montones de libros al respecto, pero ¿sería capaz de conseguirlo? ¿Qué podía hacer para provocarlo aún más?
Le dio la espalda, intentando ganar tiempo para pensar, y entonces vio que las cortinas azules que colgaban en la ventana de la cocina no estaban cerradas del todo. Dudaba que alguien se paseara por ahí fuera con ese tiempo, pero por si acaso se apresuró a cerrarlas. Apoyando una mano en el mostrador, se estiró por encima para alcanzar la cortina.
Oyó un sonido ahogado, casi como un gemido.
– Una buena elección, cariño.
No supo de qué estaba hablando Alex hasta que lo sintió detrás, acariciándole las nalgas. Él le amasó la carne por encima de las mallas de red en forma de diamante.
A Daisy se le tensaron los pezones y su piel comenzó a arder de una manera extraña. Comenzó a sentirse nerviosa. No importaba lo que había querido que pensara él, ni siquiera sabía hacer el amor de la manera básica, así que mucho menos podía probar a hacerlo de forma exótica.
Alex le deslizó un dedo bajo la tira de lentejuelas y le dibujó la hendidura entre las nalgas. Daisy se mordió los labios para no gritar de placer. El dedo se deslizó más abajo.
Incapaz de resistirlo más, Daisy se enderezó y se giró hacia los brazos de Alex.
– Quiero volver a besarte.
Él gimió.
– Tus besos son más de lo que puedo manejar ahora mismo. -Alex se ajustó el nudo de la toalla y Daisy se dio cuenta de que la tenía abultada. De hecho estaba muy abultada.
Ella se quedó mirándolo fijamente y sintió que se le secaba la boca.
– S-sigo queriendo besarte.
– Hagamos un trato. Ábrete el corchete del maillot y nos besaremos todo lo que quieras.
Daisy levantó la vista a regañadientes y llevó los brazos a la espalda para hacer lo que le pedía. Cuando terminó, el corpiño comenzó a caer, pero ella lo sostuvo contra sus pechos.
Alex inclinó la cabeza y la besó al tiempo que le agarraba las muñecas y se las apañaba del pecho. Mientras el indagaba con la lengua en su boca, el maillot se le bajó hasta la cintura. Alex la empujó contra la pared, al lado de la mesa, le levantó las muñecas y se las sujetó a ambos lados de la cabeza.
– No es justo -susurró ella contra sus labios mientras la apretaba contra la pared. -Eres más fuerte que yo.
– Ahora es mi turno -respondió él con un susurro.
Y lo fue.
Manteniéndole las muñecas inmovilizadas, Alex usó la boca para excitarla. Le mordisqueó la oreja y el cuello. Le recorrió con rapidez la clavícula y la base de la garganta. Y luego se echó hacia atrás para poder mirarla de arriba abajo.
Aquella posición hacía que los pechos de Daisy quedaran elevados. Él jugueteó con uno y luego con el otro, haciendo que le ardiesen con tal ferocidad que ella apenas podía soportarlo.
– Para -le dijo la joven sin aliento. -Suéltame.
Él le soltó de inmediato las muñecas.
– ¿Te hago daño?
– No, pero vas muy rápido.
– ¿Muy rápido? -la miró con una sonrisa torcida. -¿Estás criticando mi técnica?
– Oh, no. Tu técnica es maravillosa -repuso ella con rapidez, en tono serio y ansioso, y él sonrió. Avergonzada, Daisy evitó mirarlo a los ojos y clavó la vista en su boca. Luego se dio cuenta de que si iba a hacer el amor con ese hombre feroz y orgulloso, tenía que ser tan fuerte como él.
Levantó la cabeza y le sostuvo la mirada.
– No quiero que seas tú quien lleve la voz cantante. No ahora. Quizá después, pero aún no.
– ¿Me estás diciendo que quieres mandar un rato?
Ella asintió con la cabeza. Puede que estuviera nerviosa, pero nada iba a impedir que explorara los maravillosos misterios ocultos bajo la toalla.
– Sólo te pongo una condición, ángel. -Alex enganchó un dedo en el maillot que se enredaba en la cintura de la joven. -Quítatelo todo excepto las medias.
Daisy tragó saliva. No llevaba bragas debajo de las medias. Éstas consistían en una red que la cubría desde la cintura a los dedos de los pies, y que no tapaban absolutamente nada.
Él arqueó una ceja después de retarla, luego la soltó y se sentó a los pies de la cama.
– Y quiero ver cómo te desnudas.
Eso era demasiado. Daisy se aclaró la garganta y le habló con toda la despreocupación que pudo fingir.
– ¿Quieres decir aquí mismo? ¿Con luz y todo?
– Así es. Desnúdate y hazlo despacio.
La joven se armó de valor decidida a mantenerse a su altura.
– ¿Luego te quitarás la toalla?
– Cada cosa a su tiempo.
Daisy se deslizó lentamente el maillot por las caderas, inclinándose hacia delante mientras lo bajaba para cubrir su desnudez ante él. El maillot se le deslizó a los tobillos. Ella lo apartó con el pie, examinó la desgastada alfombra y escuchó el ligero repiqueteo de la lluvia sobre el techo de la caravana.
– Oh, no, así no. -Él se rio entre dientes. -Yérguete. Y olvídate del maillot.
La ronca voz de Alex hizo que se estremeciera. Le temblaron las manos cuando acató su orden.
– Eres muy hermosa -susurró Alex cuando se exhibió ante él, desnuda salvo por las negras medias de red que realzaban, más que ocultaban, la parte inferior de su cuerpo.
Daisy decidió que ya le había dado tiempo más que suficiente para mirarla.
– Tiéndete en la cama -le dijo ella en voz baja.
Él vaciló sólo un momento antes de acostarse como le decía, apoyándose en los codos.
– ¿Así?
– Ah, no. De eso nada; túmbate por completo.
Para deleite de Daisy, él hizo lo que le pedía. Alex recostó la cabeza en dos almohadas apiladas para no perderse nada.
Ella se mordisqueó los labios. No estaba completamente segura de poder conseguirlo, pero sí decidida a intentarlo.
– Ahora levanta las manos hasta tocar la pared. Y no se te ocurra moverlas.
Él le dirigió una perezosa sonrisa que hizo que se le derritieran los huesos.
– ¿Estás segura?
– Muy segura.
Alex colocó los brazos como ella quería, haciéndola sentir muy orgullosa de sí misma. Se acercó a la cama. Él le recorrió los pechos y el vientre con una mirada ardiente, haciéndola ser consciente de que estaba casi desnuda. Cuando se acercó a él, cada célula del cuerpo de Daisy bullía de excitación y anticipación. Por un momento la imagen de los látigos guardados bajo la cama irrumpió en su mente, pero la ahuyentó.
Miró los brazos extendidos de Alex en aquella falsa pose de esclavitud. Era su cautivo. Si se quedaba de esa manera, cada parte de aquel cuerpo sería suya, para explorarlo a voluntad, incluyendo el imponente montículo que abultaba la toalla. Apartó los ojos de allí y se arrodilló en el borde de la cama.
– Recuérdalo -susurró ella. -No apartes las manos en la pared. No las muevas.
– Si separas un poquito las piernas, cariño, seré tan colaborador como quieras.
Daisy decidió que era un trato justo, y separó los muslos. Alex se recreó en lo que quedaba ahora a la vista. Tensó el brazo derecho, como si fuera a moverlo, pero luego se relajó.
Daisy inclinó la cabeza y comenzó a saborearle de nuevo, mordisqueando cada centímetro del torso masculino, y siguió bajando. La piel, firme y tensa, delineaba cada músculo. Le deslizó las manos por el pecho, disfrutando de la textura del vello y de la piel húmeda. No pudo resistirse a las tetillas color café y las capturó con los labios, haciendo que Alex se contorsionara debajo de ella. Extendiendo una mano, Daisy le agarró el bíceps y se lo apretó. Después deslizó los dedos hacia abajo, buscando el suave vello de su axila. Cuando se demoró allí, a Alex se le puso la piel de gallina y soltó un profundo gemido entrecortado. Ella levantó la cabeza lentamente y lo miró a los ojos.
– Voy a quitarte la toalla.
– ¿Ahora?
El crudo deseo en la mirada de Alex le recordó que estaba jugando con fuego. Pero no pensaba retroceder; bajó las manos a la toalla. Deshizo el nudo con un movimiento fluido y la abrió.
– Oh… -Era magnífico. Alargó la mano y lo tocó tímidamente con la punta del dedo. Alex dio un brinco y ella apartó la mano.
La mirada de Daisy voló hacia la cara de Alex; la mueca que esbozaba parecía reflejar dolor.
– ¿Te he hecho daño?
– Tienes sesenta segundos -graznó él, -después moveré los brazos.
Un estremecimiento de placer atravesó como un relámpago el cuerpo de Daisy al darse cuenta de lo que pasaba.
– No lo harás hasta que te dé permiso -le dijo con severidad.
– Cincuenta segundos -repuso él.
Daisy se apresuró a acariciarlo otra vez, dejando que las indagadoras puntas de sus dedos vagaran por todas partes, acariciándolo aquí y allá. Deslizó la mano por los muslos separados de Alex y buscó más sitios donde tocarlo.
– Veinte segundos -gimió él.
– No cuentes tan rápido.
Él se rio entre dientes al tiempo que gemía, haciéndola sonreír. Pero la sonrisa de Daisy se desvaneció con rapidez. Después de tantos años de abstinencia, ¿cómo lograría su pequeño cuerpo alojar algo de ese tamaño? Cuando cerró su mano en torno a él, se le ocurrió que quizá sus partes privadas se habían atrofiado por falta de uso. Daisy lo acarició.
– ¡Se acabó el tiempo!
Sin previo aviso, se encontró de espaldas sobre la cama bajo el cuerpo de Alex.
– Es hora de que recibas un poco de tu propia medicina. Ponte en la misma postura que yo.
– ¿Cómo dices?
– Las manos contra la pared.
Daisy tragó saliva y pensó en los látigos. Quizás eso de jugar a mujer fatal se le había dado demasiado bien. Él la estaba creyendo mucho más experimentada de lo que era en realidad.
– ¿Alex?
– No quiero que hables, sino que obedezcas mis órdenes.
Lentamente Daisy levantó los brazos por encima de la almohada.
– Te he dicho que apoyes las manos contra la pared.
Hizo lo que le ordenaba y se sintió indefensa y excitada. Cuando sus nudillos rozaron el cabecero de la cama, Daisy estaba confundida por la inquietante mezcla de desasosiego y profundo deseo sexual. Quería rogarle que fuera suave con ella pero, a la vez, quería que la poseyera con todas sus fuerzas.
Permaneció cautiva bajo la mirada de Alex. El hecho de que no la hubiera atado de verdad no hacía que su cautiverio fuera menos real. Él era más fuerte que ella, más poderoso, podía hacerle lo que quisiera, estuviera Daisy de acuerdo o no. El deseo de la joven se incrementó todavía más cuando él le pasó la yema del dedo por el estómago, de un lado a otro de la cinturilla de las medias de red, hasta que Daisy quiso gritar. Alex siguió bajando hasta rozar los rizos oscuros.
– Separa las piernas, cariño. Ella lo hizo, pero al parecer Alex no quedó satisfecho con su acción porque le agarró los muslos y se los separó todavía más.
Las medias no suponían ninguna barrera para él, y Daisy se sintió demasiado expuesta, demasiado vulnerable. Apartó las manos de la pared.
– Ni se te ocurra -susurró Alex, deslizándole los dedos sobre la parte de su cuerpo que ella había revelado.
Daisy gimió y permaneció inmóvil mientras él separaba sus húmedos pliegues con los pulgares por debajo de la trama en forma de diamante. Entonces Alex inclinó la cabeza. La joven gritó y apretó los puños contra la pared cuando él la acarició con la boca, lamiéndola a través de la red. Un ronco murmullo de placer escapó de la garganta de Daisy. Sintió cómo él tensaba la red sobre ella, apretando profundamente las hebras contra su suavidad femenina.
Alex le separó más las rodillas con los hombros y le ahuecó los pechos con las palmas de las manos mientras la acariciaba con los labios. La lluvia tamborileaba en el vientre de metal que los cobijaba y el propio vientre de Daisy se estremeció en respuesta a lo que le estaba ocurriendo. Estaba perdida en un torbellino de sensaciones cuando sintió en las manos la vibración de un trueno a través de la pared que retumbó en cada nervio de su cuerpo. Daisy arqueó la espalda y se entregó a un clímax destructivo.
Él la sostuvo mientras se estremecía. Sólo cuando se recuperó sintió Daisy que Alex le tiraba con fuerza de las piernas. Daisy no comprendió lo que su marido estaba haciendo hasta que se acomodó sobre ella y experimentó esa penetración tan largamente esperada en la entrada de su cuerpo.
– Me has roto las medias -murmuró Daisy, deslizándole los brazos alrededor de los hombros y recreándose en la sensación de ese cuerpo masculino apretándola contra el colchón.
Alex le rozó la sien con los labios.
– Te compraré un nuevo par. Te lo juro. -Y embistió con suavidad.
Y no consiguió nada.
Ella se puso rígida. Sus peores temores se estaban haciendo realidad. Su cuerpo se había atrofiado por tantos años sin usar.
Alex se retiró un poco y le sonrió, pero ella podía sentir la tensión de su cuerpo y notaba lo cercano que estaba de perder el control.
– Pensé que estabas lista, pero imagino que no es suficiente. -Cambió de posición sobre ella y comenzó a acariciarla.
La voz de Alex pareció llegar de muy lejos.
– Eres muy estrecha, cariño. Ha pasado mucho tiempo para ti, ¿no?
Ella le hundió las uñas en los hombros.
– Sí… puede ser… -la joven soltó un jadeo cuando las nuevas sensaciones crecieron vertiginosamente en ni interior -que esté un poco cerrada.
Él gimió y se volvió a colocar sobre ella.
– Volvamos a intentarlo. -Dicho eso intentó penetrarla otra vez.
Daisy gritó y se arqueó sin saber si quería apartarse o acercarse más a él. Su cuerpo se abrió suavemente con un ardiente dolor. Él la sujetó por las nalgas y la penetró profundamente al tiempo que le cubría la boca con la suya, devorándola. Su posesión era rápida e intensa, pero la tensión que ella sentía en él le decía que Alex seguía controlándose. No supo por qué hasta que escuchó su murmullo.
– Deja de contenerte, cariño. Deja de contenerte.
Daisy supo en ese momento que él la estaba esperando y esas palabras suaves la hicieron llegar otra vez al clímax.
Cuando volvió en sí, la piel de Alex estaba húmeda y su cuerpo tenso de deseo bajo las manos de Daisy. Pero era un amante fuerte y generoso.
– Otra vez, cariño. Otra vez.
– No, yo…
– ¡Sí! -Con firmeza, la condujo de nuevo al éxtasis.
Fuera de la caravana retumbó un trueno y, dentro, ella hizo lo que le pedía. Y, esta vez, él la siguió.
El tiempo transcurrió mientras yacían inmóviles, con los cuerpos entrelazados, con el todavía enterrado en su interior.
Daisy no lo olvidaría jamás. A pesar de todas las cosas horribles que la habían conducido a ese momento, no podía haber tenido una iniciación más maravillosa, y siempre le estaría agradecida a Alex por ello.
Apretó los labios contra el pecho de su marido mientras le acariciaba con las palmas de las manos. Después de tanto tiempo, por fin había pasado.
– Ya no soy virgen.
Daisy sintió que Alex se ponía rígido debajo de sus manos. Sólo entonces se percató de que había dicho su secreto en voz alta.