Durante los meses de junio y julio, el circo de los Hermanos Quest pasó el ecuador de la gira mientras se dirigía hacia el oeste a través de pueblos de Pensilvania y Ohio. Algunas veces seguían el curso de un río: Allegheny, Monongahela, Hocking, Scioto y Maumee. Actuaron en pueblos pequeños que habían sido olvidados por los circos grandes, pueblos mineros con las minas cerradas, pueblos con molinos abandonados, pueblos con fábricas clausuradas. Los circos más famosos podían haber olvidado a la gente común de Pensilvania y Ohio, pero el de los Hermanos Quest la recordaba y la función continuaba.
La primera semana de agosto, el circo llegó a Indiana y Daisy nunca había sido más feliz en su vida. Cada día era una aventura. Se sentía como si fuera una persona diferente: fuerte, confiada y capaz de defenderse por sí misma. Desde la fuga de Sinjun se había ganado el respeto de los demás y ya no la trataban como a una paria. Las showgirls intercambiaban chismes con ella y los payasos le pedían opinión sobre los trucos nuevos.
Brady la buscaba para hablar de política y la ayudaba 4 mejorar el tono muscular con las pesas. Y Heather pasaba un rato con ella todos los días salvo que estuviera Alex cerca.
– ¿Has estudiado psicología? -le preguntó Heather una tarde a principios de agosto cuando estaban almorzando en el McDonald's de un pueblo donde estaban actuando, al este de Indiana.
– Durante unos meses. Tuve que abandonar el colegio antes de terminar el curso. -Daisy cogió una patata frita, la mordisqueó y luego la dejó donde estaba. La comida frita no le sentaba bien últimamente. Se puso la mano sobre el vientre y se obligó a concentrarse en lo que Heather decía.
– Creo que estudiaré psicología. Lo digo porque, después de todo lo que he pasado, creo que podría ayudar a bastantes niños.
– Seguro que sí.
Heather parecía preocupada, algo raro en ella. Sin embargo, la menuda adolescente se mostraba animada cuando estaba con ella. Aunque Daisy sabía que el tema del dinero robado le pesaba en la conciencia, la joven jamás lo había mencionado.
– ¿Te ha dicho Alex algo de…? ¿Se ha reído de lo tonta que fui y todo eso?
– No, Heather. Te aseguro que ni siquiera ha vuelto a pensar en ello.
– Cada vez que me acuerdo de lo que hice me muero de vergüenza.
– Alex está acostumbrado a que las mujeres se le echen encima. Si te digo la verdad, no creo que se acuerde siquiera.
– ¿De veras? Creo que sólo lo dices para que me sienta mejor.
– Le caes genial, Heather. Y te aseguro que no cree que seas tonta.
– Parecías muy cabreada cuando nos encontraste juntos.
Daisy contuvo una sonrisa.
– No es muy agradable para una mujer mayor ver como una chica va detrás de su hombre.
Heather asintió con aire de entendida.
– Sí. Pero, Daisy, no creo que Alex le echara un polvo a nadie que no fueras tú. Te lo juro. Les he oído comentar a Jill y a Madeline que ni siquiera las mira cuando toman el sol en biquini. Creo que les jode mucho.
– Heather…
– Lo siento, les fastidia mucho. -Desmigó distraídamente la corteza del pan. -¿Puedo preguntarte una cosa? Es sobre… bueno…, sobre cuando se mantienen relaciones sexuales y todo eso. Lo que quiero decir es, ¿no se siente vergüenza?
Daisy se dio cuenta de que Heather se había estado mordiendo las uñas y supo que no era porque le preocupara el tema del sexo, sino porque sentía remordimientos de conciencia.
– Cuando es correcto, no da vergüenza.
– Pero ¿cómo sabes cuándo es correcto?
– Hay que dar tiempo al tiempo y conocer bien a la otra persona. Heather, deberías esperar hasta estar casada.
Heather puso los ojos en blanco.
– Ahora nadie espera hasta estar casado.
– Yo lo hice.
– Sí, pero tú estás algo…
– ¿Algo zumbada?
– Sí, pero eres muy maja. -Heather abrió los ojos como platos y mostró el primer signo de animación en semanas. Dejó su refresco sobre la mesa. -¡Oh, Dios! ¡No mires!
– ¿Mirar qué?
– La puerta. Acaba de entrar aquel chico que estuvo hablando conmigo ayer. Oh, Dios… qué bueno está…
– ¿Quién es?
– El que está en la caja. ¡No mires! Lleva un chaleco negro y pantalones cortos. Vale, mira deprisa, pero que no te pille haciéndolo.
Daisy observó el área de las cajas con el mayor disimulo que pudo. Vio a un adolescente estudiando el menú. Era de la edad de Heather, con un espeso cabello castaño y una expresión adorablemente bobalicona en la cara. Daisy estaba contenta de que, por fin, Heather actuara como una adolescente normal y no como si cargara el peso del mundo sobre sus hombros.
– ¡Ay, Dios! ¡Me va a ver! -gimió Heather. -¡Oh, joder! Mi pelo…
– No digas palabrotas. Y estás estupenda.
Heather hundió la cabeza y Daisy supo que el chico se estaba acercando.
– Hola…
Heather ganó tiempo revolviendo el hielo de la Coca-Cola antes de levantar la vista.
– Hola…
Los dos se ruborizaron a la vez y Daisy supo que ambos estaban pensando algo brillante que decir. Fue el chico quien habló primero.
– ¿Qué hay de nuevo?
– Nada.
– ¿Estarás hoy por aquí? Digo…, me refiero, en el circo.
– Sí.
– Vale, entonces iré a verte.
Otra larga pausa, esta vez rota por Heather.
– Ésta es Daisy. Puede que la recuerdes de la función. Es mi mejor amiga. Daisy, éste es Kevin.
– Hola, Kevin.
– Hola. Me…, esto…, me gustaste en la función.
– Gracias.
Habiendo agotado ese tema de conversación, Kevin se volvió hacia Heather.
– Jeff y yo, no lo conoces, pero es un buen tipo…, pensábamos pasarnos por allí.
– Vale.
– Quizá nos veamos.
– Sí. Estaría genial.
Silencio
– Vale, hasta luego.
– Hasta luego.
Cuando el chico se fue, una expresión soñadora apareció en la cara de Heather, seguida casi de inmediato por una de incertidumbre.
– ¿Crees que le gusto?
– Es evidente.
– ¿Qué hago si me invita a salir esta noche entre las funciones o algo por el estilo? Sabes que papá no me dejará ir.
– Tendrás que decirle la verdad a Kevin. Que tu padre es muy estricto y no te va a dar permiso para salir con nadie hasta que cumplas los treinta.
– De nuevo, Heather puso los ojos en blanco, pero Daisy no In dejó pasar.
Consideró el dilema de Heather. Era bueno que la chica tuviera un ligue, incluso uno de doce horas. Necesitaba comportarse como una adolescente normal en lugar de parecer que hacía penitencia. Daisy era consciente de que Heather tenía razón: Brady se negaría.
– ¿Y si le enseñas el circo? Eso le gustaría. Y luego puedes sentarte junto a las camionetas donde tu padre pueda verte sin que por ello pierdas tu intimidad.
– Eso no funcionará. -Heather arrugó la frente con preocupación. -¿Por qué no hablas con mi padre y le dices que no me humille delante de Kevin?
– Hablaré con él.
– Que no diga ninguna estupidez delante de Kevin, Por favor, Daisy.
– Haré lo que pueda.
Heather ladeó la cabeza y pasó el dedo índice por el envase vacío. Hundió los hombros de nuevo, y Daisy notó que volvía a caer la sombra de la culpabilidad sobre ella.
– ¡Cuando pienso en lo que te hice me siento… una mierda! Quiero decir fatal. -Levantó la vista. -Sabes que siento muchísimo lo que hice, ¿verdad?
– Sí. -Daisy no sabía cómo ayudarla. Heather había intentado compensarlo de todas las maneras posibles. Lo único que no había hecho era decirle la verdad a su padre, y Daisy no quería que lo hiciera. La relación de Heather con Brady ya era muy difícil y eso sólo empeoraría las cosas.
– Daisy, jamás hubiera… Me refiero a lo que pasó con Alex, fue algo muy inmaduro. Él había sido muy amable conmigo, pero nunca había intentado ligármelo ni nada parecido, si es eso lo que te preocupa…
– Gracias por decírmelo. -Daisy se dedicó a recoger los restos de comida para que Heather no la viera sonreír.
La adolescente arrugó la nariz.
– Sin intención de ofender, Daisy, puede que sea muy sexy, pero es viejo.
Daisy casi se atragantó.
Heather miró a las cajas, donde Kevin estaba recociendo su pedido.
– Está buenísimo.
– ¿Alex?
Heather pareció horrorizada.
– ¡No, no! ¡Kevin!
– Ah, bueno. Alex no es Kevin, eso seguro.
Heather asintió con gravedad.
– Eso seguro.
Esta vez Daisy no pudo evitarlo. Se echó a reír y, para su deleite, Heather la imitó.
Cuando regresaron al recinto, Heather salió disparada para ensayar con Sheba. Daisy desempaquetó las compras que había hecho y apartó la comida de los animales, agradeciendo para sus adentros que Alex nunca protestara por los extras en la factura del supermercado. Ahora que sabía que sólo era un pobre profesor universitario había intentado controlar los gastos, pero antes ahorraría en su propia comida que en la de los animales.
Siguiendo la rutina diaria, se acercó a los elefantes y saludó a Tater. Él la siguió hasta las jaulas de las fieras.
Sinjun solía ignorar al elefantito, pero esta vez alzó la cabeza con orgullo y miró a su rival con arrogante condescendencia.
«Daisy me ama, molesto infante, no lo olvides.» Lollipop y Chester estaban atados fuera de la carpa y Tater se acomodó en el lugar de costumbre, donde le esperaba un fardo de heno limpio. Daisy se acercó a Sinjun y metió la mano entre los barrotes para rascarle detrás de las orejas. Como no era un cachorro, Daisy no lo arrullaba como hacía con los demás.
A Daisy le encantaba el tiempo que pasaba con los animales. Sinjun había mejorado bajo sus cuidados; su pelaje naranja oscuro tenía ahora un brillo saludable. Algunas veces, casi de madrugada, cuando todo estaba silencioso y desierto, Daisy abandonaba su confortable lugar junto a Alex y se acercaba a la jaula de Sinjun, le abría la puerta y dejaba que el enorme felino vagara libre un rato.
Mientras retozaban juntos en la hierba húmeda de rocío, Sinjun mantenía sus garras cuidadosamente enfundadas. Daisy se mantenía ojo avizor por si aparecía algún otro madrugador. En ese momento, mientras acariciaba al animal, sintió que la envolvía una sensación de letargo.
Sinjun la miró profundamente a los ojos.
«Díselo.»
«Lo haré.»
«Díselo.»
«Pronto, muy pronto.»
¿Cuánto tiempo pasaría antes de que sintiera la nueva vida que crecía en su vientre? No podía estar embarazada de más de seis semanas, así que aún pasaría un tiempo. No se había saltado ni una sola píldora, por lo que al principio había atribuido los síntomas al cansancio. Pero la semana anterior, tras vomitar en el cuarto de baño, se había comprado un test de embarazo y había descubierto la verdad.
Jugueteó con una de las orejas de Sinjun. Sabía que tenía que decírselo a Alex, pero aún no estaba preparada. Sabía que su marido se enfadaría -Daisy no se encañaba al respecto, -pero en cuanto se acostumbrara a la idea, ella misma se aseguraría de que aquello lo hiciera feliz. «Y le haría feliz», se dijo a sí misma firmemente. Alex la amaba. Aunque todavía no lo hubiera admitido. Y amaría a su bebé.
Si bien él todavía no había dicho las palabras que ella necesitaba escuchar, Daisy sabía que Alex albergaba profundos sentimientos hacia ella. ¿Qué otra cosa si no provocaría la ternura que veía reflejada en sus ojos de vez en cuando o la satisfacción que parecía irradiar de él cuando estaban juntos? A veces le resultaba difícil recordar lo raro que solía ser que él se riera cuando lo había conocido.
Sabía que a Alex le gustaba estar con ella. Al vivir en una pequeña caravana y gracias a los interminables kilómetros que hacían en la camioneta casi todas las mañanas, pasaban más tiempo juntos que la mayoría de los matrimonios y, a pesar de ello, todavía la buscaba durante el resto del día para compartir con ella cualquier cosa, para comentarle cualquier problema que hubiera surgido en la localidad en la que estaban o simplemente darle una rápida palmadita posesiva en el trasero. La comida diaria entre la matinée y las funciones nocturnas se había convertido en un ritual importante para los dos. Y por la noche, tras el trabajo, hacían el amor con una pasión y una libertad que nunca hubiera creído posible.
Ya no podía imaginar la vida sin él. Por otro lado Alex había dejado de mencionar el divorcio, señal de que tampoco él podía imaginárselos separados. Por ese motivo Daisy aún no le había contado lo del bebé. Simplemente quería darle un poco más de tiempo para que se acostumbrase a amarla.
A la mañana siguiente todo se fue al garete. Alex se despertó un poco después de que ella hubiera salido de la cama y la descubrió en el descampado detrás de las caravanas jugando con Sinjun. Dos horas más tarde todavía seguía cabreado con ella.
Esa mañana le tocaba conducir a Daisy. Habían comenzado a turnarse cuando Alex se dio cuenta de que ella no iba a destrozar la camioneta y de que le encantaba conducir.
– Debería haber conducido yo esta mañana -dijo él. -Así habría tenido las manos ocupadas y no tendría que pensar en dónde meterlas para no estrangularte.
– Ya está bien, Alex, relájate.
– ¿¡Que me relaje!? ¿Estás de coña?
Daisy lo fulminó con la mirada. Él la miró furioso.
– Prométeme que no volverás a soltar a Sinjun.
– No estábamos en un pueblo y no había ni un alma en los alrededores, así que deja de preocuparte.
– Eso no parece una promesa.
Daisy contempló los campos de Indiana que se extendían a ambos lados de la carretera.
– Te has fijado que Jack y Jill pasan mucho tiempo juntos últimamente. ¿No sería gracioso que se casaran? Lo digo por esa serie de televisión que se llama así.
– No intentes cambiar de tema y prométeme que no volverás a ponerte en peligro. -Tomó un largo sorbo de café de la taza que agarraba firmemente con la mano.
– ¿De verdad crees que Sinjun me haría daño?
– No es un gato doméstico, por mucho que te empeñes en creer lo contrario. Los animales salvajes son imprevisibles. No vuelvas a dejarlo suelto, ¿me has entendido? De ninguna manera.
– Te he hecho una pregunta. ¿Crees que me haría daño?
– No a propósito. Es evidente que está loco por ti, pero la historia del circo está llena de animales dóciles que se volvieron contra sus domadores. Y Sinjun ni siquiera es dócil.
– Está conmigo y odia la jaula. De verdad. Ya te he dicho que nunca lo dejo salir si estamos cerca de una zona habitada. Y ya viste por ti mismo que no había nadie cerca esta mañana. Si hubiera habido alguien, no le hubiera abierto la puerta.
– Como no volverás a dejarlo libre, nada de esto tiene importancia. -Alex se terminó el café y colocó la taza en el suelo de la camioneta. -¿Qué ha sucedido con la mujer con la que me casé? ¿La que creía que la gente civilizada no se levantaba antes de las once?
– Se casó con un tipo del circo.
Daisy oyó aquella profunda y entrecortada risa, y devolvió la atención a la carretera. Sabía que a Alex le preocupaba que hubiera dejado suelto a Sinjun y esperaba que no se diera cuenta de que no le había prometido nada.
Heather cerró la puerta de la Airstream de su padre y salió al fresco de la noche. Llevaba puesto un camisón amarillo de algodón con un dibujo de Garfield, y los pies desnudos se le hundieron en la hierba húmeda. El circo ya había sido desmontado, pero ella se sentía demasiado mal consigo misma como para prestar atención a la familiar visión. Clavó la mirada en su padre, que estaba sentado junto a la puerta del Airstream en una silla azul y blanca mientras fumaba el único cigarrillo que se permitía a la semana.
Por una vez no había ninguna mujer rondándolo. Ni las showgirls ni las jóvenes del lugar que siempre le perseguían. La idea de que su padre practicara el sexo le repelía, pero sabía que era irremediable. Por lo menos era discreto, que era más de lo que podía decir de sus hermanos. Su padre siempre les reñía por decir obscenidades cerca de ella.
Brady todavía no la había visto y la brasa del cigarrillo brilló cuando dio otra calada. Heather apenas había comido nada en la cena, pero sentía como si fuera a vomitar sólo de pensar en lo que tenía que hacer esa noche. Ojalá pudiera taparse las orejas y ahogar por completo la voz de su conciencia, pero cada día era más fuerte. La atormentaba de tal manera que ni siquiera podía dormir por la noche y no lograba retener la comida en el estómago. Guardar silencio se había convertido en un castigo peor que decir la verdad.
– Er… ¿puedo hablar contigo un momento, papá? -hizo la pregunta como si tuviera una rana enorme en la garganta y croara en vez de hablar.
– Pensaba que estabas dormida.
– No puedo dormir.
– ¿Otra vez? ¿Qué te pasa últimamente?
– Es que… -Heather se retorció las manos. Brady se iba a enfadar cuando se lo dijera, pero no podía seguir así, sabiendo que le había jodido la vida a Daisy y sin hacer nada para remediarlo.
– ¿Qué te pasa, Heather? ¿Todavía te preocupa que se te haya caído el aro esta noche?
– No.
– Bien, porque no deberías preocuparte por eso. Aunque deberías concentrarte más. Cuando Matt y Rob tenían tu edad…
– ¡No soy ni Matt ni Rob! -Estalló. -¡Siempre Matt y Rob! ¡Matt y Rob! ¡Ellos son perfectos y a mí todo me sale mal!
– No he dicho eso.
– Es lo que piensas. Siempre me comparas con ellos. Si hubiera venido a vivir contigo después de morir mamá en vez de quedarme con tía Terry, ahora lo haría mejor.
Brady no se enfadó sino que se frotó el brazo y ella supo que le molestaba la tendinitis.
– Heather, hice lo que era mejor para ti. Ésta no es una vida fácil.
– Me gusta vivir así. Me gusta el circo.
– No me entiendes.
Heather se sentó en una silla a su lado porque era más fácil hablar si estaba a la misma altura que él. Ése había sido el mejor y el peor verano de su vida. El mejor gracias a Daisy y a Sheba. Aunque no se llevaban bien entre sí, las dos se preocupaban por ella. Si bien nunca lo reconocería ante Daisy, le gustaba que le riñera por decir palabrotas, fumar y hablar de sexo. Daisy era graciosa y no tenía ni pizca de arrogancia, siempre te estaba acariciando el brazo y cosas por el estilo.
Sheba se preocupaba por ella de otra manera. La defendía cuando sus hermanos se comportaban de manera aborrecible, y se aseguraba de que comiera cosas sanas en vez de comida basura. La ayudaba a ensayar y nunca le gritaba, ni siquiera cuando no lo hacía bien. Sheba tenía buen corazón, siempre la peinaba o le corregía la postura, o le daba una palmadita de ánimo cuando terminaba la actuación.
Conocer a Kevin la semana anterior también había sido genial. Habían prometido escribirse. Aunque no la había llegado a besar, estaba segura de que había querido hacerlo.
Todo lo demás había sido horrible. Se había humillado ante Alex y aún se ruborizaba cuando pensaba en ello. Su padre siempre parecía disgustado con ella. Pero lo peor de todo era lo que le había hecho a Daisy, algo tan horrible que su conciencia no le dejaba vivir ni un minuto más sin confesarlo.
– Papá tengo que contarte algo. -Se agarró las manos con fuerza. -Algo muy malo.
Él se puso rígido.
– No estarás embarazada, ¿no?
– ¡No! -Heather se ruborizó. -¡Siempre piensas lo peor de mí!
Brady se hundió en la silla.
– Lo siento, cariño. Es que te haces mayor y eres muy guapa. Estoy preocupado por ti.
Era lo más agradable que le había dicho en todo el verano, pero a ver qué decía cuando confesara lo que había hecho. Quizá debería habérselo dicho a Sheba primero; no era a Sheba a quien temía, sino a su padre. Las lágrimas hicieron que le picaran los ojos, pero parpadeó para ahuyentarlas porque los hombres odian las lágrimas. Matt y Rob decían que sólo lloraban las nenitas.
– Es que hice algo… y ya no puedo callarlo por más tiempo.
Él no dijo nada. Sólo la observó y esperó.
– Es… es como si algo horrible estuviera creciendo en mi interior y no se detuviera.
– Tal vez sea mejor que me lo cuentes.
– Yo… -Tragó saliva. -El dinero… el dinero que todos pensasteis que había robado Daisy… -Las palabras salieron finalmente: -fui yo quien lo robó.
Por un momento él no dijo nada, luego se levantó de un salto.
– ¿¿¡¡Qué!!??
Heather levantó la mirada hacia su padre e incluso en la oscuridad de la noche pudo ver su expresión furiosa. Se le cayó el alma a los pies, pero se obligó a continuar.
– Fui yo… Yo cogí el dinero y luego me colé en su caravana y lo escondí en su maleta para que todos pensaran que lo había robado ella.
– ¡No me lo puedo creer! -Brady comenzó a dar patadas a diestro y siniestro, golpeando la pata de la silla sobre la que estaba sentada ella y haciendo que se cayera. Antes de que tocase el suelo, él la agarró por el brazo y comenzó a sacudirla. -¿Por qué hiciste algo así? Maldita sea, ¿por qué mentiste?
Aterrada, Heather intentó zafarse de él, pero su padre no la soltó y la chica ya no pudo contener las lágrimas.
– Quería… quería que Daisy tuviera problemas. Fue…
– Eres rastrera.
Volvió a sacudirla.
– ¿Sabe Alex algo de esto?
– No.
– Has consentido que todos piensen que Daisy es una ladrona cuando fuiste tú. Me pones enfermo.
Sin ningún miramiento, la arrastró por el recinto. A Heather le goteaba la nariz y estaba tan asustada que comenzaron a castañetearle los dientes. Había sabido que su padre se enfadaría con ella, pero no había imaginado hasta qué punto.
Rodearon la caravana de Sheba, y se dirigieron hacia la de Alex y Daisy, que estaba aparcada al lado. Con brusquedad, Brady levantó el puño y golpeó la puerta. Se encendieron las luces del interior y Alex abrió de inmediato.
– ¿Qué pasa, Brady?
La cara de Daisy apareció por encima del hombro de Alex y, cuando vio a Heather, pareció preocupada.
– ¿Qué ha pasado?
– Díselo -le exigió su padre.
Heather se explicó entre sollozos.
– Fui yo… fui yo quien…
– ¡Míralos a la cara mientras hablas! -Le cogió la barbilla y le alzó la cabeza, sin lastimarla pero obligándola a mirar a Alex a los ojos. Heather quiso morirse.
– ¡Yo cogí el dinero! -sollozó. -No fue Daisy. ¡Fui yo! Luego me colé en la caravana y lo escondí en su maleta.
Alex se puso tenso y mostró una expresión tan parecida a la de su padre que Heather dio un paso atrás.
Daisy soltó un grito ahogado. Aunque era una mujer pequeña logró apartar a Alex a codazos y bajar un escalón. Intentó abrazar a Heather pero su padre la apartó.
– No te compadezcas de ella. Heather ha sido una cobarde y será castigada por ello.
– ¡Pero no quiero que la castigues! Hace meses que pasó. Ya no importa.
– Cuando pienso en todos los desaires que te hice…
– No importa. -Daisy tenía la misma expresión testaruda que cuando sermoneaba a la chica por su lenguaje. -Esto es cosa mía, Brady. De Heather y mía.
– Estás equivocada. Heather es carne de mi carne, mi responsabilidad, y nunca pensé que llegaría el día en que me avergonzaría tanto de ella como ahora. -Miró a Alex. -Sé que es un problema del circo, pero te pido que dejes que me encargue yo mismo de esto.
Heather se echó hacia atrás al ver la mirada escalofriante en los ojos de Alex cuando éste asintió con la cabeza.
– ¡No, Alex! -Daisy intentó acercarse de nuevo a Heather, pero Alex la atrapó desde atrás.
Brady la arrastró entre las caravanas sin decir ni una palabra. Heather no había estado tan asustada en toda su vida. Su padre nunca le había pegado, pero claro, ella nunca había hecho nada tan malo.
Él se detuvo en seco cuando Sheba surgió de las sombras de su gran caravana RV. Llevaba puesta una bata verde de seda con estampados de aves y flores por todos lados. Heather se alegró tanto de verla que a punto estuvo de lanzarse en sus brazos, pero la horrible mirada en los ojos de la dueña del circo le hizo darse cuenta de que Sheba lo había oído todo.
Heather sacudió la cabeza y comenzó a llorar de nuevo. Ahora Sheba también la odiaba. Debería haberlo esperado, Sheba odiaba el robo más que cualquier cosa.
Sheba habló con voz trémula:
– Quiero hablar contigo, Brady.
– Más tarde. Tengo que ocuparme de unos asuntos…
– Mejor ahora. -Luego se dirigió a la chica: -Vete a la cama, Heather. Tu padre y yo hablaremos contigo a primera hora de la mañana.
– ¿Y a ti qué más te da? -quiso gritar Heather. -Tú odias a Daisy. Pero sabía que eso no importaba ahora. Sheba era tan dura como su padre a la hora de seguir las reglas del circo.
Su padre la soltó, y Heather huyó. Mientras corría a la seguridad de su cama, supo que había perdido la última oportunidad de conseguir que su padre la amara.