Alex estaba dormido cuando Daisy regresó a la caravana. La joven se desvistió tan silenciosamente como pudo y se puso una de las camisetas de su marido. Cuando se acercaba al sofá, oyó un ronco susurro:
– Esta noche no, Daisy. Te necesito.
Se giró y lo vio a través de la oscuridad. Tenía los ojos entrecerrados por el deseo. Estaba despeinado y la medalla esmaltada que le colgaba del cuello resplandecía bajo la luz de la luna que entraba por la ventana. Daisy aún podía oír en su mente el fuerte latido del corazón de Tater transmitiéndole un mensaje de amor incondicional. Sabía que no podía darle la espalda a Alex en ese momento.
Esta vez no hubo sonrisas. Ni dulzura. La poseyó con ferocidad, casi con desesperación y, cuando todo terminó, Alex se acurrucó detrás ella, sin soltarla. Se quedaron dormidos con la mano de él sosteniéndole un pecho.
Daisy no regresó al sofá la noche siguiente. A partir de ese día, compartió la cama con su marido mientras sentía que su corazón se inundaba de una emoción a la que no quería dar nombre.
Una semana más tarde, llegaron al centro de New Jersey. Instalaron el circo en el patio de una escuela situada en un barrio de las afueras, con casas blancas de dos plantas, columpios en los patios traseros y monovolúmenes en los garajes. De camino a la casa de fieras, donde Tater estaba atado, Daisy se pasó por el vagón rojo para hacer unos cambios en el pedido de pienso y, cuando entró, vio a Jack examinando algunas carpetas.
La saludó con una inclinación de cabeza. Ella le devolvió el saludo y se dirigió al escritorio para buscar los papeles que necesitaba. Sonó el móvil y lo cogió ella.
– Circo de los Hermanos Quest.
– Quería hablar con el doctor Markov -respondió un hombre con acento británico. -¿Podría avisarlo?
Daisy se dejó caer en la silla.
– ¿Con quién?
– Con el doctor Alex Markov.
A Daisy comenzó a darle vueltas la cabeza.
– N-no está aquí en este momento. ¿Quiere dejar algún recado?
La mano le tembló al apuntar el nombre y el número. Cuando colgó sintió que se tambaleaba. ¡Alex era doctor! Sabía que era un hombre cultivado y que tenía una vida oculta, pero jamás se había imaginado algo así.
El misterio que rodeaba a su marido era cada vez más profundo, pero no sabía cómo sonsacarle la verdad. Alex seguía esquivando cualquier pregunta que le hiciera, seguía actuando como si no tuviera una existencia más allá del circo.
Se humedeció los labios resecos y miró a Jack.
– Era un hombre que quería hablar con Alex. Lo llamó doctor Markov.
Jack metió varias carpetas en el cajón abierto del archivador sin mirarla.
– Déjale el mensaje en el escritorio. Lo verá cuando entre.
Jack no había mostrado reacción alguna, así que evidentemente sabía más de la vida de su marido que ella. Tal certeza le dolió.
– Debe de ser un descuido por su parte, pero Alex no me ha dicho qué rama de la medicina practica.
Jack cogió otra carpeta.
– Tal vez porque no quiere que lo sepas.
Daisy se sentía carcomida por la frustración.
– Cuéntame lo que sabes de él, Jack.
– En el circo aprendemos a no meter las narices en la vida de los demás. Si alguien quiere hablar sobre su pasado, lo hace. Si no, es asunto suyo.
Ella se dio cuenta de que lo único que había conseguido era avergonzarse a sí misma. Hizo tiempo hojeando algunos periódicos y se escapó de allí lo más rápidamente que pudo.
Encontró a Alex acuclillado junto a Misha, examinando la herradura del caballo. Lo observó durante un buen rato.
– Eres veterinario.
– ¿De qué hablas?
– Eres veterinario.
– ¿Desde cuándo?
– ¿No lo eres?
– No sé de dónde sacas esas ideas.
– Acabas de recibir una llamada. Alguien quería hablar con el doctor Markov.
– ¿Y?
– Si no eres veterinario, ¿qué tipo de doctor eres?
Él se puso en pie y palmeó el cuello de Misha.
– ¿No has pensado que podía ser un apodo?
– ¿Un apodo?
– De mis días de prisión. Ya sabes que los convictos le ponen apodos a todo el mundo.
– ¡No has estado en prisión!
– Pero si lo dijiste tú misma. Por asesinar a aquella camarera.
Daisy pateó el suelo con frustración.
– ¡Alex Markov, dime ahora mismo a qué te dedicas cuando no estás en el circo!
– ¿Por qué quieres saberlo?
– ¡Soy tu esposa! Merezco saber la verdad.
– Todo lo que necesitas saber es que tienes delante de ti a un antipático artista circense que posee un pésimo sentido del humor. No necesitas saber nada más.
– Eso es lo más indulgente y condescendiente…
– No es mi intención ser condescendiente, cariño. Pero no quiero que te hagas ilusiones. Esto es lo que hay. Una gira con el circo de los Hermanos Quest. Caravana y trabajo duro. -La expresión de Alex se suavizó. -Hago lo que está en mi mano para no hacerte daño. Por favor, acéptalo y deja de hacerme preguntas.
Si hubiera sido hostil, lo habría desafiado, pero Daisy no pudo luchar contra esa repentina dulzura en su voz. Dio un paso atrás y observó las profundidades de sus ojos. Eran tan dorados como los de Sinjun, e igual de misteriosos.
– Esto no me gusta, Alex -dijo ella con suavidad, -no me gusta nada. -Y se dirigió hacia la casa de fieras.
Un rato más tarde, Heather entró en la carpa. En ese momento, Daisy acababa de terminar de limpiar la jaula de Glenna con una manguera.
– ¿Puedo hablar contigo?
– Sí. -Al cerrar la manguera, Daisy vio que la chica estaba tensa y que tenía ojeras.
– ¿Por qué no le has contado a Sheba lo del dinero?
Daisy enrolló la larga manguera y la sostuvo entre las manos.
– He decidido no hacerlo.
– ¿No vas a decírselo?
Daisy negó con la cabeza.
Los ojos de Heather se llenaron de lágrimas.
– ¿¡Por qué no vas a hacerlo después de todo lo que le he hecho!?
– Puedes devolverme el favor prometiéndome no fumar más.
– ¡Vale! Haré lo que sea. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí, Daisy. Nunca. -Heather agarró la manguera que Daisy acababa de enrollar. -Déjame ayudarte. Dime qué quieres que haga. Haré cualquier cosa.
– Gracias por la oferta, pero no es necesario. -Comenzó a enrollar la manguera de nuevo, pero esta vez la llevó afuera y la apoyó contra la carpa.
Heather la siguió.
– Haré lo que quieras… Sé que sólo soy una niña y todo eso, pero como no tienes amigos aquí, quizá podríamos hacer cosas juntas. -Se detuvo a pensar qué podrían hacer para superar lo ocurrido, algo en lo que no importara la diferencia de edad. -Podríamos ir a tomar pizza o algo por el estilo. O podríamos peinarnos la una a la otra.
Daisy no pudo evitar sonreír ante el tono esperanzado de la chica.
– Suena bien.
– Voy a recompensarte por esto, te lo prometo.
Algunas cosas no se podían arreglar, pero Daisy no se lo dijo a Heather. Había tomado una decisión: no pensaba dejar que la culpa pendiera sobre la cabeza de la adolescente.
Brady Pepper se acercó a ellas, con una expresión que no presagiaba nada bueno.
– ¿Qué haces aquí, Heather? Te he dicho que te alejes de ella.
Heather se sonrojó.
– Daisy ha sido muy amable conmigo y quería ayudarla.
– Vete con Sheba. Quiere practicar contigo la posición del pino.
Heather parecía cada vez más infeliz.
– Papá, Daisy es genial. No me gusta que pienses mal de ella. Es buenísima con los animales y me trata…
– Vete, Heather-dijo Daisy agradeciéndole el esfuerzo con un gesto de cabeza. -Gracias por ofrecerte a ayudar.
Heather se fue a regañadientes.
Brady parecía tan enfadado como un Silvestre Stallone con ración doble de testosterona.
– Mantente alejada de ella, ¿me oyes? Puede que Alex esté ciego contigo, pero los demás no olvidamos lo que has hecho.
– No me avergüenzo de nada de lo que he hecho, Brady.
– ¿No te avergüenzas de lo que has hecho? ¿Si se hubiera tratado de dos mil dólares en vez de doscientos estarías avergonzada? Lo siento, nena, pero para mí un ladrón es siempre un ladrón.
– ¿Acaso llevas una vida tan recta que nunca has hecho nada de lo que te arrepientas?
– Nunca he robado nada, de eso puedes estar segura.
– Le robas seguridad en sí misma a tu hija. ¿Eso no cuenta?
Brady apretó los labios.
– No me des lecciones sobre cómo criar a mi hija. No es asunto tuyo ni de Sheba. Ninguna de las dos tenéis hijos, así que ya podéis mantener cerradas vuestras malditas bocazas.
Y se fue, con los músculos brillando y las plumas de la cola despeinadas.
Daisy suspiró con pesar. No daba una. Había discutido con Alex y se había enfrentado a Jack y a Brady. ¿Qué más podía salir mal?
El agudo murmullo de voces excitadas captó su atención y observó que otro grupo de niños de la escuela vecina llegaba al circo. Durante toda la mañana habían llegado al recinto un grupo de escolares tras otro. Con tantos niños merodeando, Daisy se había asegurado de que la jaula de Tater estuviera bien cerrada, algo que disgustaba al elefantito. Esta vez los niños eran muy pequeños. Debían de ser del jardín de infancia.
Miró con tristeza a la profesora de mediana edad que los acompañaba. Puede que ese trabajo no le gustara a mucha gente, pero era el que deseaba desempeñar ella.
Observó la soltura con la que la profesora vigilaba que los niños no se descontrolaran y, por un momento, Daisy se imaginó que era ella. No se entretuvo con esa fantasía demasiado tiempo. Para ser profesora se necesitaba un título universitario, y ella ya era demasiado mayor para ponerse a estudiar.
No pudo resistirse a acercarse a los niños cuando se aproximaron a la jaula de Sinjun, que tenía una cinta alrededor para que los pequeños visitantes no se acercaran demasiado. Después de sonreír a la profesora, se dirigió a una niña con rostro de querubín que miraba al tigre con temor.
– Se llama Sinjun y es un tigre siberiano. Los siberianos son los tigres más grandes que existen.
– ¿Come gente? -preguntó la pequeña.
– No come personas, pero es un carnívoro. Eso quiere decir que come carne.
La pequeña se mostró más animada.
– Mi jerbo come comida de jerbo.
Daisy se rio. La maestra sonrió.
– Parece que sabe mucho sobre tigres. ¿Le importaría contarle a los niños algo sobre Sinjun?
Una oleada de excitación atravesó a Daisy.
– ¡Me encantaría! -Rápidamente rebuscó en su mente todo lo que había aprendido sobre los animales en sus recientes visitas a la biblioteca y escogió aquellos detalles que los niños pudieran comprender. -Hace cien años, los tigres vagaban libres por muchas partes del mundo, pero ahora ya no es así. La gente comenzó a vivir en las tierras que habitaban los tigres… -siguió hablándoles sobre aquellos felinos, sobre su lenta extinción, y se sintió gratificada al ver que los niños escuchaban atentamente sus palabras.
– ¿Podemos darle mimitos? -preguntó uno de ellos.
– No. Ya es mayor y tiene malas pulgas. No entendería que no quieres hacerle daño. No es como los perros o los gatos.
Siguió contestando a un gran número de preguntas, incluyendo varias sobre las necesidades fisiológicas de Sinjun y que provocó un coro de risitas tontas, escuchó atentamente la historia de uno de los niños sobre un perro que había muerto y el anuncio de que otro que acababa de pasar la varicela. Eran tan ricos que Daisy podría haberse pasado todo el día hablando con ellos.
Cuando la clase se dispuso a seguir adelante, la profesora le agradeció la explicación y la pequeña de mejillas sonrosadas le dio un abrazo. Daisy se sintió como si flotara en una nube.
Siguió observándolos mientras se acercaba a la caravana para disfrutar de un almuerzo rápido. Se detuvo de golpe cuando una familiar figura, embutida en unos pantalones marrón oscuro y una pálida camisa amarilla, salió del vagón rojo. Daisy era incapaz de creer lo que veía. En ese momento fue consciente de las ropas sucias y del despeinado cabello que lucía, resultado del último aseo de Glenna.
– Hola, Theodosia.
– ¿Papá? ¿Qué haces aquí? -Su padre era una figura tan poderosa en la mente de Daisy que la joven rara vez notaba que éste poseía una constitución bastante menuda, apenas un poco más alto que ella. Era la imagen de la opulencia y la elegancia, con aquel cabello canoso cortado por un experto peluquero -que se pasaba por la oficina de su padre una vez a la semana, -el reloj de oro y los mocasines italianos con un discreto adorno dorado en el empeine. Era difícil imaginárselo abandonando la dignidad el tiempo suficiente como para enamorarse de una modelo y concebir una hija ilegítima, pero Daisy era la prueba viviente de que su padre había sido humano una vez.
– He venido a ver a Alex.
– Ah. -Se esforzó por ocultar el dolor que le producía saber que no había ido a verla a ella. -También quería saber cómo te iba.
– ¿Y?
– Quería asegurarme de que aún estabas con él, que no habías hecho ninguna tontería.
Por un momento Daisy se preguntó si Alex le habría hablado del dinero robado, pero al instante supo que no lo había hecho. Esa certeza la consoló.
– Como puedes ver, todavía estoy aquí. Si me acompañas a la caravana te serviré algo de beber. O te prepararé un sándwich si tienes hambre.
– Una taza de té estaría bien.
Lo condujo hasta la caravana. Max se detuvo al ver el deteriorado exterior.
– Dios mío. No me digas que vivís aquí.
Daisy se sintió impulsada a defender su pequeño hogar.
– El interior está mucho mejor; lo he arreglado. Abrió la puerta y lo invitó a entrar, pero a pesar de los cambios que ella había hecho, Max no se sintió más impresionado con el interior que con el exterior.
– Creo que Alex podría haber conseguido algo mejor.
Aunque resultara extraño, aquella crítica la hizo ponerse a la defensiva.
– Es perfecto para nosotros.
Max se quedó mirando la única cama de la caravana durante un buen rato. Daisy creía que la imagen lo haría sentir incómodo, pero si fue así, ella no lo notó.
Mientras ponía el agua a hervir en la cocina, él sacudió el sofá antes de sentarse, como si temiera contraer alguna enfermedad. Daisy se sentó frente a él mientras esperaba a que el agua hirviera.
El incómodo silencio que se extendió entre ellos fue roto finalmente por su padre.
– ¿Cómo os lleváis Alex y tú?
– Bien.
– Es un hombre estupendo. Casi nadie logra sobreponerse a una infancia como la suya. ¿Te ha contado cómo nos conocimos?
– Me ha dicho que le salvaste la vida.
– No sé si eso será cierto, pero cuando lo conocí su tío le estaba dando una paliza detrás de unas camionetas. Lo sujetaba contra el suelo con un pie mientras lo azotaba con un látigo.
Daisy se sorprendió. Alex le había dicho que había sido maltratado, pero oírlo de labios de su padre lo hacía parecer aún más horrible.
– La camisa de Alex estaba hecha jirones. Tenía verdugones rojos por toda la espalda; algunos de ellos sangraban. Su tío le maldecía por alguna tontería mientras lo azotaba con todas sus fuerzas. -Daisy cerró con fuerza los ojos, deseando que su padre dejara de hablar, pero él continuó. -Lo que más me impactó es que Alex se mantenía en absoluto silencio. No lloraba. No pedía ayuda. Sólo aguantaba. Fue lo más trágico que he visto en mi vida.
Daisy se sintió enferma. No era de extrañar que Alex no creyera en el amor.
Su padre se reclinó en el sofá.
– Irónicamente yo no tenía ni idea de quién era el niño. Por aquel entonces Sergey Markov viajaba en el viejo Circo Curzon y decidí ir a verlo a donde se habían instalado en Fort Lee. Por supuesto, había oído rumores sobre la relación familiar. Incluso la había investigado para asegurarme de que era auténtica, pero siempre soy escéptico con historias como ésas y, al principio, no me lo creí.
Aunque Daisy conocía la pasión de su padre por la historia rusa, no sabía que ésta se extendiera hasta el circo. Cuando la tetera comenzó a silbar, se dirigió ni fogón.
– Pero la relación es autentica. Los Markov son una de las familias más famosas de la historia del circo -dijo Daisy.
Él la miró con extrañeza mientras ella comenzaba t preparar el té.
– ¿Los Markov?
– Al parecer la mayoría de las generaciones conservó el apellido de las mujeres. ¿No te parece algo inusual?
– Más bien irrelevante. Los Markov eran campesinos, Theodosia. Gente del circo. -Apretó los labios con desdén. -Por lo único que me interesaba Sergey Markov era por los rumores que corrían sobre el matrimonio de su hermana, Katya, la madre de Alex.
– ¿A qué te refieres?
– Lo que me interesaba era la familia del padre de Alex. El hombre con el que se casó Katya Markov. Por el amor de Dios, Theodosia, los Markov no son importantes. ¿Acaso no sabes nada de tu marido?
– Sé muy poco -admitió ella. Llevó las dos tazas al sofá y le tendió una. Sujetó su taza con ambas manos mientras tomaba asiento en el otro extremo del sofá.
– Pensé que te lo habría contado, pero es tan reservado que es normal que no te haya dicho nada.
– ¿Decirme qué? -Daisy llevaba tiempo esperando eso, pero ahora que llegaba el momento no estaba segura de querer saberlo.
Un leve temblor de excitación tiñó la voz de Max cuando se lo explicó.
– Alex es un Romanov, Theodosia.
– ¿Un Romanov?
– Por la línea paterna.
La primera reacción de Daisy fue de diversión, pero ésta se desvaneció al darse cuenta de que su padre estaba tan obsesionado por la historia rusa que había estado investigando en todos los circos.
– Papá, eso no es cierto. Alex no es un Romanov. Es un Markov de los pies a la cabeza. La historia de los Romanov es sólo parte de su número; algo que se inventó para hacerlo más apasionante.
– No insultes mi inteligencia, Theodosia. No me dejaría engañar por un cuento chino. -Cruzó las piernas. -No tienes ni idea de cuánto investigué antes de llegar a esta conclusión. Cuando supe que Alex era un auténtico Romanov, lo aparté de Sergey Markov, que aún tardó diez años en morir. Me encargué de la educación de Alex, que había sido abominable hasta ese momento. Lo metí en un internado, pero insistió en pagarse él mismo la universidad, por lo cual fue imposible mantenerlo alejado del mundo del circo. ¿Crees que hubiera hecho todo eso si no hubiera estado absolutamente seguro de quién era?
Un helado escalofrío recorrió la espalda de Daisy,
– ¿Y quién es exactamente?
Max volvió a reclinarse en el sofá.
– Alex es el bisnieto de zar Nicolás II.