Mientras Sheba comprobaba la recaudación y hojeaba un montón de periódicos en la oficina, Daisy vendió las entradas de la segunda función. Lo hizo de una manera mecánica, sonriéndoles a los clientes automáticamente, pero, aunque habló sin parar, sólo podía pensar en el apasionado beso que había compartido con Alex y apenas prestó atención a lo que la gente decía. Se derretía ante el recuerdo, pero al mismo tiempo se sentía avergonzada. No debería haberse entregado a Alex con tal abandono cuando él no sentía ningún respeto por su matrimonio.
En cuanto dejó de sonar la música de la presentación del espectáculo, Sheba abandonó el vagón rojo sin decir ni una palabra y Daisy cerró la taquilla. Se encontraba contando el efectivo del cajón de la recaudación cuando apareció Heather. Llevaba puesto un maillot de lentejuelas doradas; el recargado maquillaje hacía que pareciera mayor de lo que era. Cinco aros rojos le colgaban de la muñeca como si fueran pulseras gigantescas y Daisy se preguntó si iría a algún lugar sin ellos.
– ¿Has visto a Sheba?
– Se fue hace unos minutos.
Heather miró a ambos lados para cerciorarse de que estaban solas.
– ¿Me das un cigarrillo?
– Me fumé el último esta mañana. Es un vicio horrible y además caro. Te arrepentirás de engancharte a él, Heather.
– Aún no lo he hecho. Fumo sólo por distraerme. -Heather se paseó por la oficina, tocando el escritorio, la parte superior del archivador, hojeando el calendario de la pared.
– ¿Sabe tu padre que fumas?
– ¿Acaso vas a decírselo?
– No he dicho eso.
– Pues hazlo si quieres -repuso en tono agresivo. -De todos modos volverá a enviarme con la tía Terry.
– ¿Vives con ella?
– Sí. Pero tiene cuatro niños y la única razón por la que está dispuesta a acogerme es el dinero que le envía papá. Además, así tiene una canguro gratis para el bebé. Mi madre no podía ni verla -su expresión se volvió amarga, -pero mi padre sólo quiere deshacerse de mí.
– No creo que sea así.
– Y tú qué sabes. A él sólo le importan mis hermanos. Sheba dice que no es culpa mía, sino que Brady no sabe cómo tratar a las mujeres con las que no se puede acostar, pero sé que lo dice para que me sienta mejor. Creo que sí fuera buena con los malabarismos, él dejaría que me quedara.
Ahora comprendía Daisy por qué Heather siempre llevaba los aros consigo. Estaba tratando de ganarse el afecto de su padre. Daisy lo sabía todo sobre cómo intentar complacer a un padre y lo lamentó por esa jovencita con cara de duende y boca sucia.
– ¿Has hablado con él? Quizá si supiera cómo te sientes no te haría volver con tus tíos.
Ella puso su cara de chica dura.
– Como si fuera a importarle. Y mira quién va a darme consejos. Todo el mundo habla de ti. Dicen que Alex se casó contigo porque estás embarazada.
– Eso no es cierto. -repuso Daisy, pero antes de que pudiera añadir nada más, sonó el teléfono y se volvió para contestar. -Circo de los Hermanos Quest…
– Con Alex Markov, por favor -dijo una voz masculina.
– Lo siento, en este momento no está aquí.
– ¿Podría decirle que lo llamó Jacob Salomón? Ya tiene mi número. Y dígale también que el doctor Theobald está intentando ponerse en contacto con él.
– Le daré el recado. -Colgó y se preguntó quiénes serían esas personas mientras anotaba el mensaje para Alex. Había demasiadas cosas sobre él que no sabía y tío parecía que se las fuera a contar.
Heather se había ido mientras hablaba por teléfono. Con un suspiro, cerró con llave el cajón de la recaudación, apagó las luces y salió de la caravana.
Los trabajadores ya habían desmantelado la casa de fieras y Daisy pensó en el tigre. Se encaminó hacia el lugar donde estaba situada la jaula, dejándose llevar hacia allí como si no tuviera ningún control sobre su destino.
La jaula estaba situada sobre una pequeña plataforma a un metro de altura. La luz de los reflectores iluminaba el interior. A Daisy le latía con fuerza el corazón mientras se acercaba lentamente. Sinjun se levantó y se giró hacia ella.
La joven se quedó paralizada ante el impacto de esos ojos dorados. La mirada del tigre era hipnótica, directa, sin parpadeos. Sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda y cómo se ahogaba en los ojos dorados del animal.
«El destino.»
La palabra atravesó la mente de Daisy como si no fuera ella quien la hubiera puesto allí, sino el tigre. «El destino.»
No fue consciente de lo mucho que se había acercado a la jaula hasta que percibió el olor almizcleño del animal, un aroma que debería de haber sido desagradable pero que, sin embargo, no lo era. Se detuvo a menos de un metro de los barrotes y se quedó inmóvil. Los segundos dieron paso a los minutos y Daisy perdió la noción del tiempo.
«El destino.» La palabra volvió a resonar en la mente de la joven.
El tigre era un macho enorme, tenía las patas gigantescas y una marca blanca en la parte inferior del cuello. Daisy comenzó a temblar cuando el aplastó las orejas dejando a la vista las ovaladas marcas blancas de estas; de alguna manera ella supo que aquel era un gesto de amistad. El tigre desplegó los bigotes y le ensenó los dientes. El sudor se deslizó entre los pechos de Daisy cuando el animal emitió un rugido; el sonido diabólico de una película de terror.
No pudo apartar la vista del tigre, aunque supo que era eso lo que él quería. El animal le lanzaba una mirada de desafío: ella debía apartar la vista primero. Y Daisy quería hacerlo -no era su intención desafiar al tigre, -pero se había quedado paralizada.
Los barrotes parecieron desvanecerse entre ellos y ella sintió como si no tuviera ninguna protección ante él. El tigre podía abrirle la garganta de un zarpazo, pero aun así, Daisy no podía moverse. Miró directamente a los ojos del animal y sintió como si éste le leyera el alma. Pasó el tiempo. Los minutos. Las horas. Los años. Con ojos que no parecían suyos, Daisy vio sus propias debilidades y defectos; los miedos que la mantenían prisionera. Se vio en su privilegiada vida, doblegándose ante voluntades más fuertes que la suya, asustada de enfrentarse a cualquiera, intentando complacer a todo el mundo menos a sí misma. Los ojos del tigre le revelaron todo lo que quería mantener oculto.
Y luego parpadeó.
El tigre.
No ella.
Daisy observó con asombro cómo desaparecían las marcas blancas de las orejas. El animal estiró su enorme cuerpo y se dejó caer sobre el suelo de la jaula, desde donde la miró con gravedad y le dio su veredicto:
«Eres débil y cobarde.»
Daisy comprendió la verdad que le dictaban los ojos del tigre, y la sensación de victoria por haber sido capaz de sostenerte la mirada se evaporó dejándole las piernas débiles y flojas. La joven se hundió en la hierba, donde se sentó en silencio y se abrazó las rodillas, observando al animal sin miedo, aunque con cierto recelo.
Oyó la música que anunciaba el fin del espectáculo, las voces de los trabajadores que iban de un lado para otro del recinto y los sonidos habituales mientras recogían los puestos. Casi no había dormido la noche anterior y se fue adormeciendo poco a poco. Se le cayeron los párpados, pero no llegó a cerrarlos por completo. Apoyó la mejilla en las rodillas y continuó observando al tigre con los ojos entrecerrados mientras él le sostenía la mirada.
Estaban solos en el mundo; dos almas perdidas. Daisy percibió cada latido. El aire le llenaba los pulmones y el miedo se evaporó lentamente. Experimentó un profundo sentimiento de paz. El alma de la joven se unió a la del animal y se convirtieron en uno solo; en ese momento podría haber sido la comida y el sustento del animal, porque no existía ninguna barrera entre ellos.
Y entonces, más rápidamente de lo que hubiera podido imaginar, la paz se rompió y se sintió golpeada por una explosión de dolor que la hizo gemir. En el fondo de su mente supo que ese dolor provenía del tigre, no de ella, pero eso no hizo que le doliera menos.
«Santo Dios.» Se agarró el estómago y se dobló sobre sí misma. ¿Qué le estaba ocurriendo? «¡Dios mío, haz que se detenga!» No podía soportarlo.
Cayó de bruces en el suelo y en ese momento supo que iba a morir.
Tan bruscamente como había empezado, el dolor desapareció. Respiró hondo y se puso de rodillas temblando.
Los ojos del tigre ardieron de furia contenida. «Ahora sabes cómo se siente un cautivo.»
Alex estaba furioso. Miró a Sheba Quest y, después, el látigo que él tenía enroscado en el puño. La noche del sábado era el día de cobro de los empleados y algunos ya estaban borrachos, así que llevaba el látigo como medida disuasoria. Sin embargo, no eran los trabajadores los que le molestaban.
– ¡A mí no me roba nadie! -declaró Sheba, -y Daisy no va a librarse de ésta porque sea tu esposa. -El tono bajo y firme acentuaba la rabia contenida de la dueña del circo. El pelo rojo lanzaba destellos de fuego sobre su espalda y le chispeaban los ojos.
La promesa que Alex le había hecho a Owen en el lecho de muerte hacía que tuviera constantes enfrentamientos con su viuda. Sheba Quest era su patrona y estaba resuelta a presionarlo tanto como le fuera posible. Pero él estaba decidido a respetar los deseos de Owen. Era un compromiso que no satisfacía a ninguno de los dos y era inevitable que entre ellos surgiera una guerra abierta.
– No tienes ninguna prueba de que Daisy cogiera el dinero.
Mientras lo decía, Alex se sintió furioso consigo mismo por intentar defenderla. No había más sospechosos.
No le sorprendería que su esposa hubiera cogido dinero -ella habría pensado que se lo merecía, -pero no había esperado que robara en el circo. Eso sólo demostraba que su libido había nublado su buen juicio.
– Es cierto -espetó ella. -Comprobé la recaudación después de que se fuera. Acéptalo, Alex, tu mujer es una ladrona.
– No quiero que la acuses antes de que hable con ella -dijo él con terquedad.
– El dinero ha desaparecido, ¿no es cierto? Y Daisy estaba a cargo de él. Si ella no lo ha robado, ¿por qué se ha esfumado?
– La buscaré y le preguntaré.
– Quiero que la detengan, Alex. Me robó, y en cuanto la encuentres llamaré a la policía.
Él se detuvo al instante.
– Nunca llamamos a la policía. Lo sabes tan bien como cualquiera. Si es culpable yo me encargaré de ella igual que me encargaría de cualquier otra persona que hubiera infringido la ley del circo.
– La última persona de la que te encargaste fue aquel conductor que vendía drogas a los trabajadores. Lo dejaste hecho una piltrafa cuando acabaste con él. ¿Piensas hacer lo mismo con Daisy?
– ¡Ya está bien!
– Eres un gilipollas, ¿sabes? No vas a poder proteger a tu estúpida mujercita. Quiero recuperar hasta el último centavo y luego quiero que la castigues. Y si no lo haces a mi entera satisfacción, me aseguraré de que todo el peso de la ley caiga sobre ella.
– Te he dicho que me encargaré de ella.
– Ya veo cómo lo haces.
Sheba era la mujer más dura que conocía. La miró directamente a los ojos.
– Daisy no tiene nada que ver con lo que pasó entre nosotros. No la utilices para vengarte de mí.
Alex vio en los ojos de Sheba un destello de vulnerabilidad que rara vez exhibía, pero desapareció con la misma rapidez que apareció.
– Odio desinflar ese precioso ego tuyo, pero veo que aún no te has dado cuenta de que ya no me interesas en absoluto.
Se marchó airada y, mientras la observaba alejarse, Alex supo que mentía.
Los dos compartían una historia larga y complicada que se remontaba al verano en que él tenía dieciséis años y pasaba las vacaciones viajando con el circo de los Hermanos Quest, y escuchando el punto de vista de Owen sobre los hombres y las mujeres. Los trapecistas Cardoza también estaban en la gira de aquel verano y Alex se enamoró perdidamente de la reina de la pista central, que por aquel entonces tenía veintiún años.
Se pasaba las noches soñando con su elegancia, su belleza, sus pechos. Las chicas que había conocido hasta ese momento le parecían niñas comparadas con la deliciosa e inalcanzable Sheba Cardoza. Además de desearla, sentía cierta afinidad con ella porque ambos buscaban la perfección en su trabajo. Percibía en Sheba una voluntad similar a la suya.
Pero Sheba también poseía una vena egocéntrica que su padre había alimentado y que Alex nunca había tenido. Sam Cardoza le había hecho creer a Sheba que era mejor que los demás. Sin embargo, la trapecista también tenía un lado más suave y maternal y, aunque en aquel tiempo era muy joven, se comportaba como una gallina clueca con los demás miembros de la compañía, les regañaba cuando se portaban mal, llenaba sus estómagos con espaguetis y les aconsejaba en amores.
Incluso a los veintiún años le gustaba jugar a ser la gran matriarca y al poco tiempo también había incluido a Alex en el clan, apiadándose del huérfano de dieciséis años que la observaba con aquellos ojos tan ardientes. Se había encargado de que Alex tomara comidas sanas y le decía a Owen que lo mantuviera alejado de los trabajadores más pendencieros, ignorando el hecho de que Alex llevaba demasiados años de circo en circo para que nadie lo protegiera.
Pero no era eso lo que Alex quería de Sheba, que había acabado liándose con un trapecista mexicano que se llamaba Carlos Méndez. Al igual que Sheba, Carlos pertenecía a la última generación de una vieja familia del circo y había sido contratado por el padre de Sheba para que fuera el receptor de ésta en el trapecio.
Pero Sam Cardoza tenía algo mis en mente. Aunque la ascendencia circense de Carlos Méndez no era tan impresionante como la de ellos, a ojos de Sam era lo suficientemente aceptable para convertirse en el progenitor de la siguiente generación de trapecistas Cardoza, y Sheba había complacido a su padre enamorándose de Carlos.
Los celos habían carcomido a Alex. Su linaje circense era más impresionante que el de Méndez, pero Sheba sólo veía a un adolescente flaco y huesudo que sabía de caballos y tenía talento con los látigos. Ella le había contado sus planes para casarse con el elegante mexicano que Sam había contratado. Y que le permitiría poner a sus hijos el apellido Cardoza.
El verano llegó al final y Alex estaba a punto de regresar al colegio. Los Cardoza habían sido fichados por los Hermanos Ringling para hacer la gira de la temporada siguiente. Carlos se pavoneaba como un gallo arrogante, aunque por otro lado carecía de materia gris, y el día que Alex se marchaba, Sheba entró inesperadamente en la caravana de Carlos y se lo encontró desnudando a una de las equilibristas.
Alex jamás olvidaría esa noche. Cuando terminó la función se encontró a Sheba esperándolo. No había llorado y parecía muy calmada.
– Ven conmigo.
A él ni se le ocurrió desobedecerla. Sheba lo llevó al borde del recinto, donde se introdujeron en un pequeño espacio oscuro entre dos caravanas. El corazón de Alex comenzó a latir con fuerza ante los sombríos y clandestinos propósitos de Sheba mientras se perdía en el olor almizcleño de su perfume.
La trapecista lo había mirado profundamente a los ojos. Sin decir ni una sola palabra se abrió la blusa y la dejó caer por los brazos. Aquellos pechos plenos, de redondos pezones oscuros brillaron como nieve bajo la luz de la luna que se colaba entre las caravanas. Sheba le cogió las manos y las puso sobre sus pechos.
Él se había imaginado algo como eso cientos de veces, pero las fantasías no le habían preparado para tocar realmente aquellos pechos y sentir esos redondos pezones bajo los dedos.
– Bésalos -dijo ella.
Los dedos de Sheba bajaron a la cremallera de Alex. Éste aspiró profundamente sobre la húmeda piel de sus senos. Cuando ella lo tomó entre sus manos, Alex sintió que perdía el control y explotó con un ronco gemido.
Él se había estremecido de satisfacción y humillación. Sheba había presionado entonces sus labios contra los de él, ofreciéndole un beso largo y profundo. Luego se apartó y, aún con los pechos desnudos y húmedos por la lengua de Alex, se giró entre las caravanas.
Fue entonces cuando él se dio cuenta de que Carlos había estado allí todo el tiempo, observándolos.
El destello duro y triunfante en los ojos de Sheba le dijo a Alex que ella lo había sabido en todo momento y la sensación provocada por aquella traición fue tan devastadora que no pudo respirar. Él no le importaba. Sólo lo había utilizado para vengarse.
Mientras observaba a su antiguo amante, Sheba pareció olvidarse de que Alex existía.
– He contratado a un nuevo receptor -dijo ella con frialdad. -Estás despedido.
– No puedes despedirme -estalló Carlos. -Soy un Méndez.
– No eres nada. Incluso este chico es más hombre que tú.
Sheba volvió a darse la vuelta y selló los labios de Alex con un beso. A pesar de su lujuria, a pesar de la neblina de la traición, él sintió una chispa de fría admiración que lo asustó más de lo que lo había hecho nunca el látigo de su tío. Comprendía aquella cruel demostración de amor propio. Como Sheba, él jamás dejaría que alguien o algo amenazara lo que era, sin importar el precio que tuviera que pagar. A pesar de odiarla por haberlo utilizado como un peón, no pudo dejar de respetarla por ello.
Sheba pasó los siguientes dieciséis años como artista destacada en los grandes circos del mundo y no hizo otra gira con el circo de los Hermanos Quest hasta que su carrera comenzó a declinar. Para entonces, su padre ya había muerto y Sheba, soltera y sin hijos, se había convertido en la última Cardoza.
Owen le dio la bienvenida al circo de los Hermanos Quest y montó el espectáculo en torno a ella. Además, en sus infrecuentes conversaciones telefónicas con Alex, le reveló lo suficiente como para que éste dedujera que Owen estaba colado por ella.
Alex y Sheba se habían reencontrado hacía dos veranos y, de inmediato, se hizo evidente que había habido un cambio en el equilibrio de poderes entre ellos. A los treinta y dos años él estaba en la plenitud de su virilidad y no le quedaba nada por probar, mientras que los mejores años de Sheba como artista ya habían pasado. Alex conocía su propia valía y hacía mucho tiempo que había quedado atrás la baja autoestima que sentía en la adolescencia. Ella era hermosa, inquieta y, por razones que él no comprendió de inmediato, estaba soltera y sin hijos.
El fuego de la pasión crepitó con fuerza entre ellos, pero esta vez era ella la que lo buscaba a él. Alex no quería hacer daño a Owen y, al principio, ignoró las insinuaciones sexuales de Sheba. Sin embargo, pronto se hizo evidente que el dueño del circo estaba resignado a que los dos se liaran y, con su peculiar idiosincrasia, se sintió ofendido cuando Alex continuó desairando a la mujer que él valoraba por encima de todas las cosas.
Finalmente, Alex la dejó entrar en su cama. Ella era ágil y suave, carnal y apasionada, y él jamás había disfrutado tanto del sexo. Le gustaba que ella fuera dura y, también, no poder hacerle daño. Porque aunque la apreciaba, no la amaba.
– ¿Por qué no te has casado? -le preguntó Alex una noche sentado a la mesa en la lujosa caravana de Sheba, donde ella se disponía a servirle la comida por segunda vez en el día. Los dos llevaban puestas las batas, la de ella tenía un exótico estampado que hacía que los brillos rojizos de su pelo parecieran todavía más intensos. -Siempre he pensado que querías tener hijos. Tu padre no esperaba otra cosa.
Ella le puso un plato de lasaña delante y se volvió a la cocina para coger el suyo. Pero no volvió a la mesa. Se quedó inmóvil mirando fijamente la comida que había preparado.
– Supongo que ambicioné demasiado. Ya sabes que hay cosas que no se pueden tener. Los mejores trapecistas nacemos con una habilidad especial y el hombre con el que me case tiene que provenir de una buena familia. No me casaré con cualquiera, y mucho menos sin amor. Amor y linaje. Es una buena combinación. -Llevó el plato a la mesa. -Mi padre solía decir que era mejor que los Cardoza se extinguieran antes que tener nietos sin sangre circense. -Se sentó y cogió el tenedor. -Bueno, hice mía esa máxima. Es preferible que los Cardoza se extingan a casarme con un perdedor hijo de puta al que no pueda respetar.
– Bien por ti.
Ella tomó un bocado de comida y volvió a dejar el tenedor en el plato. Después observó detenidamente a Alex, con un brillo provocador en los ojos.
– Los Markov son todavía más importantes que los Cardoza. Sam me dijo hace años que no debería haberte dejado escapar. Me reí de él porque por aquel entonces tú eras sólo un niño, pero ahora los cinco años que te llevo no significan nada. Somos los últimos de dos grandes dinastías circenses.
Divertido, él negó con la cabeza.
– Yo no tengo ninguna intención de perpetuar la dinastía Markov. Lo siento, cariño, pero tendrás que buscar esperma circense en otro lado.
Ella se rio, pinchó un rollito de lasaña y se lo llevó a la boca.
– Menos mal que no te quiero. Si lo hiciera estarías perdido.
Su ardiente relación siguió adelante, tan lujuriosa y apacible que él no prestó atención a la manera, cada vez más posesiva, con la que ella lo trataba o cómo, poco a poco, comenzó a considerarlo su igual.
– Somos almas gemelas -le dijo ella una noche, con la voz ronca por la emoción, -si fueras mujer, serías yo.
Sheba tenía razón, pero algo en el interior de Alex se rebeló ante la comparación. Admiraba a Sheba, pero había algo en ella que le repelía. Puede que porque se veía reflejado a sí mismo. Para impedir que dijera nada más, se acomodó entre las piernas femeninas y entró en ella con un duro envite.
A pesar de los sutiles cambios en el comportamiento de Sheba, él no estaba preparado para lo que sucedió tina tarde de aquel verano en el recinto a las afueras de Waycross, Georgia. Ese día ella le dijo que le amaba. Y cuando lo hizo, él se dio cuenta de que hablaba totalmente en serio.
– Lo siento -dijo él tan suavemente como pudo cuando ella terminó su declaración, -pero eso no va conmigo.
– Por supuesto que sí. Es el destino. Sheba se negó a escuchar cuando Alex le dijo que él nunca podría amar a nadie -que había perdido la capacidad de amar cuando era un niño maltratado- y el brillo en los ojos de la joven le dijo que para ella el rechazo no era más que un juego. Se empeñó en hacerle cambiar de opinión con la misma determinación que empleó antaño para conseguir el triple salto y, sólo cuando él estaba haciendo la maleta para marcharse después de su última actuación en el circo, comprendió que él no bromeaba. Alex jamás la había engañado. No la amaba. Y no iba a casarse con ella.
Cuando por fin asimiló aquel tajante rechazo, todo lo que Sheba creía sobre sí misma se hizo trizas y se volvió loca. Fue en ese momento cuando hizo lo inconcebible, lo que nunca le perdonaría. Fue cuando le rogó que no la dejara.
Alex era, sin duda, la única persona en el mundo que podía comprender la enormidad de lo que ella estaba destruyendo cuando lloró de rodillas ante él. Había doblegado su orgullo, lo que hacía que fuera quien era.
– Sheba, basta. Tienes que parar. -Intentó levantarla, pero ella se aferró a él y gritó con una desesperación tan desgarradora que él se llevaría ese sonido consigo a la tumba. En ese momento Alex pudo ver cómo el amor que Sheba sentía por él se convertía en odio.
Owen Quest, alertado por el ruido, había irrumpido, de repente, en la caravana y se había dado cuenta de lo que pasaba. Luego había mirado a Alex y le había señalado la puerta con la cabeza.
– Vete, yo me encargaré de todo.
Una semana después, Sheba se casó con Owen; un hombre que casi le doblaba la edad y que no le dio hijos, y Alex era el único que sabía por qué. Su rechazo la había herido en lo más profundo de su ser y sólo podía resurgir de sus cenizas uniéndose a alguien poderoso que la pusiera en un pedestal. Desde que su padre había muerto, ella había recurrido a Owen.
– ¡Alex! -La voz asustada de Heather interrumpió sus perturbadores recuerdos. -¡He visto a Daisy! Está delante de la jaula de Sinjun.
Sheba oyó lo que Heather decía y alejándose de Jack Daily se dirigió a Alex:
– Yo me ocuparé de esto.
– No, lo haré yo. Es mi trabajo.
Mientras sus ojos se enfrentaban en una firme batalla de voluntades, él maldijo para sus adentros a Owen Quest por hacerlos pasar por eso. Sólo tras la muerte de Owen se había dado cuenta de cómo éste lo había manipulado con su habitual astucia. Había pensado que obligándolos a estar juntos, Alex y Sheba resolverían sus diferencias, se casarían y conservarían el circo de los Hermanos Quest. Owen nunca había conocido realmente la naturaleza de ellos dos. Y, por supuesto, Owen no había contado con que una raterilla llamada Daisy Devreaux echara a perder sus planes.
Heather caminó al lado de Alex, frunciendo el ceño ton ansiedad.
– No ha sido mucho dinero. Sólo doscientos dólares. Él deslizó el brazo alrededor de los hombros de la joven y le dio un apretón.
– Quiero que te mantengas apartada de esto, Heather. ¿Me has comprendido?
Ella levantó la vista y lo miró con preocupación.
– No vas a darle latigazos, ¿verdad, Alex? Es lo que dijo mi hermano. Dijo que le ibas a dar latigazos.
Las voces espabilaron a Daisy. Levantó la cabeza d las rodillas y se dio cuenta de que se había quedado dormida sentada en el suelo delante de la jaula de Sinjun. Mientras se desperezaba, recordó el dolor que había experimentado y la extraña sensación de afinidad con el tigre. Qué extraño. Debía haberlo soñado, aunque todo aquello le había parecido muy real.
Miró a la jaula. Sinjun había levantado la cabeza, había bajado las orejas y tenía las marcas blancas a la vista. Siguió la dirección de su mirada y vio que Alex se acercaba a ella, con Sheba y Heather a la zaga. Se puso de pie lentamente.
– ¿Dónde está? -exigió Sheba.
– Yo me encargaré de esto -dijo Alex.
Daisy sintió un atisbo de temor al ver la expresión fría y resuelta en la cara de su marido. Sinjun comenzó a pasearse intranquilo por la jaula.
– ¿Encargarte de qué? ¿Qué ha pasado?
Sheba la miró con desprecio.
– No te molestes en hacerte la inocente. Sabemos que tú robaste el dinero, así que devuélvelo. ¿O ya lo has escondido en alguna parte?
Sinjun gruñó por lo bajo.
– No he escondido nada. ¿De qué estás hablando?
Alex se pasó el látigo enroscado de una mano a otra.
– Faltan doscientos dólares del cajón de la recaudación, Daisy.
– Eso es imposible.
– Es cierto.
– Yo no los he cogido.
– Eso está por verse.
Daisy no podía creer lo que estaba ocurriendo.
– No soy la única que estuve allí. Tal vez Pete vio algo. Fue quien me sustituyó cuando fui a probarme los maillots.
Sheba se acercó más.
– Te estás olvidando de que conté el dinero justo después de que volvieras a tu puesto. Estaba todo. Los doscientos dólares desaparecieron después de marcharme.
– Eso es imposible. Estuve allí todo el tiempo. No pudo haber desaparecido.
– Voy a registrarla, Alex. Quizás aún lo lleve encima.
– Ni se te ocurra tocarla-dijo Alex sin levantar la voz, pero la orden implícita en su respuesta era inconfundible.
– ¿Pero qué pasa contigo? -exclamó Sheba. -¿Desde cuándo piensas con la polla?
– Ni una palabra más. -Él se volvió hacia Heather, que había estado observando el intercambio de voluntades. -Vete, cariño. Todo se habrá aclarado por la mañana.
Heather se fue a regañadientes, pero Daisy vio que se acercaban otras personas: Neeco Martin, el domador de elefantes, con Jack Daily, y Brady, al que acompañaba una de las animadoras.
Alex también notó que estaban atrayendo a una multitud y se volvió hacia Daisy.
– Si me das el dinero ahora evitaremos montar una escena.
– ¡Yo no lo tengo!
– Entonces tendré que buscarlo, y comenzaré por registrarte.
– ¡No!
La agarró del brazo y Sinjun emitió un rugido ensordecedor cuando Alex comenzó a arrastrarla hacia la caravana. Sheba se puso de inmediato a la izquierda de Alex, dejando claro que no pensaba dejarlos solos.
Por el rabillo del ojo, Daisy vio las expresiones severas y serias de todos los que se habían reunido alrededor de la tarta de bodas la noche anterior. Jill estaba allí, pero ahora se negaba a mirar a Daisy a los ojos. Madeline se dio la vuelta y Brady Pepper la fulminó con la mirada.
Cuando Alex le apretó el brazo, Daisy sintió que una sensación de traición se extendía hasta lo más profundo de su alma.
– No sigas con esto. Sabes que jamás robaría nada.
– Pues no, en realidad no lo sé. -Habían llegado a la caravana y Alex se adelantó para abrir la puerta con la misma mano que sujetaba el látigo. -Entra.
– ¿Cómo puedes hacerme esto?
– Es mi trabajo. -Con un empujón la hizo subir el último escalón.
Sheba los siguió a la caravana.
– Si eres inocente, no tienes nada que temer, ¿verdad?
– ¡Soy inocente!
Él dejó el látigo en una silla.
– Entonces no te importará que te registre. -Daisy desplazó la mirada del uno a otro y la fría intención que vio en los ojos de ambos hizo que se sintiera enferma. A pesar de que no se soportaban, los dos se habían aliado ahora en su contra.
Alex se acercó y Daisy se echó hacia atrás y chocó contra el mostrador de la cocina, el mismo lugar donde sólo unas horas antes le había dado aquel apasionado beso.
– No puedo dejar que me hagas esto -dijo ella con desesperación. -Hicimos unos votos, Alex. No les des la espalda. -Ella sabía que eso la hacía parecer más culpable ante aquellos ojos acusadores, pero el matrimonio se basaba en la confianza y si él destruía eso, no tendrían ni la más mínima oportunidad.
– Esto no tiene nada que ver con eso.
Ella se deslizó junto al mostrador.
– No puedo dejar que me toques. ¡Por el amor de Dios, créeme! ¡No robé el dinero! ¡Nunca he robado nada en mi vida!
– Cállate, Daisy. Sólo estás empeorando las cosas.
Se dio cuenta de que él no iba a ceder. Con el único propósito de asustarla, la atrapó contra la despensa. Ella lo miró horrorizada.
– No lo hagas -susurró. -Por favor. Te lo ruego. Por un momento él se quedó inmóvil. Luego le cacheó los costados. Mientras Sheba los observaba, le pasó las manos por las caderas, por la cintura, luego las movió hacia el estómago, la espalda, los pechos que él había tomado en sus manos tan sólo unas horas antes… Daisy cerró los ojos cuando él le deslizó la mano entre sus piernas.
– Deberías haberme creído -susurró cuando él terminó.
Alex dio un paso atrás con los ojos llenos de preocupación.
– Si no lo tienes, ¿por qué te has enfrentado a mí?
– Porque quería que confiaras en mí. No soy una ladrona.
Se miraron a los ojos. Parecía como si él estuviera a punto de decir algo cuando Sheba dio un paso adelante.
– Tuvo tiempo de sobra para deshacerse del dinero. ¿Por qué no registras la caravana? Yo registraré la camioneta.
Alex asintió con la cabeza y Sheba salió. A Daisy comenzaron a castañetearle los dientes a pesar de que la noche era cálida. Decía mucho de la relación entre Alex y Sheba que, al menos en ese tipo de asuntos, parecieran confiar el uno en el otro. Pero nadie confiaba en ella.
Daisy se dejó caer en el sofá y se rodeó las rodillas con las manos para dejar de temblar. No miró cómo Alex revisaba los armarios ni cómo registraba sus pertenencias. La joven se sintió embargada por una sensación de impotencia. Ya no podía recordar cómo era tener la vida bajo control. Tal vez es que nunca la había tenido. Primero había dependido de su madre, luego de su padre. Y ahora era ese marido peligroso el que había asumido el control de su vida.
Los ruidos de la búsqueda fueron reemplazados por un pesado silencio, pero Daisy no levantó la mirada del dibujo de la gastada alfombra.
– Has encontrado el dinero, ¿verdad?
– En el fondo de tu maleta, donde tú lo escondiste.
Daisy alzó la vista y vio la maleta abierta a sus pies. Tenía un montón de dinero en la mano.
– No sé quién lo habrá puesto ahí, pero no he sido yo.
Él se metió la mano en el bolsillo.
– Al menos ten las agallas suficientes para decir la verdad y acepta las consecuencias.
– No robé el dinero. Alguien me ha tendido una trampa. -Era evidente para Daisy que Sheba estaba detrás de todo eso. Alex tenía que verlo también. -¡No lo he hecho! Tienes que creerme.
Las súplicas murieron en los labios de Daisy cuando observó el rígido gesto de su marido y supo que nada lo haría cambiar de opinión. Con una horrible sensación de resignación, le dijo:
– No voy a seguir defendiéndome. He dicho la verdad y no voy a decir nada más. -Él se acercó a la silla de enfrente y se sentó. Parecía cansado, pero nada comparable a cómo se sentía ella. -¿Vas a llamar a la policía?
– Nosotros resolvemos nuestros problemas.
– Es decir, sois juez y parte.
– Es mejor así.
Se suponía que el circo era un lugar mágico, pero todo lo que ella había encontrado era ira y sospecha. Clavó los ojos en Alex, intentando ver a través de la impenetrable fachada que presentaba.
– ¿Qué ocurre si te equivocas?
– No lo hago. No puedo permitírmelo.
Daisy notó la fría certeza en la voz de su marido. Tal arrogancia era una invitación al desastre. Se le puso un nudo en la garganta. Ella le había dicho que no volvería a defenderse, pero aun así se sintió inundada por un tumulto de emociones. Tragando saliva, se quedó mirando las feas y finas cortinas que cubrían las ventanas detrás de Alex.
– Yo no robé los doscientos dólares, Alex.
Él se levantó y se acercó a la puerta.
– Nos enfrentaremos mañana a las consecuencias. No intentes salir de la caravana. Si lo haces, no dudes que te encontraré.
Ella oyó aquella voz helada y se preguntó qué clase de castigo le impondría. Sería duro, de eso no tenía la menor duda.
Alex abrió la puerta y salió a la noche. Ella oyó el rugido de un tigre y se estremeció.
Cuando Sheba miró los doscientos dólares que Alex le daba, supo que tenía que escapar de allí y, un momento después, aceleraba por la carretera en su Cadillac sin importarle adónde iba; necesitaba celebrar la humillación de Alex en privado. A pesar de todo su orgullo y arrogancia, Alex Markov se había casado con una ladrona.
Sólo unas horas antes, cuando Jill Dempsey le había dicho que Alex se había casado, Sheba se había querido morir. Había podido tolerar el horrible recuerdo del día en que perdió el orgullo, cuando se rebajó delante de él, porque había sabido que Alex nunca se casaría con otra. ¿Cómo iba a encontrar a una mujer que le comprendiera como lo hacía ella, su alma gemela? Si no podía casarse con Sheba, mucho menos podría hacerlo con otra, y gracias a ese pensamiento su orgullo había sobrevivido.
Pero hoy todo se había acabado. Aún no podía creer que él le hubiera negado ese último placer. Se recordaba a sí misma llorando y abrazándose a él, rogándole que la amara, con la misma claridad que si acabara de ocurrir.
Y ahora, con más rapidez de la que podía haber imaginado, él estaba siendo castigado y ella podría dormir tranquila. No podía imaginar un golpe más amargo para el orgulloso Alex. Al menos su humillación había sido privada, pero la de él había sido en público. Sheba incendió la radio y el coche se inundó con el sonido del rock duro. Pobre Alex. En realidad lo compadecía. Se había negado a casarse con la reina de la pista y había terminado con una ladrona.
Mientras Sheba Quest volaba por la carretera bajo la luz de la luna de Carolina del Norte, Heather estaba acurrucada en el asiento trasero del Airstream de su padre con los delgados brazos cruzados sobre el pecho y las mejillas húmedas por las lágrimas.
¿Por qué había hecho algo tan feo? Si su madre estuviera viva, podría habérselo contado todo, podía haberle explicado que ni siquiera lo había planeado, pero el cajón de la recaudación estaba abierto y odiaba a Daisy; así que, simplemente, había cogido el dinero. Su madre la habría ayudado a arreglarlo todo.
Pero ella había muerto. Y Heather sabía que si su padre se enteraba algún día de lo que había hecho, la odiaría para siempre.