– ¿Puedes intentar mantener los ojos abiertos esta vez?
Daisy notó que Alex estaba perdiendo la paciencia con ella. Estaban detrás de las caravanas, en un campo de béisbol a las afueras de Maryland, un sitio muy parecido al que habían estado los días anteriores y llevaban así casi dos semanas. La joven tenía los nervios tan tensos que estaban a punto de estallar.
Tater estaba cerca de ellos, alternando suspiros de amor por su dama con remover el barro. Después de que Daisy se hubiera enfrentado al elefantito unas semanas atrás, Tater había comenzado a escaparse para buscarla y, finalmente, Digger lo había castigado con el pincho. La joven no había podido tolerar tal cosa, así que le había dicho que ella se encargaría de cuidar al elefante durante el día cuando vagara por ahí. Todos -excepto la propia Daisy-parecían haberse acostumbrado a ver trotando a Tater detrás de ella como si fuera un perrito faldero.
– Si abro los ojos daré un respingo -señaló Daisy mientras su marido empuñaba el látigo- y me dijiste que me harías daño si daba respingos.
– Tienes el blanco tan alejado de tu cuerpo que podrías estar bailando El lago de los cisnes y ni siquiera te rozaría.
Había algo de verdad en lo que decía. El rollo de periódico que sostenía en la mano medía más de treinta centímetros y, además, ella tenía el brazo extendido. Pero cada vez que Alex agitaba el látigo arrancando un trozo del extremo, ella daba un salto. No podía evitarlo.
– Puede que mañana consiga abrir los ojos.
– En tres días estarás en la pista central. Es mejor que los abras ya.
Daisy abrió los ojos de golpe al oír la voz sarcástica y acusadora de Sheba que estaba donde Alex había dejado los látigos enroscados en el suelo. Tenía los brazos cruzados y el sol arrancaba destellos a su pelo, que brillaba como las llamas del infierno.
– Ya deberías haberte acostumbrado. -Se agachó con rapidez y cogió uno de los rollos de papel de diez centímetros que había en el suelo. Ésos eran los blancos de verdad, los que se suponía que Daisy debía sostener en la función, pero hasta ese momento Alex no había podido convencerla para que practicaran con algo que midiera menos de treinta centímetros.
Sheba comenzó a hacer rodar uno de los pequeños rollos entre los dedos como si fuera un pitillo, luego se acercó a Daisy y se detuvo a su lado.
– Quítate de en medio.
Daisy retrocedió.
Sheba miró a Alex con un destello desafiante en los ojos.
– Aprende cómo se hace.
Se puso de perfil, echó el pelo hacia atrás y se colocó el rollo entre los labios.
Por un momento Alex no hizo nada, y Daisy notó que había una vieja historia entre la dueña del circo y él, una historia de la cual Daisy no sabía nada. Parecía como si Sheba desafiara a su marido, pero ¿para que hiciera qué? Alex levantó el brazo tan repentinamente que ella apenas vio el movimiento de su muñeca.
«¡Zas!» El látigo restalló a pocos centímetros de la cara de la mujer y el extremo del rollo desapareció.
Sheba no se movió. Se mantuvo tan serena como si estuviera asistiendo a un cóctel mientras Alex agitaba el látigo una y otra vez, rompiendo un trocito de rollo cada vez. Poco a poco, lo fue acortando hasta que sólo quedó el cabo entre los labios de la mujer.
En ese momento lo cogió y se lo tendió a Daisy.
– Ahora veamos cómo lo haces tú.
Daisy reconocía un reto cuando lo veía, pero esa gente se había criado tentando al peligro. Ella no tenía que demostrar su valor, sentía que ya lo había hecho cuando se había enfrentado a Tater.
– Quizás en otro momento.
Alex suspiró y bajó el látigo.
– Sheba, esto no funciona. Continuaré haciendo el número yo solo.
– ¿Te tiene dominado, Alex? Cinco generaciones de sangre circense y le has dado el nombre de Markov a alguien que no tiene valor para entrar en la pista central contigo.
Los ojos verdes de Sheba se oscurecieron con desprecio cuando miró a Daisy.
– No te estamos pidiendo que andes por la cuerda floja ni que montes a pelo. Lo único que tienes que hacer es estar allí de pie. Pero ni siquiera eres capaz de hacerlo, ¿verdad?
– Lo siento, pero no valgo para esto.
– ¿Y para qué vales entonces?
Alex dio un paso adelante.
– Ya basta. Daisy se ha encargado de los animales aunque no tendría por qué haberlo hecho, y están en mejores condiciones que nunca.
– No la defiendas. -Daisy sintió el impacto de los ojos de Sheba con la misma intensidad que si fuera el impacto del látigo. -¿Sabes algo de la familia Markov?
– Alex no me ha hablado mucho de su pasado. -Y tampoco le había hablado mucho de su presente. Cada vez que intentaba preguntarle por la vida que llevaba fuera del circo, él cambiaba de tema. Sospechaba que había ido a la universidad y que la medalla esmaltada que llevaba colgada del cuello era una reliquia familiar, pero nada más.
– Déjalo, Sheba -le advirtió él.
Ella no le hizo caso y sostuvo la mirada de Daisy con firmeza.
– Los Markov son una de las familias más famosas en la historia del circo. La madre de Alex era la mejor montando a pelo. Alex podría haber sido un campeón ecuestre de no ser por su altura.
– A Daisy no le importa nada de eso -dijo él.
– Sí que me importa. Continúa, Sheba.
– Su madre formaba parte de la quinta generación de artistas rusos que actuaron para los zares. Lo más interesante de los Markov es que la historia de su familia se transmite a través de las mujeres. No importa con quién se hayan casado, los hombres han renunciado a su propio apellido para mantener el de Markov y pasarlo a sus hijos. Pero los hombres Markov han sido también grandes artistas con el látigo y algunos de los mejores jinetes que se hayan visto en el circo.
Alex comenzó a recoger los rollos de periódico y a meterlos en una vieja bolsa de lona.
– Vamos, Daisy. Por hoy es suficiente.
La expresión de Sheba se volvió amarga.
– Los Markov siempre han seguido la tradición y han elegido bien a sus esposas. Al menos hasta llegar a Alex. -Hizo una pausa. En sus ojos asomó un helado desprecio. -No estás a su altura, Daisy, no mereces llevar el apellido Markov.
Tras decir eso se giró y se marchó, con un paso tan regio que hizo que sus ropas desarregladas parecieran dignas de una reina.
Daisy se sintió despreciable.
– Tiene razón, Alex. No valgo para nada.
– Tonterías. -Alex enrolló los látigos y los apoyó sobre el hombro. -Sheba considera la tradición del circo tan sagrada como la religión. No le hagas caso.
Daisy miró la bolsa con los rollos de periódico. Se acercó y sacó uno con decisión.
– ¿Qué haces?
– Dar la talla como mujer Markov.
– Por el amor de Dios, suelta eso. Te he dicho que pases de ella. Sheba siempre ha tenido una visión distorsionada de la historia de los Markov. Mi tío Sergey era el mayor bastardo que he conocido en mi vida.
– Te agradezco que intentes que me sienta mejor, pero no puedo ignorar lo que ha dicho. -Caminó hacia el lugar donde habían estado practicando antes y se puso de perfil. -Estoy cansada de ser siempre la peor.
Se puso el rollito en los labios; las rodillas le temblaban más que nunca. Si Alex fallaba, le golpearía en la cara y, quizá, dejaría una cicatriz en su piel y en su alma.
– Déjalo, Daisy. -Ella cerró los ojos. -Daisy…
Ella se sacó el rollito de la boca para hablar, pero no le miró.
– Por favor, Alex, hazlo de una vez. Cuanto más me hagas esperar, más difícil será para mí.
– ¿Estás segura?
No estaba segura en absoluto, pero se puso de nuevo el rollito en la boca y cerró los ojos, rezando por no dar un brinco.
Daisy gritó cuando oyó el chasquido del látigo y sintió una corriente de aire en la cara. El sonido retumbó en sus oídos. Tater abrió la boca y soltó un barrito.
– ¿Te he dado? ¡Maldita sea, sé que no te he dado!
– No…, no…, estoy bien. Es sólo… -Respiró hondo y recogió el rollito que había dejado caer, observando que Alex había sesgado un trocito del extremo. -Es sólo que estoy un poco nerviosa.
– Daisy, no tienes por qué…
Ella se colocó el blanco de nuevo en la boca y cerró los ojos.
«¡Zas!»
Daisy gritó otra vez.
– Si sigues gritando comenzaré a ponerme nervioso -dijo Alex en tono seco.
– ¡No gritaré! Pero por Dios, no pierdas los nervios. -Cogió el rollito, era mucho más corto de lo que había sido en un principio.
– ¿Cuántas veces más?
– Dos.
– ¿¿Dos??-chilló.
– Dos.
Esta vez colocó el rollito justo en el borde de los labios.
– Estás haciendo trampa.
El sudor corría entre los pechos de Daisy cuando volvió a colocarlo. Respiró hondo.
«¡Zas!» Otra corriente de aire le agitó un mechón de pelo contra la mejilla. Casi se desmayó, pero de alguna manera logró contener el grito. Sólo una vez más. Una vez más.
«¡Zas!» La joven abrió lentamente los ojos.
– Ya está, Daisy, se acabó. Ahora sólo tendrías que saludar al público.
Estaba viva y sin marcas. Atontada, lo miró y habló con un ronco susurro.
– Lo he hecho.
Él sonrió y soltó el látigo.
– Pues claro que sí. Estoy orgulloso de ti.
Con un gran grito de alegría, corrió hacia él y se arrojó a sus brazos. Alex la atrapó automáticamente. Cuando la estrechó contra su cuerpo, una lenta oleada de calor recorrió el cuerpo de Daisy. Él debió de sentir lo mismo porque se echó atrás y la dejó en el suelo.
Daisy sabía que Alex no aceptaba que se hubiera negado a hacer el amor con él desde aquella tarde de sudor y sexo que la había perturbado tan profundamente. Su período le había dado una excusa perfecta durante unos días, pero había terminado hacía media semana. Le había pedido un poco de tiempo para aclararse las ideas y, aunque Alex había estado de acuerdo, no le había gustado nada.
– Sólo un truco más -dijo él- y luego terminamos.
– Quizá deberíamos dejarlo para mañana. -Es el truco más fácil. Venga, vamos a hacerlo antes de que pierdas el valor. Ponte dónde estabas.
– Alex…
– Venga. No te dolerá. Te lo prometo.
A regañadientes, Daisy regresó al lugar donde había estado antes.
Alex cogió el látigo más largo y lo sostuvo entre los dedos.
– Colócate frente a mí y cierra los ojos.
– No.
– Confía en mí, cariño. Esta vez tienes que tener los ojos cerrados.
Daisy hizo lo que le decía, pero entreabrió uno de los ojos para ver lo que él hacía.
– Levanta los brazos por encima de la cabeza.
– ¿Los brazos?
– Levántalos por encima de la cabeza. Y cruza las muñecas.
Ella abrió los dos ojos.
– Creo que me olvidé de decirle a Trey algo sobre la nueva dieta de Sinjun.
– Todas las mujeres Markov han hecho este truco.
Resignada, Daisy levantó los brazos, cruzó las muñecas y cerró los ojos, diciéndose a sí misma que no podía ser peor que sostener un rollito con los labios.
«¡Zas!»
Apenas había percibido el chasquido del látigo cuando sintió que éste le rodeaba y le ataba las muñecas con fuerza.
Esta vez el grito le salió del alma. Dejó caer los brazos tan rápidamente que sintió que se le dislocaban los hombros. Se miró con incredulidad las muñecas atadas.
– ¡Me has dado! Dijiste que no me tocarías, pero lo has hecho.
– Estate quieta, Daisy, y deja de gritar de una vez. No te ha dolido.
– ¿No me ha dolido?
– No.
Ella miró sus muñecas y se dio cuenta de que él tenía razón.
– ¿Cómo lo has hecho?
– Destensé el látigo antes de chasquearlo. -Alex hizo un movimiento con la muñeca para que el látigo se aflojase, y la liberó. -Es un truco muy viejo, pero el público lo adora. Aunque, después de que te ate las muñecas, debes sonreír para que todos sepan que no te he hecho daño. Acabaré en la cárcel si no lo haces.
Daisy se examinó una muñeca y luego la otra. Se dio cuenta con asombro de que estaban intactas.
– ¿Y si te olvidas de destensar el látigo antes de apresarme las muñecas?
– No lo haré.
– Podrías cometer un error, Alex. Es imposible que siempre te salga bien.
– Claro que sí. Llevo años haciéndolo y nunca he lastimado a nadie. -Comenzó a recoger los látigos y ella se maravilló de aquella perfecta arrogancia, pero al mismo tiempo se sintió inquieta.
– Esta mañana las cosas han salido algo mejor-dijo ella, -pero aún me parece imposible que pueda actuar contigo dentro de dos días. Jack me ha dicho que voy a interpretar a una gitanilla indomable, pero no creo que las gitanas indomables griten como lo hago yo.
– Ya pensaremos algo. -Para sorpresa de la joven, Alex le dio un besito en la punta de la nariz antes de girarse para marcharse, pero se detuvo en seco y se volvió de nuevo hacia ella. La miró un buen rato. Luego inclinó la cabeza y posó sus labios sobre los de Daisy.
La joven le rodeó el cuello con los brazos cuando él se apretó contra ella. Aunque su mente le decía que el sexo debía ser sagrado, su cuerpo deseaba ardientemente las caricias de Alex, y Daisy supo que nunca tendría suficiente de él.
Cuando se separaron, Alex sostuvo la mirada de ella durante un largo y dulce instante.
– Sabes como un rayo de sol -susurró.
Ella sonrió.
– Te daré unos días más, cariño, porque sé que todo esto es nuevo para ti, pero nada más.
Daisy no tuvo que preguntarle a qué se refería.
– A lo mejor necesito más tiempo. Tenemos que conocernos mejor. Respetarnos el uno al otro.
– Cariño, en lo que concierne al sexo, te aseguro que siento mucho respeto por ti.
– Por favor, no hagas como si no supieras de lo que hablo.
– Me gusta el sexo. A ti te gusta el sexo. Nos gusta practicarlo juntos. Eso es todo.
– ¡Eso no es todo! El sexo debería ser sagr…
– No lo digas, Daisy. Si dices esa palabra otra vez, te juro que flirtearé con cada camarera que encuentre de aquí a Cincinnati.
Ella entrecerró los ojos.
– Justo lo que intentaba demostrar. Y no creo que sagrado sea una palabrota. Vamos, Tater, tenemos mucho trabajo que hacer.
Daisy se fue con el elefante trotando tras ella. Si se le hubiera ocurrido volver la mirada, habría visto algo que la habría asombrado. Habría visto a su duro y malhumorado marido sonriendo como un adolescente enamorado.
A pesar de las protestas de Alex, ella había continuado cuidando a los animales, aunque Trey hacía ahora muchas de las rutinarias tareas diarias. Sinjun clavó la mirada en Tater cuando se acercaron. Los elefantes y los tigres eran enemigos confesos. Pero a Sinjun parecía molestarle la presencia de Tater por otra cosa. Alex decía que estaba celoso, pero ella no era capaz de atribuirle tal emoción a aquel viejo tigre malhumorado.
Daisy observó a Sinjun con satisfacción. Gracias al nuevo pienso y a las duchas diarias, el pelaje del animal tenía ahora mejor aspecto. Le hizo una burlona reverencia.
– Buenos días, majestad.
Sinjun le enseñó los dientes, gesto que ella interpretó como una manera de decirle que no se pusiera demasiado cursi con él.
No había experimentado más momentos de comunicación mística con él, por lo que había comenzado a pensar que los que había tenido antes habían sido inducidos por la fatiga. Aun así, no podía negar que aún seguía sintiendo miedo cuando estaba cerca de él.
Había dejado una bolsa con chucherías que había comprado con su propio dinero en una tienda del pueblo cerca de un fardo de heno. La cogió y la llevó a la jaula de Glenna. La gorila ya la había divisado y apretaba su cara contra los barrotes, esperando pacientemente.
La muda aceptación de Glenna de su destino, junto con el anhelo que mostraba por disfrutar de contacto humano, rompía el corazón de Daisy. Acarició la suave palma que el animal alargaba a través de los barrotes.
– Hola, cariño. Tengo algo para ti. -Sacó de la bolsa una madura ciruela púrpura. La fruta tenía la misma textura que los dedos de Glenna. Áspera por fuera. Blanda por dentro.
Glenna tomó la ciruela y se retiró a la parte posterior de la jaula donde se la comió con pequeños y delicados mordisquitos mientras miraba a Daisy con triste gratitud.
Daisy le dio otra y continuó hablando con ella. Cuando la gorila terminó de comer, se acercó de nuevo a los barrotes, pero esta vez cogió el pelo de Daisy.
La primera vez que había hecho eso Daisy había sentido miedo, pero ahora sabía lo que quería hacer Glenna y se arrancó la goma elástica de la coleta.
Durante un buen rato permaneció con paciencia ante la jaula, dejando que la gorila la aseara como si fuera su hija mientras hurgaba en su cabello en busca de pulgas y mosquitos inexistentes.
Cuando por fin terminó, Daisy notó que se le había puesto un nudo en la garganta por la emoción. No importaba lo que dijeran, no entendía cómo podían tener enjaulada a una criatura tan humana.
Dos horas más tarde, Daisy regresaba a la caravana acompañada de su enorme mascota cuando vio a Heather practicando con los aros cerca del campo de juego. Ahora que ya no estaba tan cansada, Daisy había podido recordar con claridad lo sucedido la noche en que había desaparecido el dinero y pensó que era el momento apropiado para hablar con la chica.
Heather dejó caer un aro cuando ella se acercó, y mientras se agachaba para recogerlo, miró a Daisy con cautela.
– Quiero hablar contigo. Heather. Vamos a sentarnos en las gradas.
– No tengo nada que hablar contigo.
– Estupendo. Entonces hablaré yo. Muévete. Heather la miró con resentimiento pero respondió a su tono autoritario. Después de recoger los aros, siguió a Daisy, arrastrando las sandalias.
Daisy se sentó en la tercera fila y Heather lo hizo una fila más abajo. Tater localizó un lugar cerca de la segunda base y comenzó a revolcarse en el lodo, que es lo que hacen los elefantes para enfriarse.
– Supongo que vas a largarme un rollo por lo de Alex.
– Alex está casado, Heather, y el matrimonio es un vínculo sagrado entre un hombre y una mujer. Nadie tiene derecho a intentar romperlo.
– ¡No es justo! No te lo mereces.
– No eres quién para juzgar eso.
– ¿De verdad eres tan santurrona?
– ¿Cómo voy a ser santurrona? -dijo Daisy con voz queda. -Soy una ladrona, ¿recuerdas?
Heather se llevó los dedos a la boca y comenzó a morderse las uñas.
– Todos te odian por haber robado ese dinero.
– Ya lo sé. Pero eso no es justo, ¿verdad?
– Por supuesto que es justo.
– Pero las dos sabemos que yo no lo hice.
Heather se puso tensa y permaneció un largo segundo en silencio antes de contestar.
– Sí que lo hiciste.
– Tú estuviste en el vagón rojo esa noche después de que Sheba comprobara la recaudación; antes de que yo cerrara el cajón.
– ¿Qué más da? ¡No robé el dinero y no puedes acusarme de nada!
– Hubo una llamada para Alex. Cogí el teléfono y mientras estaba distraída, metiste la mano en el cajón de la recaudación y robaste los doscientos dólares.
– ¡No lo hice! ¡No puedes demostrarlo!
– Luego te colaste en nuestra caravana y escondiste el dinero en mi maleta para que todos pensaran que había sido yo.
– ¡Mientes!
– Debería haberme dado cuenta de inmediato, pero estaba tan cansada por intentar acostumbrarme a todo esto que se me olvidó que habías estado allí.
– Mientes -repitió Heather, aunque esta vez con menos vehemencia. -Y como le vayas con el cuento a mi padre, lo lamentarás.
– No puedes amenazarme con nada peor que lo que ya me has hecho. No tengo amigos, Heather. Nadie quiere hablar conmigo porque piensan que soy una ladrona. Ni siquiera me cree mi marido.
La cara de Heather era la viva imagen de la culpa y Daisy supo que tenía razón. Miró a la adolescente con tristeza.
– Lo que has hecho está muy mal.
Heather bajó la cabeza y su fino cabello cayó hacia delante, cubriéndole el rostro.
– No puedes probar nada -masculló.
– ¿Es así como quieres vivir? ¿Actuando de manera deshonesta? ¿Siendo cruel con otras personas? Todos cometemos errores, Heather, y si quieres madurar tienes que aprender a asumirlos.
La adolescente hundió los hombros y Daisy vio en qué momento exacto se dio por vencida.
– ¿Vas a decírselo a mi padre?
– No lo sé. Pero tengo que decírselo a Alex.
– Pero él se lo dirá a mi padre.
– Es probable. Alex tiene un profundo sentido de la justicia.
Una lágrima cayó sobre el muslo de Heather, pero Daisy endureció el corazón para no compadecerla.
– Mi padre me dijo que si me metía en algún lío me enviaría de vuelta con tía Terry.
– Pues tal vez deberías haber pensado en eso antes de tenderme una trampa.
Heather no dijo nada y Daisy no la presionó. Finalmente, la joven se enjugó las lágrimas con el dobladillo de la camiseta.
– ¿Cuándo vas a decírselo?
– Aún no lo he pensado. Esta noche, quizás. O tal vez mañana.
Heather asintió bruscamente con la cabeza.
– Yo sólo… el dinero estaba allí y aunque no lo había planeado…
Daisy intentó tragarse la lástima que sentía recordándose a sí misma que, por las acciones de esa chica, su marido pensaba que era una ladrona y su matrimonio había fracasado antes de haber tenido siquiera una oportunidad.
– Lo que hiciste no estuvo bien. Tienes que enfrentarte a las consecuencias.
– Sí, supongo. -Heather intentó secarse las lágrimas con los dedos. -Me alegro de que te hayas dado cuenta. Es difícil…, sé que no lo merezco, pero quizá podrías hablar con Sheba en vez de con Alex. Prefiero que se lo diga ella a mi padre. Se pelean todo el rato, pero por lo menos se respetan y puede que no pierda el juicio si se lo dice ella.
Daisy se enderezó.
– ¿Tu padre es violento contigo?
– Bueno, supongo. Quiero decir que grita y todo eso.
– ¿Te pega?
– ¿Papá? No, nunca me ha pegado. Pero a veces se enfada tanto que casi preferiría que lo hiciera.
– Entiendo.
– Ya había asumido que volvería con mi tía tarde o temprano. Sé que necesita que le eche una mano con los niños y todo eso. He sido muy egoísta queriendo quedarme aquí, pero los niños son unos auténticos monstruos y, algunas veces, me sacan de quicio.
Daisy estaba recibiendo más información de la que quería y se sintió culpable.
La adolescente se levantó del banco con los ojos llenos de lágrimas.
– Siento haber sido tan imbécil y haberte causado tantos problemas. -Una lágrima se coló entre sus pestañas. -Si no quería acabar con tía Terry y los niños, debería haberme portado mejor. No debería haberlo hecho, pero estaba celosa por Alex. -Las palabras le salían entre pequeños hipidos. -Es demasiado mayor… y nunca se enamoraría de alguien como yo. Pero siempre ha sido agradable conmigo y supongo que… supongo que quería eso todo el rato, aunque… -respiró hondo, -aunque siempre supe que no resultaría. Lo siento, Daisy.
Con un sollozo, se giró y huyó. Daisy se acercó a Tater y el elefantito la rodeó con la trompa. Se apoyó contra él, sin saber muy bien qué hacer. Antes de enfrentarse a Heather, lo había tenido todo muy claro, pero ahora no estaba tan segura. Si no le decía a Alex la verdad sobre Heather, él continuaría creyendo que era una ladrona. Pero si se lo decía, Heather recibiría un gran castigo y Daisy no creía poder vivir saliéndose responsable de eso.
Desde la carretera vio cómo Alex se subía a la camioneta para dirigirse al pueblo. Un rato antes le había dicho que tenía que resolver un problema con la compañía que suministraba los donnickers y que podía tardar varías horas en volver. Daisy había pensado dedicar ese tiempo a desempaquetar las compras que llevaba semanas haciendo en secreto y que transformarían la fea caravana verde en algo parecido a un hogar. Pero su encuentro con Heather le había quitado el entusiasmo. Sin embargo era mejor ocuparse de eso que sentarse sin hacer nada.
Pero mientras se dirigía a la caravana, recuperó el ánimo. Por fin iba a dedicar su tiempo a algo para lo que sí valía. Estaba deseando ver la cara que pondría Alex cuando volviera.