CAPÍTULO 21

Alex estuvo imposible toda la semana. Desde que fueron a cenar para luego disfrutar de aquellos juegos eróticos, buscó todo tipo de excusas para discutir con ella. Incluso en ese momento la miraba con el ceño fruncido mientras se secaba el sudor de la frente con el brazo.

– ¿No podías haber rellenado la bombona de gas cuando fuiste a hacer la compra al pueblo?

– Lo siento, pero no sabía que estaba vacía.

– Nunca te fijas en nada -añadió él con acritud. -¿Qué crees? ¿Que se rellena sola?

Daisy apretó los dientes. Parecía como si se hubieran acercado demasiado aquella noche y necesitara distanciarse de ella otra vez. Por el momento había logrado esquivar todas las granadas que le había lanzado, pero cada vez le resultaba más difícil mantener a raya su propio temperamento. En ese instante tuvo que contenerse para hablar con calma.

– No sabía que querías que lo hiciera yo. Siempre te has ocupado tú de esas cosas.

– Sí, pero por si no te has dado cuenta, he estado muy ocupado últimamente. Han enfermado los caballos, se incendió la carpa de la cocina y ahora tenemos a un inspector de sanidad amenazando con multarnos por saltarnos no sé qué normas de seguridad.

– Sé que has estado sometido a mucha presión. Si me lo hubieras dicho no me habría importado ocuparme de las bombonas.

– Sí, claro. ¿Cuántas veces has rellenado una bombona?

Daisy contó mentalmente hasta cinco.

– Ninguna. Pero aprendería a hacerlo.

– No te molestes. -Y se alejó a paso airado.

Daisy ya no pudo contenerse ni un minuto más. Plantó una mano en la cadera y le gritó:

– ¡Que pases un buen día también!

Alex se detuvo, luego se giró para dirigirle una de sus miradas más sombrías.

– ¡No te pases!

Daisy cruzó los brazos sobre el pecho y dio golpecitos en el suelo con la deportiva sucia. Puede que Alex estuviera experimentando un montón de sentimientos que no sabía cómo manejar, pero eso no quería decir que tuviera que desahogar su frustración en ella. Daisy llevaba días intentando ser paciente, pero ya no aguantaba más.

Alex se acercó a ella apretando los dientes. Daisy se negó a retroceder.

Alex se paró delante de ella, intentando intimidarla con su tamaño.

Daisy tuvo que reconocer que se le daba muy bien.

– ¿Pasa algo? -espetó él.

Aquella discusión era tan ridícula que a ella no le quedó más remedio que sonreír con picardía.

– Si alguien te dice que estás muy guapo cuando te enfadas, miente.

La cara de Alex adquirió un tono púrpura y Daisy pensó que explotaría. Pero en vez de eso, se limitó a alzarla por los codos y empujarla contra el remolque. Luego la besó hasta que Daisy se quedó sin aliento.

Cuando finalmente la puso en el suelo, estaba de peor humor que antes de besarla.

– ¡Lo siento! -gritó.

Como disculpa no era gran cosa, pues cuando se marchó parecía más un tigre malhumorado que un marido arrepentido. Aunque Daisy sabía que él estaba sufriendo, se le había agotado la paciencia. ¿Por qué tenía que hacerlo todo tan difícil? ¿Por qué no podía aceptar que la amaba?

Recordó la vulnerabilidad que había visto en sus ojos la noche que le había pedido más tiempo. Sospechaba que Alex sentía miedo de dar nombre a lo que sentía por ella. La dicotomía entre sus sentimientos y lo que creía saber sobre sí mismo estaba desgarrándolo por dentro.

Eso era lo que se decía a sí misma, porque la alternativa -que no la amara- era algo en lo que no quería pensar. Y más si tenía en cuenta que aún no le había dicho que estaba embarazada.

Disculpaba aquella cobardía de todas las maneras que se le ocurrían. Cuando las cosas iban bien entre ellos, se decía que no quería arriesgarse a perder la armonía y, cuando todo se desmoronaba, que había perdido el valor.

Pero lo mirara como lo mirase, sabía que estaba comportándose como una cobarde. Debía enfrentarse al problema y, sin embargo, seguía huyendo de él. Ya había pasado casi un mes desde que se había hecho la prueba del embarazo. Debía de estar ya de dos meses y medio, pero no había ido al médico porque no quería arriesgarse a que Alex lo descubriese. El que se estuviera cuidando no era excusa para no comenzar un correcto control prenatal, sobre todo si tenía que asegurarse de que el bebé no había resultado dañado por las píldoras anticonceptivas que había seguido tomando antes de descubrir que éstas habían fallado y estaba embarazada.

Metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y tomó una decisión. No había razón para seguir postergándolo más. De todas maneras era imposible seguir viviendo así. ¿Para qué seguir atormentándose? Se lo diría esa tarde. Eran necesarios dos para hacer un bebé y ya iba siendo hora de que ambos aceptaran sus responsabilidades.

En cuanto acabó la función de la tarde fue a buscarlo, pero la camioneta no estaba. Daisy estaba cada vez más nerviosa. Después de haber estado posponiendo esa conversación tanto tiempo, lo único que deseaba era quitarse ese peso de encima.

Deberían haberse visto a la hora de la cena, pero el inspector de sanidad retuvo a Alex hasta que dio comienzo la última función. Cuando se dirigió a la puerta trasera del circo antes de la actuación, Daisy lo vio junto a Misha. Llevaba uno de los látigos enrollado al hombro y el extremo le colgaba sobre el pecho. La brisa le removía el pelo oscuro y la tenue luz arrojaba profundas sombras a sus rasgos.

No había nadie con él. Era como si hubiera dibujado un círculo invisible a su alrededor, un círculo que mantenía a todo el mundo fuera, incluyéndola a ella. En especial a ella. Las lentejuelas rojas del cinturón de Alex brillaron cuando pasó la mano sobre el flanco del animal. La frustración de Daisy fue en aumento. ¿Por qué tenía que ser tan testarudo?

Mientras el público reía por las travesuras de los payasos, Daisy se acercó a él. Misha resopló y echó la cabeza hacia atrás. Daisy miró a la bestia con aprensión. No importaban las veces que representara el número, nunca se acostumbraría a él, incluyendo el aterrador momento en el que Alex la montaba delante de él en la silla.

La joven se detuvo delante del caballo.

– ¿Crees que alguien podría sustituirte después de la función? Tengo que hablar contigo.

Alex le respondió sin mirarla mientras ajustaba la cincha de la silla de montar.

– Tendrás que esperar. Tengo mucho que hacer.

Pero a Daisy se le había agotado la paciencia. Si no resolvían sus problemas ya, no serían capaces de sacar ese matrimonio adelante.

– No puedo esperar.

Las holgadas mangas de la camisa blanca de Alex se hincharon cuando se incorporó.

– Mira, Daisy, si es por lo de la bombona, ya te he dicho que lo siento. Sé que no ha sido fácil vivir conmigo estos últimos días, pero he tenido una semana muy dura.

– Has tenido muchas semanas duras, pero nunca lo has pagado conmigo.

– ¿Cuántas veces tengo que disculparme?

– No quiero tus disculpas. Lo único que quiero es hablar de los motivos por los que te distancias de mí.

– Déjalo estar, ¿vale?

– No puedo. -El número de los payasos llegaba a su fin. Daisy sabía que ése no era el mejor momento para hablar, pero ahora que había comenzado, no podía parar. -Nos estamos haciendo daño el uno al otro. Tenemos un futuro juntos y necesitamos hablar de ello. -Le acarició el brazo esperando que se apartara y, como no lo hizo, Daisy se sintió confiada para seguir. -Estos meses han sido los mejores de mi vida. Me has ayudado a encontrarme a mí misma, y espero haberte ayudado a hacer lo mismo. -Le puso las manos en el pecho y sintió el latido del corazón de Alex a través de la tela de seda. La flor de papel que llevaba entre los pechos crujió y el extremo del látigo rozó la mano de Daisy. -¿No sientes cómo nos envuelve el amor? ¿No estamos mejor juntos que separados? Somos perfectos el uno para el otro -sin haberlo planeado siquiera, las palabras que había estado conteniendo tanto tiempo surgieron de su boca, -y también lo seremos para el bebé que estamos esperando.

Durante un segundo no pasó nada. Y luego todo cambió. Los tendones del cuello de Alex se tensaron y los ojos se le oscurecieron mientras la miraba con algo que parecía terror. Después retorció la cara en una máscara de furia.

Daisy apartó las manos de su pecho. El instinto la impulsó a escapar, pero ya había hecho lo más difícil y estaba dispuesta a mantenerse firme.

– Alex, no he buscado este bebé. Ni siquiera sé cómo ocurrió. Pero no voy a mentirte y a decir que lo siento.

– Confié en ti -dijo el sin apenas mover los labios.

– En ningún momento he traicionado tu confianza.

Alex cerró los puños y tragó compulsivamente. Por un momento, Daisy pensó que iba a golpearla.

– ¿De cuánto estás?

– De unos dos meses y medio.

– ¿Cuánto hace que lo sabes?

– Más o menos un mes.

– ¿Lo sabes desde hace un mes y no me has dicho nada?

– Me daba miedo decírtelo.

La alegre música de los payasos fue en aumento señalando el final del número. Alex y ella eran los siguientes. Digger, que era el encargado de enviar a Misha a la pista en el punto álgido de la actuación, se acercó para hacerse cargo del caballo.

Alex agarró a Daisy del brazo y la alejó de los demás.

– No vas a tener ningún bebé. ¿Entiendes lo que te digo?

– No, no lo entiendo.

– Mañana por la mañana, en cuanto nos levantemos, tú y yo nos iremos. Y cuando volvamos, no existirá ningún bebé.

Ella lo miró conmocionada. Se le revolvió el estómago y tuvo que llevarse el puño a la boca. El público guardó silencio como siempre que Jack Daily comenzaba la dramática introducción de Alexi el Cosaco.

– Yyyy… ahora, el circo de los Hermanos Quest se enorgullece en presentar…

– ¿Quieres que aborte? -susurró Daisy.

– ¡No me mires como si fuera un monstruo! ¡No te atrevas a mirarme así! Te dije desde el principio lo que pensaba de ese tema. Te abrí mi corazón para que lo entendieras. Pero, como siempre, has decidido que sabes más que nadie. Aunque no tienes ni una pizca de cordura en tu maldito cuerpo, ¡decidiste que eres más lista que nadie!

– No me hables así.

– ¡Confié en ti! -Alex hizo una mueca cuando las primeras notas de la balalaica rompieron el silencio de la noche. Era la señal para entrar en la pista. -Creía que tomabas las pastillas, pero me has engañado.

Ella negó con la cabeza y se tragó la bilis que le subía por la garganta.

– No voy a deshacerme del bebé.

– ¡Por supuesto que sí! Harás lo que yo diga.

– Tú tampoco quieres. Sería algo horrible.

– No tan horrible como lo que tú has hecho.

– ¡Alex! -gritó uno de los payasos. -Es tu turno.

Cogió el látigo de su hombro.

– Nunca te lo perdonaré, Daisy. ¿Me oyes? Nunca. -Apartándose de ella, desapareció en dirección a la pista.

Daisy se quedó paralizada, embargada por una desesperación tan profunda y amarga que no podía respirar. Oh, Santo Dios, ¡qué tonta había sido! Había pensado que él la amaba, pero Alex había tenido razón todo el tiempo.

No sabía amar. Le había dicho que no podía hacerlo y ella se negó a creerle. Ahora tendría que pagar por ello.

Demasiado tarde recordó algo que había leído sobre los tigres: «Los machos de esta especie se desvinculan por completo de la vida familiar. No participan en la cría de los cachorros, ni siquiera los reconocen.»

Alex iba incluso más lejos. Quería aplastar esa brizna de vida que se había vuelto tan preciosa para ella. Quería destruirla antes de que pudiera llegar al mundo.

– ¡Espabila, Daisy! Te toca. -Madeline la agarró y la empujó hacia la puerta trasera del circo.

El foco la iluminó. Desorientada, levantó el brazo, intentando protegerse los ojos.

– … y ninguno de nosotros sabe cuánto le ha costado a esta joven entrar en la pista con su marido.

Daisy se movió automáticamente al compás de la música de la balalaica, mientras Jack contaba la historia de la novia criada en un convento que había sido secuestrada por un poderoso cosaco. Apenas lo escuchó. No veía nada salvo a Alex, el traidor, en el centro de la pista.

Las luces arrancaban brillos carmesí del látigo que caía hasta sus brillantes botas negras, titilaban en el pelo oscuro de Alex y en sus pálidos ojos dorados, que brillaban como los de un animal acorralado. Daisy seguía bajo la luz del foco cuando Alex comenzó a mover el látigo. Pero esa noche el baile del látigo no hablaba de seducción, sino de locura salvaje, de furia.

El público ovacionó con aprobación al principio, pero según transcurría el número, percibió la tensión de Daisy. La comunicación fluida que siempre había existido entre ellos había desaparecido. La joven ni siquiera se sobresaltó cuando Alex cortó el rollo de papel en su boca, de hecho actuaba como una autómata. La embargaba una desesperación tan profunda que no sentía absolutamente nada.

El ritmo del acto decaía en picado. Alex destruyó uno de los rollos en dos cortes, otro en cuatro. Olvidó una variante en la que había añadido una serpentina al extremo del rollito, y cuando envolvió las muñecas de Daisy con el látigo, los espectadores se removieron inquietos. En el aire se palpaba la tensión de la pareja y lo que antes había sido un acto de seducción ahora parecía una violenta parodia. En lugar de un marido intentando ganarse el amor de su esposa, el público veía a un hombre peligroso amenazando a una pequeña mujer frágil e indefensa.

Alex notó lo que ocurría y se dejó llevar por su amor propio. Se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de rodearla con el látigo sin que el público se pusiera en su contra, pero por otro lado necesitaba un gesto final que diera por concluida la actuación antes de indicar a Digger que soltara a Misha.

Deslizó la mirada por el cuerpo de Daisy y sus ojos cayeron sobre la flor de papel que emergía entre sus pechos, y se dio cuenta de que la había olvidado antes. Con un gesto de cabeza le indicó a Daisy lo que iba a hacer. La joven lo observó sin moverse; lo único que quería era acabar de una vez para poder marcharse y ocultarse del mundo.

La música de la balalaica creció en intensidad mientras ella clavaba los ojos en su marido. Si no hubiera estado tan petrificada, se habría dado cuenta del sufrimiento de Alex, de que lo embargaba una pena tan profunda como la suya.

Él movió los brazos y dio un latigazo con un rápido movimiento de muñeca. La punta del látigo voló hacia ella como docenas de veces antes, pero esta vez

Daisy lo vio todo a cámara lenta. Con una extraña sensación de desapego, ella esperó que volaran los pétalos de la flor, pero en su lugar sintió un dolor abrasador.

Se quedó sin aliento. Una punzada ardiente atravesó su cuerpo cuando el látigo impactó en ella desde el hombro hasta el muslo. La pista comenzó a girar y ella a caer. Pasaron unos segundos y luego volvió a sonar la música, una enérgica y alegre melodía que parecía un extraño contrapunto a aquel dolor tan intenso que le impedía respirar. Sintió que la alzaban unos brazos fuertes y que los payasos entraban a la pista a toda velocidad.

Daisy seguía consciente aunque no quería. A sus oídos llegó una oración. La música, el murmullo del público, todo resonaba débilmente detrás del muro de dolor que la envolvía.

– ¡Apartad! ¡Atrás todos!

La voz de Alex. Era Alex quien la llevaba en brazos. Alex, el enemigo. El traidor.

Daisy sintió el duro y cortante frío del exterior cuando la tendió al lado de la carpa. Su marido se inclinó sobre ella, utilizando su cuerpo para ocultarla de los demás.

– Cariño, lo siento. Oh, Dios mío, cuánto lo siento.

Daisy utilizó las fuerzas que le quedaban para apartar la mirada de él y clavarla en la polvorienta lona de nailon. Jadeó de dolor cuando Alex rozó con una mano los pedazos desgarrados del maillot.

Daisy tenía los labios tan secos y pegados que no podía abrirlos.

– No me toques…

– Déjame ayudarte. -La respiración de Alex era rápida y entrecortada. -Te llevaré a la caravana.

Daisy gimió cuando la alzó en brazos, odiando que la moviera y la hiciera sentir más dolor.

– Nunca te perdonaré por esto -susurró.

– Ya, ya lo sé.

Una abrasadora estela de fuego le bajaba desde el hombro al centro del pecho y desde el vientre hasta la cadera. Sentía tanto dolor que no se dio cuenta de que habían atravesado el recinto y entrado en la caravana hasta que Alex la dejó sobre la cama.

Una vez más, Daisy apartó la mirada de él, mordiéndose los labios para no gritar cuando su marido le quitó lentamente el destrozado maillot.

– Tu pecho… -él contuvo el aliento. -Tienes un verdugón, pero no tienes la piel cortada, sólo amoratada.

El colchón se movió cuando él se levantó, pero regresó enseguida.

– Sentirás frío. Voy a ponerte una compresa.

Daisy dio un respingo cuando él le cubrió la piel ardiente con una toalla húmeda y fría. Apretó los párpados, deseando que pasara todo.

La toalla se calentó por la piel ardiente y Alex se la quitó para reemplazarla por otra. El colchón se hundió de nuevo cuando él se sentó a su lado. Comenzó a hablar, con voz suave y ronca.

– No soy… no soy tan pobre como te he hecho creer. Doy clases en la universidad, pero… pero además me dedico a la compraventa de arte ruso. Y soy asesor en algunos de los mejores museos del país.

Las lágrimas se deslizaron por los párpados de Daisy y cayeron en la almohada. Cuando las compresas comenzaron a surtir efecto, el dolor disminuyó y se convirtió en un latido sordo y vibrante.

Alex continuó hablando con frases entrecortadas y titubeantes.

– Me consideran una autoridad en iconografía rusa en… en Estados Unidos. Tengo dinero. Prestigio. Pero no quería que lo supieras. Quería que pensaras que era un inculto y pobre trabajador del circo. Quería… ahuyentarte.

– Ya no me importa -se obligó a decir Daisy.

Alex hablaba ahora con rapidez, como si se le acabara el tiempo.

– Poseo una… una gran casa de ladrillo. En Connecticut, no lejos del campus. -Con un toque ligero como una pluma, reemplazó la compresa por una nueva. -Está repleta de arte y cosas bellas y también… también tengo un granero en la parte de atrás con un establo para Misha.

– Por favor, déjame en paz.

– No sé por qué sigo viajando con el circo. Siempre que lo hago me juro que será la última vez, pero después pasan unos años y comienzo a sentirme inquieto. No importa si estoy en Rusia, en Ucrania, o en Nueva York, al final acabo sintiendo una llamada que me impulsa a volver. Supongo que siempre seré más Markov que Romanov.

Ahora que ya no importaba, Alex le contaba todo aquello que ella le había rogado que le revelara durante meses.

– No quiero oír más.

Alex le ahuecó la cintura con la mano en un gesto extrañamente protector.

– Ha sido un accidente. Lo sabes, ¿no? No sabes cuánto lo siento…

– Sólo quiero dormir.

– Daisy, soy un hombre rico. Esa noche, cuando fuimos a cenar, sé que estabas preocupada por la cuenta… No tienes… no tienes que preocuparte nunca más por el dinero.

– No me importa.

– Sé que te duele. Mañana te encontrarás mejor. Te saldrá un cardenal doloroso, pero no te quedará cicatriz. -Alex vaciló como si se diera cuenta de la terrible mentira que había dicho.

– Por favor -dijo ella. -Si te importo algo, déjame en paz.

Hubo un largo silencio. Luego el colchón se movió de nuevo cuando Alex se inclinó y le rozó los húmedos párpados con los labios.

– Si necesitas algo, enciende la luz. Vendré de inmediato.

Ella esperó que se fuera. Esperó que saliera de la caravana para poder romperse en un millón de pedazos.

Pero Alex no se apiadó de ella. Levantó la punta de la compresa y sopló con suavidad, enviando una oleada de aire que le enfrió la piel. Algo caliente y húmedo cayó sobre ella, pero Daisy estaba demasiado aturdida para saber lo que era.

Finalmente Alex se levantó de la cama y la caravana se llenó de los familiares sonidos de su marido cambiándose de ropa: el sordo ruido de las botas contra el suelo, el leve susurro de las lentejuelas al quitarse el fajín rojo, el roce de la cremallera de los vaqueros. Daisy sintió que pasaba una eternidad antes de que oyera cerrarse la puerta.

El gruñido del tigre saludó a Alex cuando salió de la caravana. Se detuvo en los escalones y tomó aire. Las luces de colores iluminaban los banderines, pero él era incapaz de ver nada más que el obsceno verdugón rojo que cruzaba la frágil piel de Daisy. A Alex le picaban los ojos por las lágrimas contenidas y le ardían los pulmones. ¿Qué había hecho?

Se acercó a ciegas a la jaula del tigre. La función aún no había terminado. La zona de las caravanas estaba desierta salvo por un par de payasos con los que evitó cruzarse.

Todo había salido mal esa noche.; Por qué no había dado por finalizado el número antes? Debería haberle indicado a Digger que enviara a Misha cuando supo que aquello no iba bien. Pero había estado demasiado furioso. Su orgullo le había exigido que hiciera un truco más para intentar salvar la función. Sólo un truco más, como si eso hubiera podido arreglar algo.

Alex apretó los párpados. Daisy tenía una piel pálida y delicada. El verdugón le cruzaba el pecho y aquel dulce vientre todavía plano donde crecía su hijo. Su hijo. Ese ser del que le había dicho a Daisy que se deshiciera. Como si Daisy pudiera hacer algo así. Como si él pudiera dejar que lo hiciera. Las feas y horribles palabras que había dicho le resonaron en los oídos. Palabras que ella nunca olvidaría ni perdonaría. Porque ni siquiera Daisy tenía el corazón tan grande como para perdonar algo semejante.

Cuando llegó a la jaula, Sinjun le sostuvo la mirada sin parpadear, con tanta atención que pareció llegar a los rincones más profundos de su alma. ¿Qué veía el tigre? Alex traspasó la cuerda de seguridad y agarró los barrotes. Aquel lugar frío y vacío que siempre había tenido en su interior había desaparecido, pero ¿qué había ocupado su lugar?

La mirada de Alex se clavó en la del tigre y se le pusieron los pelos de punta. Por un momento todo quedó en suspenso y luego oyó una voz -su propia voz- diciéndole exactamente lo que veía el tigre.

«Amor.»

El corazón le golpeó las costillas. «Amor.» Ése era el sentimiento que no había reconocido, el sentimiento que había provocado el deshielo. Estaba aprendiendo a amar. Daisy se había dado cuenta. Había sabido lo que le ocurría aunque él lo había negado.

La amaba. Total y absolutamente. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Era más preciosa para él que todos esos iconos antiguos y que las obras de arte que llenaron su vida durante tanto tiempo. Al vivir con ella había aprendido a ser feliz. Daisy le había mostrado la alegría, la pasión, todo… Y lo había hecho con una impresionante humildad. ¿Y qué le había dado él a cambio?

«No te amo, Daisy. Nunca lo haré.»

Apretó los párpados al recordar cómo había negado una y otra vez el precioso regalo que ella le daba. Pero con un valor que le dejaba sin aliento, Daisy había seguido ofreciéndoselo. No importaba cuántas veces hubiera negado Alex su amor, ella continuaba brindándoselo.

Ahora aquel amor estaba encarnado en el niño que crecía en el vientre de su esposa. El niño que había dicho que no quería. El niño que deseaba con cada latido de su corazón.

¿Qué había hecho? ¿Cómo iba a recuperar a su esposa? Volvió la cabeza hacia la caravana, deseando que la luz estuviera encendida, pero la ventana permanecía en penumbra.

Tenía que ganársela de nuevo, tenía que hacer que perdonara todas las desagradables palabras que había dicho. Había sido tan arrogante, había estado tan ciego, tan obsesionado con el pasado, que le había dado la espalda al futuro. La había traicionado de un modo tan absoluto que nadie en su lugar lo perdonaría.

Pero Daisy no era una mujer común. Para ella amar era tan natural como respirar. No era capaz de contener su amor igual que no era capaz de hacer daño a nadie. Buscaría misericordia en su dulzura y en su generosidad. No tendría más secretos para ella. Le diría todo lo que sentía y, si eso no la ablandaba, le recordaría aquellos votos sagrados que siempre sacaba a relucir. Se aprovecharía de su simpatía, la intimidaría, le haría el amor hasta que no recordara que la había traicionado. Le recordaría que ahora era una Markov, y que las mujeres Markov luchaban por sus hombres, incluso aunque éstos no se lo merecieran.

La ventana de la caravana seguía a oscuras. Decidió dejarla dormir, darle tiempo para que se recuperara, pero en cuanto amaneciera haría todo lo que estuviera en su mano para ganársela de nuevo.

El circo comenzaba a vaciarse y él se puso a trabajar. Mientras desmontaban la cubierta, pensó en cómo podría demostrarle su amor, cómo podría hacerle ver que, a partir de ahora, todo sería diferente entre ellos. Volvió la mirada a la ventana oscura de la caravana, luego corrió a la camioneta. Diez minutos más tarde, encontró una tienda que abría toda la noche.

No había mucho para elegir, pero se llenó los brazos con todo lo que encontró a su paso: galletitas saladas para niños con forma de animales, un sonajero de plástico azul y un patito amarillo; un ejemplar del libro sobre educación infantil del doctor Spock, un babero de plástico con un conejo de grandes orejas y una caja de harina de avena, porque Daisy tendría que alimentarse bien.

Regresó al circo con los regalos tan rápido como pudo. La bolsa se rompió cuando la cogió del asiento delantero. La cerró con sus grandes manos y corrió hacia la caravana. Cuando Daisy viera todo eso, comprendería lo que ella significaba para él. Lo mucho que quería ese bebé; sabría cuánto la amaba.

Se le cayó el sonajero mientras giraba la manilla de la puerta. El juguete de plástico rebotó en el escalón superior y luego rodó por la hierba. Alex entró corriendo sin prestarle atención.

Daisy se había ido.

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