Capítulo 2

La recostó contra el asiento, situando su cuerpo bajo el de él, y se apoderó de su boca con un beso profundo. Lily gimió, le recorrió el cuerpo con las manos desenfrenadas. Sabía que debía parar, que debía querer parar. ¡Era una locura!

Hacía apenas unas horas que lo conocía, pero se había quedado cautivada por él desde el mismo instante en que lo había visto. Lily introdujo las manos bajo la chaqueta del esmoquin, levantándola sobre los hombros. Brian se la quitó con un gruñido sin separar los labios un solo segundo.

Sabía que, si le pedía que parase, lo haría. Brian Quinn tenía algo que la hacía confiar en él, aunque el instinto le recomendaba que tuviese cuidado. Pero no quería parar. Mientras estuvieran en la limusina, con el conductor al otro lado del cristal, lo tendría todo bajo control.

La atracción instantánea que los unía era demasiado intensa como para negarla. Era magnética, como si una fuerza invisible los impulsara a estar más y más cerca de la intimidad. Aunque debía resistirse, cada beso, cada roce iba disolviendo sus inhibiciones.

¿De veras quería arrojarse en brazos de un desconocido para satisfacer un capricho? Brian pasó las manos sobre el corpiño del vestido, le agarró las caderas y la apretó contra el cuerpo. Sí, gritó el cerebro de Lily. Por supuesto que era lo que quería.

Al colocarla debajo, la amplia falda del vestido se arrugó, creando una barrera tan eficaz como un cinturón de castidad. Brian cesó en su frenética exploración.

– ¿Que escondes ahí? -preguntó y Lily soltó una risilla.

– De haber sabido que iba a terminar la noche le así, habría elegido otro vestido -contestó ella. Algo más corto, con botones por delante, pensó.

Brian sonrió, miró por la ventana.

– El Jardín Público -murmuró-. Ahora nos acercamos a una estatua de George Washington.

– Olvídate de las vistas -dijo Lily, tirándolo de la camisa hacia abajo-. Ya tendré tiempo de verlas.

– ¿Intentas seducirme, Lily? -preguntó él, posando la vista en sus labios.

– Si tienes que preguntarlo es que no lo estoy haciendo muy bien -Lily suspiro-. La verdad es que nunca había seducido a un hombre antes.

Brian le acarició una mejilla, luego deslizó la mano hacia el cuello.

– Créeme: lo estás haciendo muy bien -dijo mientras metía los dedos bajo el tirante del vestido. Jugueteó con él un momento y lo apartó del hombro-. Dime qué quieres -murmuró justo antes de apretar la boca contra su clavícula.

– Eso me gusta -dijo Lily. Brian bajó la mano hasta que los dedos rozaron la curva de sus pechos-. Y eso también -añadió ella, conteniendo la respiración.

– Dime -Brian paseó los dedos sobre el vestido, subiendo y bajando en una caricia perezosa.

Lily cerró los ojos y se arqueó hacia arriba, apoyándose sobre los codos. De pronto ya no era ella la que llevaba las riendas de la seducción.

– Tócame -susurró.

Sintió las manos de Brian alrededor de la cintura. Luego la incorporó y la sentó en el asiento situado enfrente. Cuando consiguió echarle a un lado la falda, le agarró un pie.

– Empezaba a preguntarme si tenías piernas debajo -dijo mientras le quitaba el zapato izquierdo y le másajeaba el pie.

Lily emitió un gemido delicado, se recostó contra el respaldo. Al pedirle que la tocara, no había pensado en un másaje. Pero la sorprendió lo sensual que resultaba sentir sus pulgares sobre el arco del pie. Sobre todo, cuando puso el pie entre sus piernas y subió las manos hacia la pantorrilla.

El pie reposaba sobre un lugar muy íntimo y, con cada movimiento de Brian, se frotaba contra su creciente erección. Lily nunca había tomado la planta del pie como un punto erógeno, pero cuando notó las manos de Brian por los muslos, supo que este le enseñaría unas cuantas cosas.

Se preguntó hasta dónde llegarían… si es que no llegaban hasta el final. Dado que no podía ver lo que le estaba haciendo por debajo del vestido, cerró los ojos y disfrutó de la sensación de sus palmas cálidas sobre la piel. Cuando se deslizó hacia la cara interior de los muslos, contuvo la respiración.

– Mira eso -dijo él y Lily abrió los ojos-. El Ateneo de Boston y el Cementerio Antiguo. Hay muchos soldados famosos enterrados ahí… Me encanta la ropa interior negra -añadió cuando llegó al elástico inferior de las bragas.

Metió los dedos, tiró hacia abajo con suavidad. Lily cambió de posición para que se las sacase del todo. Después se echó hacia adelante, pero, de nuevo, el vuelo de la falda se interpuso entre ambos. Se puso de rodillas delante de él. Aunque se había quitado la chaqueta y la corbata, seguía con la camisa abrochada hasta el cuello. Lily empezó a desabotonarla.

Después de abrirla, plantó las manos encima del torso, firme y musculoso. Luego besó la ligera mata de vello. Fue descendiendo hacia el ombligo. Pero al llegar a los pantalones, Brian le retiró las manos.

– ¿Estás segura de esto, Lily?

Ella sonrió. No necesitaba hacerse el caballero, pero se alegraba del intento.

– No hay nada malo… -Lily volvió a echar mano al botón de los pantalones- en que dos adultos que consienten compartan… sexo -finalizó tras bajarle la cremallera.

La mayoría de los hombres soñarían con una afirmación así. Lily nunca había imaginado que pudiera decir tal cosa. Pero estaba cansada de relaciones. ¿Por qué no disfrutar un poco? Siempre había querido sacar más de donde sólo había atracción física y había acabado decepcionada.

Lily sabía que Brian Quinn no la decepcionaría. Esa noche no. Y, después, no le daría la oportunidad. Cada uno iría por su lado, satisfecho con el placer que habían dado y recibido.

– ¿Nunca te has dejado llevar por el momento? -preguntó ella.

– Sí -contesto él sonriente-. Creo que me está pasando ahora mismo.

Alcanzó la cremallera de la espalda y tiró de ella. Después sentó a Lily sobre su regazo, cara a cara, colocándole las rodillas a ambos lados de las piernas. Luego le desenganchó el sujetador y lo tiró.

Estiró una mano para apagar la luz, de modo que la única iluminación que se filtraba a través de los cristales tintados de la limusina era la del exterior. Brian exploró su cuerpo con las manos y los labios. De vez en cuando le apartaba algo de ropa para tocar piel desnuda, pero ambos seguían medio vestidos, manteniendo una barrera contra la rendición definitiva.

Lily le rodeó la nuca mientras Brian metía la mano bajo el vestido. Le había quitado la ropa interior y estaba desnuda bajo la falda. Lily le bajó los pantalones. Cuando echó mano a los calzoncillos, Brian le susurró que parara. Buscó la chaqueta al tiempo que ella se giraba hacia el bolso. Lily se adelantó y él sonrió aliviado al ver el preservativo.

– Por un momento, pensé que tendríamos que hacer un alto en una farmacia.

Lily se levantó, anticipando la sensación de tenerlo dentro. Luego bajó despacio hasta notar la punta caliente entre las piernas húmedas. Brian gimió, le agarró las caderas y controló el ritmo de Lily hasta que se hubo hundido por completo.

Hacía unas pocas horas que lo había conocido y, de pronto, estaban haciendo el amor en el asiento trasero de una limusina. Sólo pensarlo la hacía estremecerse de deseo. De eso se trataba: sexo puro y duro, la necesidad de estar con un hombre, de sentirlo dentro hasta alcanzar la liberación.

Pero, mientras se movían, no pudo evitar pensar que había algo especial en aquella intimidad tan espontánea. Quizá se hubiera enamorado un poco de Brian durante la velada. Era dulce, sexy, divertido. No podía haber elegido a un hombre mejor para esa pequeña aventura.

Le acarició la cara. Brian abrió los ojos, le sostuvo la mirada y empezó a aumentar la velocidad. Lily observaba sus reacciones, la expresión de su rostro, al principio relajado, cada vez más excitado. La subía y bajaba con las manos hasta que, de repente, se frenó. Sin previo aviso, la agarro por la cintura y se echó hacia adelante hasta tumbarla sobre el asiento. La besó.

Era tan delicado con ella que, cuando metió la mano bajo la falda y la tocó, Lily supo que no se contentaría con conseguir su propio placer. Empezó a moverse de nuevo mientras la acariciaba. Lily sintió un calambrazo, el cuerpo se le tensó.

Cerró los ojos y se concentró en las sensaciones que recorrían sus miembros. Estaba a punto de traspasar el límite y no pararía hasta liberar la presión que sentía entre los muslos. Echó las caderas hacia arriba, acogiendo cada arremetida de Brian, retándolo a que tomara todo lo que le ofrecía.

Pronunció su nombre en un susurro, no una vez, sino dos, suplicándole que le diera más.

– Ven… ven conmigo -gruñó Brian, labio contra labio-. Ya…

Entonces, como si hubiese estado esperando la invitación, Lily sintió que el cuerpo explotaba en un estallido orgásmico. Gritó, luego sintió la descarga de Brian, que la penetró una última vez y se apretó a ella, finalmente, mientras terminaban los espasmos.

Después se desplomó. Cayó encima de ella, se echó a un lado y la agarró por la cintura para apretarla contra su cuerpo. Luego se quedaron en silencio.

– ¿Estás bien? -le preguntó ella cuando recuperaron el aliento.

– No puedo creer lo que acabamos de hacer. Yo nunca… bueno, nunca había hecho algo así.

– Me cuesta creerlo -Lily esbozó una sonrisa precavida.

– Pues créelo -dijo él, frotándole el cuello con la nariz-. Ha sido increíble. Has estado… impresionante.

Lily arrastró los dedos sobre el cabello de Brian y lo besó. Nunca se había sentido tan plenamente satisfecha y, en otras circunstancias, se habría pasado una semana entera haciendo el amor con Brian Quinn en la limusina. Pero se había hecho una promesa y la mantendría. Una aventura de una noche era eso: una aventura de una noche.

De repente, se arrepintió. Quizá no hubiera sido una buena idea. Después de lo que habían compartido, no quería marcharse sin más. Brian Quinn era un hombre estupendo. Y, si no se equivocaba, estaba disponible. Tragó saliva. No era momento de cambiar de planes.

– Creo que todavía me quedan dos preguntas, ¿no? -murmuró él.

– No sé -dijo Lily-. He perdido la cuenta.

– Bueno, ¿y ahora qué? -Brian le acarició un hombro-. No podemos dar vueltas en la limusina toda la vida. Se va a acabar la gasolina.

– Por mí seguimos hasta que se acabe -dijo ella, mirándolo a la boca.

– Podríamos ir a mi casa. O a la tuya -sugirió Brian.

De nuevo, Lily se tuvo que obligar a recordarse sus intenciones iniciales. Se incorporó, se arregló el vestido, echó mano a la cremallera, Brian le dio la vuelta y se la subió mientras le acariciaba un brazo con la mano libre.

El contacto le provocó un escalofrío, pero lo disimulo agachándose por la ropa interior y los zapatos. Guardó las bragas y el sujetador en el bolso, se calzó. Luego pulsó el botón del interfono:

– Por favor, llévenos de vuelta al Copley Plaza -le indicó al chófer. Después miró a Brian a la cara. Por un momento, se quedó embelesada con el color de sus ojos-. Seamos sinceros: esto ha sido sexo, lujuria. Y ha sido maravilloso. Toda una experiencia. Pero no tiene por qué ser más. No espero que lo sea.

– Pero al menos deberíamos…

– ¿Qué?, ¿debería darte mi teléfono? Puede que llames, pero puede que, después de pensártelo un par de días, decidas que es mejor dejar las cosas tal cual. Pero si te doy mi número, puede que espere tu llamada y, si no me llamas, me sentiré dolida. O puede que volvamos a vernos y que nos demos cuenta de que entre nosotros no hay… nada más que esto. O quizá descubramos que tenemos un montón de cosas en común y hasta empezamos a salir juntos. Pero tú acabarás aburriéndote o yo te exigiré demasiado. nos pelearemos y acabaremos odiándonos -Lily tomó aire antes de seguir hablando y sonrió-. Así que quizá sea mejor que no te dé mi teléfono y nos ahorramos dolores de cabeza.

Brian se abrochó los pantalones, se subió la cremallera, alcanzó la chaqueta.

– Lily, no creo…

Lily le puso un dedo en los labios, lo besó y le rodeó la nuca.

– Lo he pasado muy bien, corazón.

– Yo también, cariño -murmuró él, reticente a conformarse-. Pero eso no significa que…

– Sí, sí significa.

El coche se detuvo. Lily miró por la ventanilla, sorprendida al ver que ya estaban de vuelta en el hotel. Brian la agarró y la besó otra vez, en un nuevo intento de hacerla cambiar de opinión.

– Deja que por lo menos intente convencerte -susurró. Pero Lily se apartó, negando con la cabeza-. En fin, supongo que no volveré a verte.

– Supongo que no -Lily sonrió-. Lo he pasado muy bien, Brian.

Este la miró a los ojos. Luego se encogió de hombros y se acercó a la puerta.

– Buenas noches, Lily.

Acto seguido abrió la puerta y salió. Por un momento, Lily pensó que se volvería a decirle algo. Pero se limitó a cerrar. Se quedó mirándolo mientras se alejaba por la acera. Después, suspiró, se dejo caer contra el respaldo del asiento y se llevó una mano al pecho.

– ¿Qué he hecho?

– ¿Señorita Gallagher?

– Lléveme al hotel, por favor -le pidió ella, sobresaltada por la voz del chófer, tras pulsar el botón del interfono.

Mientras la limusina doblaba la curva, Lily cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. No era momento de ponerse a dudar. Había ido a Boston para hacer un trabajo y, cuando terminara, volvería a Chicago. Y se llevaría un recuerdo increíble de un encuentro espontáneo y apasionado para que le hiciese compañía por las noches.

Apoyó las manos sobre el asiento y tocó con los dedos la pajarita de Brian.

– Sexo del bueno -murmuró mientras la acariciaba-. Eso ha sido todo -añadió. Pero su voz no sonó convencida.


– ¿No haces el telediario de esta noche? Brian se sentó en un taburete junto a su hermano gemelo, Sean, y saludo con la mano a su padre, al otro lado de la barra. El Pub de Quinn estaba relativamente vacío para ser un domingo por la tarde. Algunos clientes habituales estaban al fondo, jugando al billar, y una pareja estaba en una de las mesas próximas a la barra. Por los altavoces sonaba una suave balada irlandesa.

– ¿Haces el telediario de esta noche? -le preguntó Seamus tras acercarse con el mandil puesto.

– Sí. A las once. Tengo que estar en el estudio a las siete. Me apetecía comer algo antes.

– Tenemos coles. Te sirvo un plato.

– No, mejor una hamburguesa con queso, sin cebolla. Y un refresco sin burbujas, no me vaya a entrar hipo.

– ¿Por?-Seamus enarcó una ceja.

– Tengo que leer las noticias. No puedo arriesgarme a estar con hipo.

Seamus le acercó el refresco, luego apuntó el pedido y fue a la cocina a encargarle a Henry la hamburguesa.

Brian y Sean se quedaron en silencio, mirando sus bebidas. No necesitaban hablar. Desde que habían nacido, compartían un lenguaje secreto, una capacidad especial para adivinar el estado de ánimo del otro o lo que estaban pensando. Aunque Sean no solía abrirse con los demás hermanos, cuando estaba a solas con Brian sí podía sincerarse.

Brian sabía que todos pensaban que Sean era tímido y reservado. Pero también sabía que su hermano utilizaba una fachada de indiferencia para ocultar su sensibilidad. Se protegía tras una armadura y permitía a muy pocas personas que miraran dentro.

De todos los hermanos Quinn, Sean había sido el que había llevado peor la infancia que le había tocado. Se había rebelado contra las circunstancias. Nunca había aprendido a confiar y se había vuelto un hombre solitario. Había dejado el cuerpo de policía y se había hecho detective privado para poder trabajar a su aire.

– ¿Qué tal el trabajo? -preguntó Brian.

– Ni bien ni mal.

– Creía que habías pillado un buen pellizco con el caso ese de Liam, Eleanor y ese tal Pettibone.

Meses atrás, un banco de Manhattan había contratado a Sean para que resolviese un caso de malversación y este había pedido ayuda a su hermano Liam, al que le había encargado que vigilara a la sospechosa. Liam se había enamorado de ella. Después de limpiar su nombre y demostrar su inocencia, Eleanor Thorpe y Liam habían seguido viéndose y habían anunciado su compromiso el día después de la boda de Brendan y Amy, a principios de mayo.

– Lo pillé -dijo Sean-. Pero me lo he pulido con las costas de otro caso grande. A mi cliente rico no le ha gustado lo que he descubierto. Resulta que su mujer lo estaba engañando. Y ha decidido no pagarme los honorarios. He tenido que contratar a un abogado y presentar una denuncia.

– Vaya -lamento Brian-. Ojalá pudiera echarte una mano.

– Estoy bien -contestó Sean-. Liam está ganando dinero últimamente. Está pagando el alquiler del apartamento… por una vez. Seguirá con Ellie hasta que se muden a finales de verano. Hasta entonces no tendré problemas.

– ¿Cómo llevas lo de vivir con los dos?

– Le gusta limpiar -dijo Sean, encogiéndose de hombros, en alusión a Ellie-. Es un poco maniática con la tapa del váter. Y le agradecería que no dejara colgando… sus trapitos íntimos por todo el baño.

– Ya, supongo que pueden distraerte -murmuró Brian, recordando al instante el sujetador y las braguitas negras de encaje a juego de Lily Gallagher. Respiró profundamente y se sacó la imagen de la cabeza. Llevaba todo el día pensando en Lily y ya era hora de parar. Sí, era guapa e interesante y habían pasado una noche inolvidable; pero no debía concederle más importancia de la que tenía.

– Le gusta cocinar. Siempre hay restos en la nevera -continuó Sean después de un sorbo de Guinness-. Entre eso y, cuando vengo al pub, me estoy ahorrando un montón de dinero en comida.

Brian asintió con la cabeza. Miró hacia el fondo de la barra y captó las miradas de dos rubias despampanantes. Una de ellas lo saludó con la mano. En cualquier otra circunstancia, Brian le habría devuelto el saludo. Pero, tras su experiencia con Lily, había decidido tomarse un respiro con el sexo opuesto.

Conocer a Lily Gallagher lo había desconcertado. Nunca había perdido el control como con ella. Por supuesto que había seducido a unas cuantas mujeres, hasta había tenido aventuras de una noche, pero con Lily había sido distinto. En vez de sentirse saciado al despertar, se sentía inquieto, como si hubiese hecho algo… algo malo.

¿Pero qué? Ella lo había buscado tanto o más que él. Y, desde luego, no había necesitado presionarla. Le había dado la oportunidad de parar en aquella carrera alocada hacia la intimidad.

Era preciosa. Y tenía un cuerpo diseñado para sus manos. Brian miró a las chicas de la barra. Le resultó curioso pensar que un par de noches atrás le habrían resultado atractivas. Pero en esos momentos eran… demasiado. Tenían demasiado pintados los labios, demasiados reflejos en el pelo, demasiado ajustada la ropa y pechos demasiado grandes para ser naturales.

Lily no había necesitado mejoras para ser bonita. El cabello, la piel, la silueta esbelta. Todo le había parecido perfecto. De pronto la vio con la falda subida, con los ojos cerrados, en el momento del orgasmo. Brian emitió un gruñido débil y se frotó la frente.

– Lily -murmuró.

– ¿Qué? -preguntó Sean.

– ¿Qué de qué?

– Has dicho Lily -contestó Sean-. Lily, ¿qué?

– Ah… Lily. La conocí anoche. En la fiesta de recaudación de fondos en el Copley Plaza.

– Aja.

– ¿Qué significa eso?

– Nada.

– Entonces cierra la boca.

– No la tomes conmigo -dijo Sean-. Era por darte conversación.

– Bueno, pues no me la des -murmuró Brian. De nuevo se quedaron en silencio, ambos mirando sus bebidas, hasta que Brian soltó otro exabrupto.

– ¿Era guapa? -preguntó Sean.

– Sí. Y divertida, inteligente, muy sexy. Llevaba un vestido dorado que le sentaba… no te lo imaginas. De verdad, creo que me dejó sin respiración. ¿Alguna vez te ha pasado eso?

– Parece que te ha dado fuerte.

– He pasado una noche con ella.

– Dime que no la salvaste de una situación de vida o muerte -dijo Sean-. Si no, la has fastidiado.

No, no la sal… -Brian frenó en seco. Maldita fuera. Sí la había salvado, no de un peligro mortal, pero sí de un acompañante aburrido. De hecho, Lily le había dado las gracias por el favor y el no se había dado cuenta de la importancia de sus palabras hasta ese momento-. Sí, supongo que la salvé.

– Pues ya la has liado. Brian, ¿es que no prestas atención? Conor, Dylan, Brendan y Liam. Hasta Keely. Es una maldición, ya lo sabes. Nadie es inmune. Ni siquiera tú.

– Ni tú -replicó Brian.

– ¿Ah, no? Yo no estoy llorando en la barra por una aventura de una noche.

– No fue una simple aventura -contestó.

– ¿Tienes su teléfono?, ¿has quedado en volver a verla? ¿Piensas llamarla?

– No.

– Entonces fue una aventura de una noche.

– Dicho así suena… bueno, no fue una aventura. Fue distinto. Además, si quisiera encontrarla, la encontraría.

– ¿Sabes dónde vive?

– No.

– No tienes su teléfono. ¿Te dijo donde trabaja?

– No, pero sé cómo se llama: Lily Gallagher.

– ¿Estás seguro de que es su verdadero nombre?

– Deja de hablar como un detective. Si quisiera encontrarla, la encontraría -repitió Brian. Lo cierto era que no había dejado de preguntarse justo eso desde que había salido de la limusina. Podía llamar al organizador de la fiesta y conseguir su dirección de la lista de invitados. Podía llamar a la empresa de alquileres y preguntar quién había contratado la limusina. Si de verdad quería localizarla, podía buscar su apellido en la guía telefónica de Chicago-. Yo no creo en la maldición -dijo por fin.

– Quizá sólo haya sido un aviso -comentó Sean-. La próxima vez ándate con más cuidado. No puedes fiarte de las mujeres.

Brian sabía que los prejuicios de Sean no se basaban del todo en las citas que había tenido. Su desconfianza se remontaba a la infancia, cuando su madre los había abandonado a los tres años. Brian no tenía recuerdos de Fiona Quinn siendo niño. Su padre les había contado que se había ido y se había matado en un accidente de coche. Al cabo de muchos años, Fiona había vuelto a sus vidas y Brian la había perdonado. Pero Sean parecía seguir resentido.

– Mamá está en casa de Keely y Rafe -dijo Brian-. Keely ha llamado esta mañana y quiere que vayamos todos a celebrar el Cuatro de Julio. Ahora que está trasladando el negocio aquí, Fiona está pensando en venirse también. Creo que Keely quiere convencerla de que todos queremos que esté con nosotros. ¿Vendrás?

– No, estoy ocupado. Estaré trabajando en un caso… fuera de la ciudad.

– ¿Qué tienes con ella? Eres adulto, no un chiquillo enrabietado. Papá y mamá lo pasaron mal, los dos cometieron errores. Si papá puede perdonarla, tú también deberías.

– Tengo mis razones.

– ¿Qué razones? -preguntó Brian. Sean negó con la cabeza y dio un sorbo a su Guinness-. De verdad, te juro que eres el tío más testarudo y egoísta que he conocido.

– Lo engañaba -murmuró Sean.

– ¿Qué?

– Fiona -susurró Sean-. Engañaba a papá.

– ¿Cómo lo sabes?

– Una noche, después de que el Increíble Quinn llegara a puerto, Conor me mandó al pub para que trajera a papá a casa. Estaba borracho. Estaba hablando con unos amigos y les dijo que había sorprendido a Fiona con otro hombre. Que la había echado de casa y esperaba que no volviese nunca. No sabía que yo estaba oyéndolo.

– ¡Vaya, Sean! ¿Por qué no dijiste nada?

– ¿Qué iba a decir? Yo no la conocía. Y Con, Dylan y Bren hablaban de ella como si fuese la reina de la virtud.

– ¿Qué más dijo papá?

– Apenas me acuerdo. Estaba muy borracho. Casi no se le entendía -Sean suspiró-. Todas esas historias de los increíbles Quinn. No lo culpo. Dejar que una mujer tenga poder sobre ti puede ser muy peligroso.

– Tienes que hablar de esto con mamá.

– ¿Por qué?, ¿para que se invente una excusa? Se suponía que nos quería. Se suponía que tenía que ser fiel a papá. En eso consiste el matrimonio. Hasta que la muerte nos separe.

– La gente comete errores, Sean. Y estar casado ya es bastante difícil sin un marido que se pasa semanas fuera de casa y que se gasta el dinero en alcohol y apostando.

– ¿Estás diciendo que tenía motivos para engañarlo?

– Estoy diciendo que tienes que hablar con ella y aclarar las cosas. Fiona quiere recuperar a su familia y tú eres parte de esa familia.

– Dile a papá que mañana le echo una mano en la barra -dijo Sean. cambiando de conversación-. Tengo que irme -añadió al tiempo que se levantaba.

Brian suspiró mientras su hermano caminaba hacia la puerta. Quizá lo había presionado demasiado. Pero llevaba tenso todo el día y no había podido evitar forzar una discusión.

– Tengo que olvidarme de Lily Gallagher – murmuró-. Tengo que quitármela de la cabeza.


– No sé qué hago aquí. Patterson no me ha explicado lo que quiere -dijo Lily. Estaba sentada en el salón de su suite, haciendo garabatos en un papel mientras hablaba con su mejor amiga y compañera en la agencia, Emma Carsten-. Hemos quedado el martes, supongo que me lo dirá entonces.

– ¿Para qué tenías que estar en Boston esta semana?

– No sé -Lily dibujó un corazón y repasó el perfil una y otra vez-. Supongo que querría que asistiese a la fiesta de recaudación de fondos que daba para que viese lo bueno que es.

Emma y Lily habían empezado a trabajar en DeLay Scoville el mismo mes y se habían ayudado mutuamente el primer año, llamándose cada vez que tenían alguna duda. Aunque ya tenían más experiencia, seguían hablando de sus clientes.

– ¿Por que habrá buscado a una experta en relaciones de Chicago? -preguntó Emma-. En Boston tiene que haber un montón.

– No sé, tendré que preguntárselo.

– Sabrá que eres buena en casos de escándalos. ¿Crees que se trata de un escándalo?

– Si lo es, espero que no sea muy complicado, o me tocará tirarme una buena temporada por aquí,

– ¿Cómo son los hombres de Boston? -preguntó Emma-. ¿Son más guapos que en Chicago?, ¿conociste a alguien interesante en la fiesta?

Lily contuvo la respiración. No cabía duda de que Brian Quinn le había parecido interesante. ¿Cuántas veces había pensado en él desde la noche anterior? Había creído que podría concentrarse en el trabajo, pero hacer el amor en el asiento trasero de una limusina había sido la cosa más alocada y peligrosa que había hecho en su vida. Y, en vez de satisfacerla, la hacía desearlo más. Quería volver a probar su boca, acariciar su pelo, ese cuerpo increíble. Tragó saliva.

– No… no he venido a ligar -contestó por fin-. Me han contratado para trabajar.

– ¿Estás bien? -le preguntó Emma al cabo de unos segundos-. Te noto un poco rara. Tensa.

– No, estoy bien.

– ¿Estás pensando en Daniel? Este trabajo es lo mejor que puede haberte pasado. Así pondrás distancia entre él y tú y podrás seguir adelante con tu vida.

Pero Lily no había pensado en Daniel un solo segundo desde que había conocido a Brian.

– Ya lo he superado -aseguró-. A partir de ahora, no me dejaré atrapar en más fantasías románticas. De hecho, no voy a dejarme engatusar por ningún hombre.

– Me parece una buena actitud -dijo Emma-. De momento.

– Oye, he pedido un aperitivo y están llamando a la puerta -se excusó Lily tras oír que golpeaban con los nudillos-. Te llamo el martes después de hablar con Patterson. Acuérdate de regarme las plantas y recogerme el correo – añadió y colgó el teléfono tras despedirse.

Lily encendió el televisor mientras se acercaba a la puerta. El sonido del telediario de las once llenó el salón. Aunque había tomado una ensalada suculenta en el restaurante del hotel para cenar, se le había antojado algo dulce. Se había prometido empezar una dieta, pero ese día ya había hecho bastante ejercicio, paseando por Beacon Hill, yendo de compras y visitando los barrios con más historia de Boston, para conocer un poco más de la ciudad que sería su hogar durante los próximos meses.

Pero, a pesar de distraerse con las compras, no había podido impedir que sus pensamientos volvieran una y otra vez a la noche anterior. Incluso en esos momentos le ardían las mejillas al recordar lo que había hecho. Se llevó las manos a la cara antes de abrir la puerta. ¿De qué se avergonzaba? Había decidido qué quería y había ido en busca de ello. El hecho de haber dado rienda suelta a sus instintos más lascivos y terminar con un orgasmo sobrecogedor no lo convertía en un delito.

– O de eso trato de convencerme -murmuró justo antes de abrir la puerta.

– Buenas noches, señorita Gallagher -la saludó un camarero con una bandeja.

– Hola -Lily se echó a un lado para dejarle paso-. Puede dejarlo en la mesa, gracias.

Lo siguió, firmó el recibo de la ración de tarta y el helado y añadió una propina generosa. Richard Patterson cubría los gastos de alojamiento, de modo que, ¿por qué privarse? Pero, mientras firmaba el recibo, le llegó el sonido de una voz familiar. Se quedó helada. Luego, muy despacio, se giró hacia el televisor.

Se le desencajó la mandíbula. ¡Era él! Brian Quinn estaba tras la mesa de redacción, leyendo las noticias. Cerró los ojos y maldijo. Ya no sólo se lo imaginaba en la cama, o duchándose con ella, sino también en televisión. Abrió los ojos y miró a la pantalla, dispuesta a confirmar que se había equivocado.

– Dios -murmuro-. Es él.

– Es muy bueno -comentó el camarero, apuntando hacia el televisor.

– ¿Qué?

– Ese tipo. Quinn. Hizo una investigación estupenda sobre talleres de reparación de coches en Boston. Fue todo un descubrimiento. Resultó que dos de las empresas más importantes de reparación de vehículos de la ciudad causaban desperfectos adrede en los coches que les llevaban a arreglar para aumentar la factura. Este Quinn se plantó delante de ellos, les puso el micro delante de la cara y destapó todo el pastel.

Lily seguía clavada ante el televisor, hechizada con el hombre que aparecía en la pantalla. Realmente era guapo, con ese cabello negro, de pómulos marcados y labios bien definidos. Sintió un ligero temblor por el cuerpo. Le costaba creerse que aquel fuese el mismo hombre con el que había estado la noche anterior. No le había dicho a qué se dedicaba… aunque eso formaba parte de las reglas que habían establecido.

– No suele ser el presentador -comentó el camarero-. Es periodista de investigación. No sé dónde he leído que es de Southie.

– ¿Southie?

– Del sur de Boston, un chico de origen humilde. Barrio de trabajadores -explicó él. Lily le entregó el recibo firmado y le dio las gracias. El camarero sonrió-. Que pase una buena noche, señorita Gallagher. Llámeme si necesita cualquier cosa.

No se molestó en acompañarlo a la puerta. Permaneció con los ojos pegados al televisor mientras se sentaba despacio frente a la mesa. Se le hacía rarísimo estar mirándolo otra vez. Al despedirse de él la noche anterior, había dado por sentado que no volvería a verlo. Y, de pronto, estaba allí, en la habitación del hotel con ella.

Agarro el tenedor y partió un pedacito de la tarta de manzana, estupefacta todavía por el telediario. ¡No era justo! Se suponía que no debía reaccionar de ese modo. ¡Una aventura de una noche no era más que una aventura de una noche!

Pero, de repente, podía localizarlo. Ya no era un desconocido anónimo, sino un hombre con un trabajo, una casa, gente que lo conocía. Si quería, podía llamar al canal en ese mismo momento y dejarle un mensaje. Y cuando lo recibiera, se pasaría a buscarla al hotel y…

Lily miró la ración de tarta y se comió lo que quedaba de ella en cuatro grandes bocados. Luego agarró el menú del servicio de habitaciones y llamó a cocina.

– Hola. Sí, soy Lily Gallagher, habitación 312. Me gustaría pedir una ración de tarta con merengue de limón y otra de fresas. Y suba también un sundae de chocolate, por favor, y dos vasos de leche. Deprisa.

Colgó, se levantó y empezó a dar vueltas delante del televisor.

– Contrólate -murmuró-. No te imagines lo que no es. Tienes que serenarte.

Lily gruñó y se dejó caer sobre el sofá mientras esperaba la comida. Si de veras controlaba la situación, ¿por qué quería pasar otra noche con Brian Quinn?, ¿y luego unas cuantas más? ¿Por qué se veía capaz de zamparse una tarta entera? Lily se cubrió la cara con las manos y gruñó.

– ¿Qué he hecho?

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