Capítulo 9

DOMINGO, 2 de abril. Un momento entre la resaca y el almuerzo.

Desde luego, la hermana de Ginny sabe cómo organizar una fiesta. Y nadie mencionó a Robert. Ni siquiera Sarah. La discreción nunca ha sido su fuerte, pero no dijo su nombre ni una sola vez. Quizá tenía miedo de que yo usara la espada del Zorro.


Daisy se puso unos pantalones cómodos y su jersey de angora favorito.

– Estás…

– ¿Cómoda? -terminó Daisy la frase, cuando Robert pareció quedarse sin palabras.

– Iba a decir para comerte, pero he pensado que no te gustaría el cumplido.

– ¿Quieres decir que parezco un osito de peluche? La verdad es que el jersey es una delicia.

– ¿Puedo tocarlo? -preguntó Robert. Antes de que Daisy pudiera contestar, él le dio un abrazo de oso que la dejó mareada. El roce de su barbilla en la frente, el olor a colonia y a jabón que sugerían que poco antes había estado en la ducha… Durante un segundo, los latidos del corazón masculino se mezclaban con los suyos-. Tienes razón, es una delicia. Pero me gustaría más hacerlo… sin el jersey -murmuró, soltándola con desgana-. ¿Estás lista?

– ¿Para otro achuchón?

– Lista para marcharnos -sonrió él. Daisy tuvo que ahogar un gemido, enfadada consigo mismo por haber caído en una trampa tan simple y porque había estado deseando caer en ella. Así era como lo hacía Robert. Así era como volvía locas a las mujeres. Pero Daisy se negaba a caer en sus trampas-. Podemos abrazarnos después, si quieres.

– No, gracias -dijo ella, dándole la caja que contenía el vestido de dama de honor-. Toma, mete esto en el coche. Yo llevaré el regalo de tu madre.

– ¿Qué tal anoche? -preguntó él cuando estaban en la carretera.

– De maravilla. Y el Zorro fue un gran éxito. ¿Qué tal la despedida de Michael?

– No tengo queja. ¿Sarah comentó algo sobre Warbury?

– El miércoles me dejó un mensaje de advertencia en el contestador. Pero desde entonces no ha vuelto a decir nada. Creo que la combinación de jalapeños y margaritas la dejó sin habla.

– ¿Qué clase de advertencia? ¿O no debería preguntar?

– Será mejor que olvidemos el incidente -dijo Daisy, bostezando-. Lo siento, Robert, pero se me cierran los ojos.

– Echa el asiento hacia atrás y duerme un poco -sugirió él-. No querrás quedarte dormida sobre el pastel de cumpleaños de mi madre.

Alegrándose de tener una excusa para no seguir hablando sobre la noche que habían pasado juntos en el hotel, Daisy cerró los ojos. Había intentado no volver a pensar en ello, sin éxito, y tenía la sensación de que todo el mundo lo sabía.

Daisy suspiró, pensando en cómo lo había besado la mañana de la subasta y en las lágrimas que no había entendido en aquel momento. Quizá, en el fondo, ya entonces sabía que las palabras eran más que una sencilla despedida. Lo había dicho en serio. Después de la boda, dejaría la galería Latimer y se marcharía de Londres.

Se alejaría de Robert para siempre.

Era el momento de vivir sus fantasías. Al menos, aquellas que podía hacer realidad: China, Japón…


Robert aparcó el coche frente a la casa de su madre y observó a Daisy, dormida a su lado.

Bajo los suaves párpados maquillados de un color tan tenue que apenas era color, podía ver que sus pupilas se estaban moviendo. Estaba soñando. Robert se preguntaba qué soñaría Daisy Galbraith. ¿Serían sueños felices?

Como respuesta, una lágrima empezó a deslizarse por la mejilla de su mejor amiga y Robert sintió que se le partía el corazón.

– Cariño -murmuró, acariciando su cara suavemente, como para consolarla. Una segunda lágrima siguió a la primera y, Robert, incapaz de soportarlo, murmuró su nombre. Los párpados femeninos se movieron un poco y, unos segundos después, Daisy despertó, confusa.

– Arriba; bella durmiente -sonrió Robert-. Ya estamos en casa.

– ¿Qué?

– Hemos llegado.

– ¿Ah, sí? Me he quedado dormida. He soñado que estaba en Japón -murmuró, incorporándose-. Perdona, no pensaba dormir todo el camino.

– No te preocupes -dijo él, intentando ver en su cara qué había causado las lágrimas. Pero, despierta, Daisy parecía tan invulnerable como siempre-. Si no puedes dormir con un amigo, ¿con quién vas a dormir?

– Muy gracioso. Deberías ser actor -replicó ella, saliendo del coche cuando vio a Jennifer en la puerta de la casa-. ¡Feliz cumpleaños, Jennifer! -sonrió, abrazando a la madre de Robert.

Antes, ella también solía abrazarlo así, pensaba él. Mucho tiempo atrás. Cuando era una niña, solía lanzarse a sus brazos cada vez que se veían después de algún tiempo. ¿Cuándo se habían convertido los abrazos en amables besitos en la mejilla?


– Tengo que irme, le he prometido a mi madre que iría a enseñarla el vestido -sonrió Daisy-. Está deseando verlo.

– ¿Quieres que te ayude a llevar la caja?

– No, gracias. Pero si no he vuelto en media hora, por favor ve a rescatarme. Llévate a Major y sugiere que vayamos a dar un paseo. Flossie hará el resto.

– Es una chica encantadora, Robert -dijo su madre, mientras los dos la observaban alejarse por la ventana-. Y muy inteligente. No es fácil descubrir un auténtico plato Kakiemon de un vistazo.

Robert miró a su madre, pensativo.

– Mamá, háblame de Daisy.

– Pero si tú la conoces mejor que yo.

– Creía conocerla. Pero desde la semana pasada… no sé, es como si fuera una extraña.

– Ya veo -sonrió Jennifer Furneval.

– ¿Qué es lo que ves? -preguntó Robert.

– Daisy no ha cambiado, hijo. Eres tú quien ha cambiado.

– Eso no es verdad. Mira a esa chica -dijo, señalando hacia la ventana-. Siempre lleva vaqueros y jerseys anchos y…

– Estaba muy guapa con el jersey de angora.

– Está preciosa con ese jersey -murmuró él. Preciosa y muy sexy, aunque en lo único que Robert podía pensar era en quitárselo-. Pero deberías verla cuando está trabajando. Se pinta los labios de rojo y lleva faldas cortísimas…

– ¿Ah, sí? -rió su madre-. Bueno, no esperarás que vaya a trabajar a una galería de arte en vaqueros, ¿no?

– Pero es que nunca se pone esa ropa cuando nos vemos, esté trabajando o no -se quejó Robert.

– ¿Y te gustaría que la llevara?

– ¿Eh? No… sí. Bueno, no lo sé.

– Yo creo que sí te gustaría. Pero no quieres admitirlo.

– Daría igual, ¿no crees? Estamos hablando de Daisy. Ella siempre hace lo que quiere.

– Lo sé.

– Y yo solo podría hacerle daño -murmuró Robert, apartando la mirada.

– ¿Por qué? ¿Porque crees que eres incapaz de amar a alguien para siempre, como tu padre? -preguntó. Él se encogió de hombros-. Robert, yo he amado al mismo hombre durante toda mi vida, aunque sé que no se lo merece. Eres hijo suyo, pero también eres mi hijo y te he criado sola desde que tenías siete años.

– ¿Naturaleza frente a educación? Mamá, tengo treinta años y aún no he conocido a una mujer que me interese durante más de un par de meses.

– Excepto Daisy.

– Excepto Daisy -asintió él-. ¿Por qué no me he dado cuenta antes de que fuera demasiado tarde?

– Nunca es demasiado tarde. A veces, sin embargo, es demasiado pronto -dijo su madre-. ¿Recuerdas aquella Navidad, cuando le diste un beso debajo de la rama de muérdago?

– ¿Navidad?

Robert recordó entonces, sintiendo que su corazón se aceleraba. Esa fue la primera vez que vio aquel brillo en sus ojos, el dulce anhelo por algo que no podía poner en palabras, el mismo brillo que le había derretido el corazón cuando la había besado fugazmente en los labios.

– Yo diría que tú estabas en otro mundo… -sonrió Jennifer Furneval-. ¿Estaba equivocada?

– No -contestó él-. No estabas equivocada.

– Entonces era demasiado pronto y temí que hicierais alguna tontería. Así que llamé a tu padre y le pedí que te llevara a esquiar. Y después, como Daisy estaba tan triste, me la llevé a Londres y estuvimos visitando museos -siguió diciendo ella-. ¿Recuerdas que solía entrar en la casa como un vendaval cuando volvías de la universidad? -preguntó. Robert asintió, confuso-. El año que te graduaste, Daisy te estuvo esperando durante días ansiosamente, pero cuando vino a darte un abrazo, Lorraine Summers se le había adelantado.

– ¿Lorraine Summers?

– Había vuelto de París y parecía una princesa.

– No sé qué tiene que ver Lorraine con esto.

– Supongo que Daisy te vio besándola porque dejó de venir a casa desde aquel momento.

– Pero eso es ridículo. Nos seguimos viendo todo el tiempo.

– No, cariño. Os veis de vez en cuando. Tú la llamas para comer o para ir a alguna fiesta. Pero ella no te llama nunca, ¿verdad?

– Pues… no. Pero cuando estamos aquí, nos vemos…

– Aquí no tiene nada que esconder.

– ¿Esconder?

– Aquí es la chica que conoces desde niña. La ves como ella quiere que la veas. ¿Ella esperaba que fueras a Warbury?

– No -contestó él, avergonzado de nuevo por su inútil trabajo de espionaje.

– Me lo imaginaba. Pensé que la avisarías de que ibas a ir. No se me ocurrió que saldrías corriendo detrás de ella -sonrió su madre-. Si lo hubiera sabido, habría arreglado las cosas de otra manera.

Robert la miró, incrédulo.

– No podrías haberlo hecho mejor si lo hubieras estado planeando durante un mes -aseguró él-. Es una pena que yo no haya sabido aprovechar el momento.

– ¿Por qué fuiste a Warbury, Robert?

– Estaba preocupado por ella. Michael me contó que estaba enamorada, pero no quiso decirme de quién y pensé que tenía una aventura con un hombre casado.

– ¿Daisy? -rió su madre-. ¿Quieres decir que fuiste a Warbury para arrancarla de las garras de un canalla? Oh, Robert, qué encanto.

– En realidad, ese ataque de caballerosidad no era más que un ataque de celos. Estaba tan furioso porque otro hombre se hubiera llevado algo que yo… que para mí es como un tesoro… algo que siempre pensé que era mío.

– Daisy.

– Sí, maldita sea, Daisy. Michael me ha tendido una trampa, ahora me doy cuenta -murmuró Robert, pasándose la mano por el pelo-. Pero le ha salido bien. Llevo días sin poder pensar en otra cosa.

– ¿Aunque ella haya vuelto a ponerse los vaqueros y el jersey de angora?

– Por favor, mamá, deja de hablar de ese jersey.

– ¿Qué les pasa a los hombres con la angora? No, no me contestes -rió su madre, tomando la bandeja del té. Robert se la quitó de las manos y la acompañó a la cocina-. Siempre había creído que, cuando fuerais mayores, la naturaleza seguiría su curso. Pero Daisy nunca aceptaría ser una de tus aventuras…

– ¡Por favor, mamá!

– Lo que has tenido hasta ahora solo han sido aventuras, Robert -afirmó su madre-. Y Daisy no es ese tipo de chica. Ella quiere una relación de verdad, un compromiso auténtico. Si la quieres, vas a tener que convencerla de que estás dispuesto a eso.

– Como Elinor James.

– ¿Qué?

– Nada. Una cosa que me dijo Michael -murmuró él. Elinor James le gustaba en el colegio, pero Robert nunca le había pedido que saliera con él y sus amigos hacían apuestas para ver cuánto tiempo aguantaba. ¿Estarían sus amigos haciendo apuestas en aquel momento? ¿Estarían esperando para ver cuánto tardaba en darse cuenta de que Daisy y él…?

Robert se pasó la mano por el pelo y vio que su madre estaba mirándolo, esperando… Su madre lo sabía. Michael y Monty lo sabían. Incluso Sarah lo sabía. De repente, todo estaba tan claro que Robert se preguntó si él era la única persona en el mundo que no había sido capaz de verlo.

O quizá había deseado no verlo. Quizá había enterrado a propósito el recuerdo de una cría que le había robado el corazón desde el primer momento.

– Tienes razón sobre Daisy. Pero te equivocas en una cosa. Yo sabía que era demasiado joven. Llevo años distrayéndome, esperando que ella creciera. Y cuando lo ha hecho, yo…

– ¿Estabas demasiado distraído? -bromeó su madre.

– ¿Cómo voy a convencerla de que confíe en mí? ¿Cómo voy a hacer que me tome en serio?

Jennifer le dio un golpecito en el brazo.

– Quizá un paseo te aclare las ideas. Llévate a Daisy a la orilla del río y quizá puedas volver a encontrar la magia de aquel beso de Navidad.


– ¡Has traído el vestido! -exclamó Margaret Galbraith-. Daisy, es precioso. Pruébatelo.

– No me quedará bien con estos zapatos, mamá.

– No importa… oh, qué bonito -murmuró su madre, sacando de la caja un sujetador de encaje con aros.

– Es que necesitaba un poco de ayuda en esa zona -explicó Daisy.

– Baja con el vestido puesto para que te vea papá -dijo su madre, saliendo de la habitación. Mientras se ponía el vestido, Daisy se sentía como si fuera una niña de seis años, probándose un traje nuevo para enseñárselo a su papá. Cuanto más cambiaban las cosas, más seguían siendo lo mismo, pensaba-. ¿Daisy?

– Ya voy. ¿Has encerrado a Flossie en la cocina? -preguntó ella desde arriba. Su madre le aseguró que sí y, suspirando, Daisy empezó a bajar la escalera. Cuando llegó al salón, sus padres se quedaron en silencio-. ¿Y bien?

– Estás preciosa, Daisy. ¿Verdad, Margaret? -sonrió su padre.

– Pues… yo creí que el amarillo no te quedaría bien, pero… el corpiño de terciopelo te marca una cintura muy bonita y la falda blanca de seda es preciosa. A ver… date la vuelta.

Daisy obedeció y se encontró de frente con Robert.

Él no sonreía, no decía nada, solo la miraba como ella siempre había deseado que la mirase. Intensa, profundamente, como si estuviera mirando dentro de su alma.

– Patito, ya casi eres un cisne -murmuró. Entonces se dio cuenta de que todo el mundo lo estaba mirando-. La puerta trasera estaba abierta y he dejado a Major en el jardín -explicó. Después, se llevó la mano a la frente-. ¿No me digas que trae mala suerte que el padrino vea a la dama de honor antes de la boda?

Su padre soltó una carcajada, pero a Margaret Galbraith no parecía hacerle ninguna gracia.

– Será mejor que suba a cambiarme -dijo Daisy.

– ¿Ves como el amarillo no te sienta mal? Le va muy bien a tu pelo -sonrió Robert, acariciando uno de sus rizos. En sus ojos había un brillo lleno de secretos y el corazón de Daisy latía desbocado.

– Un cisne, qué gracioso -murmuró su madre, tomándola del brazo para acompañarla a la habitación, como si tuviera miedo de que Robert Furneval se ofreciera a desabrocharle el vestido a su hija-. ¿No estará intentando tontear contigo?

– ¡Mamá! -exclamó Daisy, poniéndose, colorada.

– No dejes que te convenza -insistió su madre, ayudándola a quitarse el vestido-. Es igual que su padre.

– No sabía que conocieras al padre de Robert.

– Y no lo conozco, pero he visto fotografías suyas -dijo su madre, colgando el vestido de una percha-. Divorciados hace más de veinte años y la pobre Jennifer sigue teniendo una fotografía suya al lado de la cama. Nunca la he visto con otro hombre. Por supuesto, la combinación de atractivo físico, dinero y encanto es letal. Debería haber una ley que lo prohibiera -añadió, guardando el vestido en el armario-. Robert es igual que su padre. De tal palo, tal astilla.

– Mamá… -empezó a protestar Daisy. Iba a decirle que no había pasado nada en Warbury, pero lo pensó mejor-. Tengo veinticuatro años y conozco a Robert desde siempre. Confío en él. Nunca me haría daño.

Su madre pareció sorprendida.

– Lo sé. Perdona, hija, te estoy dando una charla como si tuvieras quince años -suspiró Margaret Galbraith-. Pero es que para mí, siempre serás una niña. Igual que Michael y Sarah -añadió, pensativa-. Pero una vez que se vacía el nido, ¿qué se puede hacer?

– Vivir tu vida, mamá. Disfrutar -sonrió Daisy, abrazando a su madre-. La semana que viene, después de la boda, podríais iros a París. ¿Por qué no compras los billetes y le das una sorpresa a papá? No hace falta estar recién casado para tener una luna de miel.


Flossie ladraba en la cocina, pidiendo que lo sacaran de su encierro y cuando Daisy abrió la puerta, salió como una exhalación para buscar a su amigo Major.

Robert silbaba mientras se dirigían hacia el río. Parecía perdido en sus pensamientos y caminaron en silencio durante largo rato.

– ¡Flossie! -gritó Daisy, cuando vio a su perro correr hacia el río.

– No te preocupes, no se va a tirar al agua -dijo Robert, tocando la rama de un viejo árbol bajo el que solían sentarse de pequeños.

– Aún no ha florecido -murmuró ella-. Y lo van a talar. Está demasiado viejo.

– No estoy buscando flores. Estoy buscando muérdago.

– ¿En abril?

– Hay muérdago todo el año. Lo que pasa es que solo lo buscamos en Navidad -dijo él. Daisy no podía ver sus ojos, pero podía leer sus pensamientos tan claramente como si fueran los suyos.

– Creo que es mejor que volvamos a casa -dijo, volviéndose. Pero Robert la tomó del brazo y la obligó a mirarlo-. ¿Recuerdas una Navidad, cuando tenías dieciséis años, Daisy? ¿Cuando te besé bajo la rama de muérdago?

Daisy tragó saliva.

– Sí -contestó. Claro que la recordaba. Su primer beso. ¿Cómo iba a olvidarlo?

– La corté de este árbol -dijo él, mirando la rama-. ¿Recuerdas lo que te dije? -preguntó. Daisy se sentía indignada. ¿Cómo podía pensar que lo había olvidado?-. ¿Lo recuerdas?

– Lo he olvidado -contestó ella por fin. Robert acariciaba su hombro con delicadeza, como si quisiera consolarla por algo que había ocurrido mucho tiempo atrás.

– Dije… «te esperaré».

Daisy sentía el aliento del hombre cerca de su boca.

– Y yo te dije que no quería esperar -murmuró.

– Sí -asintió Robert. Estaban bajo la sombra del árbol y los últimos rayos del sol se filtraban entre las ramas-. Yo tampoco quería esperar, pero tú eras demasiado joven… Daisy, aquella noche ocurrió algo precioso. Yo no sabía lo que era entonces, pero sé que fue algo mágico.

Daisy había tardado meses, años, en olvidar el dolor que le habían producido las palabras de Robert y, en aquel momento, era como si su corazón se partiera de nuevo.

– ¿Quieres recordarme ese beso, Daisy?

– Yo… -murmuró ella. No podía. No quería. No debía. Pero las palabras no salían de su boca y él tomó su silencio por asentimiento.

Los labios del hombre se acercaron a los suyos y ella esperó, como había esperado años atrás, ansiosa. Robert se acercó un poco más, sin rozarla. Aquello era una tontería y Daisy rio, nerviosa.

– Calla. Esto es muy serio -dijo él, tomándola por la cintura-. No te puedes reír.

Pero, de repente, todos sus deseos de reír desaparecieron. Aquello era absurdo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Besar a Robert Furneval?

– Robert, no… -pero su protesta llegó demasiado tarde. Robert acercó sus labios y los rozó suavemente una, dos, tres veces, recordando cómo se habían besado ocho años antes. Después se apartó un poco, sonriendo.

– Ahora me acuerdo.

– Robert… -intentó decir ella, buscando la oportunidad de escapar antes de que fuera demasiado tarde. Ya no era una niña y, aún así, seguiría creyendo en sus palabras… Pero, en ese momento, Flossie, emocionado y lleno de barro, llegó corriendo y se tiró sobre ellos.

Después, mientras se limpiaban la ropa de barro y tomaban un té en casa de su madre, volvieron al mundo real. Un mundo en el que solo eran amigos. Los mejores amigos.

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