DOMINGO, 26 de marzo. Visita a la iglesia para ensayar con Michael y Ginny y después, comida familiar. Mi madre estará en su elemento.
Robert se ha ofrecido a llevarme en su coche, pero le he dicho que prefería ir andando. Espero que no me haya tomado en serio.
Daisy sabía que era Robert en cuanto sonó el timbre y su corazón dio uno de esos traidores saltos.
Bostezando, saltó de la cama y se puso un albornoz. ¿Por qué era más difícil madrugar en Londres que en el campo?
– Vete, Robert. Aún es de noche.
– Son las siete y media. Ya es casi medio día.
– ¿Las siete y media? -repitió ella, volviendo a mirar su reloj-. Creí que eran las seis menos veinticinco.
– Deberías ponerte gafas.
– No necesito gafas. Necesito dormir. ¿Por qué has venido tan temprano?
– Ya que anoche te negaste a dejarme subir, esperaba que me invitaras a desayunar.
– Anoche no te merecías nada.
– Lo sé, pero he cambiado.
– No es verdad. Y hoy tampoco te mereces un desayuno.
– ¿Ah, no? ¿Quién se ha levantado al amanecer para llevar a una mocosa desagradecida a su casa?
– Tú tenías que ir de todas maneras. Pero no importa, sube -dijo ella, pulsando el botón del portero automático.
Se dispuso a preparar café y, unos segundos después, Robert entraba en la cocina muy sonriente.
– No estarás enfadada conmigo.
No era una pregunta. Lo había dicho con la confianza de un hombre que se sabe irresistible. Y lo era.
No era justo. La vida no era justa. Si lo fuera, ella tendría el pelo liso como su hermana, o, al menos, la altura de Michael. Pero sus hermanos habían heredado los mejores genes de su familia y no había quedado nada para ella.
– Pues claro que estoy enfadada contigo. Que Janine te haya plantado no es razón para que me despiertes de madrugada.
– Digo por lo de anoche.
– ¿Te refieres a Nick? Gracias por recordármelo. Por una vez en mi vida, me ligo al hombre más guapo de una fiesta y tú me lo espantas.
– Me habías prometido una copa y…
– ¿No pensarías que iba a invitarte a subir a mi casa después de lo que hiciste?
– Solo estaba cuidando de ti. ¿Sabías que se ha divorciado dos veces? Monty me lo contó.
– Monty es un cotilla.
– Es el editor de un periódico, Daisy. Cotillear es su profesión.
– No pensarías que yo quería ser la esposa número tres, ¿verdad?
– Pues…
El cretino parecía dudar.
– ¿Crees que me casaría con el primero que me lo pidiera? -preguntó, apartando la cafetera del fuego.
– Cosas peores he visto. Ese Gregson ya ha engañado a dos ingenuas y tú misma has dicho que es guapo… si te gustan los tipos llenos de músculos -dijo él, apoyado en la puerta, con los brazos cruzados. Irritantemente seguro de sí mismo.
– Puede que te interese saber, Robert, que algunas personas necesitan algo más antes de irse a la cama con… -Daisy se arrepintió inmediatamente de haberlo dicho. Robert la miró, sorprendido, y ella disimuló su turbación concentrándose en colocar las tazas sobre la mesa-. Me doy cuenta de que él no forma parte de tu lista de posibles acompañantes porque no podía darte un informe -añadió, intentando bromear-. Pero a lo mejor yo quería probar…
– Me parece que era Gregson quien tenía eso en mente -la interrumpió él.
– ¿Qué pasa, Robert? ¿Tú puedes jugar por ahí, pero yo tengo que estar en mí virginal cama a las doce en punto?
– Sabes que Michael haría lo mismo que yo.
– Michael es mi hermano. ¿Cuál es tu excusa?
– Por favor, Daisy, estoy empezando a pensar que ese hombre te ha trastornado.
Parecía verdaderamente molesto y Daisy permitió que una sonrisa de satisfacción iluminara su cara. No le había gustado, su forma de imponerse la noche anterior, pero sí le había gustado que abandonase a la morena para ir a rescatarla.
– Al contrario. Lo que me irrita es que tú pienses eso.
– Bueno, en ese caso te pido disculpas. ¿Me perdonas?
– Por esta vez.
– Lo siento, de verdad. Siempre pienso que… bueno, que sé lo que te conviene.
– Porque yo te lo permito, Robert -dijo ella. La habitación quedó en silencio unos segundos-. ¿Qué quieres desayunar? -preguntó Daisy para romper la tensión.
Robert permaneció callado unos segundos y después se volvió para abrir la nevera.
– No tienes beicon.
– No.
– ¿Y qué piensas ofrecerme?
– Huevos revueltos, por ejemplo -dijo ella, tomando unos huevos de la nevera.
– Daisy…
– Saca unos platos del armario, por favor.
– Daisy, ¿puedo preguntarte una cosa? -dijo Robert, mientras sacaba los platos.
– ¿Quieres poner pan en el tostador? -lo interrumpió ella. Sabía que Robert iba a hacerle preguntas que no quería contestar. No estaba preparada para hablar sobre sí misma-. Está en la panera.
– Ya -murmuró Robert.
Robert se había ofrecido a lavar los platos mientras Daisy se duchaba. Después de hacerse una trenza a toda prisa, se puso unos vaqueros y un jersey ancho y guardó en una bolsa unas botas para pasear por el campo después del ensayo en la iglesia.
– ¿Preparado?
Robert estaba leyendo el periódico.
– Llevo preparado media hora -contestó él, levantándose.
– Y siguen siendo solo las ocho y media -sonrió Daisy-. Será mejor que te busques otra novia o los domingos van a ser días muy largos.
– No sé si sabrás que tengo otros intereses -replicó él, aparentemente molesto. Pero la sonrisa de Daisy le decía que a ella no podía engañarla-. Es verdad. Me gusta pescar, por ejemplo.
– ¿Y cuándo fue la última vez que fuiste a pescar?
– No lo sé -contestó él, mientras bajaban las escaleras-. ¿Hace un mes? Tú estabas conmigo.
– Fue antes de Navidad. Pero conociste a Janine y se acabó la pesca.
– Ah.
– ¿Quieres que te hable de las damas de honor?
– ¿Qué? -preguntó él, confuso.
– Las primas de Ginny -le recordó ella, mientras se sentaba en el lujoso asiento de cuero del Aston Martin-. Están locas por tus huesos.
– ¿De verdad? -sonrió él.
Pero Daisy no se dejaba engañar por su aparente tono de inocencia.
– Sí. Pero, al final, han decidido que no merece la pena romper su amistad por ti.
– Oh.
– Habían pensado echarte a suertes, pero se han dado cuenta de que ninguna jugaría limpio.
– Te lo estás inventando -dijo él.
– Creo que Diana hubiera sido la más… imaginativa -siguió Daisy.
– Te lo estás pasando bien a mi costa…
– Y Maud…
– ¿Maud? Qué nombre tan romántico -sonrió él.
– Un nombre romántico para una chica romántica. La clase de chica que sueña con el matrimonio -dijo ella-. Creo que ya te ha preparado una emboscada en el claustro gótico de la iglesia.
– Me encantan los claustros góticos -siguió él la broma-. Y el sitio es muy, muy apropiado para una chica que se llama Maud. ¿Y la dama de honor número tres?
– Si consigues evitar a la número uno y la número dos, creo poder asegurar que Fiona te hará pasar un buen rato.
– Gracias por el consejo. Te invitaré a comer el domingo después de la boda para contarte qué tal me ha ido, ¿de acuerdo?
Sin previo aviso, la broma se volvió amarga. Daisy estaba inventándose historias para tomarle el pelo, pero la realidad era muy parecida a lo que él acababa de decir. Podía soportar a las chicas de Robert en teoría, a distancia. Pero no quería oír hablar de ellas.
– Podemos comer juntos, pero puedes guardarte el relato para tus amigotes. Soy demasiado joven para escuchar ese tipo de cosas.
– Probablemente -dijo él-. Aunque Gregson no parecía pensar eso.
– Nick Gregson es un adolescente crecidito. ¿Qué sabe él?
Robert paró frente a la casa de los padres de Daisy, muy cerca de la casa donde vivía su madre desde que se divorció de su padre.
– Gracias por el viaje. Nos veremos en la iglesia -sonrió ella.
Robert arrancó el coche de nuevo y condujo, pensativo.
¿Cuántos años tenía Daisy? La conocía desde que era una niña. Después, había sido una adolescente flaca y larguirucha y, aunque se había quitado el aparato de los dientes, seguía pareciendo una cría.
Pero la noche anterior…
– ¡Robert! -lo saludó su madre frente a la verja. Había estado paseando al viejo Major y el animal se acercaba Robert moviendo la cola de lado a lado, contento de verlo.
– Hola, Major -murmuró Robert acariciando sus orejas.
– No te esperaba tan temprano -dijo Jennifer Furneval, besando a su hijo.
– He traído a Daisy.
– ¿Ah, sí? -sonrió su madre-. Hace mucho que no la veo. ¿Cómo está?
– Un poco irritada con lo de la boda. ¿Sabes que ha tenido que ocupar el sitio de una de las damas de honor en el último momento?
– Su madre me lo dijo. Margaret está encantada, por supuesto.
– Pues Margaret podía pensar un poco más en los sentimientos de Daisy. Ella está que se sube por las paredes.
– ¿Por qué? La mayoría de las chicas daría cualquier cosa por ser dama de honor.
– Vamos, mamá. Tú conoces bien a Daisy. A ella no le gusta arreglarse -dijo Robert. Aunque a veces… como la noche anterior, por ejemplo. Se había arreglado mucho para la fiesta de Monty. O para alguien antes de la fiesta. La idea de que salía con alguien seguía molestándolo.
– ¿Os veis mucho en Londres?
– Comemos juntos a veces -respondió él. Pero; ¿qué hacía ella el resto del tiempo? Daisy nunca hablaba demasiado sobre sí misma-. Y anoche estuvimos juntos en la fiesta de Monty Sheringham.
– ¿Eso quiere decir que Janine es historia?
– Sí. Me ha dejado. Ella quería un marido, una familia, ya sabes…
– En otras palabras, todo lo que tú no puedes ofrecer.
– El hombre que conoce sus limitaciones es feliz.
– Es posible -dijo su madre, dándole un golpecito en el brazo-. Aunque a veces creo que es cierto lo de «ojos que no ven, corazón que no siente». A menudo pienso que hubiera sido mejor no enterarme de las aventuras de tu padre. Probablemente ahora seguiría casada con él.
– ¿Viviendo una mentira?
– Todos vivimos una mentira en mayor o menor medida. Tú dejas que las jovencitas que se enamoran de ti piensen que pueden hacerte cambiar de opinión sobre el matrimonio.
– Yo siempre dejo eso muy claro desde el principio.
– Pero ellas no te creen. Y tú sabes que no te creen -su madre se encogió de hombros-. Simplemente aparentan que no están interesadas en el matrimonio mientras intentan convencerte.
– Ese es un comentario muy cínico.
– Pero cierto. ¿Por qué no haces un poco de café mientras le doy de comer a Major?
– ¿Puedo hacerte una pregunta? -preguntó Robert. Su madre se paró en la puerta-. Nunca has dejado de querer a mi padre, ¿verdad?
– ¿Lo has visto recientemente?
La cara de su madre se había iluminado. Esa era la respuesta.
– Me llamó y estuvimos cenando juntos hace una semana. Me preguntó por ti. Siempre me pregunta por ti.
– Se está haciendo viejo y ya no hay tantas mujeres detrás de él. ¿Cómo está? -preguntó. Robert se encogió de hombros. Su madre le puso una mano en el hombro-. Tú no eres como él, Robert.
– Al contrario. Cada vez que veo a mi padre es como si me mirase en un espejo.
– El aspecto no significa nada. Lo que importa es el interior. Pero tienes razón. Nunca he dejado de quererlo.
– ¿Y por qué no miraste para otro lado? Después de todo, nada habría cambiado.
– ¿Quién está siendo cínico ahora? -sonrió su madre-. Podría haber ignorado los hechos, cariño. Podría haberlo hecho. Por ti y por mí. Pero una vez que te enfrentas con la realidad, nada vuelve a ser lo mismo.
– Tienes que preocuparte un poco más por tu aspecto, Daisy -estaba diciendo su madre-. ¿No te importa lo que piensen los demás? Deberías tomar ejemplo de tu hermana.
Sarah estaba con su marido y sus dos hijos en el salón. Todos guapos y elegantes, sin una arruga.
– Vamos a la iglesia, mamá, no a un desfile de modas. ¿Quieres que te eche una mano en la cocina?
– La señora Banks lo tiene todo controlado. Vamos arriba, a ver si puedo hacer algo con tu pelo.
Daisy miró a su padre, con un ruego silencioso. David Galbraith se aclaró la garganta y miró su reloj.
– Creo que iré a… hablar con Andrew.
Su madre la tomó de la mano y, juntas, subieron la escalera hasta su habitación.
Veinte minutos más tarde, Margaret Galbraith tenía que admitir su derrota y permitía a Daisy que volviera a hacerse la trenza.
– Es culpa de tu padre.
– ¿Qué es culpa de mi padre?
– Toda su familia tiene un pelo imposible. Michael y Sarah han salido a mí, afortunadamente, pero tú… -suspiró-. Vas a tener que hacer algo con ese pelo antes de la boda.
– Sí, madre -dijo ella débilmente. Su madre la miró, severa-. De verdad. El lunes tengo una cita con el peluquero de Ginny.
– Menos mal -murmuró Margaret Galbraith, poco convencida, mirando los vaqueros de su hija-. Aún tienes tiempo de cambiarte… Mira, yo tengo un traje rosa que te quedaría precioso…
¡Rosa! ¡Perfecto, desde luego! Solo le haría falta una capa de chocolate por encima.
– Mamá, ya tengo que soportar el vestidito de dama de honor. Es suficiente por este mes, ¿no te parece?
Su madre tuvo que hacer un esfuerzo para no replicar y, al fin, se encogió de hombros.
– ¿Cómo es el vestido?
– Uy, es precioooooso -contestó Daisy, aparentando entusiasmo para que su madre la dejara en paz por el momento. Y lo era. Para una morena con un buen busto. Quizá debería comprarse un sujetador de los que Robert le había recomendado. Presumiblemente, él sabía de lo que: estaba hablando.
Cuando bajaron de nuevo al salón, Michael acababa de llegar y su madre se olvidó por completo de Daisy.
– Hola, flaca -la abrazó su hermano.
– ¿Dónde está Ginny?
– La he dejado en casa. Irá con sus padres a la iglesia -contestó él-. Bueno, ¿has encontrado pareja para la boda?
– Anoche conocí a un hombre guapísimo. Un australiano que a mamá le hubiera encantado, pero Robert me lo espantó -explicó ella. Michael levantó una ceja, sorprendido-. Aparentemente, no le caía bien.
– Robert siempre ha sido muy protector contigo.
– ¿Ah, sí? -murmuró Daisy, poniéndose colorada. Muy mal hecho. Tenía la sospecha de que Michael era la única persona en el mundo que sospechaba lo que sentía por Robert-. Bueno, es que no tiene ninguna hermana pequeña. Y tú siempre lo has compartido todo con él.
– No todo -sonrió su hermano-. Si quiere una esposa, tendrá que buscársela por su cuenta.
– Él no quiere una esposa.
– Es que no ha conocido a la mujer adecuada.
– Ya, claro. Esa es su excusa para seguir buscándola… entre cientos y cientos -sonrió Daisy. Michael soltó una carcajada. Solo la idea de que Robert estaba decididamente en contra del matrimonio hacía que Daisy pudiera soportar sus líos románticos.
Pero, de repente, la asaltó un momento de duda. ¿Y si Michael tenía razón? ¿Y si un día Robert aparecía con una esposa del brazo? Porque eso era lo que ocurriría. El no se sometería a todo aquel teatro de las damas de honor, los vestidos… Él desaparecería en el Caribe o en alguna otra parte y…
– Es hora de marcharnos -dijo Margaret Galbraith, poniéndose los guantes-. ¿Daisy? ¿Has traído un sombrero?
– ¿Qué? Ah, no.
– No hay nada como un buen sombrero para esconder un mal peinado. Iré a ver si puedo dejarte alguno…
Daisy tomó a su hermano del brazo y salieron de la casa a toda prisa, para que su madre no la obligara a ponerse alguna monstruosidad.
– Vamos, Michael Galbraith, soltero de esta parroquia. El tiempo se te acaba.
– Para mí va muy lento. Espera y verás como a ti te pasa lo mismo.
– ¿A mí? De eso nada. Yo soy igual que Robert.
– ¡Daisy!
Jennifer Furneval y Robert salían de su casa en ese momento y mientras ella besaba a la mujer, Robert y su hermano intercambiaban un abrazo.
– ¿Cómo estás, Jennifer?
– Bien. Robert me ha dicho que te ha traído esta mañana. ¿Cómo va todo en la galería?
– La semana que viene voy a una subasta en Warbury -explicó ella-. Hay una colección de piezas orientales muy interesante. ¿Tú vas a ir?
– Desgraciadamente, no puedo. Hay una pieza de Imari que me encantaría comprar, pero es demasiado arriesgado hacerlo por teléfono. Solo he visto una fotografía.
– Yo podría comprobar si es auténtica y llamarte por teléfono. Si confías en mi criterio, claro está. Por cierto, acabo de enterarme de que fuiste tú quien sugirió mi nombre a George Latimer.
– En realidad, le estaba haciendo un favor. ¿Cómo está el viejo George?
– Otra que muerde el polvo, ¿eh, Robert? Aunque tengo entendido que esta ha pegado un salto antes de que la empujaras.
– ¿Janine? -se encogió Robert de hombros, irritado porque nadie parecía tomarse en serio su ruptura-. Era inevitable. Es una preciosidad, pero está llegando a ese punto en el que su reloj biológico empieza a pedirle niños y esas cosas.
– ¿Y?
– Que mi reloj biológico no funciona. O a lo mejor tengo que darle cuerda -sonrió Robert-. Michael, estoy un poco preocupado por Daisy -dijo, cambiando de tema. Ya estaba un poco harto de la historia de Janine.
– ¿Daisy? ¿Por qué?
– No sé. Las chicas siempre andan contando con quién salen o dejan de salir, pero Daisy nunca cuenta nada -murmuró Robert, mirando hacia atrás. Daisy y su madre charlaban animadamente mientras paseaban del brazo hacia la iglesia-. ¿Siempre ha sido así de discreta?
– Tú la conoces tan bien como yo -dijo Michael-. Daisy nunca habla de esas cosas. ¿Qué es lo que te extraña?
– No lo sé. Pero anoche se mostró un poco misteriosa. Pensaba ir a buscarla a las nueve para ir a la fiesta de Monty y me dijo que tenía cosas que hacer hasta las diez. Que tenía que trabajar.
– ¿Y no la crees?
– No parecía que hubiera estado trabajando. Parecía… diferente, no sé. Y se me ocurrió que era un hombre. Michael, ¿tú crees que podría estar teniendo una aventura?
– ¿Una aventura? Qué palabra tan antigua -sonrió su amigo-. ¿No querrás decir con un hombre casado?
– Sé que suena raro, pero ¿qué otra cosa puede ser? Si fuera una relación seria, nos lo habría presentado…
– Robert… -empezó a decir Michael muy serio, como si estuviera a punto de descubrirle algo.
– Tú sabes algo, ¿verdad? -preguntó Robert. El hermano de Daisy se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y siguió caminando hacia la iglesia-. Lo siento, pero no quiero que Daisy cometa un error que podría arruinar su vida.
– Tienes razón. Mi hermana está enamorada de un hombre desde hace mucho tiempo, pero el matrimonio está fuera de la cuestión.
– ¿Enamorada? -repitió Robert, incrédulo. Cuando la miró, el sol iluminaba los rizos que se habían escapado de su trenza y sintió una punzada de envidia por el hombre que había capturado su corazón-. ¿Quién es?
– No puedo decírtelo.
– ¿Por qué? ¿Cuál es el secreto? Yo tenía razón, ¿verdad? Está casado.
– Mira, déjalo. No debería haberte dicho nada -dijo Michael-. Daisy es suficientemente mayor para tomar sus propias decisiones. Que esté equivocada o no…
– Está casado y no puede dejar a su mujer -murmuró Robert. El tipo de hombre que inventaría cualquier mentira para justificar la imposibilidad de una separación. Un hombre vulnerable y, al mismo tiempo, increíblemente noble: una combinación letal, particularmente cuando la chica era joven e ingenua-. Sabía que había alguien…
– ¿Y qué pasa con el australiano? -preguntó Michael, cambiando de conversación-. Daisy me ha contado que lo espantaste.
Robert no podía creer que el hermano de Daisy se tomara aquello a broma y se negaba a hablar del absurdo australiano.
– ¡No puedo creer que te tomes esto tan a la ligera! Es tu hermana, por Dios bendito. Tienes que hacer algo…
– Daisy no necesita niñera, Robert. Ella sabe bien lo que quiere. Siempre lo ha sabido.
– ¿Cómo puedes decir eso? Es una niña…
– Robert, mi hermana tiene veinticuatro años. Es una mujer adulta.
– ¿Veinticuatro? Pero si era una cría…
– Cuando tú tenías siete -lo interrumpió Michael-. El mes que viene tú y yo cumpliremos treinta, por si no te acuerdas.
– ¿Veinticuatro? Siempre pienso en ella como tu hermana pequeña -murmuró. O lo había hecho hasta el sábado por la noche. ¿Veinticuatro años? ¿Cómo había pasado el tiempo tan rápido?-. Pero sigue siendo tu hermana. ¿Has hablado con ella del asunto?
– No. A Daisy no le gusta hablar de eso. Y se sentiría traicionada si supiera que te lo he contado.
– ¿Por qué?
– Confía en mí, Robert. Sé de qué estoy hablando. No le dirás nada, ¿verdad? Es tu obligación como padrino llevarme al altar de una pieza -dijo Michael.
– No diré una palabra. Pero pienso hacer algo.
– Ah. ¿Y en qué estás pensando?
– Voy a enterarme de quién es ese hombre y a decirle que desaparezca de la vida de Daisy. ¿Alguna objeción?
– Ninguna, Sir Galahad. De hecho, estaré muy interesado en conocer tus progresos.
– No tiene gracia, Michael -protestó Robert. Daisy era su amiga, la única persona que siempre estaba cuando la necesitaba, que siempre le decía lo que pensaba, fuera bueno o malo.
Él siempre se sentía feliz en su compañía y no pensaba dejar que un cerdo egoísta le rompiera el corazón.