MARTES, 28 de marzo. El viaje en tren, un infierno, la casa Warbury llena de gente y ha llovido a mares todo el día.
George tenía razón. El plato Imari no es original. Pero hay otro objeto que me gustaría comprar para Jennifer, aunque no sé si habrá suerte. Seguramente no he sido la única que ha mirado en las cajas de la cocina para encontrar algún tesoro que hubiera pasado desapercibido.
Daisy se quitó la ropa empapada, se puso un batín de seda con diseño oriental y se sentó en un sillón con una toalla en la cabeza.
Después de un día entero buscando objetos entre los tesoros coleccionados por generaciones de Warburys y de tener que soportar el día de lluvia más espantoso que había conocido, se merecía un poco de descanso.
El primer día de rebajas en Harrods nunca volvería a parecerle duro, pensaba irónica, mientras miraba el minibar. Le hacía falta una copa de coñac o algo que la hiciera entrar en calor.
Lo haría un minuto después. Por el momento, lo que necesitaba era cerrar los ojos. Solo un minuto…
El hotel de Warbury era una antigua casita de campo con paredes de madera, chimeneas y ventanas emplomadas, la clásica imagen de la antigua Inglaterra tan venerada por los turistas.
La lluvia era genuina también, desde luego, y Robert tuvo que abrirse paso entre un montón de visitantes para llegar al mostrador de recepción.
– ¿Ha llegado la señorita Galbraith? -preguntó.
– ¿La señorita Galbraith?
– De la galería Latimer.
– Ah, sí, claro. Acaba de llegar -sonrió la recepcionista-. ¿Desea reservar mesa para cenar? El hotel está lleno y vamos a tener que organizar turnos en el comedor.
– No lo sé. Tengo que consultar con la señorita Galbraith -contestó él. Era posible que Daisy tuviera otros planes. La idea era tan deprimente que, por un momento, Robert pensó en volver a Londres-. ¿Puede darme el número de su habitación?
Tardó menos de diez minutos en subir a su habitación, ponerse ropa seca e ir en busca de Daisy. Pero cuando iba llamar a la puerta se quedó pensando un momento. Tenía la excusa preparada, pero no podía dejar de sentirse como un detective barato a punto de pillar al culpable marido in fraganti.
Robert no había pensado qué haría si estuviera acompañada; él no quería humillarla. Eran amigos, más que amigos y su preocupación por, ella era real. Entonces recordó el brillo de sus ojos cuando la había besado. Y cómo había deseado él hacer algo más que besarla. Y, de repente, decidió que tenía que saber la verdad.
Robert llamó a la puerta, decidido. Pero no hubo respuesta.
Quizá estaría dándose un baño, pensaba, o quizá estaba concentrada en el catálogo de la subasta y no quería distracciones. Una semana antes aquello era lo que habría pensado, pero en aquel momento… quizá estaba en los brazos de su amante.
Robert volvió a llamar, aquella vez con más fuerza.
Daisy se despertó, sobresaltada. Por un momento, no sabía dónde estaba ni qué hora era y tuvo que mirar el reloj. Apenas había dormido veinte minutos.
Después escuchó un golpe en la puerta y, suspirando, se levantó del sillón convencida de que sería la camarera para abrir la cama.
– Hola, Daisy.
– ¡Robert! -exclamó ella, atónita. Robert entró en la habitación sin esperar que lo invitara.
No sabía lo que iba a encontrar, pero verla despeinada, medio dormida y envuelta en un batín de seda hizo que se le quedara la boca seca.
Cualquier pretensión de que aquello no era personal se fue por la ventana. Lo único que deseaba era tomarla en sus brazos y seguir haciendo lo que había empezado el sábado por la noche.
¿No era cierto que no había podido apartar a Daisy de su mente desde entonces? ¿No había despertado el monstruo de los ojos verdes al verla con Nick Gregson?
– Qué habitación más cómoda. Un poco grande para una persona sola, ¿no?
– No había elección. Era esto o un ático sin cuarto de baño -explicó ella-. Robert, ¿qué estás haciendo aquí?
– Tengo una misión -contestó él, mirando alrededor para ver si encontraba alguna señal de presencia masculina. Pero no había nada-. ¿Me invitas a un té?
– Estaba intentando decidirme entre un té y un coñac cuando me quedé dormida -confesó ella, pasándose una mano por el pelo-. ¿Qué clase de misión?
– Es demasiado pronto para un coñac.
– Probablemente, pero he tenido un día de perros -sonrió ella, tomando la tetera eléctrica y yendo al baño para llenarla de agua-. ¿Qué clase de misión, Robert? -insistió.
– Quizá la palabra «misión» es demasiado fuerte. Es más un recado. He venido a hacerte compañía, a invitarte a cenar… -Daisy salía del cuarto de baño en ese momento y lo miró, incrédula. El batín de seda dejaba ver un par de largas y esbeltas piernas y, en ese momento, Robert recordó las piernas de Daisy cuando era una adolescente. Entonces sus rodillas le parecían huesudas. Pero no lo eran. La idea lo hizo sonreír.
– ¿De qué te ríes?
– De nada -contestó él, poniéndose serio-. Te has hecho algo en el pelo.
– Ya te dije que iba a ir a la peluquería. No me han hecho mucho, solo cortarme un poco. Parece que el peluquero decidió que no valía la pena esforzarse -explicó ella-. ¿Por qué has venido, Robert?
– Para invitarte a cenar, ya te lo he dicho.
– Nadie en su sano juicio viajaría con este tiempo a menos que tuviera una buena razón.
– Eso es verdad.
– ¿Tenías que venir?
– Mi madre me pidió que viniera a Warbury con mi chequera para que pudieras pujar por no sé qué cosa oriental -explicó él, mientras Daisy enchufaba la tetera.
– Pues me temo que has hecho el viaje en balde. El plato que tu madre quería es una simple copia.
– ¿Falso?
– Falso, no. Una copia. Está hecho con auténtica porcelana china, pero es un modelo copiado en Europa. Engañaría a un aficionado, pero no a Jennifer.
– Qué pena. Pensaba regalárselo por su cumpleaños. ¿No hay ningún otro objeto que pueda interesarla? -preguntó Robert, observándola. Daisy tenía un aspecto diferente, era algo indescriptible, algo que nunca antes había visto.
– Es posible. ¿Cuánto quieres gastarte?
– No lo sé -se encogió él de hombros-. Lo sabré cuando vea el objeto.
– ¿Cuando lo veas?
– Claro. Ya que estoy aquí, me quedaré para la subasta.
– ¿Vas a quedarte? -preguntó ella. Por un momento, pensó en hablarle sobre el plato Kakiemon que había descubierto dentro de una de las cajas en la cocina de la mansión Warbury. Había pensado comprarlo ella misma para Jennifer, si podía conseguir un buen precio. Pero era imposible saber cómo reaccionaría la gente en una subasta y no quería entusiasmarse-. ¿Y dónde vas a dormir?
– En el ático sin cuarto de baño que tú no has querido, supongo -contestó él.
– No seas bobo, Robert. Todas las habitaciones están reservadas, no encontrarás nada libre.
Robert se dio cuenta de que ella no lo había entendido, pero no le explicó que había reservado la habitación.
– Bueno, tú tienes una cama libre y no me dejarás dormir bajo la lluvia, ¿verdad?
– No te disolverás, no te preocupes.
– Es posible, pero si no me quito estos zapatos pronto pillaré una neumonía y no podré ser el padrino en la boda de tu hermano…
– Y sin ti, tendrían que cancelar la boda, ¿no? -sonrió ella. Robert asintió-. Ni lo sueñes.
Ese era el típico intercambio de bromas entre amigos, pero Robert detectó una cierta tensión, un cierto nerviosismo. La segunda cama estaba reservada y tres eran multitud. Había esperado aquello y, sin embargo, una extraña impotencia parecía ahogarlo. Tenía que saber.
– Buscaré habitación en algún pueblo cercano, pero podemos cenar juntos.
– La verdad es que yo había pensado tomar un bocadillo e irme a la cama temprano -dijo ella, haciéndose un ovillo en el sillón.
– ¿Tú sola? -las palabras habían salido de su boca sin pensar.
– Vuelve a Londres, Robert. Si encuentro algo para tu madre, me lo pagarás otro día.
Ella no parecía haberse dado cuenta de la insinuación. O era muy buena disimulando.
– Al menos invítame a un té antes de echarme. Una tacita de té para entrar en calor -sonrió, echando el agua caliente en las tazas-. ¿Sabes una cosa? No tienes que preocuparte por tus rodillas. Son perfectas.
– Siempre han sido perfectas -bromeó ella, cubriéndose las piernas con el batín. ¿Por qué se mostraba tan tímida?, se preguntaba Robert. Sus piernas no eran exactamente un misterio para él. La había visto miles de veces en bañador cuando jugaban en el río de pequeños.
– ¿A qué hora empieza la diversión? -preguntó, apartando la mirada.
– ¿Qué diversión?
– La subasta.
– Ah, eso. A las diez, pero yo no lo describiría como una diversión. Con un poco de suerte, estaré de vuelta en Londres a las cinco.
– ¿Y quién va a llevarte?
– Volveré en tren.
– Si me quedo, yo podría llevarte -sonrió él, terminando su taza de té.
– Te aburrirías. No es una de esas subastas que salen en televisión, con cuadros que valen millones.
– He estado en otras subastas. ¿Seguro que no quieres cenar?
Daisy se levantó del sillón y lo acompañó a la puerta.
– Seguro. Pero gracias.
Robert alargó la mano para acariciar su cara.
– Estoy empezando a pensar que quieres librarte de mí, patito. No tendrás un amante escondido en el baño, ¿verdad?
– Vaya, me has pillado -rió ella. Sus labios eran más invitadores de lo que Robert nunca hubiera imaginado-. Por favor, conduce con cuidado -aconsejó, poniéndose de puntillas para besarlo. El aliento femenino en su cara, el roce de su pelo, todo aquello hacía que Robert sintiera un montón de emociones extrañas.
Una semana antes se hubiera reído ante la idea de que Daisy tuviera un amante. Pero, en aquel momento, no podía quitarse la idea de la cabeza. Y le dolía mucho más de lo que nunca hubiera imaginado.
Daisy se apoyó en la puerta, suspirando. En silencio, maldecía a Robert y a sí misma por amarlo tan desesperadamente.
Pero no podía hacerlo. No podía dejar que condujera bajo la lluvia aquella noche. No se lo haría a nadie y mucho menos al hombre que amaba, solo para ahorrarse la angustia de tenerlo cerca. Compartir dormitorio con él era una pesadilla, pero no podía dejarlo marchar.
Cuando abrió la puerta, el pasillo estaba desierto.
– ¡Maldita sea! -murmuró, poniéndose las botas a toda prisa antes de salir corriendo hacia la escalera-. ¡Robert! -lo llamó. Él se volvió y, por un momento, se quedó sin habla.
– ¿Qué pasa, patito?
– Pues… he cambiado de opinión sobre la cena -dijo Daisy. En ese momento, se dio cuenta de que los clientes que estaban en el vestíbulo los miraban, sorprendidos-. Jennifer nunca me perdonaría si te dejo abandonado en medio de la lluvia teniendo una cama libre.
– Muy bien -sonrió Robert-. ¿Por qué no vas a vestirte mientras yo reservo una mesa?
¿Vestirse? Daisy tardó un segundo en comprender. Y entonces, horrorizada, comprobó que estaba frente a un vestíbulo lleno de gente con un batín de seda que apenas cubría sus muslos. Intentando conservar la calma, se dio la vuelta y empezó a subir la escalera despacio. Le hubiera gustado salir corriendo, pero no era el momento de tropezarse con los cordones de las botas.
El mundo de los coleccionistas era muy reducido y estaba segura de que, diez años después, la gente seguiría diciendo: «¿Daisy Galbraith? La conozco. Yo estaba en Warbury la noche que persiguió a un hombre medio desnuda…» Los compradores de antigüedades eran como los pescadores, nunca contaban una historia sin exagerarla.
Daisy cerró la puerta de un golpe. ¿Por qué no se había quedado en su habitación como una persona sensata?, se preguntaba. Ella era una persona sensata. Llevaba siendo sensata desde los dieciséis años, cuando se dio cuenta de que tenía dos opciones: dejar que Robert Furneval le rompiera el corazón o mantenerlo guardado bajo llave.
¿Por qué tenía que perder la cabeza después de tantos años?
Antes de que pudiera responderse a sí misma, se miró al espejo y sintió un escalofrío. Demasiada pierna, demasiado de todo.
La idea de volver a bajar al vestíbulo la llenaba de vergüenza. Quizá podrían cenar en la habitación, pensaba. Pero eso sería peor. Significaría pasar toda la noche a solas con Robert en un dormitorio. ¿Qué harían? ¿De qué podrían hablar? Tendrían que cambiarse para irse a la cama… y Daisy estaba segura de que Robert no usaba pijama.
Si cenaban en el comedor, al menos estarían rodeados de gente y… si se daba prisa, estaría apropiadamente vestida antes de que él volviera a buscarla, pensó entonces.
Se quitó el batín y miró en el armario, pero no había mucho donde elegir. Se habría puesto los pantalones que llevaba por la mañana, pero se había metido en un charco y estaban manchados de barro hasta la rodilla.
De modo que solo le quedaba el traje que George le había aconsejado que se pusiera para dar buena imagen en la subasta.
¿Buena imagen? Menuda imagen acababa de dar, pensaba, irritada consigo misma, mientras se metía en la ducha.
Robert estaba prácticamente en estado de shock.
Había dejado la habitación de Daisy sintiendo un peso en el corazón, pero cuando escuchó su voz en la escalera y la había visto con las piernas desnudas, envuelta en el batín de seda roja, con aquella carita… en fin, la mayoría de los clientes de Warbury también se habían quedado en estado de shock. Pero para Robert no habían sido el batín, ni las piernas, había sido la alegría de que hubiera cambiado de opinión.
Y después, la sensación de bajada al infierno al recordar las palabras de Michael: «Está enamorada de un hombre hace tiempo». Quizá no había podido acudir aquella noche. Pero, definitivamente, había un hombre en su vida.
Y quizá era lo mejor.
Pero, en lugar de alegrarse, Robert sentía por primera vez en su vida ganas de llorar. Él era como su padre, incapaz de comprometerse con una sola mujer. Y la necesidad de proteger a Daisy de un corazón roto, teniendo en cuenta el egoísmo de su propio corazón, le parecía de repente grotesca.
Le confesaría que tenía una habitación reservada, se quedaría a la subasta y la llevaría de vuelta a Londres al día siguiente. Ella no se merecía menos. Y después, no volvería a verla hasta el día de la boda. Esperaba que Fiona o Maud o Diana fueran suficiente distracción. No tardaría mucho en olvidarse de Daisy, pensaba amargamente.
– Quiero reservar una mesa para dos -dijo en recepción.
– ¿A las ocho o a las nueve, señor?
– A las ocho… -contestó él. En ese momento, una mujer empezó a gritar a su lado.
– ¡Tienen que tener alguna habitación libre! La que sea, no me importa. Mi coche se ha estropeado y no hay posibilidad de que lo arreglen antes de mañana -decía la mujer, empapada y nerviosa-. ¿Dónde voy a dormir?
– Puede quedarse con mi habitación, señora -se ofreció Robert-. No hay problema. Yo dormiré en la habitación de una amiga -añadió, al ver la expresión de sorpresa de la recepcionista.
Al menos, su buena acción redimía la mentira que le había contado a Daisy.
Cuando llegó a la puerta de la habitación, que ella había dejado sin cerrar, escuchó el sonido de la ducha y llamó con los nudillos para hacerla saber que estaba allí.
– ¿Quieres una copa?
– Sí, gracias -gritó ella desde el baño-. Saldré dentro de un minuto.
– No hay prisa.
Robert encontró una botellita de coñac para Daisy y una de whisky para él en el minibar. Estaba muy ocupado observando la lluvia cuando ella salió del baño.
– ¿Para mí?
– Coñac, para calentarte un poco -sonrió él. Daisy llevaba el pelo envuelto en una toalla y otra la cubría desde las axilas hasta los pies-. He reservado una mesa a las ocho, así podrás irte pronto a la cama -dijo, poniéndose colorado de repente-. Como estás tan cansada…
– Muy bien. ¿Vas a ducharte?
– Sí -contestó Robert.
Cuando cerró la puerta del baño, se permitió a sí mismo imaginar a Daisy cambiándose de ropa y pintándose a toda velocidad para estar preparada cuando él saliera de la ducha.
Pero el único sonido que escuchó al otro lado de la puerta fue el de un teléfono al ser levantado. Daisy estaba haciendo una llamada.