Capítulo 5

LUNES, 27 de marzo. ¿Por qué demonios tienen que casarse Michael y Ginny? Nadie se casa estos días. ¿Por qué no se me habría ocurrido ir a esquiar? Podría haberme roto algo que no fuera horriblemente doloroso… la nariz, por ejemplo. ¿Quién querría una dama de honor con la nariz escayolada? Sería un poco incómodo, pero no tanto como ir a la peluquería. ¿Y por qué me habrá besado Robert?


– Bueno, esto no va a ser fácil.

Sentada en la elegante peluquería de Mayfair, envuelta en una bata rosa, con grandes ojeras y el pelo húmedo, Daisy parpadeó.

– ¿Fácil? Nadie ha dicho que mi pelo fuera fácil.

El estilista sonrió.

– El secreto no es luchar contra los rizos, sino utilizarlos.

– Pero es que no me gustan los rizos. Quiero tener el pelo liso y brillante como las chicas de los anuncios de champú.

– Y a mí me gustaría medir un metro noventa y parecerme a Robert Redford -siguió sonriendo el peluquero-. Pero tenemos que saber usar lo que tenemos, chica, y lo que tú tienes es un pelo sano y espeso.

– Y rizos.

– Y rizos -admitió el hombre-. Aprende a amarlos.

¿Amarlos? Aquella era una idea que nunca antes se le había ocurrido. Desde que era pequeña, todo el mundo le había dicho que su pelo era un desastre. Había intentado las tenacillas, hacerse la toga, una máquina que se suponía alisaba el pelo y… nada.

– No sé si podré amar mis rizos, pero por el momento, eres tú quien tiene que hacer algo con ellos.

– Para eso estoy. Te voy a dejar ideal -dijo el hombre. La mayoría de los peluqueros que conocía hablaban con prudencia, seguramente para evitar la desilusión cuando no pudieran dejarle el pelo, liso que su madre anhelaba y que ella había deseado durante toda su adolescencia. La confianza de aquel hombre era como un soplo de aire fresco. El peluquero la miró un momento con la cabeza ladeada, le hizo unos cortes arriba y abajo y, después de colocárselo un poco con los dedos, se declaró satisfecho.

– ¿Eso es todo? -preguntó Daisy. No había quedado muy diferente, pero el montón de rizos parecía estar mejor colocado.

– Hoy sí. Pero el día de la boda pondremos unas ramitas de hiedra. Estarás guapísima.

¿Guapísima? Era un estilista muy amable, pero Daisy no estaba convencida. Su única esperanza era no parecer ridícula al lado de las otras damas de honor.

– Ojalá yo tuviera tanta confianza.

– No te hace falta, tienes mi reputación. Las fotografías saldrán en las revistas de sociedad y te prometo que no voy a dejar que vayas detrás de la novia a menos que estés perfecta -sonrió el hombre, mientras le quitaba la bata rosa-. Por el momento, deja de usar esas horrorosas gomas para sujetarte el pelo. Y sería una gran ayuda si durmieras un poco la noche anterior. Si tienes ojeras, nadie se fijará en tu pelo.

– Esa sería una solución.

– Pero no la correcta -replicó él. No parecía muy contento con su desconfianza, desde luego. Quizá esperaba que se lanzase a sus brazos, dándole las gracias por transformarla.

El maquillaje podría tapar las ojeras, pero no podía hacer nada con la falta de sueño. A Daisy se le cerraban los ojos en la galería y tuvo que concentrarse en estudiar el catálogo de la subasta para que su mente dejara de darle vueltas al beso de Robert, como había hecho durante toda la noche.

Pero a la una estaba quedándose dormida de nuevo y decidió ir dando un paseo hasta la modista para probarse el vestido por última vez.


Robert no había podido hablar con Samuel Jacobs el domingo por la noche y el lunes supo por qué. El señor Jacobs era el fundador de una importante compañía de importación de objetos orientales. En el siglo XIX.

La compañía que llevaba su nombre había sobrevivido, pero Robert dudaba de que Daisy estuviera enamorada de una empresa, aunque se dedicara a las antigüedades. Después de tachar a Samuel Jacobs de su lista, se sintió perdido.

Había eliminado la tercera posibilidad. Conrad Peterson no parecía posible como amante de Daisy, pero como el nombre le resultaba tan familiar decidió echar un vistazo a Internet. Era un notorio coleccionista, pero por lo que se había hecho famoso era por su escandaloso divorcio cuando su mujer lo había encontrado en la cama con… otro hombre.

Robert maldijo mentalmente a Michael. ¿Cómo esperaba que averiguase quién era si no le daba ninguna pista? Entonces se le ocurrió algo. Quizá Ginny sabría algo. Pero no podía llamarla y preguntar directamente… tendría que buscar alguna excusa.

Robert sonrió al recordar la promesa que le había hecho a Daisy.

– ¿Ginny? Soy Robert. Quiero pedirte un favor. Necesito un metro del terciopelo amarillo que llevarán tus damas de honor.

– ¿Y tú cómo sabes lo del terciopelo amarillo? Se supone que es un secreto.

– No se lo diré a nadie, te lo prometo. Pero solo si me das un metro de tela.

– Eso es chantaje. ¿Para qué lo quieres?

– Para darle una sorpresa a Daisy.

– Espero que sea una sorpresa agradable.

– Por supuesto. ¿Puedes llevármelo a la oficina mañana? Te invitaré a un té y te lo contaré todo.

– Lo intentaré, pero espero que tengas una buena razón para pedirme la tela.

La tenía. Sabía que Michael no tenía secretos para Ginny y llevarla a su oficina era parte de su plan para sonsacarla.

Tenía que ver a Daisy, pero ella había insistido tanto en que estaba ocupada toda la semana que pondría alguna excusa.

Robert tomó un papel y escribió una nota. Después, la guardó en un sobre y escribió la dirección de la galería.

– Mary, voy a salir un momento -informó a su secretaria.

– Tienes una videoconferencia con Nueva Delhi en media hora -le recordó ella-. Y la comida con tus socios después.

– ¿Me perdería yo lo mejor de la semana?


– ¿Qué es esto? -preguntó Daisy, al ver sobre su escritorio una bolsa con el logo de uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Acababa de llegar de la modista y llevaba en la mano la caja blanca y dorada que contenía el vestido.

– Yo he llegado hace diez minutos -dijo George, encogiéndose de hombros-. Pero hay una nota.

Daisy reconoció la letra inmediatamente y tuvo que recordarse a sí misma que no había razón alguna para que su corazón latiera a la carrera. Hacía tiempo que se había prohibido a sí misma dejar que su corazón latiera tontamente por Robert. Hasta la noche anterior. Desde entonces, los latidos amenazaban con adquirir proporciones volcánicas.

Daisy sacó un papel del sobre y empezó a leer:


Querida Daisy,

Como es obligación del padrino cuidar de todas las damas de honor, no solo de las guapas, he querido asegurarme de que no te perderías el almuerzo por culpa de la modista.

Robert

P.D. Gracias por las galletas.


– «No solo de las guapas» ¡Será asqueroso! -exclamó, abriendo la bolsa. Contenía un montón de cajitas de aluminio con platos deliciosos: pollo a la cantonesa, rollitos de salmón, tarrinas de espárragos…

– ¿Galletas? -preguntó George, leyendo la nota por encima de su hombro.

– Con mantequilla.

– ¿De verdad? -sonrió el hombre, tomando un rollito de salmón-. La última mujer que le preparó ese banquete debió de ser su madre. Un punto para ti.

– ¿Tú crees? -preguntó ella. Daisy maldecía a Janine por haber plantado a Robert dos semanas antes de la boda. Unos meses atrás hubiera agradecido todas esas atenciones, habría disfrutado de la compañía de Robert, pero en aquel momento no creía poder soportarlo sin traicionarse a sí misma. No después de aquel beso.

– ¿No vas a llamar para darle las gracias? -preguntó George-. Estoy seguro de que está esperándolas lado del teléfono.

Daisy estaba deseando que George se fuera para hacer esa llamada, para escuchar la voz de Robert y quizá descubrir la respuesta a la pregunta que la estaba angustiando.

Estaba flaqueando, se dio cuenta sorprendida. Un beso y empezaba a soltar las amarras que ella misma había impuesto en su relación con él. Solo por un beso. Robert tenía por costumbre tontear con todas las mujeres. Ella le había dicho que no dos veces en una semana y, de repente, se había convertido en un reto.

Por eso la había besado, se dio cuenta entonces, furiosa.

Pues ella no pensaba ser una más de su coro de mujeres, ella no pensaba caer rendida a sus pies. Que esperase su llamada.

– ¿Quieres una tarrina de espárragos o prefieres terminar el salmón, George? -ofreció, ignorando la pregunta del hombre.

– Es tu almuerzo. Elige tú -contestó él.

– Prefiero el pollo -sonrió Daisy-. Por cierto, he estado estudiando el catálogo y he marcado los objetos por los que me gustaría pujar y la cantidad que me he puesto como límite. Quizá quieras comprobarlo.

– A ver -dijo George, mirando la lista-. Podrías subir un poco en algunos objetos -comentó, señalando un par de vasijas-. ¿Qué es esto?

– Ah, esa es una pieza que Jennifer Furneval me ha pedido que compre para ella. No te importa, ¿verdad?

– Claro que no, pero te apuesto lo que quieras a que no es original. Te diga lo que te diga, no pagues más de esto -sugirió, anotando una cifra-. Al contrario que tú, Jennifer hace lo que sea cuando quiera conseguir algo.

– Dentro de cinco años puede parecer una ganga.

– Sí, ese es el riesgo. Nadie ha ganado nunca nada sin apostar, querida -sonrió George.

– ¿Seguimos hablando sobre porcelana?

– ¿De qué si no? -la sonrisa de George era tan inocente que Daisy casi lo creyó.

– Si veo que es una copia, buscaré alguna otra cosa.

– Mientras consigas las piezas que quiero para la galería, puedes hacer lo que quieras. Por cierto, ¿has conseguido habitación en el hotel?


– ¿Algún mensaje? -preguntó Robert. Durante la interminable comida con sus socios, no había podido dejar de pensar en Daisy.

Mary le dio una nota con sus mensajes y una caja.

– La ha traído una señorita -dijo, mirando su agenda-. Ginny Layton. Muy guapa, por cierto.

– Maldita sea, quería hablar con ella.

– Ha dicho que lamentaba mucho perderse el té y que te llamaría más tarde -dijo su secretaria, con una sonrisa de complicidad.

– No sé si te habrás fijado, Mary, pero la señorita Layton lleva un enorme anillo de diamantes que pronto la convertirá en señora Galbraith, la mujer de mi mejor amigo -explicó él, mirando las notas-. ¿No me ha llamado nadie más?

– Nadie -confirmó la joven-. Estás perdiendo tu toque, Robert. ¿Cómo se llama?

– Daisy Galbraith -contestó él, sin pensar-. Es una amiga de toda la vida -explicó-. De verdad -añadió, cuando vio la expresión incrédula de su secretaria-. Deja de mirarme con esa cara y ponme con mi madre.

– ¿Tan serio es?

Robert se dio cuenta de que Mary estaba dispuesta a tomarle el pelo.

– Mi querida Mary, yo nunca me tomo estas cosas en serio -sonrió. Pero era cara a la galería, por dentro no estaba seguro de nada-. Envía esta caja a mi sastre, ¿quieres? La está esperando.

– ¿Terciopelo amarillo?

– ¿La has abierto?

– Por supuesto -contestó ella, esperando una explicación.

– Es tela para un chaleco. Voy a ser el padrino en la boda de mi mejor amigo y he pensado que podía quedar gracioso un chaleco de la misma tela que los vestidos de las damas de honor.

– Estoy segura de que a las damas de honor les va a encantar. El terciopelo es tan calentito, tan suave…

– Mi madre -le recordó Robert-. Y deja de reírte. Se te va a caer la mandíbula.

Su madre no estaba en casa y Robert pensó que era lo mejor. Si Mary había asumido que su interés por Daisy era algo más que amistad, presumiblemente a cualquiera que le hablara de ella pensaría lo mismo. Y no tenía ganas de discutir con su madre sobre la hermana pequeña de Michael.

Aunque el propio Michael había dejado claro que Daisy ya no era una niña. Y quizá era cierto, pero él tenía muchos más años de experiencia y estaba decidido a arrancarla de los brazos de un amante indeseable. Era su obligación.

Robert llamó a Monty Sheringham. Al fin y al cabo era periodista y tenía contactos en todas partes. Su amigo ni siquiera dudó un momento; la subasta a la que Daisy iba a asistir tenía que ser la de Warbury. La familia Warbury, que había dado nombre al pueblo, era muy conocida para cualquier aficionado a las antigüedades.

Como Daisy se quedaría a dormir en el hotel, era más que probable que su amante apareciera por allí.

Pues bien, Robert también iría. Solo había un hotel decente en Warbury y llamó para reservar habitación.

– Solo nos queda una habitación sin cuarto de baño -dijo la recepcionista-. Es por la subasta.

– Si es lo único que tiene, de acuerdo.

Robert pasó el resto de la tarde trabajando y cuando llegó a casa se dio cuenta de que Daisy no había llamado para darle las gracias por el almuerzo. Debía de estar muy preocupada para olvidar sus buenos modos, o muy decidida a no hablar con él. Pero, ¿por qué?

Después de quitarse la chaqueta, encendió el contestador y se sirvió una copa.

– ¿Robert? Soy Janine. Perdona que te moleste, cielo, pero ¿has encontrado un pañuelo de seda? No lo encuentro por ninguna parte. Llámame si lo encuentras, por favor.

Robert sabía lo que había detrás de aquella llamada. Era una forma de intentar reanudar la relación, pero él sabía que no podía comprometerse. Igual que su padre. Era un egoísta. Lo había querido todo y su madre había pagado el precio. Y él no pensaba hacerle eso a ninguna mujer. Buscaría el pañuelo de Janine y lo enviaría por mensajero.

– Robert, soy Ginny -decía el siguiente mensaje-. Siento no haberte visto hoy porque quería pedirte un favor. Michael me ha confesado que Daisy no puede soportar la idea de ser dama de honor. Pero ahora no puedo decirle que no lo sea… bueno, verás, lo que quería pedirte es que estés pendiente de ella en la boda. Que lo pase bien, ya sabes. Sois tan buenos amigos, que nadie podría hacerlo mejor que tú.

– Halagadora -murmuró él.

– Robert -por fin la voz de Daisy-. Muchas gracias por el regalo. Era justo lo que necesitaba después de verme con el vestido puesto. Nos veremos en la boda. Es imposible que no me encuentres, seré el patito feo de la izquierda. Adiós.

Robert sonrió.

– Te estaré buscando -murmuró, sintiendo un extraño calor en su interior-. En todos los sentidos.

– Robert, ¿te importaría hacerme un favor? -la voz de su madre lo devolvió a la realidad-. Le he pedido a Daisy que puje por mí en la subasta de Warbury, pero se me ha olvidado darle un cheque. ¿Quieres encargarte tú, por favor?

Robert levantó su copa, brindando con el contestador. Había estado preguntándose cómo podría explicarle a Daisy su presencia en Warbury.

– Madre, muchísimas gracias, acabas de darme la excusa que necesitaba.

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