SÁBADO, 8 de abril. El día de la boda. Robert llegó a casa muy temprano y salió a dar un paso con Michael. Robert solía tirar piedrecitas a mi ventana para ver si quería ir con ellos, pero esta mañana no lo ha hecho.
Aunque yo no habría ido. Después del beso de ayer, nada volverá a ser lo mismo. Pero no voy a… no pienso… aunque tenga que marcharme del país para evitar la tentación.
Lo único que tengo que hacer es esperar a que termine la boda. Con un poco de suerte, Robert no descubrirá que he vuelto a Londres hasta que sea demasiado tarde.
Los bancos de la iglesia estaban cubiertos de tela y decorados con hiedra. Y Ginny estaba preciosa.
Si Robert no se hubiera puesto aquel tonto chaleco de terciopelo amarillo… Daisy estaba preparada para todo excepto para eso. Cuando él se volvió haciéndole un guiño, sabía que esperaba una sonrisa y lo intentó. Lo intentó de verdad. Hizo un gran esfuerzo para parecer contenta por el detalle.
Pero el nudo que tenía en la garganta la impedía sonreír. Si lo hacía, se pondría a llorar y estropearía el trabajo de la maquilladora. Y eso sería una pena.
De modo que se quedó mirando las flores que llevaba en la mano y aparentó no haberse dado cuenta.
Japón. Tenía que recordar eso. Había hecho la maleta y tenía el billete en el bolso. Querido George… Había hecho mucho más que dejarla ir sin un reproche. Había llamado a sus amigos para conseguirle una casa en Tokio hasta que decidiera qué iba a hacer allí. Quizá deseaba que se fuera; no estaba demasiado contento con el incidente del plato Kakiemon. Ella no tenía instinto de compradora, le había dicho, debería seguir estudiando. Y quizá tenía razón.
El beso de Robert la había mantenido despierta toda la noche del domingo. Había dado vueltas y vueltas recordando las palabras de su madre: «de tal palo, tal astilla», «pobre Jennifer», imaginándose a sí misma dentro de treinta años. La gente diría: «Pobre Daisy. Estaba enamorada de Robert Furneval, pero él era igual que su padre…»
El lunes por la mañana, George le había dicho que habían ganado diez libras a la lotería. Cinco para cada uno. Y Daisy había recordado la pequeña fantasía a la que Robert y ella habían jugado en Warbury. Era el destino. Le había tocado la lotería. La cantidad daba igual. Daisy había heredado dinero de su abuelo, una herencia a la que su madre siempre se refería como su «dote». Como no iba a necesitar ninguna dote, era el momento de hacer su sueño realidad.
A pesar de ello, Daisy se puso a llorar y George tuvo que ofrecerle su pañuelo. En aquel momento, sin pensar, le contó toda su amargura, su amor no compartido, la espera, el silencio. George le había preparado un té y después había empezado a hacer llamadas.
De modo que, al día siguiente, estaría camino de Tokio, a punto de empezar una nueva vida.
Y entonces Robert había tenido que aparecer con un chaleco de terciopelo amarillo…
A través de las lágrimas, observó que Michael y Ginny se besaban y, unos segundos después, Robert la tomó de la mano para ir a firmar como testigos.
– Me tiembla la mano -murmuró Daisy. Robert sacó un pañuelo, levantó su barbilla y le limpió una lágrima.
– Vamos, respira profundamente -sonrió, animándola con la mirada, como si supiera exactamente lo que estaba sintiendo.
Ridículo.
Pero cuando estuvieron terminadas todas las formalidades, él volvió a tomar su mano y no la soltó hasta que se sentaron para el banquete.
Las otras damas de honor intentaban llamar la atención de Robert, pero ni siquiera el claustro gótico parecía una tentación para él. Era amable con ellas, pero igual que lo era con todas las tías y primas de los novios.
Por una vez en su vida, Robert no estaba coqueteando. Y eso la ponía nerviosa.
Después de los discursos, los novios fueron a cambiarse de ropa y Robert desapareció. Daisy aprovechó la oportunidad para salir a la terraza, buscando un poco de tranquilidad. Una vez que Ginny y Michael se hubieran marchado, ella podría hacerlo también.
– Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo… -oyó una voz tras ella. Robert se acercaba, quitándose la chaqueta-. Seguro que no llevas nada debajo de ese vestido -sonrió, poniéndosela sobre los hombros.
– Gracias. Había mucho ruido ahí dentro -murmuró Daisy, disfrutando del calor que el cuerpo de Robert había dejado en la prenda.
– Ha sido una boda estupenda. Si te gustan las bodas.
– Ya.
– ¿Solo «ya»? Creí que ibas a darme una charla por decir herejías.
– Siento decepcionarte, pero yo tampoco soy especialmente partidaria de las bodas.
– ¿Qué harías tú?
– ¿Yo?
– Cuando te cases.
– Yo no voy a casarme -dijo ella-. Voy a investigar viejas culturas orientales.
– Empezando por Japón -murmuró él. Por un momento, Daisy creyó que había descubierto su secreto. Pero no podía ser. Él debía pensar que tenía tiempo. Daisy conocía a Robert y sabía que, desde la noche de Warbury, estaba intentando conquistarla, intentando llevarla a la cama, como hacía con todas las demás. Y ella no quería eso-. Vamos a fantasear un poco. Si decidieras casarte, ¿cómo lo harías?
– En algún sitio tranquilo. A solas con el hombre con el que deseara casarme.
– Sin damas de honor -dijo él-. Ni terciopelo amarillo.
– Y sin padrino -añadió ella. Especialmente, sin padrino.
– Me has convencido. ¿Quieres casarte conmigo?
Daisy emitió un sonido que podría haber sido una risa. Pero no lo era.
– ¿No tienes que atar latas al coche de los novios o algo así?
– Ya está hecho.
– ¿Y seducir a alguna de las damas de honor?
– ¿Te presentas voluntaria? -sonrió él.
– Robert…
– ¡Daisy! -oyeron la voz de Sarah tras ellos-. Ginny y Michael se marchan.
– Enseguida vamos -dijo ella.
Unos segundos después los dos se colocaban al pie de la escalera junto con los demás invitados. Ginny sonrió al verla, como si la hubiera estado esperando, y tiró el ramo de novia. Pero no fue Daisy quien lo tomó.
Fue Robert.
Robert, que le hizo una reverencia y le ofreció el ramo, ante el asombro de todos los invitados. Lo único que ella pudo hacer fue aceptarlo graciosamente e intentar disimular su turbación, pero le pareció una eternidad hasta que Ginny y Michael bajaron la escalera y desaparecieron; seguidos de todos los demás.
– No lo entiendo. ¿Cómo puede haber un problema? Yo confirmé el billete personalmente la semana pasada.
La azafata sonreía detrás del mostrador. Probablemente estaba acostumbrada a tratar con iracundos viajeros y había hecho un curso para no levantar la voz y mantener una actitud positiva.
– Hemos intentado llamarla por teléfono, pero no ha sido posible localizarla. Aunque, en realidad, no hay ningún problema. Le hemos conseguido asiento en otro avión que sale dentro de media hora -explicó. Otro vuelo con escala en Nueva Delhi y veinticuatro horas de espera. A Daisy no le hacía ninguna gracia. Había comprado un vuelo directo a Tokio para que el viaje fuera lo más rápido posible-. La hemos colocado en primera clase -siguió diciendo la joven- y además hay una excursión gratuita por Nueva Delhi…
No tenía sentido enfadarse. No era culpa de la azafata que los ordenadores cometieran fallos. Daisy llamó por teléfono a su madre para avisarla del cambio de planes.
– Llama a George, por favor. Tendrá que avisar a sus amigos porque iban a ir a buscarme al aeropuerto.
– De acuerdo. Envíame una postal del Taj Mahal y, por favor, sé feliz, cariño.
Antes de que pudiera contestar, su madre colgó. Se había portado de una forma inusualmente cariñosa cuando se despidieron. Daisy había supuesto que era por la boda y el champán, pero incluso dos días después parecía al borde de las lágrimas…
¿El Taj Mahal?, recordó entonces Daisy. Ella ni siquiera creía haber mencionado Nueva Delhi. En fin, pensó, debía de ser una de esas cosas que se dicen cuando alguien va a la India.
Daisy sonrió. Era una pesadez tener que cambiar de avión, pero aprovecharía para visitar el Taj Mahal, como le había recomendado su madre.
Media hora después, se sentaba en su asiento y sacaba un libro. Odiaba aquello, la espera antes del despegue, el sonido de los motores…
– Por favor, abróchense los cinturones de seguridad y apaguen sus cigarrillos…
Daisy sabía que era una tontería. Conocía las estadísticas. Moría más gente saliendo de la bañera que… pero aún así, se sujetó con fuerza al brazo del asiento.
Alguien se sentó a su lado y escuchó el sonido del cinturón de seguridad. Sabía que debía parecer una idiota, pero nada la haría abrir los ojos hasta que el avión hubiera despegado.
Nada excepto una mano sobre la suya.
– Entonces, es verdad -escuchó la voz de Robert. La incredulidad era más fuerte que el miedo y Daisy abrió los ojos.
– ¡Robert!
– Creí que ibas a ir en barco.
– Era demasiado caro.
– Pero si me han dicho que te ha tocado la lotería.
– Diez libras que repartí con… ¿Qué estás haciendo aquí?
– Sujetando tu mano y viajando a India por trabajo. Y pidiéndote que te cases conmigo. En el orden que tú quieras.
El avión empezó a moverse, pero Daisy ni siquiera se dio cuenta.
– ¿Vas la India? Qué increíble coincidencia.
– Creo que asumir que esto es una coincidencia es estirar los límites del sentido común más de lo que es humanamente posible. ¿Quieres casarte conmigo, Daisy?
No podía ser verdad.
– Me voy a Japón.
– India pilla de camino.
– Solo si se toma el avión más lento. ¿Cuánto tiempo vas a estar allí?
– El tiempo que haga falta. Te estás escapando de mí, Daisy. Los dos hemos estado escapándonos, pero es hora de parar. ¿Quieres casarte conmigo?
El sonido de los motores del avión era atronador.
– Tú no eres hombre de una sola mujer, Robert.
– Eso son rumores.
– Siempre ha sido así. Sé lo que está pasando, Robert. Me has visto las piernas y has dicho, «vaya, ¿por qué no añadir a Daisy a mi colección?» Pero yo no puedo ser solo una aventura porque… porque…
– ¿Porque Michael no volvería a dirigirme la palabra? ¿Porque mi madre me desheredaría? O quizá, Dios nos ayude, ¿porque tu madre me perseguiría hasta el fin del mundo? -preguntó. Daisy no decía nada-. He tardado un poco en darme cuenta y algo de ayuda, desde luego, pero esto es lo que quiero.
– ¿Ayuda de quién?
– Tu hermano, para empezar. Me contó que llevabas mucho tiempo enamorada de alguien y yo decidí ir a rescatarte de sus garras, como un idiota.
– Oh.
– Monty también lo sabía. Él me dijo que tú eras la única chica de la que yo nunca me cansaba.
– ¿Monty dijo eso?
– Yo también me quedé sorprendido. Pero eso es lo que Monty hace, mi amor. Se dedica a observar a los pobres tontos que se enamoran.
– Esto es increíble.
– Aún no he terminado. Mi madre me contó que me viste besando a Lorraine Summers y que, desde entonces, me has estado evitando. Entonces tú eras demasiado joven para una relación y yo, demasiado joven como para saber esperar. ¿Te casarás conmigo, Daisy?
Cada vez era más difícil ignorar la pregunta. Pero lo intentaría. Un poco más.
– ¿Tu madre sabe que estás aquí?
– Lo sabe todo el mundo. Vamos, Daisy. Tú sabes que quieres…
– ¡Un momento! -exclamó ella, soltando su mano-. Tengo que pensar.
– No tienes nada que pensar. Estás intentando huir de mí y no voy a dejar que lo hagas -dijo él, volviendo a tomar su mano-. Yo nunca te he mentido, Daisy y no te estoy mintiendo ahora. Te quiero. Siempre te he querido. Esperaré si eso es lo que quieres, pero me parece que ya hemos esperado suficiente. Por favor, ¿quieres casarte conmigo?
Estaban a punto de despegar y el corazón de Daisy latía tan fuerte como los motores. Un riesgo. La vida era un riesgo. Pero ella conocía a Robert. Él nunca le había mentido, nunca la había engañado. Podría ser como su padre, pero también era como Jennifer. Su corazón, una vez entregado a alguien, nunca le pertenecería a nadie más. Y la verdad le parecía entonces tan brillante como el sol que entraba por la ventanilla del avión. Estaban volando; su corazón estaba volando.
– ¿Champán? -escucharon la voz de la azafata.
– ¿Champán, Daisy
Daisy respiró profundamente. Sabía que estaba perdida.
– Sí, por favor -murmuró-. Un momento, ¿cómo sabías que yo estaba en este avión? Debería ir en un vuelo directo y… -Robert rozó su copa con la de ella.
– Por los ordenadores, a los que siempre se puede culpar -brindó él-. Y por un agente de viajes con un corazón de oro.
– ¿Me estás diciendo que tú has preparado esto?
– Con ayuda de George. Después de arreglarlo todo para tu viaje, llamó a mi madre para pedir su opinión. Y como mi madre sabe lo que siento por ti, me llamó inmediatamente.
– Robert, habrá gente esperándome en Tokio.
– Ya están avisados de que llegarás con retraso -dijo Robert-. Es tu decisión. Ve a Tokio y espérame allí o quédate conmigo en Nueva Delhi e iremos juntos. Me tomaré un año sabático mientras tú estudias arte oriental.
– Lo tenías todo planeado, ¿verdad?
– Soy banquero, Daisy. Planear cosas es mi trabajo. Pero tengo que decirte que ha sido una semana muy dura.
– ¿Por qué no me dijiste algo antes de que me fuera?
– Porque había demasiado barullo alrededor. Demasiadas distracciones -sonrió él, besando su mano-. Y porque pensé que iba a necesitar ocho horas sin perros y sin hermanas inoportunas para convencerte.
– Me has pillado en un momento de debilidad -murmuró Daisy-. Pero me ha venido bien. No me he dado cuenta de que habíamos despegado -sonrió, acariciando su mejilla-. Tendré que quedarme contigo, Robert, aunque solo sea para que sujetes mi mano cada vez que despeguemos.
Daisy llevaba un sari rojo con bordados dorados, Robert un traje de color crema, sin corbata. Habían firmado los papeles oficiales y estaban sentados en un banco, admirando uno de los más bellos monumentos del mundo al amor, tomados de la mano y pensando en su futuro.
Entonces, una enorme luna blanca iluminó la negrura del cielo y Robert se volvió hacia ella.
– Te quiero. Siempre te querré.
– Te quiero. Siempre te he querido.
Robert rozó el exquisito anillo de oro y diamantes antes de llevarse la mano de Daisy a los labios.
– La espera, mi amor, ha terminado -murmuró, tomándola en sus brazos.