Capítulo 4

DOMINGO, 26 de marzo. Nunca he visto a Michael tan feliz. Cualquiera diría que es el primer hombre del mundo que se enamora. Si en el ensayo pone esa cara de tonto, no sé qué va a pasar el día de la boda. Ginny tiene mucha suerte.

Robert, por otro lado, actúa de forma extraña. Y no me quita los ojos de encima. Es todo muy raro.


– ¿A qué hora quieres que nos vayamos? -preguntó Daisy.

Michael y Ginny se habían marchado después de comer y Sarah y su familia habían seguido su ejemplo. Pero Robert no parecía tener prisa por volver a Londres.

– No hay ninguna prisa. ¿O sí? -preguntó, estirándose perezosamente.

– No. Solo quería saber si me daba tiempo a dar un paseo con Flossie -dijo Daisy. El cocker de su madre levantó la cabeza al escuchar su nombre.

– Espera. Voy contigo.

– No tienes que… -empezó a decir, disimulando la alegría que le producía. Siempre tenía que disimular, siempre tenía que aparentar indiferencia y se estaba cansando de aquel juego.

– Tengo que pasear para bajar la comida de tu madre -explicó él. Daisy levantó una ceja. Alto y sin una gota de grasa, la idea de que Robert tuviera que pasear para mantener la línea era simplemente ridícula-. No pensarás que me mantengo así comiendo todos los días pastel de manzana, ¿verdad?

– Bueno, si pasear conmigo es una penitencia por tu glotonería, de acuerdo. Puedes pedirle unas botas a mi padre -dijo ella, aparentando desinterés. Pero cada día era más difícil. Quizá era la boda, la felicidad de Michael y Ginny, saber que ella nunca tendría aquello porque casarse con otro que no fuera Robert era impensable.

Magaret Galbraith asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Alguien quiere té…? Ah, ¿os marcháis?

– No, mamá. Vamos a dar un paseo con Flossie. Descansa un poco. Robert y yo haremos el té cuando volvamos.

– No iréis muy lejos, ¿verdad? -preguntó su madre, sentándose cómodamente en el sofá-. Parece que va a llover.

– Yo cuidaré de tu hija, Margaret -dijo Robert, poniéndole una mano sobre el hombro-. Vamos, Flossie -animó al cocker, que no necesitaba que lo animaran porque ya estaba en la puerta. Caminaron por la orilla del río en silencio, con el animal correteando alegremente delante de ellos-. ¿Sigues enfadada conmigo por lo de Gregson?

– No seas bobo.

– ¿Yo soy bobo? Tú me has estado evitando durante todo el día.

– Tenía otras cosas que hacer. Y, por si quieres saberlo, solo tonteaba con Nick para que fuera mi pareja en la boda. Lamentablemente, tiene que volver a Australia dentro de dos días.

– Qué pena -dijo él, parándose en medio del camino. Daisy se volvió, segura de que estaba riéndose, pero la expresión del hombre se había nublado tanto como el cielo-. ¿Yo no te valgo como pareja?

El corazón de Daisy dio un vuelco.

– No, Robert. No me vales. Mi madre nunca te tomaría en serio.

– ¡Tu madre! -sonrió él entonces.

– Mi madre, sí. No podría convencerla de que tú eres un posible marido.

Él no contestó y siguieron caminando durante un rato en silencio.

– Estaba pensando que podríamos quedarnos a dormir y volver por la mañana a Londres -dijo Robert después de unos minutos-. Esta noche podríamos ir al pub.

La oportunidad era muy tentadora, pero Daisy no quería sucumbir a la tentación.

– Lo siento, pero tengo que estar en Londres esta noche.

– Ah. Bueno, solo era una idea. ¿Tienes algún plan?

Daisy lo miró. Normalmente Robert no se interesaba por sus idas y venidas. Pero él estaba mirando hacia adelante y no podía leer sus ojos.

– No, es que mañana tengo que levantarme muy temprano.

– Nunca hubiera dicho que George Latimer era un negrero, pero primero te pide que trabajes el sábado por la noche y ahora quiere que llegues a la galería al amanecer. Quizá deberías hablar con él sobre los derechos de los trabajadores.

– No es George -explicó ella-. Tengo que ir a la peluquería a primera hora. Y después tengo que volver a probarme el vestido.

– Ya veo -sonrió Robert-. ¿Te vas a cortar las plumas?

– No tengo ni idea. El peluquero tendrá que estrujarse los sesos para hacer algo con mi pelo. Pobre hombre, nadie debería pasar por esa tortura un lunes por la mañana.

– Llevabas el pelo muy bonito el sábado. Deberías dejártelo suelto más a menudo.

A Daisy se le paró el corazón durante una décima de segundo y aprovechó que Flossie estaba persiguiendo a un pato para salir corriendo.

Cuando consiguió que el perro dejase en paz al pobre ánade, el pelo se le había salido de la trenza y se había llenado de barro hasta las pestañas. Pero al menos evitó que Robert se diera cuenta de que se había puesto colorada.


Siempre hacía eso, pensaba Robert. Bromear sobre su apariencia para que nadie pudiera hacerlo por ella. Una costumbre que había adquirido sin duda por las incesantes comparaciones que su madre hacía entre Daisy y su hermana. Era normal que se sintiera un poco acomplejada.

– No te importa volver esta tarde, ¿verdad?

– No, claro que no -contestó él. ¿Realmente tendría que levantarse temprano o tendría una cita con su amante secreto?, se preguntaba-. Es que, de repente, echo de menos todo esto. ¿Te acuerdas cuando Michael metió un palo en un nido de avispas y se enredaron en tu pelo?

– Ah, sí, claro, fue muy «divertido». Especialmente cuando me tirasteis al río para que no me picaran.

– Pero yo te saqué.

– Sí, es verdad. Y las avispas te picaron a ti -sonrió ella, tomando su mano-. Se te hincharon los dedos -añadió, mirando sus nudillos-. Y esta cicatriz te la hizo el perro de Billy Pemberton cuando intentaba morderme y tú te pusiste en medio. Yo era un incordio, ¿verdad?

– Un espanto. Solo te aguantábamos porque siempre llevabas una cesta con comida.

– Sabía que no me enviaríais a casa si llevaba bocadillos.

– Quizá deberíamos venir a pescar el próximo fin de semana. Si tú traes la comida, yo traeré los gusanos -dijo Robert-. Eso si no tienes que trabajar el sábado por la tarde otra vez.

– No sé si podré. Voy a estar dos días fuera de Londres.

– ¿Dónde vas? -preguntó él, alarmado.

– A una subasta en Warbury. Por cierto, tu madre quiere que puje por ella. Hay un bol Imari que le gustaría mucho comprar.

– ¿Ah, sí? -preguntó él, distraído.

– La verdad es que estoy un poco nerviosa. Es la primera vez que voy sola a una subasta.

Robert la miró. En realidad, él nunca se había preocupado mucho por su trabajo en la galería. Hasta aquel momento había creído que solo se dedicaba a contestar el teléfono y a quitarle el polvo a los objetos. Aparentemente, no era solo su madre quien la subestimaba

– Empieza a hacer frío -dijo, ofreciendo su brazo.

Daisy dudó un segundo. ¿Desde cuándo dudaba?, se preguntaba Robert. ¿Desde que tenía aquel amante secreto? La idea de Daisy en los brazos de un desconocido lo hacía sentir extrañamente incómodo.

– Creo que es hora de volver -murmuró ella-. ¡Te echo una carrera! ¡El último tendrá que limpiar las patas de Flossie! -rió. Por detrás, seguía pareciendo una adolescente, pero su madre tenía razón. Una vez que se ha visto la realidad, no hay forma de engañarse. Daisy Galbrait ya no era la hermana pequeña de Michael.


Eran casi las ocho cuando llegaron al apartamento de Daisy.

– Gracias por traerme, Robert -dijo ella, saliendo del coche a toda prisa, como si quisiera librarse de él.

Durante el viaje, cada vez que había intentado llevar la conversación hacia su vida personal, con quién salía, qué hacía los días de la semana, ella cambiaba de conversación. Había pasado la mitad del viaje hablando de su nuevo ordenador.

– ¿Suficientemente agradecida como para enseñarme tu nuevo ordenador?

Daisy lo miró como si estuviera loco.

– ¿Es que no ves suficientes ordenadores en el banco?

– No es lo mismo. Mi madre está pensando comprar uno para buscar objetos orientales en Internet y ya que tú estás tan entusiasmada con el tuyo, quizá podría comprar el mismo modelo. ¿Es fácil de usar?

– Facilísimo.

– Enséñamelo -dijo él, saliendo del coche-. Por supuesto, no diría que no a una taza de café. De hecho, tampoco diría que no a un trozo de pastel. Real, no virtual.

– No tengo pasteles.

– Pues galletas.

– Muy bien -se rindió ella-. Media hora. Ni un minuto más. Tengo que dormir para estar presentable mañana por la mañana.

– Lo que tú digas -asintió él. Robert siempre decía eso y después hacía lo que le daba la gana, pensaba Daisy.

– Qué obediente -bromeó ella, mientras subían al apartamento. Se sentía más cómoda cuando se trataban de ese modo que cuando él hacía comentarios sobre su pelo. No estaba acostumbrada a sus cumplidos.

– Nunca discuto con una mujer -dijo Robert; pero lo que estaba pensando era que no necesitaba dormir para estar guapa. Su cuerpo nunca sería voluptuoso, pero tenía una piel y un pelo preciosos.

Su hermana Sarah tenía unas facciones bien proporcionadas, pero la cara de Daisy era mucho más interesante. Y, respecto a su figura, como siempre llevaba ropa ancha, en realidad no tenía ni idea.

Una vez dentro del apartamento, ella encendió el ordenador y fue a la cocina para preparar café.

– ¿Cuál es la contraseña? -preguntó él,desde el salón.

– ¿Qué?

– La contraseña. Si no me la dices, no puedo entrar.

Daisy apareció en la puerta, ligeramente colorada.

– Yo lo haré. Date la vuelta. Se supone que es secreta.

– No pienso volver en medio de la noche para robar tus secretos -protestó Robert.

– No importa. Date la vuelta.

– Yo te digo la mía si tú me dices la tuya -ofreció él. Daisy esperó que se diera la vuelta. Por supuesto, la contraseña sería el nombre de su amante. Por eso no quería que lo viera. Robert escuchó. Seis golpes en el teclado. Seis letras. ¿Sería un nombre o un apellido?

– Ya puedes darte la vuelta. Mira, es muy fácil. Pulsas aquí para conectarte a Internet…

– ¿Tiene tratamiento de textos?

– Pues claro. Tiene de todo. Incluso una agenda electrónica -indicó ella, pulsando el ratón-. ¿Ves? Es muy fácil.

– Daisy, ¿te has dejado la leche al fuego?

Ella lo miró un momento, sin comprender. Entonces recordó y salió corriendo hacia la cocina. Para cuando volvió con el café y un montón de galletas, Robert había sacado un disquete de una caja, había copiado la agenda electrónica y estaba, aparentemente, concentrado en navegar por Internet.

– He llegado justo a tiempo -dijo ella, dejando la bandeja sobre la mesa.

– ¿Qué?

– La leche -sonrió ella.

– Es un buen ordenador -dijo él, levantando la cabeza. Cuando vio las galletas que Daisy había untado con mantequilla, la miró con una sonrisa en los labios-. Eres una santa -murmuró. Daisy levantó una ceja, irónica-. Voy a lavarme las manos.

En el cuarto de baño había velas blancas por todas partes y un exótico aroma a bergamota llenaba el pequeño espacio. Por un momento, Robert se imaginó a Daisy en la bañera, iluminada por la luz de las velas, su piel brillante y sus rizos húmedos… Era una imagen turbadoramente sensual y absolutamente sorprendente. Tanto que Robert tuvo que dar un paso atrás. Él nunca había pensado en Daisy en aquellos términos. Nunca había pensado en Daisy como mujer.

Pero esa era la razón por la que estaba allí; para buscar evidencias de un hombre. Una rápida investigación le aseguró que no había maquinillas de afeitar ni un segundo cepillo de dientes.

Quizá el amante de Daisy era demasiado discreto como para ir a su apartamento. ¿Qué había dicho Michael? No demasiado. Solo que el matrimonio estaba fuera de toda cuestión.

Un hombre separado, quizá, e incapaz de divorciarse para no causar un escándalo. Fuera lo que fuera, Michael estaba demasiado preocupado con su boda como para preocuparse de nada más, pero él no. Él haría lo que tuviera que hacer para llegar al fondo del asunto.

De repente, Robert se dio cuenta de que estaba espiando a Daisy. ¿Se había vuelto loco?, pensaba. El disquete parecía quemar dentro de su bolsillo.

– Te llamaré esta semana -dijo, cuando terminaron de tomar café-. Podríamos salir a cenar.

– Esta semana voy a estar muy ocupada.

– Es la segunda vez que me dices que no. Estoy empezando a pensar que mi amiga me oculta algo.

– Eres tonto -sonrió ella-. Es que tengo la subasta y los preparativos para la boda…

Y una relación clandestina, pensaba Robert. Eso debía tomarle mucho tiempo. Siempre esperando la llegada de su amante, siempre pendiente del teléfono. Daisy se merecía algo mejor.

– Pero tendrás que comer -insistió él-. Y estaba esperando que me dieras alguna idea para la despedida de soltero de Michael.

– ¿Es que una despedida de soltero requiere ideas? Creí que lo único que hacía falta eran toneladas de alcohol, una bailarina desnuda y la proverbial farola para esposar al novio.

– ¿Es eso lo que recomiendas?

– No seré yo quien desafíe las convenciones -sonrió Daisy-. Ginny celebra su despedida de soltera la semana que viene y seguro que la organiza como Dios manda: tequila, margaritas y creo que incluso una aparición personal del Zorro.

– Me sorprendes, Daisy -dijo él, intentando parecer escandalizado-. Me lo contarás todo, ¿verdad?

– Si tú me cuentas todo lo que pase en la fiesta de Michael.

– Ya.

– Bueno, es hora de irte -sonrió ella, abriendo la puerta-. Ha pasado más de media hora.

– El tiempo vuela cuando lo estás pasando bien -dijo Robert, inclinándose para besarla en la mejilla. Pero, a medio camino cambió de opinión y decidió darle un ligerísimo beso en los labios.

Ella lo miró, sorprendida, y Robert creyó que se hundía en aquellas pupilas. Sentía una enorme necesidad de tomarla en sus brazos y besarla como Daisy merecía ser besada, con todo el corazón y toda el alma. Y, por segunda vez aquella noche, Robert se encontró a sí mismo dando un paso atrás.


Daisy se apoyó en la puerta. Estaba temblando.

– No ha sido nada. No ha sido nada -se repetía una y otra vez. Robert era así. Besar a una mujer era tan poco importante para él como estrechar su mano. Y ni siquiera había sido un beso de verdad. Solo un besito de amigo. Sin importancia. Una vez la había besado de ese modo y ella había sido suficientemente tonta como para pensar que significaba algo. Entonces solo era una niña, pero aquella vez no se dejaría engañar.

Daisy se apartó de la puerta y fue a la cocina, pero le temblaban las manos. Temblaba por todas partes. Quizá debería subir la calefacción, o tomar un baño caliente, se decía.

Solo cuando entró en la bañera aromatizada con lavanda dejó de temblar y se prometió a sí misma que aquello no volvería a ocurrir. No pensaba volver a ver a Robert hasta el día de la boda.

Pero sería mucho más fácil creerse a sí misma si sus labios no siguieran quemando después de aquel beso sin importancia, si su cuerpo no estuviera en peligro de conflagración instantánea. Ni baño caliente, ni ducha fría. Nada la ayudaba.


Robert metió el disquete en su ordenador y pulsó la tecla de impresión. Después se metió en la ducha e intentó quitarse la sensación de suciedad que le había dejado indagar en la vida personal de Daisy. Pero no funcionó.

Se puso una toalla alrededor de la cintura y, apoyado en el lavabo, se miró al espejo. Lo estaba haciendo por ella, se recordaba a sí mismo. Al final, Daisy le daría las gracias. Su reflejo no parecía tan convencido, de modo que se cubrió la cara con espuma de afeitar, pero cuando tomó la cuchilla le temblaban las manos. Se afeitaría por la mañana, cuando su mano fuera más firme.

Cuando la impresora terminó de hacer su trabajo, Robert se sirvió una copa y se sentó en el sofá con los papeles en la mano.

Daisy conocía a mucha gente, pero algunos de aquellos nombres había que eliminarlos de entrada. Las mujeres por ejemplo. Robert se paró un momento con el bolígrafo en la mano. ¿Mujeres? ¿Una mujer? Robert dudó un momento.

No podía ser. Michael había dejado muy claro que se trataba de un hombre… un hombre del que estaba enamorada desde hacía tiempo. ¿Cuánto tiempo? ¿Dónde se habían conocido? ¿Cómo no se había dado cuenta? Era obvio que Michael sabía quién era, ¿por qué no lo sabía él?

¿Qué había visto Michael que él no había notado? Fuera lo que fuera, había dejado claro que no pensaba decírselo. Pero no podía ser tan difícil, se decía. Solo tenía que tachar nombres por un proceso de eliminación y quien quedase sería la respuesta.

Robert empezó a tachar los nombres de todas las mujeres y después los miembros de la familia. A algunos de los hombres los conocía y podía eliminarlos también. Su propio nombre, por ejemplo.

Del resto, tres tenían nombres con seis letras y Robert los marcó con un círculo.

Samuel Jacobs era el primero en su lista. El nombre era judío y quizá su religión podría ser un impedimento para la boda.

Conrad Peterson. El nombre le sonaba familiar, pero vivía en Nueva Zelanda y no parecía posible que pudieran verse a menudo.

El tercer nombre era Xavier O'Connell. Padre Xavier O'Connell. Su corazón se encogió al darse cuenta de que era un sacerdote. El mayor de los impedimentos.

Robert miró su reloj. Eran las once de la noche. No demasiado tarde para llamar por teléfono, pensó, mientras marcaba el número.

– Santa Catalina, ¿dígame?

– ¿Puedo hablar con el padre O'Connell, por favor?

– Es un poco tarde y el padre O'Connell se habrá retirado a descansar. ¿Podría llamarlo por la mañana?

– Me temo que no. Tengo que hablar urgentemente con él.

– Un momento, voy a ver si puede ponerse.

Un minuto después, una voz con acento irlandés contestaba al teléfono.

– ¿Dígame?

Robert apretaba el auricular con tal fuerza que sus nudillos se habían puesto blancos.

– Padre O'Connell, me llamo Robert Furneval. Soy amigo de Daisy Galbraith.

– ¿Robert Furneval? -repitió el hombre-. ¿El hijo de Jennifer?

Robert había esperado un silencio abrumador, no aquella respuesta.

– ¿Conoce a mi madre?

– Sí. Nos conocimos en Hong Kong hace veinte años y lo pasamos muy bien buscando tesoros orientales. ¿Cómo está?

– Pues… muy bien, gracias.

– ¿Y Daisy? ¿Cómo está? ¿No estará enferma?

– No. Está muy bien.

– Entonces, supongo que me llamará por lo de la traducción. La estoy terminando todo lo rápido que puedo, pero me temo que no soy tan joven como antes. Me sentía muy bien hasta que cumplí los ochenta, pero desde entonces la verdad es que mis ojos no han vuelto a ser los mismos.

Robert tragó saliva.

– Estoy seguro de que no le importará esperar -murmuró.

– ¿Y tú cómo estás, hijo? -preguntó el padre O'Connell-. ¿Tienes algún problema?

– Sí, padre. Pero me temo que usted no puede ayudarme. Siento mucho haberlo molestado.

– No te preocupes. Y dile a Daisy que venga a verme cuando pueda. Este sitio es muy agradable, pero un poco aburrido, con tanto cura viejo. Lo sé porque yo soy uno de ellos -rió el sacerdote.

Cuando colgó el teléfono, con el corazón mucho más alegre, Robert tachó el nombre de Xavier O'Connell de la lista.

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