Capítulo 2

SÁBADO, 25 de marzo. He comprado los zapatos. Carísimos. Me siento tentada de ponérmelos para la fiesta de Monty esta noche, pero no puedo hacerlo porque viene Robert. Me pregunto si alguien se da cuenta de que me visto de forma diferente cuando estoy con él. Mi hermano, probablemente. Pero estoy segura de que Michael sabe la razón. Probablemente seguiré siendo el paño de lágrimas de Robert entre novia y novia cuando estemos jubilados. Y seguiré volviendo a casa sola.


Daisy estaba frente al armario, decidiendo lo que se pondría para ir a la fiesta.

No podía competir con las sofisticadas chicas de Robert, pero su falta de curvas no parecía desanimar del todo al sexo opuesto. La mayoría de los galanes que Robert solía encontrar para escoltarla a casa habían intentado coquetear con ella. Algunos incluso habían ido más lejos y la habían llamado por teléfono, insistiendo hasta que Daisy había tenido que ponerse firme…

¡Oh, no! ¡No podía ser! ¡No podía haberlo hecho! De repente, se le ocurrió que Robert quizá los había animado a ser amables con ella.

¿Sería posible que la llevara a las fiestas para buscarle un novio? ¿Se lo habría pedido su madre? Podía imaginarla diciendo: «Robert, por favor, intenta buscarle un novio a mi hija antes de que sea demasiado tarde…»

Daisy sabía que debía sentirse agradecida de que su madre nunca hubiera tenido ambiciones en lo que se refería a Robert Furneval. Por supuesto, él era demasiado sofisticado, demasiado guapo, demasiado todo para el miembro menos atractivo de la familia Galbraith.

Daisy sacó del armario un par de pantalones de seda gris y un jersey negro de cuello alto, un atuendo para pasar desapercibida. Si Robert no fuera a la fiesta, se pondría algo más llamativo, pensaba.

Y quizá debería hacerlo.

Después de todo, si era tan poco atractiva como para que Robert estuviera buscándole novio, daba igual lo que se pusiera.

Daisy murmuró una maldición. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado?, se preguntaba. Había intentado ser sensata, pero amaba demasiado a Robert. Ella no se sentía en absoluto impresionada por su dinero, ni por sus coches, ni por su atractivo físico. Lo amaba porque siempre lo había amado, porque no podía evitarlo.

Había pensado que las cosas cambiarían después de la universidad. Realmente había esperado conocer a alguien que la hiciera olvidar a Robert. Quizá no había buscado lo suficiente. Quizá, en el fondo, no quería encontrarlo. Pero era el momento de detener aquel estúpido juego y alejarse de él antes de que fuera demasiado tarde.

Lo haría después de la boda, se prometió a sí misma.

Después de la boda desaparecería, no volvería a verlo.

Pero estaba siendo patética. Y tenía que parar inmediatamente. Aquella noche no se quedaría esperando a Robert. Aquella noche, ella misma elegiría un acompañante para volver a casa o volvería sola.

Daisy entró en la ducha. Se vestiría con la ropa que le apeteciera. Incluso se pondría maquillaje.

Después de ducharse, se pintó las uñas de rojo, se puso mucho más perfume del habitual y, en lugar de hacerse una trenza, se dejó el pelo suelto. No era el cabello liso que estaba de moda. De hecho, lo único que podía decirse a su favor era que tenía mucho pelo.

Lo único que la impedía cortárselo al cero era que estaba segura de que le crecería aun más rizado. Aunque afeitarse la cabeza podría ser la solución, pensaba irónica. Ni siquiera la dulce Ginny podría soportar una skinhead como dama de honor.

El sonido del timbre puso fin a aquellos absurdos pensamientos. Daisy miró su reloj; eran las diez menos cuarto. Robert llegaba pronto, seguramente impaciente por saber qué había estado haciendo. La idea la hizo sonreír.

– Llegas pronto -dijo por el telefonillo.

– Pues invítame a una copa -sugirió Robert.

Daisy abrió la puerta y entró en el cuarto de baño para pintarse los labios.

– Hay vino en la nevera -indicó desde el baño cuando lo oyó entrar.

– ¿Tú quieres una copa?

– Bueno -contestó ella. Le iba a hacer falta, pensaba mientras salía del baño.

Robert, alto y de hombros cuadrados, con la elegancia de un campeón de esgrima y absolutamente guapísimo con un traje claro y una camisa verde oscura, se quedó mirando los pantalones grises y el jersey plateado cruzado sobre el pecho y… no dijo nada.

Pensaba que parecía una niña que se hubiera puesto la ropa de su madre, aunque era demasiado amable como para decirlo. Pero Daisy podía verlo en su cara.

– ¿Has estado en algún sitio especial? -preguntó finalmente, dándole una copa. Por un momento, Daisy no entendió a qué se refería-. No podías quedar a las nueve, ¿recuerdas?

– Ah, eso… no, es que he tenido que trabajar -mintió.

– ¿Alguna exposición? Si lo hubiera sabido, me habría pasado por allí. Tengo que comprarle algo a mi madre por su cumpleaños.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué quieres comprarle?

– Cuando lo vea, lo decidiré. ¿De qué era la exposición? -insistió él.

– Pues… no era exactamente una exposición -empezó a decir Daisy. Robert levantó una de sus cejas oscuras, incrédulo. Tenía que mentir. ¿Qué otra cosa podía hacer? Se negaba a decirle que solo había estado haciéndose la dura. Él no lo entendería y ella no podría explicárselo.

– No deberías dejar que George Latimer te hiciera trabajar tanto -murmuró Robert.

– ¿Nos vamos? -preguntó ella, ignorando el comentario. Bajaron a la calle y Robert paró un taxi-. Podríamos ir andando.

– Si has estado trabajando hasta tan tarde, estarás cansada -dijo él. «¿Si has estado trabajando?» ¿Por qué había dicho eso?, se preguntaba. Le había parecido que Daisy no era sincera con él. Eso y su inusual aspecto. Si George Latimer hubiera tenido treinta años menos, habría pensado que había algo entre ellos.

Una vez dentro del taxi, Robert se dio cuenta de que Daisy se había puesto colorada. Pero ella nunca tendría una aventura… ¿O se equivocaba?

Conocía bien a Daisy. O creía hacerlo. Sin embargo, en aquel momento le parecía una extraña.

Para él siempre había sido la hermana pequeña de Michael. Simpática, divertida, una chica a la que no le importaba mancharse de barro. Pero aquella noche tenía una imagen desconocida y lo hacía sentir incómodo. Casi como si hubiera levantado un velo y hubiera descubierto un secreto.

– ¿Qué pasa, Robert? -intentó sonreír ella-. ¿Sigues echando de menos a Janine?

Robert se relajó. Nada había cambiado. Él era quien estaba tenso.

– Orgullo herido, eso es todo -admitió.

– Estás empezando a ablandarte, Robert. Si te descuidas, pronto te veré entrando en una iglesia, pero no como padrino.

– Eso, haz leña del árbol caído.

– Te doy media hora para que se te pase. Dime, ¿con qué simpático joven has planeado enviarme a casa esta noche?

– ¿Quién ha dicho que vaya a enviarte a casa con nadie?

– Siempre lo haces. A veces pienso que tienes un surtido de hombres que activas en caso de emergencia.

– ¿Emergencia?

– Ya sabes -dijo ella, poniéndose teatralmente la mano sobre el corazón-. He conocido a una pelirroja fabulosa… nos vamos a bailar. ¿Qué puedo hacer con Daisy? Esa clase de emergencias.

– ¡Eres cruel! Solo por eso, señorita, esta noche yo mismo la acompañaré a su casa…

– ¿Y?

– Conmigo no te valdrá un amable «buenas noches» en la puerta -dijo, sabiendo que eso era lo que hacía con todos los hombres que la acompañaban a casa-.Yo espero tomar la última copa en tu casa.

– ¿Y cómo sabes que me despido de ellos con un simple «buenas noches»? -preguntó ella-. ¿Es que te dan un informe?

– Por supuesto -mintió él. No hacía falta que se lo dijeran, él lo sabía-. Necesito saber que has llegado a casa sana y salva.

– ¿Y nunca se te ha ocurrido pensar que no te están contando la verdad? -bromeó Daisy.

– No se atreverían a mentirme.

– ¿No me digas? -dijo ella, irónica-. Bueno, Robert, si no te encandilas con la primera pelirroja que se cruce en tu camino, te aseguro que podrás tomar todas las copas que quieras. Pero no creo que ocurra.

– La verdad es que me estoy reservando para las damas de honor. Tú misma has dicho que son guapas, ¿no?

– Guapísimas. Te las describiré más tarde, si no te has perdido con alguna.

– Eres mala -murmuró él cuando el taxi paraba frente a la casa de Monty.

Una vez en la fiesta, fueron cada uno por su lado saludando a todo el mundo, como solían hacer. Pero aquella noche Robert no podía dejar de buscarla con la mirada. Media hora después, la vio charlando con un hombre alto y rubio al que no conocía. Un hombre que la miraba con ojos de lobo.

El tipo era australiano, musculoso y bronceado y Daisy reía de algo que él había dicho. En realidad, parecía estar pasándolo bien. Y eso lo irritaba.

– ¿Quieres una copa, cariño? -preguntó, acercándose a ellos.

– No, gracias. Ya tengo una -contestó ella, sorprendida. Una sorpresa justificada porque Robert nunca se ocupaba de ella en las fiestas-. Nick, te presento a Robert Furneval. Robert, Nick Gregson.

Los dos hombres se miraron sin disimular su antipatía y, como Daisy no lo invitaba a quedarse, el australiano se alejó, vencido.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella-. ¿No hay ninguna rubia dispuesta a tragarse el rollo de siempre?

– ¿Qué rollo de siempre?

– No tengo ni idea. El rollo que les cuentas a todas.

– Estás muy graciosa esta noche, cielo. ¿Es una venganza por estar de acuerdo en que parecerás un pato el día de la boda?

En ese momento alguien había subido el volumen de la música y Daisy no pudo escuchar la ironía.

– ¿Qué?

– ¡Que parecerás un pato el día de la boda! -repitió él en voz alta. Desafortunadamente, habían vuelto a bajar el volumen y todo el mundo se volvió hacia ellos.

– Muchas gracias, Robert. Muchísimas gracias -dijo Daisy, apartándose.


Estaba furiosa. Nunca antes se había enfadado con Robert y era una sensación extraña. Una especie de encogimiento del corazón.

Quizá por eso, cuando volvió a encontrarse con el bronceado australiano, puso más interés en la conversación del que sentía en realidad. Especialmente porque, por el rabillo del ojo, veía a Robert observándola en lugar de concentrarse en la morena que intentaba seducirlo moviendo exageradamente las pestañas y que, obviamente, no había aprendido nada de sus predecesoras. Pero quizá la morena solo quería pasar un buen rato y Robert, al fin y al cabo, era guapísimo.

Nick miró a Robert en ese momento.

– ¿Él y tú…?

– ¿Robert y yo? -rio ella-. No, por favor, solo somos amigos. Nos conocemos desde que éramos pequeños. Es como un hermano.

– ¿Ah, sí? -sonrió él. Tenía unos dientes excepcionalmente blancos en contraste con lo bronceado de su piel, tenía que reconocer Daisy-. Será preocupación fraternal, pero me mira como si quisiera clavarme un cuchillo en la espalda. ¿Por qué no vamos a otro sitio?

¿Por qué no?, se decía Daisy. Cinco minutos más y Robert se habría olvidado por completo de ella. Se olvidaría hasta que necesitara poner un gusano en un anzuelo o una acompañante para alguna cena.

Y, además, era agradable que un hombre tan guapo como Nick mostrase interés por ella.

En ese momento se le ocurrió que el australiano dejaría impresionada a su madre el día de la boda.

– ¿Tienes algún plan para el sábado, dentro de dos semanas? -preguntó.

Nick la miró, sorprendido.

– No que yo sepa -sonrió, usando aquellos dientes como la morena usaba sus pestañas-. ¿Por qué?

– Me gustaría saber si querrías venir a la boda de mi hermano.

– Me encantan las bodas, pero vuelvo a Perth dentro de unos días.

– ¿A Australia?

Él estaba sonriendo de nuevo y Daisy, un poco aburrida, empezó a preguntarse si sería modelo de pasta de dientes.

– Sí. No vayas a la boda de tu hermano y ven conmigo a Perth. Podríamos tener una boda propia -dijo el hombre. Por otro lado, pensaba Daisy, no había nada aburrido en un hombre que hacía esa clase de invitación. Un poco excéntrico, quizá. Demasiado imaginativo, posiblemente. Borracho, incluso. Aunque no lo parecía.

– No puedo. Soy una de las damas de honor -dijo ella. Aunque la idea de ahorrarse el terciopelo amarillo empezaba a parecerle una buena razón para decirle que sí.

Por supuesto, si se escapaba a Perth para casarse, su madre la perdonaría y ella dejaría de pensar en Robert de una vez por todas. Pero tenía que recordar que el paquete incluía los dientes del australiano.

– No echarán de menos a una dama de honor, ¿verdad?

– Me temo que sí. Quedaría muy mal en las fotos. Además, una de mis reglas es no aceptar proposiciones de matrimonio de un hombre al que acabo de conocer.

Pero el australiano era inasequible al desaliento.

– Tenemos tres días antes de que me marche. Tiempo suficiente para conocernos. ¿Por qué no empezamos por bailar?

– ¿Durante tres días? -bromeó ella, mientras él le quitaba la copa de la mano y la tomaba por la cintura. Era más musculoso que Robert. Sin duda, la consecuencia de pasar horas y horas, sobre una tabla de surf en las playas de Australia-. No pierdes el tiempo, ¿verdad?

– La vida es para vivirla.

– Estás loco -sonrió Daisy.

– ¿Por qué? ¿Porque quiero conocerte? Supón que estamos hechos el uno para el otro y, por culpa de esa boda, yo vuelvo a Australia y nunca más volvemos a vernos.

– Ese es un riesgo que tendremos que aceptar -dijo ella, aunque el riesgo no le parecía tan grande. Tenía la sospecha de que eso de conocerse se refería más al aspecto físico que al intelectual. De hecho, sospechaba que su actitud despreocupada era más una interpretación que otra cosa. Estaba buscando una chica para pasar los tres días que le quedaban en Londres y no tenía tiempo para ser demasiado selectivo.

A Daisy no le importaba ser el paño de lágrimas de Robert porque lo amaba. Bueno, quizá no en aquel momento. En aquel momento le apetecía decirle que era un idiota y que, si no tenía cuidado, acabaría solo. Pero estaría perdiendo el tiempo. ¿Y con qué derecho podía decirle que terminaría solo cuando era ella quien parecía tener más posibilidades de acabar siendo la tía de todo el mundo y la abuela de nadie?

Cincuenta años más tarde, Robert seguiría intentando ligarse a las enfermeras de la residencia de ancianos y, probablemente, ella sería la idiota que empujaría su mecedora.

– ¿No te gustaría saberlo? -preguntó Nick entonces.

– ¿Saber qué? -murmuró Daisy, perdida en sus pensamientos.

– Esto -contestó él, inclinándose para besarla.

Fue un beso agradable. Nada serio. Solo un beso fugaz en los labios y Daisy se apartó antes de que pudiera llegar a más, mirando al musculoso australiano con cierta pena. A su madre le habría encantado.

– Lo siento. Será mejor que lo dejemos aquí -dijo. No tenía que saber nada porque siempre lo había sabido. Desde que era una niña sabía que solo había un hombre en el mundo para ella.

Por un momento, Nick pareció sorprendido. Y después, lanzó una carcajada.

– Me gustas.

– ¿Me perdonas un momento? -sonrió ella, escapándose de sus brazos. Pero, al darse la vuelta, se encontró de frente con Robert.

– No has olvidado nuestro trato, ¿verdad? -preguntó él.

– Por favor, Robert, ve a ligar con alguien de tu edad -replicó Daisy, irritada.

– Más tarde. Ahora vamos a bailar -dijo Robert y, sin esperar respuesta, la tomó por la cintura. No como Nick. No había nada sutil en la forma de abrazar de Nick. La apretaba con fuerza, sin dejar duda sobre lo que quería-. Te preguntaría si lo estás pasando bien, pero sería una pregunta absurda.

– No lo estoy pasando mal -dijo ella, mientras se movían al ritmo de la música. Tenía la mejilla apoyada sobre su camisa y podía escuchar los latidos de su corazón. No solían bailar juntos y cada vez que lo hacían era un acontecimiento para Daisy. No tenía a menudo la oportunidad de tocarlo, de abrazarlo, de respirar su aroma masculino-. Ya me han hecho una proposición de matrimonio.

La frase tuvo el efecto esperado. Robert se paró y la miró, ceñudo.

– Daisy, ¿te pasa algo?

– ¿Qué?

– ¿Estás bien?

– ¿Bien? -repitió ella. Por supuesto que no estaba bien. Para empezar, él no tenía por qué tomarse a broma una propuesta de matrimonio. Era una tontería, pero podía haber tenido el detalle de creerla-. Creo que le he roto el corazón a Nick, pero se repondrá.

– ¿De qué estás hablando?

– Nick vive en Australia -suspiró Daisy dramáticamente-. Y si me voy a Australia con él, no podría ser dama de honor en la boda de mi hermano, ¿verdad?

– No, claro -contestó él, completamente despistado.

– Estoy bien, Robert -rió ella, empujándolo-. Y ahora, vete. Ya has cumplido con tu deber. Voy a ver si Monty necesita que le eche una mano.

Daisy se dio la vuelta, pero Robert la siguió hasta la puerta de la cocina, donde Monty la saludó calurosamente.

– ¡Daisy, cariño! ¡Justo la chica que estaba buscando! -exclamó el hombre-. Acaban de traer cajas y cajas de comida, pero no sé qué hacer con ellas.

– Hay que meter esas bandejas en el horno, pero si quieres ahorrarte trabajo puedes servir directamente de las cajas. Nadie se dará cuenta.

Robert y Monty intercambiaron una mirada de estupor mientras Daisy se ponía el mandil y empezaba a colocar la comida en fuentes y platos. Cuando se dio la vuelta, Robert seguía en la puerta.

Era desconcertante que él le prestara tanta atención. No podía creer que su jersey plateado fuera tan espectacular como para que no pudiera apartar los ojos de ella.

– Hay otro mandil si quieres ayudarme.

La frase tuvo el efecto deseado. Robert tomó un pedazo de tarta y salió de la cocina sin decir una palabra.

Un par de horas más tarde, Daisy estaba cansada. Había metido la comida en el horno, había ayudado a Monty a servirla, había cotilleado con sus amigos y bailado más de lo habitual. Era una fiesta estupenda, excepto que cada vez que se daba la vuelta, encontraba a Robert mirándola. Era incómodo. Daisy no quería que la mirase con aquella cara de preocupación.

Aunque las cosas eran como siempre. Todas las chicas, con pareja o sin ella, buscaban su atención y estaba segura de que, cuando llegara la hora mágica, él no recordaría la copa que había prometido tomar en su casa. Pero no pensaba dejar que le buscara un acompañante aquella noche.

Aprovechándose de que la morena había vuelto a la carga, Daisy tomó su abrigo y estaba a punto de salir de la casa cuando Nick la tomó del brazo.

– ¿No pensarías marcharte sin mí? Estamos prácticamente comprometidos.

– No lo estamos -rio Daisy, irritada y halagada al mismo tiempo.

– Te estás haciendo la dura -dijo el australiano, como si fuera ella quien estuviera siendo poco razonable.

– Más bien me estoy haciendo la imposible.

– Nada es imposible. Una vez, en Las Vegas, me casé con una mujer a la que acababa de conocer.

– ¿Y sigues casado?

– Claro que no -contestó él-. Eso es lo bueno de Las Vegas. Te casas hoy y te divorcias al día siguiente.

– ¿Así de fácil?

– Bueno, casi -respondió Nick. Daisy no sabía si creerlo o no. En realidad, tenía miedo de que estuviera diciendo la verdad-. ¿Dónde te gustaría que nos casáramos? ¿En Bali?

– Soy alérgica a la arena. Y no me gusta viajar en avión.

– Una boda en barco, entonces. El capitán podría casarnos.

– Eso es un mito. Un capitán de barco no puede casar a nadie -dijo ella, cansada de la broma-. Y ahora mismo, lo único que me apetece es irme a casa. Sola -añadió, dándose la vuelta.

Pero no era tan fácil quitarse a Nick de encima.

– No puedes ir sola por la calle a estas horas. Es peligroso.

– Tú también eres peligroso.

– Te doy mi palabra de honor de que no volveré a besarte -rió el hombre.

Antes de que Daisy pudiera insistir en que quería volver a casa sola, Nick había parado un taxi.

– ¡Daisy! -escucharon una voz tras ellos. Era Robert-. Estoy preparado para la copa que me habías prometido en tu casa. Gracias por el taxi, Gregson. Encontrar uno a estas horas es muy difícil.

Daisy y Robert entraron en el taxi y Nick Gregson se quedó mirándolos con una expresión de incredulidad en su bronceado rostro.

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