¡Sensato! Aquella era la última palabra que ella habría utilizado para describir una decisión como aquella. Menos aún, para describir la reacción que todo el valle había tenido.
De pronto, todo el mundo había caído en un delirio extremo, causado por la perspectiva de una boda tan deseada.
– ¡Ni hablar!
– ¡Si no puedo ser la matrona de honor, no seré nada! -dijo Robbie.
Margaret Ritchie encargó un nuevo vestido en Melbourne.
– No me perdería tu boda por nada del mundo -le dijo a Annie-. La verdad es que creo que nadie se la quiere perder. Si no invitáis a todo el mundo, tendréis un millar de cabezas asomando por las puertas y ventanas de la iglesia.
– ¡Pero claro que está invitada, Margaret, la primera! -dijo Annie-. Y, según creo, Tom está enviando cartas a todo el mundo que está en la guía de teléfonos.
– ¡Annie! ¿Te quieres calmar? -se dijo a sí misma, momentos antes de que Tom entrara en la oficina del hospital.
Se había escondido allí para evitar el encuentro con la enloquecida población de la zona que no hacía sino ir y venir con nuevas sugerencias para la boda.
Legalmente, había que esperar cuatro semanas para la boda. Pero Tom no iba a esperar más de lo imprescindible.
Ya llevaban comprometidos dos semanas y sólo quedaban otras dos.
En la cocina del hospital se hacían rosetones de nata y fresa, en lugar de las tradicionales galletas para la cena.
– Necesitamos que los pacientes también estén animados hasta la boda.
Y, sin duda, lo estaban.
En la UCI, se había encontrado a Chris con la señora Christianson. Miraban vestidos de novia en una revista especializada.
– Todo el hospital se ha vuelto completamente loco. Esto es absurdo.
– Annie, si nos vamos a casar, lo suyo es que tengamos una boda como es debido. Por lo menos te quitarás esos malditos vaqueros -la besó amistosamente en la frente.
¡Estupendo! Estaban a punto de casarse y seguía tratándola como si fuera su hermana pequeña.
Miró a Tom con una inmensa duda en los ojos. En realidad no era una, sino cientos de ellas.
Lo cierto era que Tom había recobrado su capacidad de estar a cargo de todo, y así ejercía.
– Tom, me parece completamente estúpido tener una boda romántica cuando no lo es en absoluto.
– Bueno -se acercó a ella y la abrazó-. No creo que sea tan terrible. ¿Tú quieres romanticismo?
Annie se apartó.
– No seas tonto, Tom.
– No lo soy.
Estaba claro que no le importaba nada que se apartara de él. Se dejó caer en una silla al otro lado del escritorio con una sonrisa complacida…
Ya tenía lo que quería, no se iba a arriesgar a perderlo.
– Y, hablando de romance, ¿qué te parecería si tuviéramos una luna de miel? Podríamos irnos a Tahití.
– ¿Con Hannah, Hoof y Tiny? -Annie agarró otra carpeta y comenzó a buscar-. Vete tú con ellos de luna de miel. Yo estoy demasiado ocupada.
– Pareces enfadada.
– Lo estoy.
– ¿Por qué? -preguntó Tom, realmente confuso.
– Porque me estoy viendo obligada a casarme entre lazos y puntillas, cuando la realidad es que nuestra relación no tiene nada que ver con eso.
– ¿Realmente no quieres nada de eso?
Aquella era una de esas preguntas que no podía contestar.
¿Cómo decir la verdad? Su sueño era vivir exactamente lo que iba a vivir. Pero faltaba algo básico y fundamental para que fuera real: amor.
– He recibido una carta del abogado de Rod Manning -dijo Annie, en un cambio radical de tema.
– Rod… -Tom frunció el ceño-. ¿Qué demonios quiere?
– Una copia de mi informe sobre su caso.
– ¿Por qué?
– Supongo que porque quiere llevarme a juicio -dijo Annie-. Me odia.
– Seguro que no -dijo Tom-. Debe de haber llegado al estado de paranoia absoluta por el shock del accidente. Pero ahora debe de estar en vías de apaciguarse.
– No lo creo.
– ¿Te perturba mucho? ¿Es eso lo que te preocupa? -Tom se levantó y le puso las manos sobre los hombros. Contra su buen juicio, Annie decidió apoyar la cabeza en él-. Annie, estoy seguro de que no van a encontrar nada mal. Quizás hay otro motivo por el que quiere el informe.
Annie se las arregló como pudo para que no notara el efecto que su contacto provocaba en ella.
– Dudo que haya otro motivo. Kylie y su Betty ya están bien. Pero parece ser que Betty ha pedido el divorcio. Estaba cansada de pasarlo mal. Rod no paraba de beber. La noche de la fiesta Betty insistió en que no condujera. Pero él la obligó y ella no tuvo más remedio que meterse en el coche con su hija. Así es que ahora, no sólo ha perdido su carnet de conducir, sino también a su familia.
– Ya -Tom le estaba masajeando los hombros suavemente. El cuerpo de Annie comenzó a reaccionar de forma inesperada-. Annie, nada de eso es culpa tuya.
– Supongo que eso lo sé. Envié mi informe al comité de defensa médica y me dijeron que estaban bien, que hice lo que tenía que hacer y que, legal-mente, no podía evadir a la policía. Era mi obligación darles parte del grado de alcoholemia que tenía en la sangre.
– No me gusta nada ese hombre -Tom la apretó contra él-. Vas a ser mi mujer y no quiero que te ocurra nada. Rod puede llegar a ser muy violento.
Annie se sintió consternada ante semejante reacción. Realmente, Tom le estaba ofreciendo algo que muchas mujeres habrían encontrado más que satisfactorio: una posición social y su protección.
Pero para ella no era suficiente. Siempre había considerado que una mujer tenía que gozar de su independencia, que su posición era algo que debía procurarse a sí misma. Y, sin embargo, sí creía que el matrimonio debía basarse en el mutuo amor.
De algún modo, Tom acabaría queriéndola. Posiblemente ya la quería. Pero tal y como quería a sus perros.
La volvió a besar, otro beso afectuoso en la mejilla, y se volvió a marchar.
Tom iba a llevarse a Hannah y a los perros a la playa. Se llevaba a su familia. Pero en ningún momento se lo había ofrecido a ella.
Ambos sabían que con una llamada, Annie no tardaría ni dos minutos en estar en el hospital. A pesar de todo, no se lo había comentado.
Annie se dejó caer en la silla. ¿Estaba cometiendo el error más grande de su vida.
La boda fue perfecta.
No habría podido ser de otro modo. Todo el mundo se esforzó tanto, que resultaba imposible que no lo hubiera sido.
Incluso Tiny y Hoof tuvieron una actitud ejemplar.
Asistió todo el mundo que estaba en el listín de teléfonos y algunos más.
Pero, para disgusto de Chris, la boda no se pudo celebrar en la playa.
– Eso habría estado bien si la edad de los invitados hubiera oscilado entre los cinco y los cincuenta. Pero queríamos que viniese todo el mundo y eso habría complicado a mucha gente.
Chris miró a los dos.
– Sin duda estáis queriendo dejar bien claro que lo que empezáis es algo grande.
Annie no quiso responder. Bajó la cabeza y subrayó así un silencio que venía cuajándose desde hacía ya varios días.
Chris y Helen la vistieron con un traje sencillo pero muy bonito.
Era de tirantes, ajustado, en seda salvaje de color blanco. Las copas del pecho iban bien marcadas. Se ajustaban a sus senos perfectamente.
La espalda iba más decorada, con un escote amplio hasta la cintura, que cubría un encaje blanco muy trasparente.
La falda, ligeramente estrecha y larga hasta los pies, con un recogido atrás que creaba una pequeña cola.
La peinaron con su hermosa cabellera de rizos sueltos y le colocaron una corona de flores.
Cuando Annie se miró al espejo, la imagen que le vino fue la de una adolescente insegura preparándose para su primera fiesta.
Las risas de su madre y su hermana resonaron en su cabeza como un tambor.
Pero ellas no estaban allí. ¿De qué tenía miedo entonces?
– Estoy ridícula.
– Estas preciosa -dijo Helen.
– ¡Me gustaría que la pequeña Hannah pudiera llevar las flores! -dijo Chris-. Aunque, todo hay que decirlo, estás maravillosa con ese ramo en la mano.
– No.
– Sí, si lo estás. Y si no ves lo hermosa que eres es porque estás ciega -protestó Chris-. ¡Y no me digas que es que lo eres, porque está muy claro que no necesitas para nada esas malditas gafas que llevas. Lo único que haces es esconderte tras ellas. Bueno, aquí se acabó. Helen y yo hemos decido que discutiremos sobre todo esto más adelante. La matrona de honor está esperando. Y si alguien agarra el ramo y no soy yo, me voy a morir directamente.
La capilla estaba rebosante: gente, perros, flores, ruido.
Hannah parecía realmente feliz con lo que estaba a punto de acontecer.
Margaret Ritchie, en su silla de ruedas, agarró a la novia de la mano antes de recorrer el pasillo.
– Saborea este momento -le dijo la mujer
«No puedo», pensó Annie.
La marcha nupcial comenzó a sonar.
Muy pronto estuvieron casados. ¿Cómo había sucedido? Annie no lo sabía bien. Sencillamente, había sucedido.
El día concluyó y llegó la noche. Hubo una gran fiesta hasta el final, todos bailando bajo las estrellas.
Y, cuando la noche se fue cerrando, Tom agarró a su esposa.
– De acuerdo, mi encantadora Annie, ha llegado el momento de dejar a todos e irnos a la cama.
– ¿A la cama? -Annie se ruborizó, alzó la vista y lo miró aterrada.
– Ésa es la costumbre -dijo él-. Casi todo el mundo lo hace en su noche de bodas. Ya tengo a Hannah con Edna y a Hoof y a Tiny los he dejado en casa de un granjero. ¿Qué mayor sacrificio puede un hombre hacer?
Annie lo miró desconcertada. No había reglas en el juego que jugaban. ¿Cómo podía amar a aquel hombre y, a la vez, no amarlo?
¿Cómo podía estar derritiéndose por él y, al mismo tiempo, tener que evitar que él se diera cuenta? Ella no era más que una esposa de conveniencia.
– No te preocupes por nada, mi Annie -dijo él-. Será muy fácil.
¿Acaso alguna vez llegaría a quererla?
La noche marcó un buen comienzo.
Annie se despertó como si la hubieran santificado. No encontraba palabras para describir lo que había sucedido.
Seguro que no era más que un esposa de conveniencia, pero aquella noche la había sentido como una noche de puro amor.
Tom la había tomado como si se tratara de una piedra preciosa a la que había que tocar con extremo cuidado. Y ella se había derretido en sus brazos.
Parecían hechos el uno para el otro.
Su marido…
Ella levantó la cabeza y sintió que el corazón se le derretía. Tal vez aquello podría llegar a funcionar.
Él abrió los ojos. Su mirada era tierna, posesiva. Era su esposa.
– Despierta, dormilona -le dijo.
La besó en la frente y luego atrapó sus labios con pasión.
Annie sintió el temblor de su boca. Respondía a aquel hombre con una pasión desmedida.
Lo abrazó con fuerza. Necesitaba sentir su cuerpo desnudo.
– ¡Dios mío! ¡Me he casado con una mujer apasionada!
– Apasionada por ti.
Lo había sorprendido. Él esperaba a aquella mujer tímida y retraída que veía cada día en el hospital. Sin embargo, se había encontrado con algo completamente diferente.
– ¡Vuelves a mí!
– Por supuesto.
En respuesta, los dedos de Annie se deslizaron hasta encontrar lo que quería. Allí halló, además, una respuesta: sí, la deseaba. Tal vez, sólo era una esposa adecuada, pero en aquel momento quería estar con ella.
– Soy toda tuya, Tom McIver.
Pero aquella felicidad no duraría demasiado.
Su luna de miel acabó al mediodía.
Los médicos sustitutos tenían que regresar a su trabajo y Tom y Annie debían hacerse cargo del hospital.
El granjero que se había llevado a los perros los llevó de vuelta y sin desayunar, lo que los tenía bastante inquietos.
Edna llamó para decir que se había quedado sin leche y que quería llevar a Hannah a casa.
Tom se tuvo que duchar a toda velocidad, mientras Annie, todavía en la cama trataba de mentalizarse de su nuevo estatus.
Al salir del baño, Tom la miró complacido.
– Tienes la misma cara que un gato que acabara de comerse toda la nata de la nevera. Pero me temo que el gato se va a tener que levantar.
Ella sonrió. De pronto pensó en las noches que quedaban por venir. Estaba durmiendo en la cama de Tom. Pero, no había más dormitorios en aquel apartamento, ni para Hannah, ni para los perros.
– Tom, ¿quieres hacer algo con los apartamentos? -¿Qué? -Tom miró la habitación de arriba abajo, como si fuera la primera vez que la veía-. ¿Tú crees que necesitaremos una cama más grande?
– No. Lo que quiero decir -Annie dudó unos instantes-. Tom, Robbie sugirió que tiráramos el tabique que separa las dos casas y que hiciéramos un único piso.
Silencio.
Tom se abotonó lentamente la camisa.
– Sería mejor que esperáramos un poco, Annie.
– ¿Esperar?
– Bueno, me parecería bien poner una puerta. Pero una sola casa…
– ¿No te gusta la idea?
– No es eso. Es que los dos somos muy independientes -se encogió de hombros. Luego se acercó a ella y le acarició los rizos-. No quiero decir con eso que me cansaría de ti, pero… bueno, puede haber momentos en que queramos estar por separado.
La besó tiernamente en la nariz.
– Ya.
– ¿No estás de acuerdo?
¿Tenía alguna otra opción.
– Sí, por supuesto que estoy de acuerdo.
Era lo más razonable.
– Pues entonces no hay más que hablar -Tom se volvió hacia el espejo y se puso a peinarse.
Annie decidió levantarse y se cubrió con la sábana.
– ¿Tímida? Hace un rato no tenías vergüenza de mí.
Claro que no. No la tenía cuando creía que realmente era su mujer. De pronto, todo había cambiado.
– Hay mucho que hacer. Si te pasas media mañana arreglándote, voy a tener que ocuparme de tus pacientes.
– Me gusta no sólo peinarme, sino incluso afeitarme.
– Pura vanidad.
– Que a ti no te vendría nada mal -le aseguró él con una sonrisa.
De pronto, salió de la habitación, abrió la puerta del apartamento y pasó al de ella.
Annie lo oyó moverse por su dormitorio, hasta que al fin regresó, con un gran montón de ropa. ¡Su ropa!
La dejó en el suelo.
– Es el fin del reinado de las camisas tres tallas más grandes de lo que te corresponde.
– ¡Estás loco!
– ¡No! Soy tu marido y, como tal, merezco un poco de atención. Odio esta ropa y quiero que desaparezca -dijo él con sentido del humor.
– ¡Pues si no te gusta mi ropa no entiendo por qué te has casado conmigo!
– Porque eres perfecta en todo lo demás, y esto era solucionable -se acercó a ella-. Annie, eres realmente hermosa. Ayer, cuando te vi aparecer vestida de novia, me dejaste sin respiración. Necesito que todo el mundo vea lo que yo veo. Helen, Chris y yo…
– ¿Helen y Chris?
– Me gusta ser malicioso en equipo -se rió Tom-. Así puedo decir que ha sido idea de otros.
– ¿Y qué idea se les ocurrió esta vez?
– No, qué idea se me ocurrió a mí.
– Vamos.
– Decidí que desde el día de hoy te haría salir de tu escondite. Para lo cual, el primer paso era deshacerme de toda tu ropa. Por supuesto que necesitarás cosas que ponerte. Mandé a Chris y Helen a Melbourne el fin de semana pasado y te compraron todo esto.
Sacó dos inmensas maletas.
– ¡Las voy a matar!
Annie se sentó en la cama, desnuda y perpleja.
De aquellas maletas empezaron a salir las cosas más insospechadas: lencería fina de variados modelos y colores, vestidos de verano demasiado cortos, pantalones ajustados, camisetas de su talla, camisas, faldas, medias…
– ¡Jamás me he puesto este tipo de ropa!
– Pues siempre es buen momento para empezar, ¿no crees?
– Tom…
– Lo siento, no tienes opción. Si te fijas, hemos rociado toda tu ropa con lejía y salsa de soja.
– ¿Qué?
– No te preocupes, la semana próxima irás con Chris o con Helen a comprarte lo que necesites.
¡Con Chris o con Helen! Él no estaba dispuesto a acompañarla.
– Tom, a mí me gustaban mis vaqueros y mis camisas.
– No, no te gustaban. Alguien en algún momento te había hecho perder la confianza en ti misma y te limitabas a esconderte tras esa ropa -se aproximó a ella-. Annie, yo he descubierto ya cómo eres y no me importa lo que lleves puesto. Pero sé que hay una Annie a la que no dejas salir y voy a hacer lo imposible porque viva.
La besó tiernamente, pero fue un beso fraternal.
– Y aquí se acabó -dijo Tom.
Los perros esperaban impacientes a la puerta y Tom decidió dejarlos entrar. Llegó la catástrofe.
Sin pensárselo dos veces, los dos canes se lanzaron como locos sobre la cama en la que se había repartido toda la ropa.
Con el impulso, lograron tirar a Annie al suelo, Tiny terminó con un sujetador en la cabeza y Hoof con un liguero en el hocico.
En ese preciso instante, entró Edna con Hannah y la primera visión que tuvo del nuevo hogar fue Annie, con su disfraz de recién nacida, rodeada por kilos de ropa y dos perros saltarines girando a su alrededor.
– Buenos días, señora Harris -dijo Tom manteniendo la compostura como podía. Se apresuró a agarrar a la pequeña por si el impacto de la visión le hacía perder el equilibrio o algo similar-. Muchas gracias por haberse ocupado de la niña.
Annie miró a su alrededor. Su vida marital acababa de empezar.
– No se preocupe por nosotros -dijo Tom-. La llamaremos. Tenemos todo lo que necesitamos.
¿Era eso verdad?