Tom había metido en el coche todo lo que había previsto para una maravillosa fiesta de compromiso.
Lo único que faltaba era el escenario romántico.
Además de la comida, estaba el canasto de Hannah, la maletita con su ropa de recambio, los pañales, otra maleta con la leche, el hornillo para calentar el biberón, etc, etc, etc… Eso, sin contar los dos enormes perros que ocupaban toda la parte de atrás.
– ¿Tienen que venir con nosotros? -preguntó Annie, que comenzaba a comprender el porqué del rotundo no de Sarah.
– Los he echado de mi dormitorio, pero no puedo echarlos de mi vida.
– Ya veo -los dos perros tenía la cabeza fuera de la ventana y las lenguas caían casi hasta el suelo-. ¿A Hannah le gustan los perros?
– ¿A quien podrían no gustarle mis perros? -dijo Tom-. ¡Son geniales!
– Ya…, bueno…
– ¿A ti no te gustan? -Tom parecía perplejo.
Annie se lo pensó durante unos segundos.
– Tengo que decir, que los he visto más inteligentes -admitió ella al fin-. Estos parecen, ¿como te diría? Es como si la luz estuviera encendida, pero no hubiese nadie en casa.
– ¡Calla! Te pueden oír. ¡Cómo se te ocurre decir algo semejante de mis chicos!
– Apuesto a que no están entrenados para hacer nada, aparte de aullarle a la luna.
– Bueno… Comen cuando yo se lo ordeno.
– ¡De eso no me cabe duda!
– Y saben cómo comportarse en la casa.
– Sí, los has educado perfectamente para que duerman en tu cama. A veces me preguntó cómo hacer para vivir en tu propia casa. ¡Lo ocupan todo! ¿Cómo es que no te compraste un par de chiguaguas.
– No los compré. Eran de uno de mis pacientes, un anciano que murió el año pasado. Hoof y Tiny eran suyos. Los iban a llevar a la perrera, entonces me miraron y…
Lo habían mirado y se había perdido.
Silencio.
¿Alguien conocía aquella faceta de Tom? Aquel era el Tom que Annie había visto desde la primera vez que lo conoció.
Para el resto del mundo, Tom McIver era un hombre duro, mujeriego y vividor. Sin embargo, era blando y sentimental como un bebé.
Entonces, ¿cómo iba a dar a su hija en adopción, cuando no había sido capaz de entregar a dos perros desconocidos?
A penas si hablaron durante el trayecto. Los perros no dejaban de ladrar.
En cuanto llegaron al río, los perros saltaron del coche y comenzaron a jugar como locos.
Tom desató a Hannah de la sillita que le habían prestado y la puso en el canasto, junto al río.
Después, sacó tantas cosas del maletero, que Anna tenía la sensación de que estaba viendo un prodigioso acto de magia.
– ¡Esto si que es un banquete para seducir a la más dura de las mujeres del mundo! -dijo Annie y se sentó sobre los cojines que Tom había puesto sobre la alfombra-. ¿Estás seguro de que quieres desperdiciar todo esto conmigo?
– No lo sé -Tom se inclinó para abrir el recipiente en el que estaba la langosta y lo dejó delante de Annie.
Tom estaba de pie junto a ella. Se alzaba majestuoso, con unos pantalones cortos que dejaban ver sus piernas musculosas, y una camiseta que se pegaba a sus hombros potentes.
– Pensé que era una buena idea. Ahora ya no estoy tan seguro.
Ella no lo escuchaba. Estaba demasiado encantada con la imagen de su cuerpo. Inmediatamente después, el aroma de la langosta captó su atención.
– Bueno, ya no puedes cambiar de opinión. Al menos, no hasta que me haya comido mi correspondiente ración de langosta.
– ¿Te gusta?
– Ofréceme una langosta y soy tuya para siempre -Annie se ruborizó. No quería haber dicho eso-. Pero puedes tomarte media.
La sonrisa de Tom se desvaneció.
– Annie, ¿por qué te vistes de ese modo?
– ¿Qué quieres decir?
– Esta mañana pensé que invitarte a un picnic era una idea sensata -Tom agitó la cabeza confuso-. Cuando entré en tu casa y te vi, con la camisa del pijama, el pelo suelto, consideré la idea como extraordinaria. Pero ahora, vuelvo a pensar que es solamente sensata. Con esos pantalones y esas camisas gigantescas da la sensación de que te estás escondiendo.
Annie se ruborizó. Tenía razón. Además, hacían una pareja espantosa. Tom era como el héroe de una novela romántica y Annie como la institutriz solterona de algún cuento terrorífico para niños.
Pero era un médico, no una amante. ¿Qué quería?
– Me gusta ir así.
– Pero tienes un pelo precioso y suelto está… -se acercó a tocarla, pero Annie retrocedió.
– Tom esta langosta está fabulosa. Cómete tu ración antes de que me olvide que tú también tienes ciertos derechos sobre ella.
Pero la atención de Tom no estaba centrada en la comida. Por primera vez en ocho meses estaba viendo a Annie como mujer.
– Los vaqueros y las camisetas gigantes son para niños, no para llevarlos en una cita. ¿Por qué no te pones vestidos, incluso vaqueros con camisetas de tu tamaño?
Annie mordió otro pedazo de langosta.
– Tú decides lo que te pones, deja que yo me ponga lo que quiera -dijo Annie realmente indignada.
– Pero…
Annie dejó caer la langosta. Después de tantos años debería de haber estado inmunizada contra los comentarios sobre su aspecto. Pero no era así.
Tom le agarró la mano.
– ¿Te he molestado? ¿Por qué?
– No, no me has molestado.
– Mentirosa…
– Tom… -Annie retiró la mano. Él no opuso resistencia, pero se arrodilló en le cojín que había junto a ella.
– Annie, no me había dado cuenta antes, pero… ¿Te ocurre algo? ¿Hay alguna razón por la que te pones esa ropa y te escondes tras la bata blanca y el estetoscopio. Hay algo que te hace sentir miedo.
– No -dijo Annie-. Me gustan los vaqueros y las camisetas, eso es todo. Respecto a lo de tener un problema, eres tú el que lo tiene, ¿recuerdas?
– Sí, pero mi pequeño problema está completamente dormido y recabando fuerzas para esta noche. Ahora, quiero concentrarme en ti.
– No sé por qué, de pronto, quieres hacer eso, cuando llevo ocho meses trabajando aquí, y jamás has mostrado el más mínimo interés.
Tom frunció el ceño.
– Sí, pero tal vez he estado ciego.
– O tal vez quieres algo de mí ahora.
– Ya te lo he dicho, Annie. No quiero nada.
– Entonces, ¿por qué estoy aquí?
– En principio porque los pañales, en el fondo, me aterran.
La respuesta de Tom le arrancó a Annie una sonrisa que desembocó en una risa que compartieron.
Annie se relajó. Quién sabía, después de todo, tal podría ser divertido.
Tom le sirvió un poco de champán y ella lo miró críticamente cuando lo vio servirse una copa a sí mismo.
– ¡De acuerdo, de acuerdo! Sé que estoy de guardia. Pero no pienso tomar más que una. El champán me hace sentirme inteligente.
– ¡Más que de costumbre! ¡Cielos, estamos perdidos! -dijo Annie y volvieron a reírse.
Se sentía cómoda ahora que el trato volvía a ser el de siempre. Eran dos colegas, casi como dos hermanos…
Sólo que lo que sentía Annie por Tom no era precisamente fraternal.
Tom comenzó a hablar de Robert Whyke, de su espalda y de los problemas que estaba teniendo. Eso la tranquilizó. Cuando se trataba de hablar de medicina, se sentía como pez en el agua.
De vez en cuando daba alguna que otra opinión, pero, sobre todo, se dedicaba a escuchar.
Se recostó sobre los cojines y continuó bebiendo. En aquellas circunstancias, cada vez era más difícil sentirse como la hermana de Tom.
El champán ya había empezado a hacer su efecto mágico y Annie se sentía rara. Muy bien, pero rara.
El lugar era idílico. Estaban reposando bajo un montón de árboles, mientras el río pasaba al lado, con su sonido relajante. La luz del sol se filtraba entre las hojas de los árboles.
Annie se relajó por completo y dejó que la paz del momento la envolviera. Miró a Tom.
– Deberías dormir -le dijo-. Te despertaré si llaman del hospital. Considerando lo tranquilos que están tanto Hannah como los perros, me presto a quedarme con ellos hasta que tú vuelvas… Siempre y cuando me dejes el resto de la langosta.
– ¡Qué generosa eres! -Tom sonrió. Pero su sonrisa era diferente a la de otras veces. Parecía confuso, como si, de pronto, no supiera quién era-. Annie…
– ¿Sí? -Annie estaba tumbada. Se había bebido ya dos copas de champán y sentía cómo los dedos se le empezaban a dormir.
Se sentía feliz, estúpidamente feliz.
– Cuéntame algo sobre ti -Tom sacó un termo y sirvió dos tazas de café.
– ¿Sobre mí? Ya lo sabes todo. Leíste mi informe cuando solicité el trabajo.
– Sé todo sobre tu vida académica -el dijo él-. Que, por cierto, es impresionante. Eres una de las personas que antes se ha graduado en la historia de la universidad. Estuviste un año como residente y luego un año de anestesista y otro de pediatra. Tus informes, impecables. Pero desde que llegaste, no has mostrado el más mínimo interés por nada más allá del trabajo.
– Es que la medicina es lo que más me importa.
– Pero, Annie, hay otras cosas. Yo hago otras cosas. ¿Estás diciendo que porque no me dedico única y exclusivamente a mi vida profesional, no soy un buen médico?
– ¡Jamás se me ocurriría decir eso -dijo ella sin mirarle a los ojos-. Yo hablaba de mí. Me gusta lo que hago y me gusta dedicar todo mi tiempo a ello. Pensé que eso era lo que tú querías.
– Pero también tienes tiempo para otras cosas… Sólo que tú no pareces tener ningún interés.
– No lo tengo -Annie se encogió de hombros y trató apartar de su memoria el recuerdo de aquellas palabras: ella sería una trabajadora dura y, con un poco de suerte, una solterona dedicada en cuerpo y alma a todo aquello-. No hace mucho que empecé a ejercer la medicina, ¡y me queda tanto por aprender!
– En medicina siempre quedan demasiadas cosas por aprender. Lo importante es encontrar el equilibrio.
– El que tú has encontrado.
– De algún modo -miró a la pequeña, que dormía plácidamente en su capazo-. Aunque ahora ese equilibrio tendrá que cambiar.
Annie asintió y dejó la taza vacía en la cesta de picnic.
El champán se había diluido un poco con el café y empezaba a sentir la necesidad de cambiar de tema.
– Tom, ¿de verdad que estás pensando en quedarte con Hannah?
– Quizás -Tom miró a lo lejos. En el claro los perros habían empezado a describir círculos como endemoniados.
– ¿Eso quiere decir sí!
Tom asintió.
– Eso creo -se puso serio-. Ha sido un verdadero shock para mí. Pero estuve hablando por teléfono con la madre de Melissa esta mañana. Al parecer, Melissa llegó de Israel embarazada de ocho meses, con la idea de dar al bebé en adopción. Pero el hombre del que se ha enamorado está escalando una montaña en Nepal. Allí era donde quería ir ella también. Le importa un rábano el bebé. Nuestro bebé. Así es que sólo quedo yo. Me resulta muy difícil ver claramente lo que estaría bien y lo que estaría mal. Quizás para Hannah lo mejor sería que la adoptaran. Pero me pesaría tanto que así fuera… Quiero que se quede conmigo. Lo que no sé es cómo hacerlo. El problema es que no sé nada sobre niños y, la verdad, no había pensado que tendría que saber nada en tan breve período de tiempo.
Se quedó en silencio unos segundos.
– Sé lo que significa no ser querido. Mis padres nunca me quisieron. Mi padre trató de convencer a mi madre para que abortara. Pero mi madre no lo hizo porque temía los procedimientos médicos.
Se pasó una mano por el pelo y continuó.
– Nunca les importó decírmelo claramente. Les había estropeado la vida. Tuve niñeras adolescentes hasta los cinco años. A partir de ahí, fue mi abuela la que se ocupó de mí, hasta que me mandaron a un internado. Aparte de mi abuela, no tenía a nadie. La idea de que a mi hija le pueda suceder lo mismo, de que se sienta sola y abandonada, me resulta demasiado dolorosa. La idea de que no te quieran…
Cerró los ojos y, cuando los abrió de nuevo, sólo había dolor, mucho dolor.
– He estado pensando y no creo que pueda separarme de ella. Lo que dijo Helen anoche fue muy duro, pero fue real. Una vez que la dé, no sabré dónde está, ni tendré ningún control sobre ella.
Sus palabras estaban cargadas de un montón de sentimientos contradictorios, pero predominaba el dolor. Annie se conmovió.
– Bueno, creo que ya he hablado bastante de mí. ¿Y tú, Annie? ¿Tu familia te quiso mucho?
– ¿A mí?
– ¿A quién si no?
Annie se ruborizó. La pregunta había sido ciertamente estúpida. No había nadie más que pudiera contestar.
Annie no estaba acostumbrada a contar nada de su vida privada.
Pero Tom le había abierto su corazón. Ella tenía que dejarle entrar en el suyo.
Quizás no era tan mala idea. Tal vez, así dejaría de dolerle de aquel modo.
– Mi padre nos abandonó cuando yo era muy pequeña -admitió Annie-. Mi madre tampoco me quería. Tengo una hermana mayor que es muy guapa. Mi madre no sabía qué hacer conmigo.
– Pero tú eres preciosa.
Era una afirmación innecesaria, además de falsa para Annie.
– Tom, no…
– ¿Te pasaste toda tu infancia escuchando que eras fea? -preguntó Tom incrédulo.
Annie se desconcertó.
Podía sonar estúpido que le hubiera dolido tanto. Pero la madre de Annie era una ex-modelo que valoraba a la gente sólo por su físico. Según su punto de vista, Annie no cubría los estándares mínimos a los que una hija suya debía llegar.
Especialmente, en comparación con su hermana: piernas infinitas que llegaban hasta el cielo. El tipo de Tom, en definitiva.
A los quince años, un chico del instituto le pidió que fuera con él a una fiesta. Annie no se lo creía. No podía creerse que aquel chico le pidiera a ella salir. Se había pasado dos meses ahorrando de su paga para comprarse un vestido que a ella le parecía fabuloso.
Cuando bajaba por la escalera, ansiosa de que su madre la viera, tanto ella como su hermano se habían burlado de su atrevimiento.
Para colmo de males, cuando su acompañante llegó a la casa y conoció a su hermana… fin de la historia. Annie regaló el vestido a una asociación caritativa y, a partir de aquel momento, se limitó a los vaqueros y las camisetas gigantes.
Los chicos con los que saliera serían personas con los mismos intereses que los suyos, que les gustara, sobre todo, el estudio y el trabajo.
Hasta que conoció a Tom. Desde aquel momento había tenido serios problemas en salir con nadie. ¡Era estúpido! Pero irremediable.
– Así es que decidiste esconderte para siempre -afirmó Tom. Y, por su tono de voz, estaba claro que Annie rebosaba infelicidad-. Annie…
– Tom, no…
Annie alzó la mano, pero él fue más rápido. Ya le había quitado las gafas. Y, antes de que ella pudiera ni imaginárselo, ya le había soltado el pelo.
Entonces, se sentó y la observó.
– No permitas jamás, a nadie, que te diga que no eres hermosa, Annie Burrows -dijo Tom-. Te estarán mintiendo por algún motivo.
¡Eso ya era demasiado!
– Tom McIver, ¿cómo te atreves a decirme eso? -dijo ella-. Si llevo ocho meses trabajando contigo y ni te habías dado cuenta de que era una mujer.
– Eso era por la coraza que llevabas encima. Y, desde luego, he sido un estúpido -le apartó un rizo de los ojos. Ella se retiró como si su mano quemara.
– ¿Qué te pasa? ¿No te gusta que te toque?
¡Cielo santo! ¿Que si no le gustaba que la tocara? El problema era, precisamente, que estaba deseando lo que la tocara. Pero no confiaba en él. Había ido a aquel picnic como la sustituía de Sarah.
– Tom, es hora de irnos.
– No, no es hora de irnos -dijo Tom con firmeza-. Rob nos llamará si nos necesita. Está todo controlado y, a menos que entre una urgencia, no nos necesita nadie. Es domingo por la tarde y todo Bannockburn está dormido.
– Entonces, nosotros deberíamos hacer lo mismo. ¿Y si nos toca estar despiertos esta noche?
– Nos preocuparemos de eso cuando llegue. Annie, ¿de qué tienes miedo?
– Yo no tengo miedo.
– Quieres decir que, si te beso, no huirás de mí.
– Tú no quieres besarme…
– Sí, sí que quiero…
– Tom…
Pero Tom ya no estaba escuchando. Lentamente, se aproximó a ella y la besó. Y fue el beso con el que Annie había soñado toda su vida.
¿Y para él? Por primera vez, Tom descubrió que Annie era en todo una mujer, una verdadera y ardiente mujer, hecha para él.
Porque, cuando sus labios se unieron, fue como si se derritieran dos piezas que encajaban perfectamente, que habían estado esperando toda la vida a ser unidas por efecto del azar o del champán.
Tom se tensó al sentir aquello. Nunca antes había vivido nada igual.
Al principio, Annie se había quedado inmóvil. Pero, poco a poco, el fuego la había ido poseyendo, hasta desencadenar un torbellino.
¿Y Tom? La agarró con fuerza y atrajo su cuerpo contra el suyo, hasta que se unieron. Y sintió contra su torso, los pechos turgentes y las curvas bien dibujadas de aquel cuerpo que se escondía tras la muralla.
Y aquella mujer que tenía en sus brazos no era como las otras, ni como él pensaba que quería a una mujer.
Pero resultó ser mucho mejor.
Tom fue el que se apartó, sobresaltado por el repentino chorro de sensaciones desconcertantes.
– Annie…
– ¡No!
Durante un largo rato, se miraron. Estaban perdidos, ambos. Annie se apartó. Se las arregló para levantarse.
– ¿Qué… qué demonios te crees que estás haciendo? -estaba completamente pálida-. ¿Cómo te atreves…? -Annie -Tom hizo un amago de levantarse y acercarse hacia ella. -No.
– Annie, no ha sido más que un beso.
– Lo sé -estaba temblando como un pajarito-. Eso es todo, un beso.
¡No significaba nada! Por eso dolía tanto. -Tú querías que te besara, tanto como yo quería besarte. ¡No es un crimen!
– Lo es.
– ¡No me estarás diciendo que has llegado a los veinticinco sin haber besado a nadie!
– No, pero significa más para mí que…
Annie estaba llorando. ¿Cómo podía explicarle a ese hombre que aquel beso transformaría su vida?
Amar a Tom McIver y no recibir nada a cambio era llevadero. Pero aquello, no lo era. Tendría que marcharse.
– Annie, lo siento. De verdad que ha sido un impulso irrefrenable.
– Eso es porque soy mujer.
– ¿Quiere decir eso que me voy detrás de cualquier cosa que tenga faldas?
– ¡Si! -Ya…
– Es verdad, ¿no? -preguntó ella furiosa-. ¿Con cuantas mujeres has salido desde que yo estoy aquí? Debo de ser la única que no ha estado en tu cama, Tom McIver. Creo que ese es el motivo. No puedes permitirte que te quede una sin tocar.
– Eso no es verdad -Tom estaba casi tan desquiciado como Annie.
– Lo siento, yo no voy a ser un trofeo más en tu colección.
Tom la miró a los ojos.
– Annie, jamás haría eso. Tú eres especial…
– Pero…
– Pero tienes miedo.
– No, no tengo miedo. ¿Por qué habría de tenerlo?
– Yo no voy a hacerte daño.
– ¡Claro que no me vas a hacer daño! ¡No voy a permitírtelo! Anoche besabas a Sarah. Como hoy no la tienes, me besas a mí.
– Tú eres muy diferente a ella.
– Soy diferente a todas ellas. Y por eso tú no me deseas, Tom McIver. Sólo estás haciendo tiempo, hasta que otra Melissa u otra Sarah entren en tu vida.
En ese momento, la pequeña Hannah se despertó. Annie suspiró aliviada. Se acercó al canasto de la pequeña y la agarró en brazos.
– Tom, deja de jugar con las cosas -dijo ella en un tono de súplica-. Tienes que poner tu vida en orden, dejar de saltar de mujer en mujer, si realmente dices en serio que quieres darle un hogar a esta pequeña.
Tom se puso serio.
– No estoy jugando. Por primera vez en mucho tiempo estoy hablando y actuando seriamente.
– ¿De verdad? -dijo ella con sorna.
– De verdad -respondió él con franqueza.
Silencio.
Tom se quedó inmóvil, mirando a la mujer que tenía delante.
Annie estaba confusa, descalza, con el cabello suelto cayendo como una hermosa cascada de rizos sobre su rostro, y su hija en brazos. Y Tom se quedó encandilado con la escena, absorto como alguien que hubiera tenido una visión.
– Tom, ¿qué ocurre? -preguntó ella alarmada.
– Annie… acabo de darme cuenta de algo…
– ¿De qué? -preguntó ella furiosa.
– Algo que Helen dijo antes y que no comprendí. Pensé que, sencillamente estaba diciendo una estupidez, pero ahora… Annie, tenía razón.
– Qué…
– Annie, ¿te quieres casar conmigo?