Annie se quedó boquiabierta. Tom, que había logrado recobrar el equilibrio, sonrió. Al fin y al cabo había tenido dos minutos más para adaptarse a la idea.
– Cierra la boca, Annie. Te van a entrar moscas.
– ¡Estúpido!
Una vez más, él sonrió. ¡Cómo no! Siempre trataba la vida como si fuera una broma. Pero aquella broma no tenía ninguna gracia.
– Te estoy pidiendo que te cases conmigo -insistió-. No es algo tan fuera de este mundo.
Annie se recompuso como pudo.
– ¡Por supuesto! Es lo más normal del mundo. ¿Cómo se me ocurre estar sorprendida? El viernes Melissa deja en tu puerta un bebé, el sábado le pides a Sarah que se case contigo y ahora… Ahora me besas y me pides que sea yo la que se case contigo. ¡Es completamente lógico! Me pregunto cómo no se me ha ocurrido ir esta mañana a primera hora a comprarme un vestido de novia en previsión de lo que iba a ocurrir -sus ojos estaban llenos de furia-. ¿Tienes un anillo de compromiso para mí, Tom? ¿Es de mi talla? ¿O es de la talla de Sarah o de Melissa? ¿O es para alguien que aparecerá mañana?
– Annie…
– Deja de enredar las cosas, Tom -protestó-. Ya está bien de bromas de mal gusto, Tom. Utilizas a las mujeres y yo no voy a permitir que hagas lo mismo conmigo.
– Yo no…
Pero Annie ya no lo escuchaba.
– Me voy andando a casa -le dijo-. Te puedes quedar aquí y tratar de pensar en alguna otra mujer a la que convencer de que haga lo que tú quieres.
Antes de que Tom pudiera decir nada, Annie ya estaba de camino. Se había puesto en marcha a una velocidad prodigiosa.
Sólo que se olvidó de algo.
Llevaba a la pequeña Hannah en brazos. Para cuando se dio cuenta, ya era muy tarde.
Tom la siguió.
Desde luego, correr llevando a la pequeña en brazos era harto imposible. Además, las piernas de Tom debían de ser casi un metro más largas que las de Annie.
Muy pronto lo tuvo a su lado.
Tom posó su mano suavemente sobre el hombro de Annie y ésta se detuvo.
– ¿Me podrías devolver a mi hija?
– No te la mereces, devorador de mujeres.
– ¡No soy un devorador de mujeres! No me acuesto con todas las mujeres que salgo.
– ¡Qué selectivo!
Hannah parecía realmente divertida por la acción de la escena que estaba teniendo lugar.
Tom le dio a su hija una ligera sonrisa y volvió a centrar su atención en Annie.
– Annie, puede que te sorprenda, pero eres a la primera mujer que le propongo matrimonio.
– ¿De verdad? ¡Qué amable eres! ¿Y se supone que debo arrodillarme ante ti en agradecimiento?
– Bueno, un poco de cortesía no estaría mal -dijo Tom-. La verdad es que no entiendo qué es lo que he hecho para que te pongas así conmigo. De verdad, Annie, en lo que dijo Helen se deducía que se estaba refiriendo a ti. Yo pensé que era una locura en ese momento. Pero después de besarte me he dado cuenta de que era realmente sensato.
– ¡Sensato! ¿Y qué tendría de sensato para mí casarme contigo?
Tom sonrió a su hija y, después, sonrió a Annie.
– Podríamos ser una familia, los tres.
– ¡No, perdona, no seríamos tres, sino un batallón! No sólo tú, la niña y yo, sino los perros y todas las mujeres solteras de la zona.
Tom suspiró.
– Annie, yo no soy un mujeriego.
– ¡Vaya, sigues insistiendo! Lo siento pero esa no me la trago.
– Annie…
– Me voy a casa.
– Te importaría devolverme a mi hija primero -preguntó Tom-. Si se acostumbra a ti, será difícil que quiera dejarte marchar.
– Eso es exactamente lo que a ti te gustaría: una madre adecuada, que cubriera tus necesidades. Podemos hacer un agujero en el tabique que separa nuestros apartamentos, para que me puedas pasar la cuna siempre que tengas a una de tus amiguitas en casa.
– Annie, mi oferta de matrimonio es seria -la sonrisa de Tom se desvaneció. Agarró a su hija y miró a Annie-. Cuando digo que podríamos ser una familia, me refiero a una familia de verdad. Eso significa respeto y fidelidad.
– Sí, claro. Fidelidad como pago a una niñera adecuada -se detuvo ensordecida por los ladridos de los perros-. Y si no haces callar a esos malditos perros me voy a volver loca. ¡Se van a comer a los pobres pájaros!
– Es un buen ejercicio para ambos. ¡Tiny, Hoof!
Pero Annie ya no prestaba atención a Tom. Estaba mirando a lo lejos, a la desembocadura del río.
– Tom, no están ladrando a los pájaros -dijo Annie con urgencia-. Ladran a ese bote. ¡Tiene problemas!
– ¡Un barco! No veo nada.
– Las olas lo cubren. ¡Tom, me ha parecido ver a alguien que caía al agua!
Pero Tom ya no estaba a su lado. Le había dado a la niña y corría hacia la orilla.
¿Qué puede hacerse en una emergencia con un bebé en los brazos?
Olvidándose de la dificultad que tenían encima, corrió hacia el coche y agarró el móvil.
– Dave, hay un barco en la ría que está teniendo serios problemas.
– Llamaré a la patrulla marina. Estaré allí en cinco minutos.
Hecho. Paso siguiente… ¡Tom! No podía ir solo él a rescatar el barco. Tenía que hacer algo. Buscó cuerda, el botiquín de emergencia… Hannah. La dejó en su cuco, se puso la cuerda al cuello y al otro lado el botiquín y se dirigió hacia la orilla.
Hannah debía estar preguntándose qué tipo de vida desquiciada le había tocado, pues no hacía más que cambiar de brazos y de ritmo. Pero más bien parecía divertida por todo lo que estaba sucediendo. Era hija de Tom en todos los sentidos y se parecía en todo a él.
Había una pequeña cueva justo en el punto en que el río y el mar confluían. Hacía de refugio. Dejó a la niña ahí.
– Ahora vengo, pequeña. No puedo dejar a Tom solo.
Los perros habían dejado de ladrar y miraban tan preocupados como lo estaba Annie.
Ella se detuvo. No, no podía pasar. Tom estaba ya demasiado lejos como para poder utilizar ninguna de las cosas que ella llevaba en el botiquín.
El barco estaba ya medio hundido.
A su llegada a la pequeña ciudad, le habían advertido del peligro que encerraba aquella pequeña ría. Aparentemente tranquila, era un lugar endemoniado en que las rocas y las corrientes podían jugar muy malas pasadas tanto a navegantes como a bañistas.
Miró a lo lejos. No veía al hombre que había caído del barco. Sólo estaba Tom.
Y, aunque era un buen nadador, el tamaño y la fuerza de las olas era suficiente para arrastrar a cualquiera.
El navegante había sido un verdadero estúpido. Y, por su necedad, ahora Tom corría peligro.
Las olas eran cada vez más grandes y, de repente, ya no vio tampoco a Tom. Con el corazón en un puño, Annie no dejaba de buscar inquieta algún rastro de Tom. Nada.
Hasta que, de pronto, le vio. Volvía hacia la costa arrastrando a un hombre.
Entonces Annie, bajó y se metió entre las rocas. Extendió la cuerda y ató un extremo a una de las piedras.
Tom seguía nadando hacia ella.
En cuanto estuvieron a una distancia razonable, ella lanzó el extremo de la cuerda. ¡Pero no llegó!
Tom la miró con desesperación. ¡Estaba agotado, no iba a poder llegar!
A toda prisa, recogió de nuevo la cuerda y la lanzó con todas sus fuerzas.
Por fin, Tom pudo agarrar el extremo y ella tiró hasta ponerlos a salvo.
Sin aliento, Tom gritó como pudo.
– ¡Máscara!
Annie se quedó confusa un instante.
– ¡Por Dios, la máscara de oxígeno!
Por fin reaccionó. Corrió a por el botiquín de primeros auxilios.
¿Cómo iban a lograr resucitar a aquel hombre en aquel lugar?
Pero no tenían tiempo de llevarlo a la arena.
Tom y Annie utilizaron sus cuerpos para proteger al ahogado de los golpes de las olas.
– Respira, maldito, seas. ¡Respira! -le gritaba Tom, mientras le daba un masaje cardíaco.
Annie le ponía oxígeno.
¡Tenía que respirar! Si Annie lo había visto caer, eso significaba que no podía llevar más de cinco minutos en el agua.
– ¡Respira, respira!
Y, finalmente, lo hizo.
El hombre sufrió una convulsión y expulsó todo el líquido que tenía en los pulmones.
Luego abrió los ojos y trató de balbucear algo. No podía hablar. El intento de palabras se fundió con la tos.
– Está a salvo. Tranquilícese -Tom le agarró la cabeza y lo levantó ligeramente. Todavía había urgencia en su voz-. ¿Había alguien más en el bote?
Silencio.
La tensión era cada vez mayor.
Por fin, el hombre negó con la cabeza.
Respiraron.
De pronto, parecía haber gente por todas partes. Dave y su compañero venían corriendo por la arena con una botella de oxígeno. Por el mar se acercaba una lancha, cuyo capitán gritaba con el megáfono.
Annie retrocedió. Estaba a punto de llorar.
– No lo haga, doctora. Eso arruinaría su fama como médico -estiró la mano y le acarició suavemente la cara-. Todavía tienes el pelo suelto y no llevas las gafas… estás preciosa y me has salvado la vida…
No se merecía aquel cumplido.
– Yo no he hecho nada.
– Lo has hecho todo. Quizás no eras consciente del peligro que corrías porque sólo pensabas en nosotros. Pero sin ti, no habría podido sacarlo. Las olas rompían con tanta fuerza que era increíble verla, doctora Burrows, firme como la más firme de las rocas, atando la cuerda y lanzándola con fiereza -se dirigió entonces hacia el hombre que yacía en el suelo-. Tranquilícese amigo y tómese su tiempo. Gracias a esta mujer está usted vivo.
– Gracias a los dos…
Enseguida, el equipo de salvamento se ocupó del hombre.
La ambulancia lo trasladó rápidamente al hospital, mientras Tom le aplicaba oxígeno.
El barco ya había desaparecido por completo.
– Me iré en la ambulancia. Todavía no puede respirar bien y no estoy seguro de que sea simplemente por el shock emocional. Quiero comprobar sus pulmones -dudó unos segundos-. ¿Puedes llevarte el coche con todas mis pertenencias?
Annie consiguió sonreír.
– Supongo que sí, si no te importa que ponga mi húmedo trasero en el asiento de tu coche.
– Puedes poner tu trasero donde quieras -Tom sonrió-. Gracias Annie. Siento que tengas que acabar llevándote a mi hija y a mis perros.
– No me importa. Pero no te acostumbres.
– Bueno, vámonos. Ponte algo seco. Continuaremos con nuestro picnic en otro momento.
– Tom…
– No creas que se me ha olvidado la propuesta que te hice. Es mucho más sensata de lo que tú piensas.
– Por favor. No empieces otra vez. Es tan sensata como tus perros.
– Pues gracias a mis perros nos dimos cuenta de que había un hombre ahogándose y gracias a mis perros está vivo. Tal vez son mucho más sensatos de lo que parece a primera vista. Y, por cierto, continúan siendo sensatos.
Señaló hacia donde estaba el cesto de Hannah. Los dos canes se habían colocado a su lado, vigilantes. Nadie podría atreverse a hacer daño a la pequeña.
– ¿Sensatos?
En cuanto llegaron al hospital, la señora Farley se ocupó temporalmente de Hannah.
– Ve y cámbiate de ropa -le dijo a Annie-. Debes de estar agotada. El doctor ya nos ha contado lo sucedido. Yo me encargaré de la pequeña. Y sé de alguien a quien le encantaría cuidar de ella también.
Annie se duchó y se cambió de ropa. Luego trató de hacerse un plan para la tarde.
Tom no la necesitaba.
Albert Hopper, el hombre del barco, ya estaba en vías de recuperación. Sus pulmones estaban mejor de lo que Tom había esperado.
Así es que podría, si quería, evitar a Tom sin ningún problema.
No era fácil. El hospital era pequeño.
Trató de trabajar, pero nadie la necesitaba. El único paciente que no dormía era Rod Manning, quien continuamente la insultaba y la amenazaba.
– Así es que su ética la obliga hacer algo tan poco ético como arruinar mi vida. ¡No tenía ningún derecho a darle esos análisis a la policía! Cuando salga de aquí se va a enterar. Mis abogados van a hacer que lo pase muy mal. Además, no me quiere dar un analgésico suficientemente fuerte.
Annie no podía defenderse en aquellas circunstancias. Le dio la mayor cantidad de analgésicos que podía y decidió aplazar el problema para cuando tuviera que enfrentarse de verdad a él.
Trató de centrarse en el trabajo burocrático que quedaba por hacer en la oficina. Pero no dejaba de oír a Ton, moviéndose de arriba a abajo y dando órdenes aquí y allá.
En definitiva, que no se podía concentrar.
Decidió irse a dar un paseo y volvió cuando ya había anochecido.
Y volvió a escuchar a Tom al otro lado del finísimo tabique que los separaba. Le daba el último biberón a Hannah antes de meterla en la cama.
De pronto, llamaron a la puerta. No, no y no. No estaba dispuesta a soportarlo más.
– ¡Vete, Tom! Es muy tarde y no quiero verte.
– ¿Por qué no? -la voz de Tom sonaba suave como la seda.
– Porque no.
– Annie déjame entrar.
– Estoy cansada.
– Y yo también lo estoy de hablar a través de una puerta cerrada. Si grito más, voy a despertar todos los pacientes. Vamos, Annie, tenemos que hablar.
– ¿Acerca de qué?
– Medicina -la voz de Tom sonó repentinamente seria y responsable-. Annie, tu ética profesional te obliga a abrir la puerta.
– ¡Muy sutil! -Annie miró la puerta cerrada-. Supongo que el lobo malo nunca probó ese argumento con los cerditos. ¿Por qué no soplas y soplas a ver si consigues abrir la puerta?
– Annie, esto es completamente estúpido. Necesitamos hablar -Tom suspiró-. ¿No crees que estas un poco paranoica?
Annie miró una vez más a la puerta.
Sí, estaba siendo tremendamente paranoica… y aterrorizada.
Se levantó y, finalmente, abrió la puerta.
El lobo sonrió complacido y triunfante. Se puso en marcha, directamente hacia la cocina.
– ¿Dónde demonios crees que vas?
– Voy a hacer café.
– ¿Y por qué no haces café en tu casa?
– Porque tengo la pila llena de cacharros y biberones por esterilizar. Necesito una asistenta.
– Sí, eso parece -Annie lo veía moverse de un lado a otro-. Y supongo que yo soy la mejor candidata que tienes.
Tom la miró.
– Annie, yo no te he pedido que seas mi asistenta, te he pedido que seas mi mujer.
– ¿Y cuál es la diferencia en este caso? -la voz de Annie sonó amarga.
Para él era muy fácil pedirle el matrimonio. Estaba dispuesta a casarse con cualquiera que hiciera la función que él necesitaba. Pero, ¿y para ella?
– Annie… -Tom atravesó la habitación y se dirigió hacia Annie, que todavía estaba sujetando la puerta-. Esa es una pregunta absurda.
Él le puso las manos sobre los hombros y Annie sintió que le corazón le latía con fuerza.
– ¿Qué quieres decir, que me quieres para cubrir tus necesidades sexuales tanto como las domésticas?
Silencio.
Lentamente, retiró las manos de ella. Se quedó durante un largo rato frente a ella, observando su gesto compungido. Finalmente, se volvió hacia la cocina.
– Vamos a empezar de nuevo -dijo él-. ¿Te preparo algo de beber?
– No quiero nada. Lo que quiero es irme a la cama y descansar -Annie estaba siendo todo lo antipática que podía ser. Pero no tenía otra elección.
Tom le estaba ofreciendo algo absurdo e imposible, a pesar de ser el sueño de su vida.
Pero la realidad era que no servía de nada que le ofreciera un matrimonio sin amor.
Así que decidió meterse en la trinchera del trabajo.
– ¿Cómo está Albert? -preguntó ella y atravesó la sala hasta llegar a la cocina. Allí se sentó en una silla. Las rodillas le temblaban. -No está bien -dijo Tom. -Pero tiene los pulmones bien y se recuperará del shock.
– Sí, pero su ego está maltrecho. Ha pescado allí cientos de veces y conocía la zona perfectamente. Continuamente, le decía a los jóvenes que tuvieran cuidado, que no tomaran riesgos innecesarios. Y eso es, precisamente, lo que él tan estúpidamente ha hecho. Cuando vino su mujer a verlo, no dejaba que lo mirara a la cara.
– ¡Pobre hombre!
Tom se encogió de hombros.
– A veces, cuando nos hemos familiarizado demasiado con algo, dejamos de ver cosas importantes. Eso es lo que nos ha pasado a nosotros, Annie. Estaba tan acostumbrado a verte, que no me daba cuenta de a quien tenía delante.
– Tom, por favor, ya está bien -dijo Annie, mientras lo veía tomarse el café-. ¿No deberías volver con Hannah?
– La oigo perfectamente desde aquí. La verdad es que si abriéramos una puerta aquí…
– ¡No pienso abrir ninguna puerta entre tú y yo! ¡No pienso casarme contigo sólo porque necesitas una niñera! Además…
– ¿Además?
– Además no sé si te has dado cuenta de que casarte conmigo no resolvería el problema. En caso de emergencia, nos necesitan a los dos. Un matrimonio con Sarah sería mucho más conveniente.
– Yo no me quiero casar con Sarah.
– Bueno, pues sigue buscando.
– No quiero buscar a nadie más -dijo Tom-. Sólo quiero que seas tú. He decidido que tienes la nariz más encantadora del valle.
– ¿No estarás diciéndome que te has enamorado de mí en una tarde?
– Bueno, no…
– Entonces, no hay nada que hacer -Annie se levantó como un torbellino-. Fin de la historia.
– ¿Significa eso que sólo te casarás por amor? -preguntó Tom de algún modo sorprendido.
– Tom, dudo que jamás me vaya a casar -todavía recordaba las palabras de Tom aquella primera semana de estancia en Bannockburn-. Pensé… Pensé que lo que querías era una doctora solterona.
– ¿Qué te hace pensar semejante cosa?
– Te oí decir exactamente eso. Se lo decías a alguien a la semana de tenerme aquí. Eso era lo que tú querías. Ahora me consideras más útil ejerciendo de niñera.
– ¡Annie, ya está bien! -Tom se tropezó con la silla. Por fin la apartó y se acercó a Annie. Estaba lívida.
– ¡Annie, lo siento si alguna vez dije semejante tontería! Pero, te aseguro, que no quería hacerte daño.
– Pues me lo hiciste.
– De acuerdo, lo siento, lo siento. Pero eso es pasado perfecto y no tiene nada que ver con lo que pueda pensar de la persona que tengo delante. Por favor, tranquilízate -le agarró la barbilla-. No te estoy pidiendo que te cases conmigo mañana. Con que sea el sábado me conformo.
– Tom…
– Lo sé, lo sé -su sonrisa era insufrible-. Sólo hablaba en broma. La realidad es que se tarda un mes antes de poder casarse legalmente. Si lo piensas bien, te darás cuenta de que es una gran idea.
– ¿Una gran idea para quién? -Annie hizo esfuerzos sobrehumanos para lograr que su voz sonara impasible-. ¿Qué gano yo? Tú tendrías una niñera y una cuidadora de perros, eso sin contar mi colaboración en los quehaceres domésticos. ¿Y yo?
– Bueno, tendrías una bolsa de agua caliente.
A pesar de la tensión, Annie no lo pudo evitar. Soltó una sonora carcajada.
– ¡Eso está mejor! -dijo Tom.
– Pero, a pesar de todo, creo que prefiero una bolsa de agua caliente que no ocupe la mitad de la cama -Annie negó con la cabeza-. Es una idea descabellada.
– Si lo piensas te darás cuenta de que no lo es. Los dos procedemos de familias que se supondrían basadas en el amor y fueron sendos desastres. Sin embargo, tú y yo hacemos un buen equipo. Y, por el efecto que nos ha provocado a los dos un beso, creo que funcionaríamos muy bien. Sería un matrimonio basado en la amistad y, seguramente, mucho más duradero que cualquier otro.
Así que el amor romántico quedaba para las novelas.
Tom la tenía sujeta, firmemente sujeta y Annie no podía evitar sentir lo que no quería sentir.
¿Qué ocurriría el día en que Tom McIver descubriera que su esposa estaba locamente enamorada de él? No, no podía imaginarse a sí misma junto al hombre que amaba y recibiendo a cambio sólo su amistad.
¿Por qué era tan duro?
¿Por qué, simplemente, no decía «sí quiero»?
Porque no le servía con un matrimonio de conveniencia. Tal vez, seguía siendo emocionalmente una adolescente, pero creía en el amor.
Si decía que sí en aquel instante, Tom le daría un beso de buenas noches en la mejilla y se iría a dormir… a su cama, con su bebé y sus perros.
¡No!
– No voy a casarme contigo, Tom -le dijo en un tono resuelto y final-. Y es más: después de lo sucedido, ni siquiera me puedo quedar aquí. Así que considera esto como un aviso de dimisión. Me marcho. Empieza a buscar otro médico. Te deseo toda la suerte del mundo con tu hija y con tu vida… Yo no tengo ningún lugar en ella.