Annie consiguió conciliar el sueño aquella noche, pero sólo durante unas pocas horas. Se despertó con la sensación de que un tren la había atropellado en algún momento de la noche. Luego se despertó con suficiente coraje como para mirarse al espejo y encontrar una más que espantosa imagen. Sus ojos parecían dos huevos duros.
Se duchó y se vistió y se echó unas gotas relajantes en los ojos.
– Así es que hoy me toca ponerme gafas oscuras.
Así lo hizo y se dirigió al hospital.
La primera en hacer la esperada pregunta fue una enfermera
– ¿Qué hace con gafas de sol dentro del hospital, doctora Burrows?
– Tengo alergia primaveral.
Después llegó Robbie, a quien no fue tan fácil engañar.
Asintió ante tan absurda respuesta con una cara que decía: «Sí, claro, y los cerdos vuelan».
Por fin apareció Tom. Pero no hizo ningún comentario sobre las gafas. Actuaba como si no hubiera ocurrido nada entre ellos. ¿Habría sido producto de su imaginación?
– Doctora Burrows, tenemos que operar el brazo de Rod Manning esta mañana -dijo en un momento-.
Cuanto antes podamos darle de baja en el hospital, mejor.
– ¿Está todavía furioso?
– Su temperamento no ha variado con su nivel de alcohol.
Tom hizo una mueca de disgusto.
– He llamado al hospital de Melbourne esta mañana y, al parecer, la pierna de Kylie se ha salvado. Tal vez le quede la rodilla ligeramente rígida, pero con fisio y rehabilitación podría no llegar ni a quedar coja. El cirujano plástico también parece haber hecho un buen trabajo con Betty.
– Supongo que Rod Manning está teniendo dificultades para aceptar sus culpas.
– Me temo que así es. Y te ha tomado a ti como chivo expiatorio. No consigo que entienda que estás legalmente obligada a dar informes a la policía, que si no, incurres en un delito. Le he dado un tranquilizante para que resulte más fácil prepararlo para la operación.
– Bueno, podré soportarlo. ¿A qué hora empezamos?
– En media hora.
– Perfecto.
Annie visitó a cada paciente de la planta antes de que Robbie la asaltara con un sin fin de preguntas.
– ¿Es imaginación mía o hay cierta tensión en el hospital esta mañana? -preguntó Robbie-. ¿Piensa usted operar con gafas de sol?
Annie se quitó las gafas y agarró el cuaderno de informes.
– No.
– ¿Le va a contar a Robbie qué demonios le ocurre?
– No y no.
– ¿Qué le parecería que la encerrara en el archivo y me negara a dejarla salir hasta que me lo haya contado todo?
Annie la miró directamente a los ojos.
– Se supone que es usted una enfermera, Robbie McKenzie y que yo soy la doctora. Según las reglas, yo debería de ser la jefa.
– Sí, pero yo soy mucho más grande que usted -Robbie sonrió satisfecha-. Esta es mi hora del desayuno y soy su amiga, quiero saber qué pasa. Vamos Annie, está claro que no estás bien.
Annie respiró y miró a Robbie.
Estaba claro que no iba a dejarla marchar.
– Bueno… me marcho.
– ¿Te marchas? ¿Quieres decir que vas a dejar Bannockburn?
– Sí, tan pronto como Tom… el doctor McIver encuentre a un sustituto.
– ¿Y por qué demonios vas a hacer eso? -Robbie la miró realmente extrañada, tratando de persuadirla con los ojos de que aquello no tenía lógica-. ¿Es que el doctor ha hecho algo que te haya molestado?
– No.
– ¿No?
Annie se mordió el labio inferior. Agarró uno de los informes y lo chequeó.
Chris, la enfermera especializada en literatura romántica, entró en aquel momento. Por supuesto, con su sexto sentido para el romance, enseguida intuyó que allí ocurría algo interesante.
Ni Robbie ni Chris estaban dispuestas a dejar libre a la doctora sin obtener toda la información precisa.
– La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad -le dijo Robbie.
Annie bajó la cabeza.
– El doctor McIver me ha pedido que me case con él -dijo al fin.
– ¡Cielo santo! -exclamó Robbie.
– ¡Annie!
– Bueno… -Annie respiró profundamente y se metió las manos en los bolsillos de la bata-. Esa es la causa de que me tenga que ir.
– ¡Eso es absurdo!
– Lo sea o no, es lo que pienso hacer.
– ¿De verdad nos estás contando que piensas dejarnos por eso? ¿Prefieres marcharte a casarte con el doctor?
– Rob…
Robbie no la escuchaba.
Annie se encontró, de repente, con una silla bajo su trasero.
Chris agarró otra y tomó su mano.
– Cuéntanoslo todo -la instó Chris- Yo pensé que el doctor estaba enamorado de esa insoportable de Sarah.
– Quizás lo está -dijo Annie con amargura-. No lo sé. El amor no tiene nada que ver con su oferta.
– Ya veo -dijo Robbie.
– Pero el doctor y tú seríais una pareja estupenda.
– Podríamos tirar el tabique que une los dos apartamentos y tener la casa original otra vez. ¡Era preciosa!
– Pero…
– Y, cuando tuvierais más niños, podríamos poner un intercomunicador entre el hospital y vuestra casa… ¡Annie, es perfecto!
– ¡Escuchad…!
– ¡Y piensa en la boda! -Chris miró con obnubilación-. En la novela que estoy terminando, la protagonista se casa en la playa, con un sencillo vestido blanco, mientras los delfines danzan al fondo. Y así, con el arrullo del mar, sus corazones se convierten en uno.
– Lo de los delfines no lo veo claro, pero el resto sí. ¡Yo podría ser la matrona de honor! -dijo Robbie.
– ¡Ya está bien! -Annie estaba casi gritando-. No voy a casarme con el doctor McIver.
En ese instante entraba una de las mujeres de la limpieza, que se quedó paralizada ante las nuevas.
Annie acababa de firmar su sentencia de muerte. Era cuestión de horas el que todo el valle estuviera informando.
– ¡No digas bobadas! ¡Claro que te vas a casar! ¡Es una idea fantástica!
– ¿Para quién?
– ¡Para nosotros! Si el doctor McIver se casara con Sarah, se marcharía de esa casa.
– Además, no nos gusta Sarah -dijo Chris sinceramente-. La verdad es que ni ella, ni ninguna de las otras.
– Las quiere sólo por su cuerpo -aseguró Robbie.
– Está claro que a mí no -dijo Annie-. A mí me ha elegido porque le parece que podría ser una madre sensata y adecuada.
– ¿Eso es lo que te ha dicho? -dijo Robbie-. Es un poco duro.
– ¡No seas tonta! -dijo Chris-. Cásate con él y ya le preguntarás después sus motivos.
– A mí no me parece bien que se case con ella sólo porque necesita una niñera -dijo Robbie.
– Si lo que quisiera fuera una niñera, me habría elegido a mí o a cualquiera de las mujeres con las que sale. Annie, algo me dice que no se trata sólo de eso -dijo Chris-. No quiere decir que esté enamorado, pero es a ti a quien se lo ha pedido, a nadie más. A mí me encantan las novelas rosa, pero sé que eso no necesariamente se corresponde con la vida real.
– ¡Yo me enamoré de mi marido! -aseguró Robbie.
– ¡Ves cómo si es posible! -Annie miró a Chris-. No hay ninguna razón para que me case con Tom. El modo y los motivos por los que me lo ha pedido son casi un insulto. No puedo trabajar con él…
– Pero puedes trabajar con nosotras -dijo Robbie. Pero su voz había perdido toda su fuerza. Los argumentos de Annie eran demasiado potentes.
Annie se levantó.
– Creo que la conversación queda zanjada aquí. Además, tengo que irme. Hay una operación prevista en cinco minutos.
Cuando llegó al quirófano, Tom ya estaba preparado.
– ¿Y Hannah? -le preguntó Annie.
– Está con una niñera.
– ¿Cómo?
– Una niñera.
– Anoche no tenías niñera.
– Soy rápido – respondió Tom y Annie se preguntó de quién se trataría esta vez.
– Ya veo.
– No me mires así. La cocinera me la ha recomendado. Se trata de Edna Harris, de cincuenta y cinco años, una viuda. Edna no está interesada en hombres, pero le encantan los bebés. Así es que nadie ha ocupado tu puesto por ahora.
– ¡Increíble! -dijo Annie-. Yo era la novia del domingo, pero estaba convencida de que el lunes tendrías una nueva versión.
– Annie…
– Será mejor que empecemos -dijo Annie. No sería mala idea que nos concentráramos un poco en nuestro trabajo.
– Puede que podamos retrasar la conversación un par de horas. Pero no se va a esfumar el asunto.
La operación resultó más complicada de lo que Annie había esperado.
No tanto por la operación en sí, sino por la proximidad con Tom.
Chris los observaba ávida de captar cualquier intención, cualquier mirada.
Pero lo que Annie sentía era que Tom había destruido una muy buena relación de trabajo. Ya no podía continuar.
En cuanto acabaron, Chris se llevó al paciente.
– Me gustaría que pusieras un anuncio para encontrar un sustituto ya. No te será difícil encontrar a alguien.
– Tienes un contrato por un año.
– No lo voy a cumplir -dijo Annie-. Si pensara que era difícil reemplazarme, me preocuparía. Pero sé que no tendrás ningún problema.
– ¿No crees que tu reacción es un poco exagerada? -inquirió él-. Sólo te he pedido que te casaras conmigo. Tu respuesta ha sido que no. ¿Por qué sacar las cosas de quicio?
– ¡No estoy sacando las cosas de juicio! -respondió ella indignada.
– Y yo no te he hecho ninguna propuesta indecente. Sólo te he ofrecido una posición respetable como mi esposa. No entiendo que eso sea motivo para que salgas huyendo.
Cierto, no lo era. Pero, ¿cómo podía confesarle de qué era realmente de lo que huía? No podía decirle: Me marcho porque estoy perdidamente enamorada de ti y porque, para mí, el matrimonio no es sólo una posición respetable.
Annie no podía responder y no respondió. Se dio media vuelta.
Tom la agarró de la muñeca.
– Annie, ¿qué demonios te pasa?
– ¿No lo sabes?
– ¿No sé qué?
– Que las proposiciones de matrimonio siempre cambian la vida y las relaciones. Yo no me puedo quedar aquí después de esto. Lo has complicado todo…
– ¿Por pedirte que te cases conmigo? A mí me parece perfectamente sensato.
– Ni siquiera me conoces.
– Te conozco muy bien -dijo Tom completamente serio-. Acepto que no había reparado en ti hasta ayer, pero no es fácil en un trabajo como el nuestro. Sin embargo, lo que veía me gustaba mucho. Eres amable y muy inteligente, eres una persona dedicada a tu trabajo, piensas en los demás y sabes mantenerme a raya. Eres la única mujer que conozco que no acepta lo que hago porque sí, sino que me valoras por lo que hago y por quien soy.
– Sería una estupenda madre superiora -respondió ella, a punto de llorar-. ¿Y qué clase de marido serías tú, doctor McIver?
– Realmente creo que sería un buen esposo. Es verdad que no me casaría contigo por romanticismo, sino porque necesito una madre para mi hija. Pero necesito una familia y creo que tú también vivirías mejor así. Por lo menos, es una oferta a considerar, ¿no? Seríamos un bueno tándem.
Annie lo miró. Lo que habría deseado en aquel instante habría sido correr a sus brazos, haber apoyado la cabeza en su pecho y haberse dejado llevar por lo que realmente sentía.
Pero aquello no era lo que Tom quería.
De algún modo, la rabia vino en su ayuda y logró contener su primer impulso.
– Tengo que hacer tres visitas esta mañana. ¿Por qué no nos olvidamos de todo esto y nos ponemos a trabajar de una vez? ¡Ya está bien de sandeces, Tom!
¡Mucho más fácil decirlo que hacerlo!
¿Cómo demonios iba ella a olvidarse de todo aquello? No tenía ninguna posibilidad. Sencillamente era imposible, especialmente cuando las noticias ya habían llegado a todos los rincones del valle.
– ¿Es cierto lo que dicen? -le preguntó su primer paciente. Annie había ido a visitar a la señora Eider, que sufría de úlcera. La mujer estaba tan alegre por la noticia que salió a recibirla a la puerta, cuando, normalmente, la esperaba en la cama.
– ¿Es verdad que Melissa Carnem ha dejado un bebé a la puerta del doctor y que ahora ha decidido que usted sería una madre estupenda para la pequeña? -preguntó la mujer directamente-. Mi nuera me llamó hace un rato y me lo contó.
¡Cielo santo! Aquel lugar era terrible.
– Espero que sea verdad -le aseguró la señora Eider-. ¡Hacéis una pareja estupenda! Y ya es hora de que ese hombre siente la cabeza.
Sonrió a Annie con tanto afecto, que Annie parpadeó confundida.
Aquel valle podía llegar a ser realmente claustro-fóbico. Tenía motivos más que suficientes para salir de allí a toda velocidad… Aunque echaría mucho de menos aquel lugar.
Annie esquivó las preguntas de su paciente lo mejor que pudo y, en cuanto terminó, se puso de camino a casa del próximo paciente, el pequeño de Kirstie Marshal. Kirstie tenía dos gemelos de sólo seis semanas de edad y a Matt, de tres años, con dolor de oídos.
Pero cuando Annie llegó, en lugar de una azorada madre, se encontró a una alegre vecina.
– Sue-Ellen me ha llamado y me ha contado lo del doctor y usted. Su marido es el que lleva la leche al hospital y lo oyó hace un rato. ¡Es maravilloso! ¡Creo que es la mejor idea del mundo!
– ¿Piensa que se centrará un poco el doctor? -preguntó Annie, que empezaba a entender que era mejor seguirles el juego.
– ¡Estoy convencida! Mi Ian era un cabeza loca. Pero ahora es el mejor padre que podría haber encontrado.
Todos estaban ansiosos por escuchar campanas de boda, pero Annie no estaba dispuesta a que fueran las de la suya.
La visita a Margaret Ritchie fue, sin embargo, menos pintoresca.
La mujer sufría de cáncer de huesos. Su esposo, Neil Ritchie, se ocupaba de ella en casa.
En cuanto el hombre le abrió la puerta, Annie se dio cuenta de que algo ocurría.
– ¿Qué pasa, Neil?
– No lo sé. Se levantó esta mañana para ir al baño y, de pronto, se cayó. La llevé hasta la cama, pero tiene un dolor insoportable en la pierna.
– ¿Cuándo pasó eso?
– Hace una hora.
Annie llegó a la puerta del dormitorio, donde Margaret Ritchie yacía retorciéndose de dolor. Sus ojos suplicantes pedían ayuda con desesperación.
– ¿Cuánto tiempo lleva así? -preguntó Annie-. ¿Has dicho que una hora?
– Sí, algo más, incluso -le dijo Neil-. Llamé hace media hora y me dijeron que venías para aquí.
– Neil, te dije que me llamaras directamente si había alguna emergencia.
– Pero no quería…
Siempre ocurría lo mismo. Los pacientes con algún problema realmente grave eran siempre los menos exigentes, y viceversa.
– ¿Le has puesto morfina?
– Sí, el máximo que he considerado posible sin poner en riesgo su vida.
– ¿Cuánto es eso?
– Dos dosis de diez miligramos, una hace una hora y la otra diez minutos antes de que llegaras -Neil se secó con rabia las lágrimas que rodaban por sus mejillas-. No me he atrevido a darle más.
– Veinte en total.
Annie se mordió el labio, indecisa. Tom era quien llevaba el caso de Margaret y Annie no tenía mucha experiencia en tratamientos contra los dolores de cáncer.
La dosis que Tom había estipulado, ya se había cubierto con creces, lo que significaba que otra inyección podría ser letal.
Pero el dolor que sufría aquella mujer era claramente insoportable.
Annie había visto las radiografías de Margaret Richie. Tenía un tremendo tumor en la pierna y, seguramente, el hueso se había partido y eso era lo que provocaba tanto sufrimiento.
Pero trasladarla al hospital para una operación de urgencia, cuando estaba en aquellas condiciones, era impensable.
¿Y más morfina? No podía arriesgarse. Aunque el dolor era tan insoportable que, seguro, en aquel instante la mujer habría preferido morir que seguir soportando aquella tortura. De hecho, podría sufrir un paro cardíaco si no le ponía remedio rápido.
Estaba confusa. Realmente no sabía qué hacer. Necesitaba el consejo de Tom.
– Agárrele la mano, dígale que ya tiene ayuda, que voy a buscar lo que necesita. ¿Dónde hay un teléfono?
– En el salón.
Annie se apresuró a salir.
– ¡Por favor, que Tom sepa la respuesta!
Por suerte, Tom respondió rápidamente al teléfono.
– ¿Qué pasa, Annie? ¿Has cambiado de opinión?
– Tom, ya.
No tuvo que decir más. Él, rápidamente, comprendió que ocurría algo y que requería su ayuda.
– ¿Qué pasa, Annie?
– Margaret Ritchie… -Annie le explicó rápidamente la situación.
Tom tardó unos segundos en responder.
– Dale otra dosis de morfina, Annie -dijo Tom-. Dale treinta miligramos, mientras miro una cosa.
– Pero… eso es demasiado. Va a empezar a tener alucinaciones.
– No, con la morfina eso no ocurre mientras haya un dolor intenso.
Annie confiaba en Tom, pero si se estaba equivocando, toda la responsabilidad sería de ella. A pesar de todo, dejó el teléfono e hizo lo que le había dicho.
Cuando regresó, Tom ya estaba esperando.
– Dos cosas: parece ser que en el caso de cáncer de hueso la morfina no es tan efectiva como lo es en otras ocasiones.
– Pero…
Tom respondió a su pregunta antes de que fuera formulada.
– Habrá que darle naproxen y panadol, ambos por vía orar.
– Naproxen…
El naproxen era un antiinflamatorio. ¿Cómo podía funcionar eso y no la morfina?
– Pruébalo, por favor. Ya verás.
– Tom…
– No le va a ocurrir nada -le aseguró él-. Es mucho más probable que el dolor acabe matándola. Mientras tanto, llamaré a la unidad de dolor en Melbourne y pedirá más alternativas de tratamiento. Después, iré para allá en una ambulancia.
Tom colgó.
Naproxen y panadol…
Annie se quedó mirando el auricular. ¡Menudo cóctel! Realmente, aquello mataría a cualquier persona sana.
Pero Margaret no era una persona sana y sufría mucho.
Tenía que lograr calmarla. No tenía elección.
El tratamiento funcionó. Estaba claro que, en ocasiones, la medicina lograba milagros.
A Annie ya le sorprendía bastante cuando alguna infección tremenda desaparecía por efecto de los antibióticos.
Diez minutos después de aplicarle la dosis de morfina, los espasmos comenzaron a disminuir. Pero el dolor seguía siendo intenso, así que Annie le había dado lo que Tom le había dicho.
En una hora, el panadol y el naproxen comenzaron a funcionar.
Margaret yacía exhausta en la cama y Neil Ritchie no pudo evitar dejarse llevar y rompió a llorar.
– ¡Muchas gracias! -le dijo el hombre realmente emocionado-. Pensé que iba a perderla.
– Creo que Margaret piensa estar aquí bastante más tiempo-. ¿No es así, Margaret?
La mujer los miraba en silencio, exhausta y aún impresionada por lo que había sufrido.
– ¿Cómo va todo?
Annie se dio la vuelta y allí estaba Tom.
Se sintió francamente aliviada.
– Este es el hombre al que debe darle las gracias. El doctor fue el que me indicó lo que debía hacer -dijo ella y se dirigió a él después-. Tom, ha funcionado.
– Es cuestión de conseguir el cóctel adecuado. Llevo años investigando sobre ese tema -respondió él y dejó el portabebés sobre el suelo-. ¡Neil, tienes peor aspecto que tu esposa!
– Gracias por todo, doctor.
– La morfina funciona bien contra el dolor, pero a veces no lo suficiente. Según lo que yo mismo he comprobado, y después de contrastar mi opinión con la de un especialista, el dolor de huesos es de los más reacios a desaparecer con la morfina. Por suerte el naproxen suele funcionar.
– ¡No sabe hasta qué punto! No puede ni imaginarse el dolor que sentía.
– Creo que sí -dijo él-. Annie, ¿la has examinado ya?
– No -respondió ella-. No quería moverla, pues todavía incrementaría más el dolor. Pero necesitamos hacerle una radiografía.
– No quiero ir al hospital.
– ¿Ni siquiera para una visita rápida? Sólo vamos a hacerle una radiografía, para ver si la pierna está fracturada. Necesitamos operar para que el dolor desaparezca de verdad. Es la única solución a largo plazo.
– ¿A largo plazo?
– No se va a morir aún, Margaret -le dijo Tom-. Lo que sí creo es que ha llegado el momento de que busquen una silla de ruedas. Hay algunos modelos nuevos que le permitirán moverse por todas partes.
– De acuerdo -dijo Neil.
La sonrisa desapareció del rostro de Tom.
– Me ha dicho Annie que Margaret ha estado una hora entera sufriendo esos dolores.
– No queríamos molestar…
– ¡Molestar! Usted y su esposa han decidido arreglárselas solos en casa durante toda la enfermedad.
Eso puede significar mucho tiempo, años incluso. Nosotros vamos a estar ahí para ayudarlos. Pero nuestra ayuda está sujeta a una condición.
– ¿Cuál?
– La condición es que cuando necesiten ayuda, deben recurrir a nosotros de inmediato. Si no lo hacemos así, nos resultará imposible ayudarla con tiempo suficiente.
– Pero…
– Mire a Annie, Margaret -dijo Tom-. Mire a su esposo. Los dos parecen a punto de desmayarse. Cuando usted sufre, los que la rodean también sufren. No nos causa ningún problema cuando nos llama, sino al revés.
Le apretó la mano, para reconfortarla.
– Dave está fuera con la ambulancia. La trasladaremos al hospital para reparar esa pierna. Parece cansada. Los medicamentos le han provocado somnolencia. Duerma tranquila. Le haremos las pruebas mientras sueña. Pero, antes, quiero que conozca a alguien.
– ¿A quién?
Tom agarró a la pequeña Hannah en brazos.
– Es mi hija -le dijo.
El rostro y la expresión de Tom conmovieron a Annie.
Tom había cambiado profundamente en tal brevedad de tiempo que era casi incomprensible.
Lo cierto era que había llegado a su vida el amor. Su hija había llenado un vacío, no cabía duda.
– ¡Se parece tanto a usted! -susurró la señora Ritchie, realmente emocionada-. ¡Es perfecta!
– ¿Verdad que sí? -dijo él muy orgulloso-. Bueno, ahora puede dormir. No sé porqué, pero sabía que le iba a gustar verla.
Con muy buen juicio, Tom había optado por llevar a la pequeña consigo. Así, conseguiría que la señora Ritchie se quedara con una última impresión mucho más agradable de la vida.
– Si usted quiere, a partir de ahora vendremos con ella siempre que la visitemos, tanto Annie como yo.
– ¿Entonces es verdad? -preguntó la mujer-. ¿Es verdad que se casan? Ellen Elder me llamó, justo antes de que me cayera. Me lo contó. La verdad es que no hay nada que me pudiera hacer más feliz que asistir al matrimonio de dos personas que se merecen así el uno al otro…
Y se quedó dormida.