Capítulo 2

Evan Sawyer vio que Lacey Perkins estaba al otro lado del jardín y, al mirarla, sintió que se le tensaba el cuerpo. Había algo en aquella mujer que lo hacía sentir incómodo, de una manera que ni comprendía ni le gustaba. Seguramente, la tensión que ella le provocaba tenía que ver con el hecho de que a él no le gustaba que en su tienda vendiera productos con nombres sensuales, ni la decoración de los escaparates. ¿Quién diablos vendía galletas con nombres como Orgasmo de Chocolate? ¿O café que se llamaba Caliente, Húmedo y Salvaje?

Evan había entrado en la tienda el día de la inauguración con la idea de comprarse un capuchino para llevarse a la oficina. Antes de que pudiera pedirlo, Lacey le había preguntado con una sonrisa si deseaba probar la especialidad del día: Un Lento Viaje Hasta El Placer. Eso había sucedido hacía ocho meses y, sin embargo, todavía recordaba cómo se había estremecido al oír su voz y al ver el brillo pícaro de su mirada. Incluso después de todo ese tiempo, el recuerdo le provocaba que deseara aflojarse el nudo de la corbata. No recordaba haberse puesto tan nervioso con ninguna otra mujer.

Y no le extrañaba. Lacey y él tenía personalidades completamente diferentes. Si Constant Cravings no hubiera sido una de las tiendas que más ingresos generaba en el complejo del edificio Fairfax, Evan habría cancelado su contrato de arrendamiento meses atrás. Ella siempre lo ponía a prueba tratando de ver hasta dónde podía llegar. ¿Por qué no podía seguir las reglas como el resto de los arrendatarios?

Sin duda era una de esas personas que creían que las reglas estaban hechas para saltárselas, y no comprendía que Fairfax trataba de dar un tipo de imagen que no encajaba con el sugerente diseño de su escaparate. No, ella siempre se burlaba de él cuando se lo recordaba. Insistía en que el diseño de su escaparate hacía que las ventas de sus productos aumentaran, y que era evidente que el sexo vendía.

Evan no podía discutir acerca de su éxito, pero mantenía que las reglas se habían hecho para algo. Por desgracia, en el contrato de arrendamiento de la tienda, la cláusula que hablaba sobre la decoración del establecimiento era bastante genérica como para poder tomar algún tipo de medida. Hasta el momento, nadie se había quejado, pero él sospechaba que sería cuestión de tiempo, sobre todo porque ella continuaba explotando el tema de la sensualidad cada vez que cambiaba el escaparate.

En ese momento, ella se volvió y sus miradas se encontraron. Él se quedó paralizado. Aunque no podía ver el color de sus ojos en la distancia, le recordaban al color del caramelo. Un iris con manchitas doradas y rodeado por un anillo negro que se parecía al chocolate derretido. Cada vez que él la miraba a los ojos, sentía un inexplicable deseo de comer algo dulce.

Evan trató de mirar hacia otro lado pero, como siempre, parecía que sus ojos se negaran a obedecer a su cerebro. En lugar de apartar la mirada, la miró de arriba abajo. Su ropa no tenía nada de provocativa, pero él no pudo evitar apretar los dientes. Cada vez que la veía, imaginaba sus labios moviéndose para formar la frase: «¿Le apetecería probar Un Lento Viaje Hasta El Placer?». Se movió para aliviar la tensión que notaba en la entrepierna y frunció el ceño con irritación. ¿Cómo podía ser que su cuerpo reaccionara de esa manera ante una mujer que ni siquiera conocía?

Ella inclinó la cabeza y esbozó una sonrisa a modo de saludo, pero antes de que él pudiera responder, alzó la barbilla con un gesto de decisión y se volvió para dirigirse hacia la mesa de la adivina. Él trató de apartar la vista de ella, pero no lo consiguió y permaneció observando su manera de caminar. Quizá fuera una quebrantadura de reglas, pero no podía negar que su forma de andar era sensual y que incitaba al pecado.

Tras aclararse la garganta, Evan consiguió mirar a otro lado y posó la vista sobre el escaparate de su tienda. Al ver la provocativa decoración, apretó los dientes. Una pareja de maniquíes aparecía en una cocina. La puerta del horno estaba abierta y el maniquí femenino, que lucía un vestido corto de color rojo, sujetaba una bandeja de galletas. En la otra mano, sostenía una galleta con cobertura de color rosa y forma de corazón. Tenía los labios pintados y semiabiertos, los ojos entornados, y le estaba ofreciendo la galleta al maniquí masculino que estaba detrás de ella.

El maniquí masculino iba vestido con un batín de raso negro y unos boxers a juego con corazones de color rosa. Tenía las manos apoyadas en las caderas del maniquí femenino y la cabeza apoyada en el hombro de ella. En la ventana, se podía leer: Pruébame… Y después trata de marcharte.

La imagen de Lacey, ataviada con ese vestido rojo tan sexy y ofreciéndole una galleta, invadió su cabeza, provocándole que una intensa sensación de calor recorriera su cuerpo.

– ¿Estás pensando en visitar a la adivina, Evan?

Evan pestañeó para borrar la imagen de su cabeza y se volvió para encontrarse con Paul West, un abogado que había sido su mejor amigo desde la universidad y que la semana anterior había trasladado su oficina al edificio Fairfax.

– ¿Cómo?

– La adivina. Por el número de personas que he visto pasar por su mesa, diría que es el éxito de la fiesta. ¿Vas a ir a que te lea las cartas?

– ¿Yo? -preguntó Evan, arqueando las cejas-. No lo dirás en serio…

– Sí, hablaba en serio. Que es lo que tú haces siempre. Deberías relajarte un poco. Esto es una fiesta, ¿recuerdas?

– Por supuesto que lo recuerdo -¿cómo podía haberlo olvidado? La fiesta había sido su idea, y la empresa para la que trabajaba, GreenSpace Property Management, era quien corría con los gastos. Sin duda, era un dinero bien invertido, puesto que la fiesta estaba siendo un éxito. Entre la variedad de tiendas y cafés, todo el mundo encontraba su sitio. Y Evan se sentía orgulloso de que todos los locales estuvieran alquilados. Su objetivo era conseguir que las oficinas, que estaban alquiladas en un ochenta por cien, llegaran a alquilarse en un cien por cien para final de año.

Paul le dio un golpecito en las costillas y miró hacia el otro lado del jardín:

– Parece que a Lacey Perkins le están leyendo el futuro.

Evan miró hacia donde estaba la adivina y vio que Lacey estaba sentada de espaldas a ellos.

– ¿La conoces? -preguntó con tono de sorpresa.

– Claro que sí. ¿Crees que no voy a conocer a la propietaria del café que está más cerca de mi oficina? La conocí la semana pasada, en mi primer día aquí. Me preparó el mejor café que he tomado nunca. Es muy simpática.

– ¿Simpática? -Evan negó con la cabeza-. Ésa no es la palabra que yo emplearía para describirla.

– Hmm. Quizá tengas razón. Es mejor algo como «extremadamente caliente».

Evan miró a su amigo y vio que tenía toda la atención centrada en Lacey. De pronto, algo parecido a un sentimiento de celos lo invadió por dentro.

– ¿Caliente? ¿Tú crees?

– ¿Bromeas? -Paul lo miró con incredulidad-. Eres el gerente de este sitio. ¿No te has fijado en ella?

– Por supuesto.

– ¿Y no te parece que esa mujer podría conseguir que el océano Pacífico se pusiera en llamas?

La pregunta pilló a Evan desprevenido.

– Cualquier atractivo que tenga se contrarresta con el hecho de que ella, sus insinuantes escaparates y sus productos me suponen un quebradero de cabeza.

– Sí, pues esos productos de los que hablas son deliciosos. Ayer probé un pastel que se llamaba Labios de Azúcar y… ¡Guau! Las cosas que esa mujer puede hacer en la cocina podrían hacer llorar a un hombre -sonrió-. Espero que la galleta de la semana próxima se llame algo así como Sexo Salvaje En El Asiento Trasero. Me encantaría disfrutar de algo así… con ella.

Evan notó un nudo en el estómago y apretó los dientes. Paul lo miró, levantó las manos y dijo:

– Lo siento. No me había dado cuenta de que estaba pisando en tu terreno.

– ¿De qué estás hablando?

– De cómo me has fulminado con la mirada. No me habías mencionado que sintieras algo por ella.

– Por supuesto que no, porque no es cierto -dijo Evan.

– Aja. Entonces, ¿por qué no has sido capaz de dejar de mirarla? No te lo echo en cara… Lacey merece que la miren.

– Si la estaba mirando era sólo porque trataba de averiguar qué va a hacer después. Siempre se salta las normas.

– Ah. Entonces, te reta.

– No, me molesta.

– No es el tipo de mujer que suele gustarte.

Evan negó con la cabeza y miró hacia el cielo.

– No me gusta. De hecho, me gustaría que se marchara de Fairfax cuando se le termine el alquiler. Sin embargo, está hablando de ampliar la tienda. Quiere que la avise si alguno de los locales que tiene a los lados se pone en alquiler.

Paul lo observó un instante y sonrió.

– ¡Qué mal lo llevas! Y lo que es más divertido es que no te has dado ni cuenta. He de decir que por un lado me alegro de que por fin muestres interés por una mujer que no es estirada, caprichosa y aburrida, como las que te gustan pero, maldita sea, ojalá hubiera visto a Lacey primero. Es estupenda -amplió la sonrisa-. A lo mejor tiene una hermana.

– Te la dejo toda para ti -dijo Evan, molesto. Y preocupado porque había tenido que esforzarse para pronunciar aquellas palabras.

– Si por un segundo creyera que lo dices en serio, iría a por ella.

– Y normalmente no me gustan las mujeres aburridas, caprichosas y estiradas -dijo Evan, con el ceño fruncido. «¿O sí?».

– Puede que ahora no, pero sólo porque llevas la vida de un monje. ¿Antes? Casi todas las mujeres con las que has salido en los dos últimos años han sido una copia de la anterior, y todas eras estiradas, caprichosas y aburridas.

– Lacey Perkins es una inquilina muy caprichosa.

– Eso no significa que sea una mujer caprichosa. Y desde luego, no parece una persona estirada, ni aburrida. Y sólo como advertencia, creo que te costará trabajo hacerte con ella. Puesto que no sabía que te interesaba, he estado coqueteando con ella cada mañana. Y aunque ha sido muy simpática, es todo lo que ha sido. Desde luego, da la sensación de que no quiere nada con nadie. Probablemente tenga novio.

Evan se sintió aliviado al oír que Lacey no había aceptado ninguna de las indirectas que Paul le había lanzado y, también, un poco molesto al pensar que pudiera tener un novio formal. ¿Qué diablos le importaba si coqueteaba con Paul? ¿Y si tenía novio formal? No. De hecho, confiaba en que tuviera un novio y que estuvieran a punto de trasladarlo a otro Estado, para que se la llevara con él.

– Vamos a que te lean el futuro -dijo Paul-. A ver si tus cartas dicen algo sobre Lacey…

– Te aseguro que no.

– Bueno, pues a lo mejor la adivina puede decirte si vas a tener suerte con una mujer dentro de poco.

– ¿Por qué no vas tú, a ver si te puede decir si vas a tener suerte dentro de poco?

– Yo ya lo sé -Paul puso una picara sonrisa-. Tengo una cita esta noche con una chica que se llama Melinda. La conocí ayer en el supermercado. Coincidimos comprando brócoli.

– A ti no te gusta el brócoli.

– Muy cierto. Pero me gustaba tanto la mujer que estaba comprándolo, así que mereció la pena gastarme tres dólares en esa porquería.

– Tengo la sensación de que cada semana estás con una mujer diferente.

– Así es. ¿Y sabes por qué? Porque salgo mucho. A lugares donde hay mujeres. Mujeres que quieren conocer hombres. Deberías probarlo alguna vez.

– Yo salgo con mujeres -aunque tenía que admitir que no mucho, y que las últimas citas que había tenido habían sido con mujeres atractivas físicamente pero poco interesantes-. ¿Y no te cansas de ir a discotecas? ¿Ni de las primeras citas? ¿De intentar encontrar a una mujer con la que se pueda hablar de verdad?

– ¿Hablar? -Paul negó con la cabeza-. Parece que tengas noventa y dos años, en lugar de treinta y dos. Sé que últimamente has estado entregado a tu trabajo, pero no imaginaba que la situación estuviera tan mal. ¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con alguien?

«Hace demasiado tiempo», pensó Evan. Y aunque dos últimas veces que lo había hecho se había sentido satisfecho físicamente, había terminado con un sentimiento de vacío interior. Algo que no terminaba de comprender y que, desde luego, no tenía intención de explicarle a Paul.

– No voy a hablar de esto.

– Desde que te separaste de Heather, te has convertido en un adicto al trabajo. Han pasado seis meses. Ya es hora de que dejes de lamentarte por una mujer que no era la adecuada para ti.

– No me estoy lamentando. Sólo estoy ocupado. He tenido que dedicar mucho tiempo a controlar la reforma del edificio Fairfax.

– Ningún chico está tan ocupado como para no poder acostarse con alguien.

– ¿Quién dice que no lo haya hecho?

– ¿Te has acostado con alguien?

– Por supuesto.

– ¿Desde que te separaste de Heather?

– Sí.

– Bueno, eso me tranquiliza. ¿Cuántas veces?

Evan suspiró con impaciencia.

– Dos.

– ¿Dos veces? ¿En los últimos seis meses? Madre mía, se te va a caer lo que tienes en la entrepierna. La reforma ya ha terminado, y ha llegado la hora de que empieces a vivir de nuevo.

– Nunca he dejado de hacerlo.

– Sin duda has dejado de divertirte -dudó un instante, y añadió-: Heather ha continuado con su vida, Evan. Tú tienes que hacer lo mismo.

Evan se pasó las manos por el rostro y respiró hondo.

– Mira, agradezco que te preocupes por mí, pero no se trata de seguir adelante con mi vida. De veras, no tengo roto el corazón.

– Ella te fue infiel.

– Y me enfadé. Pero no se me partió el corazón. El trabajo me ha tenido muy ocupado y, sinceramente, no he conocido a una mujer que me haya interesado lo suficiente como para hacer el esfuerzo. Pero en cuanto la conozca, y aprovechando que ahora tengo más tiempo, no la dejaré pasar.

Y lo decía en serio. En realidad, después de separarse de Heather, y tras el enfado inicial, se había sentido aliviado. Heather era una de esas mujeres que, en teoría, tenía que haber sido perfecta para él. Procedía de buena familia, había asistido a un buen colegio, era muy atractiva y tenía un buen puesto de trabajo. Ambos tenían muchas cosas en común, y habían disfrutado en la cama. Sin embargo, Heather le había sido infiel, demostrándole falta de sinceridad y de integridad.

– Bueno, me alegra oír que estás preparado para salir con chicas otra vez -dijo Paul-. Y el momento es perfecto. Hoy es San Valentín, así que vamos a asegurarnos de que no pases la noche solo. Venga, crucemos el jardín para comprobar si Lacey no es la mujer acabará con tu mala fortuna…

– Ella no…

– Entonces, quizá la adivina nos pueda dar una pista sobre quién es. Hay cientos de mujeres rondando por aquí.

– ¿Estás loco? No creo en esas tonterías de adivinos.

– Bien. Le preguntaré yo por ti -sonrió Paul-. En cuanto le diga a Lacey que estás loco por ella.

– ¡Maldita seas! Eres como el hermano pesado que nunca he tenido. O querido. ¿Siempre has sido tan pesado?

Paul sonrió de nuevo.

– No pensarás que soy un pesado después de acostarte con ella. Y me apuesto a que también estarás de mucho mejor humor.

Evan sabía que Paul tenía razón. Una buena aventura entre las sábanas le serviría para descargar tensión y mejorar su humor. ¿Pero pedirle ayuda a una adivina? Ridículo. Aquella noche saldría a uno de los clubes de Los Angeles a ver lo que se encontraba.

«Ya sabes lo que te vas a encontrar. Lo has visto, y has tenido citas docenas de veces», pensó.

Era cierto. Y la idea de hacerlo otra vez no le hacía ninguna ilusión. Pero a menos que quisiera que Paul llevara a cabo su amenaza, y sabía por experiencia que estaría dispuesto a hacerlo, tenía que ponerse en marcha.

Al ver que su amigo ya estaba a mitad de camino, salió corriendo detrás de él. Mientras se acercaban a la adivina, que se anunciaba con el absurdo nombre de Madame Karma, Lacey se levantó de la silla y se volvió. Su mirada se encontró con la de Evan y él estuvo a punto de tropezar. Ella entornó los ojos un instante y después se dirigió a Paul con una sonrisa.

– Paul, me alegro de verte -le dijo, y levantó una mano para cubrirse los ojos del sol-. ¿Echas de menos el café doble y sin espuma?

– Eso, y una de tus deliciosas galletas -se frotó el vientre-. Las mejores que he probado nunca.

Ella sonrió de tal manera que Evan no pudo evitar fijarse en sus labios sensuales y en los hoyuelos que se le formaban a los lados. Maldita sea, a él siempre le habían gustado las mujeres con hoyuelos. Y era injusto que aquella mujer en concreto tuviera un par de hoyuelos tan sexys. Ella dejó de sonreír, y al sentir que lo miraba, Evan levantó la vista también.

– Evan.

– Lacey -la saludó.

Ella miró a Paul otra vez y preguntó:

– ¿Se conocen?

– Somos muy buenos amigos desde la universidad -dijo Evan.

Ella arqueó las cejas.

– ¿Ustedes?

– Parece que te sorprenda el hecho de que tenga un amigo.

– Supongo que sí, al menos que sea una amigo agradable.

– Yo soy muy agradable con la gente que no acaba con mi paciencia constantemente.

– Quizá seas una persona impaciente. Quizá deberías pasarte al descafeinado. A lo mejor te ayuda a relajarte.

– De hecho, me considero un hombre muy paciente, teniendo en cuenta todo lo que he tenido que aguantar últimamente -contestó él, mirándola fijamente.

– ¿Paciente? Ésa no es la palabra que yo asociaría con un hombre que se opone a la estética juguetona de mis escaparates.

– Evidentemente, no tenemos el mismo concepto de lo que es una estética juguetona. Aproximarse a la desnudez es algo que va más allá de lo que considero apropiado para Fairfax.

Ella se sonrojó.

– Mis maniquíes están completamente vestidos.

– Sí, de una manera que es tan evidente como una bofetada.

– Una bofetada… -sonrió ella-. ¿Eso es una invitación?

– No sabía que tuvieras tendencias violentas.

– Sólo con la gente que me pone nerviosa.

– Hablando de ponerse nervioso… -indicó la tienda con el pulgar-. Ese escaparate es…

– ¿Provocativo? ¿Interesante?

– Estaba pensando en algo más como: excesivo.

– Gracias. Acepto el cumplido.

– No ha sido un cumplido.

– El hecho de que te hayas fijado en el escaparate es un cumplido en sí mismo.

– Evidentemente, la última conversación que tuvimos acerca de moderar el contenido de los escaparates cayó en oídos sordos.

– No, te oí.

– Ah. Entonces es que no sabes la diferencia entre oír y escuchar.

– Sé la diferencia. Pero también sé el significado de «ignorar».

– Evidentemente.

– El problema está en que tú no sabes lo que significa la palabra «juguetona». Sospecho que no lo sabrías aunque saltara y te mordiera el trasero.

– Sin duda porque no me conoces.

– ¿No? Es extraño. Tengo la sensación de que te conozco muy bien.

Ella no añadió la palabra «desgraciadamente», pero era evidente que lo había pensado.

– Yo también tengo esa sensación -murmuró él-. Qué afortunados somos.

– Yo no elegiría esa palabra, pero está claro que nunca estamos de acuerdo. -Creo que la próxima vez que lo estemos será la primera.

– Al menos, en eso estamos de acuerdo. Y puesto que hablamos en tono conciliador… -indicó hacia la multitud con la barbilla-. La fiesta está siendo un éxito. Quien la haya organizado ha hecho un gran trabajo.

– Gracias.

Ella arqueó las cejas.

– ¿Tú has organizado todo esto?

– Pareces sorprendida.

– Lo estoy. No me parecías un hombre de los que organizan fiestas.

El estuvo tentado a preguntarle qué clase de hombre creía que era, pero decidió que no quería saberlo, sobre todo porque dudaba de que la respuesta fuera a ser un cumplido.

Con una sonrisa, contestó:

– Gestionar propiedades no es lo único que se me da bien.

– Lo sé. También eres muy bueno incordiando a los inquilinos. Y al parecer, conoces el nombre de un buen organizador de fiestas.

– Parte de ser un buen gerente consiste en tener capacidad de delegar.

– Aja. Así que ¿pasarás a tomar un café? Tenemos una galleta especial para San Valentín que a lo mejor te gusta. Tiene forma de labios -le dedicó una sonrisa-. Yo la llamo Muérdeme.

Paul se aclaró la garganta como para ahogar su risa y Evan se volvió hacia su amigo. Maldita sea, se había obligado por completo de la presencia de Paul. Y de la de Madame Karma.

– Gracias, pero delegaré la parte del café en Paul -Evan se volvió hacia la adivina y se fijó en que lo miraba con interés. Extendió la mano y dijo-: Madame Karma, soy…

– Evan Sawyer -dijo la mujer en voz baja.

Antes de que él pudiera recuperarse de la sorpresa de que supiera su nombre, ella le agarró la mano y lo miró fijamente.

– Tu aura… -murmuró, apretándole la mano entre las suyas-es excepcionalmente brillante. Y fuerte. ¿Me permites que te lea el futuro?

– Por eso he venido -dijo Evan, ignorando la mirada que le estaba echando Paul.

Madame Karma miró a Lacey, y después a él otra vez.

– Estupendo. Comencemos -le soltó la mano y gesticuló mirando a Lacey-. Aléjate, cariño. El señor Sawyer y yo tenemos mucho de qué hablar.

A Evan no se le ocurría nada que pudiera decirle a Madame Karma, pero puesto que parecía que no tenía alternativa, decidió que lo mejor era que le leyera el futuro cuanto antes. Él escucharía y asentiría; después le daría las gracias y se marcharía. ¿Tan malo podía ser?

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