Evan no podía creer que se hubiera puesto el ridículo albornoz.
Miró hacia abajo y, al ver sus piernas desnudas bajo el dobladillo del albornoz, puso una mueca de disgusto. «Si Paul me viera con este atuendo, se moriría de risa», pensó.
¿Por qué diablos Lacey no había vestido a los maniquíes con ropa normal? Sin embargo, tenía que admitir que llevar el albornoz era mucho más agradable que llevar la ropa mojada, sobre todo porque ésta ya empezaba a irritarle la piel. Y puesto que ya se sentía como un idiota, había decidido quitarse también la ropa interior y ponerse la que Lacey le había prestado.
Intentaría mantener el albornoz abrochado y actuar como si estuviera llevando su propia ropa. Como si estuviera en su casa. Y como si estuviera con alguien que no fuera Lacey.
«Lacey». Cuya piel tenía el tacto de la seda y el sabor de flores azucaradas. Lacey, cuyo beso lo había inflamado por dentro, como si fuera un trago de whisky en un estómago vacío. Lacey, quien en esos momentos se acercaba a él luciendo el vestido rojo que le había quitado al maniquí y provocando que él se quedara sin aire en los pulmones.
«Madre mía». Aquella mujer no sólo sabía cómo besar, también cómo moverse. Sus caderas se contoneaban despacio, de forma que a él le resultaba imposible dejar de mirarla. Él nunca la había visto vestida con otra ropa que no fueran los pantalones negros y la blusa blanca que se ponía para trabajar. Y aquel vestido rojo le quedaba de maravilla.
Lacey se metió detrás del mostrador y sacó una cafetera. Lo miró y esbozó una sonrisa.
– Veo que has preferido que no se te arrugue la piel.
– Ni se te ocurra reírte.
– No me reiré si tú no te ríes -puso una mueca y tiró del dobladillo del vestido hacia abajo-. Este vestido no me queda muy bien. Mi maniquí usa unas cuantas tallas menos que yo. Menos mal que la tela se estira.
– A mí me parece que te queda bien. Perfecto, diría yo.
– ¿Es otro cumplido? Estoy alucinada. Pero para continuar con este ambiente distendido, yo también te haré un cumplido. Ese albornoz te queda mejor que a cualquier maniquí.
La expresión de su mirada indicaba que no estaba bromeando y Evan notó que se le aceleraba el pulso. Al parecer, a algunas mujeres no les importaba que los hombres llevaran albornoces con corazones de color rosa.
– Gracias… Entonces, ¿hacemos una tregua?
– Tregua -contestó ella con una sonrisa-. Al menos, hasta que lleguen los de la asistencia en carretera. ¿Quieres un café normal o descafeinado?
– Normal. No quiero quedarme dormido de camino a casa. ¿Necesitas ayuda?
– Gracias, pero creo que puedo encargarme de una cafetera.
Tratando de pensar en algo que no fuera ella, Evan se volvió para mirar las fotos y los collages que decoraban las paredes mientras Lacey molía el café.
– Ésas son del jardín de mi madre -dijo ella, al ver que él se detenía frente a la foto de un jarrón de cristal lleno de flores de color rosa pálido.
– He visto estas flores en otras ocasiones. ¿Qué son?
– Peonías. Hace años le regalé a mi madre esa planta para el Día de la Madre. Es mi flor y mi aroma preferido.
– ¿Sacaste tú la foto?
– Sí. Me quedaba mucho espacio por de-corar y no podía gastarme dinero, así que agarré mi cámara y… ¡tachan! Los collages también los he hecho yo.
– Son muy buenos.
– Gracias. Hacerlos es muy relajante. Pongo música, me sirvo una copa de vino y dejo volar a mi imaginación.
Él señaló un collage que mostraba escenas de playa.
– Eso es lo que a mí me parece relajante. Estar cerca de la playa.
– Eh, quizá deberíamos grabar este momento, porque parece que, por fin, estamos de acuerdo en algo. Para mí, la playa es el mejor lugar para relajarse. El ruido del mar, la brisa marina, la arena bajo mis pies… -suspiró-. Algún día espero comprarme una casa en la playa.
– Lo mismo que yo. En la que pueda sentarme en la terraza y disfrutar del mar mientras me tomo el café del desayuno.
– Y yo el después de cenar -sonrió-. Si tuviera un balcón con vistas al océano, estaría todo el día fuera. Incluso, probablemente, querría dormir allí.
– Otra vez estamos de acuerdo -dijo él, y la imaginó acurrucada contra él, tumbados bajo las estrellas y rodeados por el ruido del mar.
– Guau. Hemos estado de acuerdo dos veces seguidas. ¿Quién iba a pensarlo?
– Yo no -cada minuto que pasaba se daba cuenta de que aquella mujer tenía algo más que un cuerpo estupendo, una actitud desafiante y una propensión a hacerlo enfadar. Se fijó en un collage sobre cachorros y no pudo evitar sonreír-. Éste es estupendo. ¿Tienes perro?
Ella negó con la cabeza.
– Tuve uno cuando era pequeña. Un labrador que se llamaba Lucky. Ahora me encantaría tener uno, pero en mi edificio están prohibidos los animales.
Él se acercó al mostrador y la observó mientras llenaba dos tazas de café recién hechos.
– Mi perra es mezcla de labrador, o eso creo. Por su tamaño, creo que también tiene algo de san bernardo.
– ¿Tienes perro?
– Una encantadora perrita de cuatro años que recibe con besos a todo el que aparece.
– No me parecías el tipo de hombre de los que tienen perro.
– Supongo que estoy lleno de sorpresas.
Sus miradas se encontraron.
– Supongo que sí -dijo ella-. ¿Cómo se llama tu perro?
– Sasha. La adopté hace seis meses cuando fui con Paul a una perrera que hay al norte de Los Angeles, porque él quería adoptar un perro. Sasha y yo nos miramos un instante y sentimos amor a primera vista. El único problema es la barrera del lenguaje.
– ¿Perdón?
– La familia con la que vivía Sasha sólo hablaba ruso. La perra no comprende ni una palabra de inglés.
Ella lo miró unos segundos y se rió.
– Bromeas.
– No. Y yo sólo sé decir «caviar» y «vodka» en ruso.
Lacey soltó una carcajada y negó con la cabeza.
– Nunca había oído algo así.
– Yo tampoco. Así que, si por casualidad sabes cómo decir en ruso: «siéntate», «quieta», o «no te comas mis zapatillas», dímelo.
– ¿Sasha se come tus zapatillas?
– No es que se las coma, sino que las roe hasta destrozarlas. Pero sólo mis zapatillas. Por suerte no le gusta la ropa.
– ¿Y quién cuida de ella cuando estás en el trabajo?
– La saca a pasear un chico. Por las noches, cuando trabajo hasta muy tarde, como hoy, mi vecino cuida de ella.
Lacey dejó las tazas sobre el mostrador.
– ¿Por qué no las llevas a la mesa mientras voy a por las galletas?
Evan agarró las tazas y las llevó hasta una mesa redonda y de cristal que estaba situada entre dos butacas. Ella se reunió con él segundos más tarde y dejó sobre la mesa un plato con dos galletas enormes. Se sentó frente a Evan y, aunque él trató de no hacerlo, no pudo evitar fijarse en lo corta que le quedaba la falda al sentarse.
Haciendo un esfuerzo, consiguió dejar de mirarle las piernas y se centró en las galletas rosadas con forma de labios.
– ¿Éstas son las galletas que mencionaste antes? -preguntó él-. Las que llamabas Muérdeme.
– Sí -le dio una servilleta-. Pruébalas.
Teniendo en cuenta lo apetecibles que eran sus piernas, no era una galleta lo que más deseaba morder. Pero puesto que sólo le había ofrecido el dulce, decidió aceptarlo.
– ¡Guau! -exclamó después del primer bocado-. Esta galleta está deliciosa.
– Gracias. Necesité hacer muchas pruebas para dar con la receta correcta.
– Misión cumplida. Se nota cuando una galleta es extraordinaria porque uno siente cómo se le endurecen las arterias.
Ella se rió.
– Si pudiera encontrar la manera de mantener el sabor y la textura pero sin que tuvieran calorías, sería multimillonaria. Al menos, a vosotros el dulce no se os acumula en las caderas. Ojalá alguien inventara un kit para hacer la liposucción en casa. Algo que se pudiera conectar al aspirador. O a la batería del coche.
– A ti no te serviría. Tu coche se ha quedado sin batería.
El bebió un sorbo de café y cerró los ojos como apreciando el sabor. Lacey no sólo sabía moverse y besar, también horneaba las mejores galletas y preparaba el mejor café del mundo. Aquélla era una combinación letal. ¿Y por qué diablos no le gustaba? Él sabía que tenía múltiples motivos. Pero no podía recordarlos. Decidió que lo mejor era continuar hablando hasta que ella dijera algo que le refrescara la memoria.
– Puesto que yo te he contado todo acerca de mi complicada relación idiomática con Sasha, te toca a ti.
– ¿El qué?
– Contarme algo sobre ti que yo no sepa.
Ella se apoyó en el respaldo de la silla y lo miró por encima del borde de la taza.
– ¿Qué quieres saber?
«Todo», pensó él, pero contestó:
– Cualquier cosa. ¿Por qué no me hablas de tu familia? ¿Hay alguien más como tú?
Ella negó con la cabeza.
– Tengo una hermana. Se llama Meg, pero no nos parecemos nada y somos completamente distintas. La gente que nos conoce a las dos no puede creer que seamos familia.
– ¿Diferentes, en qué sentido?
– Meg era la típica chica rubia, extrovertida, que pertenecía al grupo de animadoras del colegio. Yo llevaba gafas, ortodoncia, era tímida y torpe. Y mi pelo era así -se agarró un mechón de pelo rizado y tiró de él-. Cuando éramos adolescentes, Meg no se preocupaba mucho porque yo no tuviera el mismo aspecto que ella. Ahora nos llevamos muy bien, pero de pequeñas fue duro. Incluso todavía me llama Hoyuelos, sólo para molestarme.
– Me parece un mote perfecto… Tienes unos hoyuelos preciosos.
– Gracias. Excepto que cuando Meg me puso el mote yo era un bebé, y se refería a los hoyuelos que tenía en el trasero. Menos mal que terminé teniendo hoyuelos en la cara y no tengo que pasarme la vida explicando por qué me llamaba así.
Evan se rió.
– ¿Y cómo la llamas tú a ella?
– La reina de las Relaciones Públicas Debe de tener el récord mundial en asistencia a los bailes del colegio -bebió otro sorbo de café-. Cuando éramos pequeñas, yo habría dado cualquier cosa por parecerme a ella. Por ser como ella. Pero ahora… Ahora no me cambiaría por ella por nada del mundo.
– ¿Por qué?
Lacey dudó un instante y contestó:
– Lleva seis años casada y no le va muy bien. Por desgracia, Dan, el marido de Meg, es la copia exacta de nuestro padre. Un hombre con éxito profesional pero emocionalmente inservible. Tienen una casa preciosa, dos hijos estupendos, todas las cosas que quieren, pero para Dan, su prioridad siempre ha sido su carrera profesional. Meg y los niños siempre quedaron en segundo plano.
– Es una lástima.
– Lo es. Hace tres años se separaron, pero después de ir a terapia de pareja se reconciliaron. Sin embargo, nada ha cambiado. Yo comprendo que ella no quiera romper el matrimonio, pero a pesar de todas las cosas que tiene… Está sola. Igual que lo estuvo nuestra madre.
– ¿Tus padres se divorciaron?
Ella negó con la cabeza.
– Mi padre murió cuando yo estaba en el instituto. Yo había vivido con él durante toda mi vida y apenas lo conocía. Siempre estaba trabajando o en viajes de negocios, siempre demasiado ocupado para jugar, para ir al centro comercial o para asistir a los eventos del colegio. Nunca tenía tiempo para disfrutar de la vida, de su esposa o de sus hijas. Para ser un hombre que ansiaba tanto el éxito, no era capaz de darse cuenta de que fallaba en las cosas más importantes. Su familia. Su matrimonio.
Ella se miró las manos, y cuando él siguió su mirada, se percató de que tenía los dedos entrelazados con fuerza.
Evan estiró la mano y cubrió las de ella.
– Lo siento, Lacey -dijo él-. Sé lo mucho que se sufre al perder a un progenitor. Yo perdí a mi madre hace cinco años. De cáncer.
Ella lo miró con empatia. Y con algo más. Con sorpresa y confusión, como si fuera la primera vez que lo veía en su vida, de la misma manera que él sabía que la había mirado momentos antes.
– Lo siento mucho, Evan.
– Yo también. Era una mujer estupenda y una madre magnifica. Como tú, yo no fui muy popular en el colegio. Era el niño regordete que siempre obtenía las peores marcas en la clase de deporte y del que todos se reían.
– Bromeas -dijo ella, y arqueó las cejas.
– No. Seguí intentándolo con el deporte, pero no sirvió de nada. Aun así, mi madre siempre me animó, incluso cuando metí el gol decisivo para el partido en nuestra propia portería.
– Yo hice lo mismo -dijo ella-. Cuando estaba en cuarto. Deseé morirme. Pero mi madre me llevó a tomar un helado para celebrar que había metido el primer gol de mi vida.
– La mía me llevó a comer pizza -sonrió y le apretó la mano-. Hace media hora no lo habría creído, pero parece que tenemos cosas en común.
Ella asintió despacio, como si tampoco pudiera creerlo.
– Eso parece. ¿Y qué pasó con tu padre?
– Murió en un accidente de coche cuando yo era un bebé. No lo recuerdo. Siempre estuvimos mi madre y yo, solos.
– Ahora estás muy solo.
Las palabras de Lacey resonaron en lo más profundo de su ser. No era verdad, tenía montones de amigos, buenos vecinos, compañeros de trabajo, incluso algunos primos lejanos que vivían en Florida. Pero no era eso a lo que ella se refería, y él lo sabía. Lacey se refería a la familia inmediata.
– Estoy solo -convino él. Porque a pesar de todos sus amigos, se sentía solo. Y llevaba sintiéndose así algún tiempo. Hasta esa noche.
Allí, hablando con ella en su tienda de café, no se sentía solo. De hecho, se sentía muy bien. La noche, que había comenzado de manera desastrosa, había dado un giro inesperado. Y para bien.
– ¿No tienes novia?
– Nada estable. Si la tuviera, no te habría besado. Sé que crees que soy un idiota, y a lo mejor lo soy, pero no soy un hombre infiel.
Ella se sonrojó una pizca.
– Lo creas o no, no he pensado que seas un idiota desde hace al menos cinco minutos.
– Ya somos dos. Y batimos un nuevo récord. ¿Quieres que probemos a ver si aguantamos diez minutos?
Ella sonrió.
– ¿Crees que lo conseguiremos?
– Seguro.
– Está bien. Cuéntame por qué no tienes una novia estable. Quiero decir, aunque seas un pesado, deberías tener varias citas, aunque sea por tu aspecto.
– Vaya, gracias. Sí que tengo citas, pero últimamente… -se encogió de hombros-. Me he aburrido del juego. Por eso con Sasha me va tan bien. Siempre se alegra de verme, no le importa que cambie el canal de la tele, nunca se queja si dejo la ropa en el suelo y no habla inglés.
Lacey se rió.
– Si consiguieras evitar que se comiera tus zapatillas…
– Sería perfecta -dijeron al unísono.
Cuando terminaron de reírse, Evan se percató de lo cerca que estaban sentados. De lo romántica que era aquella situación. De lo solos que estaban. De lo suave que era la piel de sus manos. Le acarició los dedos con el pulgar y sintió que el deseo que trataba de contener afloraba a la superficie.
¿Ella notaría la tensión que de pronto había invadido el ambiente? A juzgar por lo rápido que respiraba y por el ardor de su mirada, Evan estaba seguro de que sí. Pero antes de actuar, había algo que necesitaba saber.
– ¿Y tú? ¿Tienes novio? -le preguntó.
– No. Y como has dicho tú, si lo tuviera, no te habría besado. Crees que soy una idiota, y puede que lo sea, pero no soy una mujer infiel.
– Y como has dicho, deberías tener varias citas, aunque sea por tu aspecto.
– De hecho, tengo la sensación de que he salido con la mitad de los chicos solteros de Los Ángeles. He tenido muchas relaciones malas. Pero supongo que hay que pasar por las malas para conseguir una buena, y yo debo de estar a punto de tener una buena, aunque sólo sea por estadística. Pero los hombres que conozco siempre se parecen a mi padre, o a mi cuñado… Sólo les interesa el trabajo, y nada más. Yo los llamo «clones impersonales». Como tú, estoy cansada del juego. En estos momentos de mi vida, no necesito impresionar a un montón de chicos diferentes. Preferiría impresionar al mismo chico una y otra vez.
– No debería resultarte difícil. Eres impresionante. Sobre todo con ese vestido.
– Aja. Lo dices porque quieres otra galleta.
– Si me la ofreces, no te diré que no.
Él sabía que su tono implicaba algo más que las galletas. Durante varios segundos permanecieron mirándose el uno al otro, y Evan no pudo evitar preguntarse si ella correría el riesgo o se mantendría a salvo.
– Ahora mismo traigo otra galleta -murmuró ella, y se levantó despacio.
Él la observó caminar hacia el mostrador y, al fijarse en su trasero, comenzó a respirar de manera acelerada. Una vez en el mostrador, ella se puso de puntillas y se inclinó hacia delante para mirar dentro de la vitrina. Evan pensó que se le paraba el corazón. Entonces, ella se dio la vuelta y se apoyó contra el mostrador. Su intensa mirada provocó que Evan sintiera que se le incendiaba la entrepierna.
– Aquí tienes -dijo ella, y le mostró la galleta-. Muérdeme.
Evan se puso en pie y se acercó despacio. Se detuvo frente a ella y apoyó las manos en el mostrador, encerrándola entre sus brazos.
– Es una oferta que no puedo rechazar -se inclinó hacia delante y le mordisqueó el cuello.
Ella gimió y ladeó la cabeza, y él aprovechó para mordisquearle el lóbulo de la oreja.
– Muy bien -murmuró contra su piel-. Pero creo que deberías llamarla Bésame. Ella suspiró de placer.
– De acuerdo.
– De pronto estás de acuerdo con todo.
– Me pongo así cuando un hombre sexy me besa la oreja. No digas que no te lo he advertido.
– Tomo nota -la besó de nuevo-. Pero no creas que con eso vas a asustarme.
– Espero que no.
Ella giró el rostro y él la besó en la boca. Se echó hacia delante y presionó el miembro erecto contra su cuerpo femenino. De pronto, sintió que todo a su alrededor desaparecía, menos ella. El sabor de su boca, el aroma de su piel, las curvas de su cuerpo. Deslizó las manos una pizca hacia abajo y la atrajo hacia sí para besarla con más intensidad, y explorar el interior de su boca a la vez que le acariciaba el trasero.
Ella se movió una pizca y él notó que se excitaba aún más. No recordaba haber deseado tanto a una mujer. Ella empezó a acariciarle el cuerpo, por debajo del albornoz, y cuando posó las manos sobre su trasero, lo atrajo hacia sí.
Evan la tomó en brazos y la sentó sobre el mostrador. Ella gimió y separó las piernas. Evan se colocó entre ellas y le acarició el cuello con la lengua mientras, con la mano, separaba de su piel el escote del vestido. Dejó sus senos al aire y se los acarició, jugueteando con los dedos sobre los pezones. Inclinó la cabeza y rodeó la aureola con la lengua antes de introducir en su boca su pezón turgente.
– Evan… -pronunció ella y arqueó la espalda. Le quitó el albornoz de los hombros y le acarició el torso, provocando que, con cada caricia, se incendiara por dentro.
Él deslizó las manos hasta sus muslos y las metió debajo del vestido. Descubrió que no había nada más que su piel.
– No llevas ropa interior -susurró, y le levantó la prenda hasta la cintura. Al acercar la mano a su entrepierna, la encontró húmeda y caliente.
Ella gimió al sentir que introducía dos dedos en la parte más íntima de su ser.
– No pensé que… ¡ahhh!… la necesitara.
– No la necesitas. Créeme. No me quejo de nada.
Jadeando, ella le bajó la ropa interior y le acarició el miembro erecto. Él respiró hondo y empujó contra su mano.
– Un preservativo -dijo ella, mordisqueándole el cuello.
– En mi cartera. Al otro lado de la habitación. ¡Maldita sea!
– En mi bolso. Está más cerca.
Mientras él seguía acariciándola, ella estiró hacia atrás y agarró el bolso mojado. Algo cayó al suelo, y ambos lo ignoraron. Con un gesto de impaciencia, ella volcó el contenido sobre el mostrador. Él vio un preservativo y es lo puso todo lo rápido que pudo. Entonces, Lacey lo rodeó con las piernas por la cintura y él la penetró con un único movimiento.
Sus gemidos inundaron la habitación. Evan se retiró casi del todo y la penetró de nuevo, disfrutando del lento viaje hasta el placer que había deseado desde el primero momento que entró en la tienda. Ella clavó los dedos en su espalda y él apretó los dientes para controlarse y no llegar al orgasmo. Cuando Lacey echó la cabeza hacia atrás y jadeó, Evan se dejó llevar, empujó con fuerza y permitió que el orgasmo se apoderara de él.
Cuando dejó de temblar, echó la cabeza hacia atrás y esperó a recuperar la respiración. Ella apoyó la frente contra su torso, exhalando de forma entrecortada contra su piel.
Un pitido rompió el encanto de la situación. Evan levantó la cabeza y frunció el ceño. Aquel sonido le resultaba familiar.
– ¿Es un buscapersonas? -preguntó Lacey.
Aquel sonido era el buscapersonas de Evan. Y, al oírlo, regresó a la realidad. ¿Qué diablos estaba haciendo? Acababa de mantener relaciones con una inquilina. Él nunca se acostaba con las inquilinas. Era una de sus normas. Dio un paso atrás y se pasó la mano por el cabello.
– Es el buscapersonas del trabajo.
Ella lo miró fijamente.
– ¿Trabajo? ¿A estas horas? ¿Y en fin de semana?
– Es mi jefe. Está en Londres esta semana. Allí es por la tarde. No importa que sea fin de semana… Trabaja todo el tiempo.
Ella no contestó, pero por la cara que puso era evidente que acababa de meterlo en la categoría de «clones impersonales». Sin decir nada, le entregó un montón de servilletas de papel y se bajó del mostrador.
– Escucha -dijo ella, mientras se recolocaban la ropa-. No sé lo que me ha sucedido pero… Lo que acaba de pasar no lo hago habitualmente.
– Lo creas o no, yo tampoco.
– Se nos ha ido de las manos. Alego enajenación mental transitoria.
– Ya somos dos -dijo él. -Esto no volverá a pasar.
Evan sabía que debía decir que estaba de acuerdo, pero las palabras se le atascaron en la garganta.
– De hecho -continuó ella-, tenemos que olvidar que ha sucedido.
Antes de que Evan pudiera contestar, llamaron a la puerta y volvió la cabeza hacia la entrada. Un hombre vestido con un mono de la American Car Association llamaba contra el cristal.
El episodio con Lacey había terminado.
Y a Evan se le ocurrió que, a lo mejor, estaba hechizado.