Lacey sintió que se quedaba sin respiración al ver el fuego que reflejaba la mirada de Evan después de oír sus palabras. Era evidente qué era lo que provocaba esa ardiente mirada.
La excitación.
Sintió que el deseo se apoderaba de ella, una fuerte sensación como la que había tratado de contener desde el momento en que él la agarró de la mano para cruzar el césped. Sin duda, Evan Sawyer había captado su atención.
Y ella había hecho un gran trabajo para controlar su libido, sobre todo después de apreciar lo increíble que era tenerlo tumbado encima de su cuerpo. Y lo delicioso que era sentir sus fuertes manos masajeándole el tobillo. Pero si seguía mirándola de esa manera, como si ella fuera un cuenco de nata y él fuera un gato hambriento, no podría contenerse más.
– ¿Quitarnos la ropa? -repitió él con un tono que hacía que cualquiera imaginara unos cuerpos entrelazados entre sábanas arrugadas-. Pero Lacey… Si todavía no nos hemos besado.
Al oír que aquellos maravillosos labios pronunciaban su nombre en un susurro, una ola de calor la invadió por dentro. Ella abrió la boca para decirle que se refería a que debían ponerse ropa seca, pero sus palabras se ahogaron en un gemido de placer cuando él le levantó el pie y la besó en la parte interna del tobillo.
El fuego recorrió su cuerpo. Su boca era algo pecaminoso que le provocaba un intenso placer. Él le soltó el tobillo despacio y se colocó entre sus piernas. Introdujo los dedos en su cabello mojado e inclinó la cabeza. Ella separó los labios para recibirlo.
Cuando sus bocas se encontraron, Lacey sintió que se derretía por dentro. «Cielos», pensó. Aquel hombre sabía cómo besar. Y cuando comenzó a explorar el interior de la boca de Evan con la lengua, notó que se le aceleraba el corazón. Llevó las manos hasta el torso masculino y le acarició los hombros. Después, su cabello mojado y sedoso. Era como si el deseo hubiese detenido el tiempo. Como si cada latido de su corazón deseara gritar la palabra más. Tocar más. Saborear más. Sentir más. Desear más.
Enseguida, él levantó la cabeza. Lacey protestó y abrió los ojos. Evan la miraba como si nunca la hubiera visto antes. Tenía el cabello alborotado y respiraba con dificultad.
– ¡Guau! -dijo ella, después de tragar saliva.
Él pestañeó varias veces, como si estuviera en trance. Lacey sabía muy bien cómo se sentía. Tras aclarar su garganta, comentó:
– Sí. ¡Guau!
– ¿Qué diablos ha sido eso?
– ¿Aparte de algo impresionante? No estoy seguro -se acercó a ella y la besó detrás de la oreja-. Creo que deberíamos repetirlo para descubrirlo.
Jugueteó con la lengua sobre el lóbulo de su oreja y ella se estremeció. Aquella manera de reaccionar no era la adecuada. No podía ser que un beso y unas caricias con la lengua la hicieran sentir como si fuera un cohete a punto de estallar. Aprovechando un momento de lucidez, colocó las manos sobre su torso y lo empujó una poco hacia atrás.
– No tan deprisa -le dijo. Necesitaba pensar un par de minutos
Apoyando las manos en el mostrador, bajó al suelo y se separó de él. Al instante, echó de menos el calor de sus manos sobre la piel. Por eso era necesario que pusiera un poco de distancia entre los dos, al menos, hasta que dejara de darle vueltas la cabeza. Tras sacudir el tobillo un par de veces y ver que no sentía dolor, caminó unos pasos.
– Creo que deberíamos concentrarnos en hacer lo que hemos venido a hacer.
– ¿Te refieres a llamar al servicio de asistencia en carretera?
– Exacto.
– No fui yo quien sugirió que nos quitáramos la ropa.
– Me refería a que quería quitarme la ropa mojada -dijo ella, orgullosa por haber conseguido hablar con frialdad-. Tengo frío y estoy incómoda -o al menos, había sentido frío unos minutos antes-. ¿Tú no?
– ¿Frío? No. De hecho, siento todo lo contrario, y es culpa tuya, por cierto. ¿Y de veras crees que desnudándonos estaremos más cómodos?
– No me refería a que nos quedáramos desnudos -«¡mentirosa!», le gritó una voz interior, consciente de que con la ropa mojada, a Evan se le marcaba el torso musculoso, los abdominales, las caderas y las piernas largas. Se fijó en su entrepierna y comprobó que estaba tan afectado por el beso como ella.
– Eso es lo que suele ocurrir cuando uno se quita la ropa.
Su voz la hizo regresar a la realidad y Lacey levantó la vista.
– ¿Eh?
– Uno se queda desnudo cuando se quita la ropa.
– De acuerdo. Me parece bien. Quiero decir que deberíamos ponernos ropa seca.
– Eso estaría bien, pero me temo que no suelo salir de casa con una muda de repuesto.
– Yo tampoco. Pero da la casualidad de que tengo un juego extra de ropa para los dos -miró hacia el escaparate-. Cortesía de mis maniquíes
– No lo dirás en serio -dijo él, después de mirar hacia la ventana.
– ¿Por qué no? ¿Tienes alguna otra sugerencia? ¿Aparte de que nos quedemos aquí con la ropa empapada hasta que nos pillemos una neumonía?
– Personalmente, prefiero la sugerencia de quedarnos desnudos.
– No había hecho tal sugerencia.
– ¿No? Bueno, pues la haré yo -se acercó a ella.
El fuego de su mirada la hizo sentir como si alguien hubiera vertido un cuenco de miel caliente sobre su cuerpo. Y cuando él le agarró las manos y entrelazaron los dedos, Lacey se quedó sin respiración.
– ¿Quieres desnudarte? -preguntó él.
– Eso sí… -la verdad salió de su boca como una bala. Madre mía, parecía una mujer caliente y desesperada en el día de San Valentín. Y quizá lo fuera, pero él no tenía por qué saberlo. ¿No había hecho bastante el ridículo todavía? -que no -añadió, y tosió para disimular-. No quiero desnudarme. Lo que quiero hacer es llamar al servicio de asistencia en carretera. Y ponerme ropa seca. Después, tomarme un café. Y una galleta. Y también, irme a casa. Y olvidar todo lo que ha pasado esta tarde.
Él la miró durante unos segundos y ella contuvo la respiración. Por un lado, deseaba que la atrajera hacia sí y la besara de nuevo. Sin embargo, él asintió, le soltó las manos y dio un paso atrás.
– Buena idea -dijo él-. ¿Tienes el servicio de la American Car Association?
– Sí. ¿No es el que tiene todo el mundo?
– Probablemente. Es el que yo tengo. ¿Qué te parece si llamo mientras tú te cambias de ropa?
– Trato hecho. Después, prepararé un café.
– Muy bien.
– El teléfono está en la pared de detrás del mostrador -dijo ella, y lo observó darse la vuelta y dirigirse hacia allí. Tuvo que hacer un esfuerzo para mirar hacia el escaparate y dejar de mirarle el trasero.
Lacey se acercó al maniquí con forma de mujer y le quitó la ropa. Al día siguiente iría más temprano para vestirlo de nuevo. Si a Evan le parecía mal la forma en que vestía a sus maniquíes, no quería ni imaginar lo que pensaría si los tuviera desnudos.
Aunque para ser un chico que parecía un estirado, se había mostrado más que dispuesto a desnudarse con ella.
«Ya basta, Lacey», se ordenó. «No pienses en él desnudo. Es más, no pienses en él para nada». Por desgracia, eso le resultó muy difícil, sobre todo cuando desnudó al maniquí masculino. Sujetando los dos juegos de ropa, se alejó de la ventana y se volvió hacia Evan, justo cuando él colgaba el teléfono.
– Me han dicho que enviarán a alguien y que tardará como una hora u hora y media. Les he dicho que vengan a la tienda para que no tengamos que esperarlos fuera.
– Estupendo -le tendió el albornoz y la ropa interior a juego-. Toma. Ropa seca.
Él se cruzó de brazos.
– No voy a ponerme ese ridículo albornoz.
– No es ridículo. Es romántico… algo de lo que, evidentemente, no sabes nada.
– Sé muchas cosas sobre lo que es romántico y, deja que te aclare una cosa, ese albornoz no lo es. Ningún chico respetable se lo pondría. ¡Tiene corazones de color rosa!
– Aja. ¿Y qué sabrás tú de moda? Tú, un hombre que no lleva más que traje y corbata.
– Sé lo bastante como para no ponerme eso -señaló la prenda que ella tenía en la mano-. Y has tenido oportunidad de verme con mucha menos ropa, sin traje y sin corbata, así que no me eches a mí la culpa.
– ¿Te han dicho alguna vez que eres un arrogante?
– ¿Te han dicho alguna vez que eres extremadamente pesada?
– De pronto, estoy recordando todos los motivos por los que me caes mal -se acercó al mostrador y dejó la ropa con brusquedad-. Si quieres quedarte con la ropa mojada y pillarte un resfriado mientras se te arruga la piel, adelante. Yo voy a cambiarme a la trastienda.
Tras esas palabras, se marchó caminando con la cabeza bien alta. Justo antes de que cerrara de un portazo, lo oyó decir:
– ¡No pienso ponerme ese ridículo albornoz!