Evan se dirigió a por el bolso de Lacey y agradeció las duchas de agua fría que recibió por el camino.
¿Qué diablos le estaba sucediendo?
Era una pregunta ridícula, porque sabía muy bien lo que le estaba sucediendo. El problema era que todavía podía sentir la huella de Lacey sobre su cuerpo. Todavía veía la expresión de su mirada y recordaba la erótica sensación de su cuerpo mojado deslizándose contra el suyo. Recordaba el aroma de su piel húmeda, una mezcla de azúcar y flores que no debería parecerle atractivo ni sexy pero que, sin embargo, se lo parecía.
No recordaba cuándo había sido la última vez que se había excitado tan deprisa. Sólo con mirarla a los ojos y con fijarse en sus labios húmedos y sensuales, había pasado de cero a cien en un segundo. Una reacción física que ella había percibido. Que él no había podido detener. Y que no sabía cómo explicar.
Sin duda, era una mujer atractiva. ¿Pero por qué tenía que ser la mujer que conseguía hacerlo enfadar la que más lo excitaba?
Apretó los dientes. Todo ese lío era culpa de la adivina. Desde que le había leído el futuro no había sido capaz de olvidar sus palabras. Y era una locura, porque él no creía en ese tipo de cosas. El hecho de que Madame Karma hubiera adivinado muchas de las cosas acerca de su pasado y su presente sólo se debía a que sabía cómo manipular al cliente. Todo lo que le había dicho podía aplicarse al noventa por ciento de la población. A los treinta y dos años, todo el mundo había pasado momentos difíciles y había tenido problemas en las relaciones de amor.
Y lo que le había dicho sobre el futuro… Suspiró con incredulidad. Un montón de tonterías sobre su aura y sobre que tenía a su media naranja delante de sus narices.
Lacey Perkins.
Una extraña sensación se había apoderado de él al oír sus palabras. Él le había dicho a la mujer que estaba equivocada, pero ella lo había mirado con sus penetrantes ojos oscuros y había insistido, diciéndole que tanto su aura como las cartas indicaban que Lacey Perkins era la mujer de su vida.
Vaya montón de tonterías.
Se agachó para recoger el bolso y recibió otra ducha del aspersor más cercano. Gruñó, se puso en pie, y colocó el bulto mojado bajo su brazo. Regresó a Constant Cravings, donde Lacey lo estaba esperando. De pie, bajo la luz de la luna llena y con un aspecto tan sexy y ardiente que él no sabía si podría soportarlo.
El hecho de que no pudiera dejar de pensar en ella era consecuencia del poder de la sugestión. Madame Karma le había dicho que Lacey y él eran compatibles mental, emocional y sexualmente, y él no era capaz de quitarse la idea de la cabeza. Como cuando a alguien se le pega una canción y no puede dejar de tararearla.
¿Cuánto tiempo tardaría en dejar de pensar ese tipo de cosas sobre Lacey? Pensaba en quitarle la ropa mojada y en besar sus labios sensuales. Aunque, si era sincero, había pensado en desnudarla mucho antes de aquella tarde. Desde el día en que ella le preguntó si le apetecía un Lento Viaje Hasta El Placer. Por fortuna, hasta ese momento, había podido dejar de lado ese pensamiento. La mayor parte del tiempo.
Se fijó en ella y en cómo la ropa mojada se pegaba a su cuerpo como si fuera una segunda piel. La imagen hizo que estuviera a punto de resbalar, y no precisamente porque la hierba estuviera mojada. Si conseguía mantener las manos alejadas de ella, sería un auténtico milagro.
Sin duda, el único motivo por el que empezaba a perder la cabeza era porque ella estaba mojada. Había algo en las mujeres mojadas que hacía que él experimentara todo tipo de fantasías. En cuanto estuviera seca, todo volvería a la normalidad. Probablemente.
Al llegar junto a ella, le entregó el bolso empapado.
– Gracias -murmuró ella.
En cuanto Lacey abrió la puerta, él la tomó en brazos otra vez y trató de no pensar en lo maravilloso que era sentirla pegada a su cuerpo.
– No hace falta que me lleves -dijo ella, pero su protesta no parecía sincera. De hecho, había hablado con una voz ronca y sexy.
El la miró y, al ver sus ojos grandes, sus labios sensuales, y su cabello rizado y mojado, se sintió cautivado.
Hizo un esfuerzo para dejar de mirarla y entró en la tienda, cerrando la puerta tras de sí con un pie.
– Puede que no sea necesario llevarte en brazos, pero te he traído hasta aquí y no me moriré por unos pasos más -no era del todo verdad, porque sentir el cuerpo de Lacey contra el suyo lo estaba matando. Se aclaró la garganta y continuó-. Vamos a ver que pasa con ese tobillo. Después hablaremos sobre si puedes o no caminar sin ayuda.
Se dirigió a un sofá de cuero que estaba junto a la puerta, pero Lacey negó con la cabeza, rociándolo con gotas de agua.
– Ahí no. No quiero estropear el sofá. En el mostrador estaré bien.
El obedeció y la sentó junto a la caja registradora.
– ¿Dónde está la luz?
– Junto a la puerta, en el lado derecho.
Evan regresó a la puerta y accionó el interruptor. Cuando regresó al mostrador, Lacey se había quitado el zapato y se había arremangado el pantalón. Con la pierna estirada, comenzó a mover el tobillo de manera circular.
Él se fijó en la piel mojada de su pierna. Incluso su pie, y sus uñas pintadas de rojo, le resultaba sexy.
Se obligó a desviar la mirada, pero no le sirvió para tranquilizarse. Lacey tenía la blusa empapada y se le pegaba al cuerpo como si fuera papel de celofán. A través de la tela se le veía el sujetador de encaje y la sombra de sus pezones erectos. Inmediatamente, Evan notó que toda la sangre de su cuerpo se desplazaba a su entrepierna.
Dos segundos antes tenía frío. Y en ese momento, se sentía como si le saliera vapor de los poros de la piel.
«Ya basta», se amonestó, al mismo tiempo que se obligaba a mirar hacia su tobillo.
– ¿Cómo está? -«dura y dolorosa», una voz interior contestó a su propia pregunta y él la mandó callar en silencio.
– Apenas me duele, Mira -movió el tobillo-. Ni siquiera se ha hinchado. Creo que lo que más me he herido ha sido el tobillo. Al menos estoy contenta de no haber llevado una falda cuando me caí de espaldas.
– Ya -«porque te habría visto el trasero», pensó él. ¿Y qué clase de ropa interior llevaba? ¿Algo de encaje a juego con el sujetador? O quizá no llevara ropa interior…
– Evan, ¿estás bien?
«No».
– Sí -contestó.
– ¿Estás seguro? Pareces… colorado.
– Es la luz que hay aquí. Y el cansancio de haberte llevado en brazos.
– ¿Insinúas que estoy gorda?
– ¿Por qué las mujeres siempre hacéis preguntas como ésas?
– ¿Por qué los hombres siempre hacéis comentarios que puede interpretarse así?
– No estaba insinuando nada. Y no estás gorda. Estás…
– ¿Qué?
«Estupenda. Sexy. Haces que mi corazón lata con tanta fuerza que tengo miedo de que me rompa las costillas».
– ¿Buscas que te diga un cumplido, Lacey?
– ¿Un cumplido? ¿De tu boca? Lo dudo. Conseguirías que me quedara en silencio si pudiera salir uno de tus labios.
– Bueno, si ésa es la única manera de que te calles, lo intentaré. Tienes bastantes curvas.
– Vaya, gracias. ¿Atraes a muchas mujeres con frases como ésa?
– Lo decía como un cumplido, -dijo entre dientes. No sabía si estaba más enfadado porque ella se lo hubiera tomado a broma o por haber quedado como un idiota.
– Ah. Ya. Gracias. Supongo -se miró el pie-. Debería ponerme un poco de hielo.
– Hielo. Sí. Buena idea. Algo helado es lo que yo, quiero decir, tú, necesitas.
Ella se abrazó y dijo:
– Aunque no sé cómo voy a soportar el hielo. Ya estoy congelada -empezó a tiritar.
Al ver que ella se disponía a bajar del mostrador, él dijo:
– Quédate ahí. Iré a por el hielo. Pero primero, ¿me dejas que le eche un vistazo?
Nada más pronunciarlas, se arrepintió de sus palabras. Mirarle el tobillo significaba estar cerca de ella y tocarla. Y eso era lo último que quería hacer. Sin embargo, al cabo de un instante estaba a su lado.
– ¿Puedo?
Ella apoyó las manos en el mostrador y se inclinó hacia delante, ofreciéndole una vista generosa de su escote.
– Nunca imaginé que fueras un chico tan educado como para pedir permiso antes de tocar.
– Supongo que hay muchas cosas que no sabes sobre mí. ¿Vas a permitir que te eche un vistazo o vamos a quedarnos aquí hasta que nos congelemos?
Ella lo miró a los ojos y levanto el pie para apoyarlo contra su vientre. Él respiró hondo al ver el reto que le ofrecía su mirada.
– Por supuesto. Mira lo que quieras.
Él le sujetó el tobillo con cuidado y presionó sobre su piel mojada. Al mismo tiempo, trató de controlar su libido.
– ¿Y qué sabe un gerente acerca de tobillos lesionados? -preguntó ella.
– Durante varios veranos trabajé como monitor de campamento y como socorrista. Ha pasado mucho tiempo, pero recuerdo lo básico -le rotó el tobillo con cuidado-. ¿Te duele?
– No.
Él sentía el peso de su mirada mientras continuaba manipulándole el tobillo. Un tobillo precioso que debería soltar.
Pero en lugar de soltarlo, levantó la vista y vio que ella lo estaba mirando. Se quedó quieto.
– ¿Y bien? -susurró Lacey.
– ¿Bien qué?
– ¿Cuál es el veredicto?
«Soy culpable por sentir un fuerte deseo a causa de una enajenación mental transitoria».
Al ver que él permanecía en silencio, Lacey insistió.
– ¿Mi tobillo?
– Está bien -dijo él, volviendo a la realidad. Trató de soltarla, pero comenzó a masajearle la parte interna del pie-. No hace falta que llamemos al cirujano.
– Eso es… -dobló el tobillo en la mano de Evan-. Oooh. ¡Qué gusto! -cerró los ojos y suspiró con un medio gemido, provocando que Evan se excitara de nuevo-. ¡Qué gozada! -después de gemir otra vez, abrió los ojos.
Evan se quedó paralizado al ver la inconfundible excitación que había en su mirada.
– Evan… Creo que deberíamos quitarnos la ropa.