Capítulo 9

El abuelo les estaba haciendo esperar. Michael se movió inquieto en el viejo sofá del rancho.

– Es una táctica -dijo, refunfuñando-. Llegar tarde le pone en situación de ventaja.

Beth sonrió serenamente mientras acunaba a Mischa en sus brazos.

– Hmm.

Michael se puso en pie.

– Sé que es una táctica. Yo mismo la he utilizado, pero sigue volviéndome loco.

– ¿Y si lo único que sucede es que se ha retrasado? Lleva fuera un mes. Seguro que ha tenido que ponerse al día de muchas cosas.

Michael miró a Beth con gesto horrorizado.

– Te va a hacer picadillo, querida. Te estrujara hasta que no quede más que el aroma de tu champú.

Beth siguió sonriendo y acunando al bebé.

Michael gruñó.

– Está claro que no lo comprendes. El abuelo está buscando cualquier grieta, la mínima fisura. Para conseguir que se crea este matrimonio vamos a tener que hacerlo muy bien.

Los ojos color turquesa de Beth destellaron.

– ¿Qué no es real en este matrimonio, Michael? ¿Qué parte debemos simular?

La mirada y las palabras de Beth hicieron que Michael volviera a sentarse. «¿Qué no es real en este matrimonio?» La noche pasada, en su cama, Beth había sido toda una maravillosa realidad.

Debería estar agradecido a su abuelo en lugar de dedicarse a refunfuñar. La inspección del viejo sería la última barrera a superar para conseguir hacerse con su fideicomiso. Cuando tuviera el dinero ya no necesitaría aquel matrimonio.

Beth y Mischa podrían comenzar su nueva vida. Él recuperaría su identidad perdida de playboy.

Ella encontraría un hombre con el que casarse de verdad.

«¿Qué no es real en este matrimonio?»

– ¡Odio esto! -exclamó Michael.

Beth alzó las cejas.

– ¿Te refieres a la espera?

– Por supuesto -espetó Michael-. ¿A qué me voy a referir si no?

– Ah, ya veo. Realmente eres el Lobo Feroz a la mañana siguiente.

Michael no pudo evitar sonreír. El recuerdo de la noche pasada era demasiado dulce y ardiente como para no revivirlo. Volvió a levantarse del sillón y se arrodilló ante la mecedora en que estaba sentada Beth. Con las manos en los brazos de la mecedora, detuvo su movimiento.

– Beth.

¿Qué decir a continuación? ¿Darle las gracias por haber sido tan complaciente? ¿Rogarle que volviera a serlo? ¿Hacerle otra promesa como la de la noche anterior: que sería ella la que decidiera cuándo acabaría aquello?

¿Qué sería más justo? ¿Qué estaría bien? ¿Qué podía decir cuando la realidad era que esperaba ansiosamente que su abuelo aprobara aquel matrimonio para poder terminar con él?

– Comprendes por qué estamos aquí, ¿verdad, Beth? -dijo, finalmente.

Ella asintió.

– Un hombre necesita recuperar el control de su empresa. Otro hombre necesita liberarse de ella.

– De la familia -corrigió Michael-. De las responsabilidades -tras una pausa, añadió-: Y también estamos aquí para que tú puedas recuperar tu libertad.

Los ojos de Beth se agrandaron. Michael se preguntó si era dolor lo que había percibido en ellos. Pero él no le había hecho promesas…

Un perentorio golpe sonó en la puerta delantera. Se miraron un instante. Luego, respirando profundamente, Michael se levantó. Beth también lo hizo.

– Tú quédate aquí -dijo, con expresión impenetrable-. Deja que yo abra.

Los primeros minutos fueron un lío de presentaciones. El abuelo, con aspecto cansado pero firme, entró con Josie a su lado. Michael gruñó interiormente, sin saber si la presencia de su hermana mejoraría o empeoraría las cosas.

Si no mejoraban, se vería en Wentworth Oil Works para toda la vida y su abuelo moriría en breve de una mezcla de pesar por la muerte de Jack y aburrimiento por la jubilación.

El viejo magnate accedió a sentarse y a que le sirvieran una taza de café. Beth y Josie también querían café. Necesitando algo en que ocuparse, Michael insistió en prepararlo y servirlo. Luego se reunió con las dos mujeres en el sofá. Josie, embarazada de su primer hijo estaba hablando de bebés con una pálida Beth. ¿Habría estropeado las cosas hablándole de su libertad?, se preguntó Michael. El abuelo dio un sorbo a su café.

– ¿Y bien? -dijo Michael a Joseph.

El anciano gruñó.

Michael volvió a intentarlo.

– ¿Ha habido suerte en Washington?

– No estoy aquí para hablar de eso -dijo Joseph.

Michael supuso que eso significaba que no.

Joseph volvió a quedarse en silencio.

Dos podían jugar a aquel juego. Michael ignoró a su abuelo y dirigió su atención a su hermana y a Beth.

– Y entonces mi marido… -estaba diciendo Josie.

– Tengo tres preguntas para ti -interrumpió Joseph.

Michael se dispuso mentalmente para la batalla y alzó las cejas.

– ¿Y cuáles son?

– No me refiero a ti, sino a ella -dijo Joseph, señalando con la cabeza hacia Beth.

Beth permaneció muy quieta un momento y luego apoyó una mano sobre una de las de Josie.

– Discúlpame -dijo y se volvió hacia el anciano-. Lo siento, señor Wentworth. ¿Me ha preguntado algo? En caso de que no lo haya captado, mi nombre es Beth.

Josie y Michael se miraron con una mezcla de asombro y diversión.

Joseph frunció el ceño.

– ¿Qué tiempo tiene el bebé… Beth?

Receloso, Michael se deslizó hacia el borde del sofá.

– ¿Por qué metes a Mischa en esto?

– Mischa tiene seis semanas -contestó Beth con calma, ignorando la pregunta de Michael-. Y como su nieto ya le ha aclarado, no es suyo.

Joseph se cruzó lentamente de piernas.

– ¿Quién es el padre?

Beth se ruborizó.

– Yo soy el padre de Mischa -dijo Michael, tenso-. Él no es mi hijo, pero yo soy su padre. No más preguntas, abuelo.

Joseph miró a su nieto con dureza.

Michael le sostuvo la mirada. Solía dejar que el viejo se saliera con la suya casi siempre, pero en lo referente a Beth y a Mischa no estaba dispuesto a hacerlo.

Josie, siempre capaz de alcanzar un lado más amable de su abuelo, rompió la tensión reinante empezando a hablar sobre bebés, sobre cómo hacerlos sonreír, sobre cómo bañarlos…

Michael se encontró respondiendo tanto como Beth. Sabía mucho sobre bebés, especialmente sobre Mischa. Acababa de decirle al abuelo que él era el padre del bebé. Cuando Beth y Mischa se fueran, se aseguraría de ver a menudo al niño.

Luego Beth empezó a preguntar a Joseph cosas sobre los sitios importantes de Washington. El viejo incluso se molestó en contestar.

Josie dio un suave codazo a Michael.

– Lo has hecho muy bien, hermanito. Debería haberte visitado antes. Me gusta Beth.

– Tú también acabas de casarte. Supongo que comprenderás que quisiéramos algo de intimidad -Josie también estaba supervisando la construcción de una nueva casa en el rancho de su marido, Max. Michael había utilizado aquello como otra excusa para mantenerla alejada-. ¿Y cómo es que Max ha accedido a perderte de vista?

– Estoy eligiendo algunos muebles que el abuelo me ha ofrecido; entre otros, el escritorio de la abuela -Josie miró a su alrededor-. A vosotros también os vendrían bien unas cuantas cosas para la casa.

Michael no quería explicarle que sólo era un lugar temporal para una familia temporal.

De pronto, Josie abrió los ojos de par en par.

– ¡Mira eso!

Michael volvió la cabeza y vio que Beth acababa de dejar a Mischa en sus brazos. No podía decirse que el anciano estuviera sonriendo, pero su rostro se había suavizado.

Michael no podía creerlo. El rostro de Beth relucía de orgullo por su hijo y cariño hacia Joseph.

Estaba a punto de apartarse cuando el anciano la tomó por la muñeca.

– Tercera pregunta, jovencita.

Michael se tensó de inmediato.

– ¿Amas a mi nieto?

Un zumbido invadió de pronto los oídos de Michael. Había llegado el momento de la verdad. El momento de hundirse o salir a flote, y hacía menos de media hora que prácticamente había echado a Beth mencionándole su libertad. Y después de haber disfrutado del mejor sexo de su vida.

¿Quién podía culparla si tomaba el camino fácil y le decía a Joseph que aquel matrimonio era una farsa?

Ella no quedaría en peor situación y él se vería atado a Wentworth Oil Works durante tres años más, sino para siempre.

Por encima del zumbido, oyó la voz de Beth.

– Última pregunta, ¿de acuerdo?

Joseph gruñó a modo de asentimiento.

– ¿Lo amas? -volvió a preguntar.

Michael resistió la urgencia de agitar su cabeza como un perro para librarse del ruido en sus oídos. Josie se inclinó hacia adelante.

Tan sólo un leve matiz de color en las mejillas de Beth delató cierta incomodidad. Volvió la cabeza y su mirada encontró la de Michael. El azul turquesa era un bello color.

– Sí -dijo-. Sí, amo a Michael.

El abuelo apoyó la espalda contra el respaldo de la mecedora.

Josie suspiró y se relajó de nuevo sobre el sofá.

El zumbido desapareció de los oídos de Michael y la habitación quedó repentinamente silenciosa.

Beth volvió a ocupar su lugar junto a Josie. Segundos después estaban hablando de embarazos y bebés. Joseph sostenía en silencio a Mischa, que parecía mirar sus pobladas cejas con fascinación.

– Ojala estuviera aquí Jack -dijo Josie, y abrazó impulsivamente a Beth-. O al menos Sabrina -añadió con un suspiro-. Espero que se encuentre bien.

Con aquellas palabras y aquel pequeño suspiro, una certeza sólida como una roca se formó en la mente de Michael. Se puso tenso, como esperando que un lazo fuera a rodearle el cuello. En cualquier momento perdería el aire. Porque, de pronto, supo la verdad.

Nadie iba a conseguir su libertad ese día. Ni ningún otro día.

Sí, tal vez lograra librarse por fin de Wentworth Oil Works, pero estaba metido en aquel matrimonio para toda su vida.

Beth había dicho que lo amaba.

¡Había dicho que lo amaba!

Desde el momento en que la conoció le costó separarse de ella. Podría haberla dejado en la sala de urgencias, pero volvió al hospital.

Podría haberle enviado un ramo de flores. En lugar de ello, fue en persona y acabó sujetándola de las manos mientras ella daba a luz un hijo que él ahora consideraba suyo. Creía que su alianza sería temporal.

Pero Beth era a la vez tímida y sensual, y lo necesitaba. Lo necesitaba como padre de su hijo. Lo necesitaba a él y a la familia que él podía ofrecerle con Josie y el abuelo.

Por alguna extraña razón, no dedicó ni un sólo pensamiento al peso de la responsabilidad que suponía aquello.

– ¿Michael? -dijo Josie-. ¿Tú qué piensas?

Michael no sabía de qué estaban hablando. Pero sabía que estaba casado con Beth para siempre.

Y esperaba que entre todas las cosas que podía darle, seguridad, un hogar, una familia, calor en la cama por las noches, ella no se fijara en la única que no podía ofrecerle.

Su corazón.

Beth dejó escapar un suspiro de alivio cuando Michael cerró la puerta. Joseph y Josie se habían ido.

Michael le tocó el hombro.

– ¿Estás bien? -preguntó-. Ha sido más duro de lo que esperaba.

Beth se encogió de hombros. El encuentro con Joseph había sido más duro de lo que Michael sabía. El anciano la había arrinconado en la cocina antes de irse.

– Alice siempre decía que si metes la nariz en agua también te mojarás las mejillas.

Michael hizo una mueca.

– Creo que eso lo entiendo.

– Significa que yo me lo he buscado -todo. Cuando aceptó casarse con Michael, estaba aceptando interpretar el papel de esposa ante su familia. Pero entonces no sabía lo que iba a llegar a sentir por él.

Michael dio una palmada animadamente.

– Creo que deberíamos celebrarlo. Sé que el abuelo está satisfecho.

– Yo no estaría tan segura de ello -dijo Beth. Antes de irse, Joseph Wentworth le había ofrecido medio millón de dólares para que le dijera la verdad sobre su precipitado matrimonio.

– ¿Por qué dices eso?

Beth no sabía si contárselo. Había rechazado el dinero, por supuesto, y había vuelto a asegurar a Joseph que amaba a Michael. Incluso le había dicho que quería seguir siendo la esposa de Michael para siempre.

Había dicho la verdad.

No estaba segura de querer repetir aquello a Michael.

– Yo…

En ese momento sonó el timbre de la puerta. Era Elijah, que pasó al interior con una caja de donuts en la mano.

– Hola. Acabo de cruzarme con Joseph en su flamante Cadillac. ¿Estaba…?

– Llegas en el momento preciso. Estamos de fiesta.

Al parecer, Elijah siempre estaba dispuesto para una fiesta. Mientras iba a su coche a por algunos CDs, Beth preparó otra cafetera. Poco después se encontró comiendo donuts y riendo las bromas de los dos hombres.

Al oír la danzarina melodía de un violín, Elijah la tomó de la mano y bailó con ella en torno a la pequeña cocina. Beth tropezó con la encimera, con la nevera, con la mesa… y acabó sentada en el regazo de Michael.

– Te estás divirtiendo demasiado sin mí -susurró él junto a su oído.

Beth se estremeció. El cálido aliento de Michael en el cuello le recordó la noche pasada.

Elijah se dejó caer en una silla junto a la mesa.

– ¡Hace años que no bailo!

– Sí, claro -Michael apoyó una mano sobre el abdomen de Beth-. Resulta que sé que el día de Año Nuevo estuviste bailando hasta el amanecer. ¿Cuánto ha pasado desde entonces? ¿Seis semanas?

Elijah se apoyó contra el respaldo de la silla y cruzó los pies por los tobillos frente a sí.

– ¡Entonces eres tú el que lleva años sin bailar!

Beth se apoyó contra el pecho de Michael y escuchó a los dos hombres bromeando. ¿Y si aquella pudiera ser su vida para siempre? ¿Y si algún día, antes de recuperar su dinero, Michael le confesaba su amor? Entonces tendría toda la vida por delante con aquel hombre, en aquella cocina, en aquella casita… ¿No acababa de reclamar Michael a Mischa como hijo suyo?

– ¿Qué te parece? -preguntó Michael, estrechándola cariñosamente por la cintura-. ¿Te apetece que vayamos a bailar esta noche?

– No sé. La verdad es que no he ido mucho a bailar -dijo Beth, aunque por dentro estaba gritando «¡sí!». Cuanto más estuvieran juntos, más probabilidades habría de que Michael descubriera que no podía vivir sin ella.

– Conseguiremos una canguro para Mischa -dijo él-. Seguro que a Josie le encantaría cuidarlo.

Beth sonrió y asintió. Se había establecido una conexión inmediata entre la hermana de Michael y ella. Estaba segura de que Josie disfrutaría de la posibilidad de jugar un rato a ser mamá.

Elijah sacó otro donut de la caja.

– Creo que deberías dejarle el bebé a Joseph.

Michael hizo una mueca.

– Probablemente aceptaría si Beth se lo pidiera. Lo ha conquistado y lo tiene justo donde quería.

Un frío dedo deshizo la bruma de felicidad que envolvía a Beth. Lo cierto era que no había convencido a Joseph. El anciano seguía sospechando que su matrimonio era una farsa.

A pesar de todo, intuía que Joseph tenía un buen corazón. Sólo trataba de proteger a los suyos, como ella habría hecho con Mischa. Con el tiempo, estaba segura de que lo conquistaría. No había motivo para romper la ilusión de Michael.

– Así que ya tenemos a Josie para cuidar al niño -dijo él, tamborileando con los dedos sobre la mesa-. ¿A dónde crees que deberíamos ir? ¿Al Spot?

Elijah, que estaba comiendo un donut, negó con la cabeza vigorosamente.

Michael frunció el ceño.

– De acuerdo, no vamos al Spot. ¿Qué tal el Dancer’s? He oído decir que hay un nuevo grupo…

Elijah tragó.

– ¿En que estás pensando? Al Dancer’s tampoco. Tenemos que buscar un sitio más alejado. Será más divertido.

– ¿Más divertido?

– Yo iré sin pareja. Así podremos comportarnos como tres solteros en busca de amor.

Beth se sintió como si le hubieran dado una bofetada. Michael se puso tenso.

– ¿Tres solteros en busca de amor?

Beth se levantó de su regazo y ocupó la silla libre.

– Eso es -dijo Elijah, sonriendo, aparentemente satisfecho de sí mismo-. Puede que los tres encontremos a alguien nuevo esta noche.

Beth centró su mirada en la caja de donuts.

La voz de Michael sonó crispada cuando habló.

– ¿Por qué íbamos a buscar Beth y yo a alguien nuevo?

Elijah sonrió.

– Vamos. Soy yo, amigo. Guárdate el rollo de recién casado para tu abuelo.

– Yo no voy a engañar a Beth.

– ¿Quién habla de engañar? -Elijah apartó aquella idea con un expresivo gesto de la mano-. ¿Por qué crees que he sugerido un sitio más alejado? Así nadie nos conocerá. Nadie sabrá que estáis casados.

– Pero estamos casados.

– ¿Qué diablos te pasa? -preguntó Elijah, arrugando la frente-. No te entiendo.

– Puede que Beth y yo sigamos casados.

La voz de Michael surgió firme de entre sus labios. Beth alzó la cabeza y lo miró sin disimular su asombro.

– ¿Qué? -preguntó Elijah, también asombrado.

– ¿Por qué no íbamos a seguir casados? -dijo Michael, mirando a Beth-. Tengo todo lo que ella necesita. Una familia. Y puedo ser el padre de Mischa.

Elijah volvió a hablar por Beth, que seguía sin poder pronunciar palabra.

– Pero sólo os casasteis por conveniencia, para conseguir que Joseph hiciera de una vez lo que querías.

– Y es una situación conveniente. Estoy casado. Tengo un hijo. Sin líos, sin problemas.

«Sin amor», pensó Beth.

Elijah se pasó una mano por el pelo.

– Pero… pero… eres un soltero empedernido. Eres el playboy de Freemont Springs.

– Tú eres el soltero. Y te cedo el puesto de playboy.

Elijah miró a Beth.

– ¿Lo has oído?

«No podría pedir más», pensó ella. Qué fácil habría sido pronunciar aquellas palabras. Aceptar la oferta de Michael y simular durante toda una vida que eso le bastaría.

Pero Michael no había dicho nada sobre el amor.

– No… no sé qué decir, Elijah.

– Beth -Michael la tomó de la mano y la estrechó cariñosamente-. Quiero seguir como estamos.

Elijah movió la cabeza.

– No entiendo nada. No comprendo qué estás haciendo.

Michael taladró a su amigo con la mirada.

– Puede que no sea asunto tuyo.

– Puede que no me guste ver que estás cometiendo un gran error -replicó Elijah.

Michael ignoró el comentario y se volvió de nuevo hacia Beth.

– ¿No te parece buena idea? Nos llevamos bien. Sabes que es así.

Beth sintió un intenso calor irradiando de la mano que le sostenía Michael. Se llevaban bien. En la cama, la pasión casi los había consumido. Ella lo amaba.

Pero él no la correspondía.

Y si aceptaba su propuesta, nunca lo haría.

– Dime que quieres seguir casada -insistió Michael.

Beth apartó la mano.

– No puedo.

Michael oyó que la puerta del dormitorio de Mischa se cerraba tras Beth. Miró a Elijah con cara de pocos amigos.

– Ha sido culpa tuya.

Elijah bufó.

– Sí, claro.

– Lo has estropeado todo.

– Entonces no deberías haber sacado el tema a colación mientras yo estaba presente. ¿Crees que lo has hecho por pura casualidad? Sin darte cuenta, querías que yo fuera la voz de la razón.

Michael apretó los puños.

– Discúlpame, Sigmund Freud, pero quiero que te vayas de aquí ahora mismo.

Elijah se levantó lentamente.

– ¿Para que puedas volver a presionarla? Ya te advertí que no le hicieras daño.

Michael sintió que el estómago se le encogía.

– Así que todo esto es por Beth, ¿no?

– ¡Claro que es por Beth! -Elijah acercó su silla a la mesa-. ¿Crees que lo que me preocupa es tu trasero? Es ella la que va a sufrir por tu culpa. Está enamorada de ti.

– Eso ya lo sé -espetó Michael.

Elijah movió la cabeza.

– En ese caso, deja que se vaya. Deja que encuentre alguien que la corresponda.

– No puedo hacer eso -dijo Michael con más suavidad-. No puedo.

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