Capítulo 8

Por supuesto, la larga tarde dio pie a que Beth se lo pensara dos veces. Si Michael hubiera podido volver a casa de inmediato con ella… Pero él y Elijah tenían una reunión en el banco esa tarde.

– Volveré a casa pronto -susurró junto a su oído cuando se despidieron.

¿Pero sería lo suficientemente pronto? Beth bañó a Mischa en su pequeña bañera sobre la encimera de la cocina y trató de calmar los fuertes latidos de su corazón. Teniendo a Michael cerca, siguiéndola con sus oscuros ojos, despertando ardientes escalofríos en su piel con sus caricias, era fácil olvidar sus preocupaciones.

Pero una vez a solas…

– ¿Estoy haciendo lo correcto, Mischa? -preguntó al bebé. Éste la miró seriamente. Beth gimió. Por supuesto que no estaba haciendo lo correcto. Mischa era un constante recuerdo de lo equivocada que había estado en el pasado respecto a los hombres.

Una mujer no debía acudir a un hombre sólo para llenar un corazón vacío.

– ¿Es que no he aprendido nada? -murmuró.

Secó al bebé y lo sostuvo contra su pecho. Pero su corazón no estaba vacío. Mischa estaba allí. Beth comprendió que ya no era la solitaria mujer que fue a topar un día en el campus universitario con el padre de Mischa. La solitaria mujer que se fue de Los Ángeles con un embarazo que sólo ella quería.

Solitaria. Soledad.

Se llevó una mano a la boca, conmocionada. Había pensado en aquellas palabras sin sentir un estremecimiento. La emoción que se negaba a reconocer, que siempre había temido… ¡se había esfumado!

Mischa lo había logrado. Besó a su hijo en la frente.

– Oh, querido…

Michael.

La verdad afloró de pronto. No es que Mischa no fuera el ser más querido y precioso, pero su soledad había sido un dolor de adulto, un dolor que sólo un hombre podía alejar.

Michael.

El pánico la dejó sin aliento.

A pesar de sus experiencias, de la coraza que tanto le había costado elaborar para protegerse, estaba enamorada de él.

– Oh, no -las lágrimas se asomaron a los bordes de sus ojos y tuvo que secarse con la punta de la toalla del bebé-. Tenemos que irnos, Mischa.

Aquel pensamiento aumentó sus energías. Irían a algún lugar lejano. Michael no pasaría mucho tiempo buscándola. Buscaría otra mujer, una mujer que no fuera tan frágil como el cristal. Una mujer que no sintiera una emoción tan dolorosamente nueva, tan dolorosamente fresca. Encontraría a alguien que no se hubiera enamorado por primera vez en su vida.

Corrió al dormitorio. Eran más de las cinco y Michael no tardaría en regresar. Vistió rápidamente a Mischa y lo dejó en su cuna. Cinco minutos después tenía preparado un mínimo equipaje. Tomó su abrigo y la bolsa de pañales. ¿Qué más daba la ropa cuando su corazón estaba en juego?

Temblando, se echó la bolsa al hombro y corrió a la cocina a por las llaves de su coche. Guardaría el equipaje y pondría el motor en marcha antes de ir a por Mischa.

Abrió la puerta principal. Se topó de bruces con Michael.

Él la rodeó con sus brazos.

Ella esperó a que su alma se desmoronara.

Él rió.

– Si fueras más grande me habrías tirado -apoyó las manos en los hombros de Beth y la apartó de sí con suavidad-. ¿Tantas ganas tenías de verme?

«Dile que has cambiado de opinión». Michael comprendería. Le diría que no quería acostarse con él, pero que se lo agradecía de todos modos. Abrió la boca para hablar.

No logró emitir ningún sonido.

– Has estado llorando -dijo Michael.

El arraigado instinto de huérfana se impuso en Beth. «No permitas nunca que vean tu dolor».

– No.

Las manos de Michael se tensaron en torno a sus hombros.

– ¿Te has hecho daño? ¿Te has cortado? -preguntó, mirándola intensamente-. ¿Qué llevas ahí?

– Nada.

Penosa respuesta.

Michael cerró la puerta a sus espaldas. Beth concentró la mirada en un punto por encima de su hombro izquierdo. Trató de pensar en cómo iba a irse de la casa con Mischa la noche que había prometido acostarse con su marido. La noche que tanto había deseado acostarse con él.

– Beth -dijo Michael con suavidad-, ¿vas a dejarme?

No podía contestar que así era. No quería. Sólo sabía que debía hacerlo.

– ¿Qué sucede, Beth?

Muda, ella negó con la cabeza. Si uno hablaba de sus miedos, éstos podían engullirlo.

– Tienes miedo -contestó Michael por ella.

– Sí -susurró ella-. Lo siento, pero… sí.

Increíblemente, Michael rió.

– Ya admitiste eso en otra ocasión.

El recuerdo afloró de pronto al consciente de Beth. La noche en que dio a luz le dijo a Michael que tenía miedo. ¿Acaso supo por instinto que él era el hombre de su vida?

Michael le quitó la bolsa del hombro y la dejó caer al suelo. La bolsa de pañales de Mischa siguió a éste. Él se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre las bolsas. De algún modo, aquello pareció un símbolo. Para conseguirlas, Beth tendría que pasar por encima de Michael.

– Ahora -dijo él, pasándole una mano tras la nuca y atrayéndola hacia sí-, dime de qué tienes miedo.

Beth lo rodeó con los brazos por la cintura. ¿Qué podía decir?

– El padre de Mischa… -tenía la vaga noción de que debía explicar lo diferentes que habían sido sus sentimientos por él, de lo superficiales que parecían comparados con lo que sentía por Michael. Después, recogería a Mischa, entraría en su coche y se iría.

– Renunció a su paternidad en el instante en que dejó que te fueras, Beth.

Ella asintió. Michael tenía razón. Hizo un esfuerzo para reunir todo su valor. Aquello no tenía nada que ver con Evan. Tenía que ver con Michael y con lo peligrosa que podía resultar para ella aquella relación.

Él le acarició la barbilla con los nudillos y un ardiente cosquilleó llegó hasta sus senos.

– Michael… -susurró, mirándolo.

– Beth -Michael pronunció su nombre como un suspiro. Inclinó la cabeza y su aliento le acarició los labios-. No te haré daño, Beth. No como lo hizo él. Serás tú la que decida cuándo termina todo.

Ella lo miró al rostro. Sus oscuros ojos estaban cargados de promesas. Podía decir que no era el momento de que se acostaran. Podía decir que había llegado el momento de separarse.

Pero nunca había estado enamorada.

Se puso de puntillas.

– Hazme el amor -dijo, y lo besó.

Michael sabía cómo tratar a las mujeres. Las apreciaba. Le gustaban. Las trataba bien y, en recompensa, ellas siempre le daban placer.

Sin embargo, hasta entonces ninguna mujer había hecho que le temblaran las manos.

«Hazme el amor», había susurrado Beth, y entonces, para que se cumpliera la ley de Murphy, Mischa empezó a llorar insistentemente. Beth tuvo que ir a atenderlo.

A Michael no le importó. Estaba seguro de que volvería. Pero al regresar a casa había leído la necesidad de escapar en su bonito rostro.

Habría dejado que se fuera.

Tal vez.

Pero, en lugar de ello, Beth lo había besado, y algo cálido y feliz había burbujeado en su interior.

– Hola -saludó ella con suavidad desde el umbral de la puerta de la cocina.

Michael se volvió, sonriente.

– Hola.

– ¿Qué estás haciendo?

Michael alzó dos platos servidos. Mientras que su deseo lo impulsaba a llevarse a Beth a la cama lo antes posible, su instinto lo empujaba a ser cauto.

– He improvisado un plato combinado con algunos restos -sonrió traviesamente-. He pensado que tenía que alimentarte antes.

Un ligero rubor tiñó el rostro de Beth.

Él rió.

– ¿He vuelto a conseguir que te avergüences?

Ella bajó la mirada y frunció los labios. Luego se acercó a él y alzó la vista.

– Me has excitado -murmuró.

Michael se agarró al borde de la encimera. Fue tan sólo una dramática exageración. Beth lo desconcertaba. Un minuto se mostraba dulce, otro, picante. Iba a ser toda una noche.

– Ya no tengo hambre -dijo.

Los ojos de Beth brillaron.

– Yo me muero de hambre.

Michael movió la cabeza.

– Me estás matando.

Ella sonrió lentamente.

– Todavía no.

La comida no le supo a nada a Michael. Pero ella comió lentamente, primero la ensalada, luego el guiso.

Michael gimió.

– Menos mal que no he preparado guisantes.

Cuando Beth terminó y aclararon los platos, ella volvió a mostrarse tímida. A Michael también le gustó aquello. Le gustaba conseguir que volviera a mostrarse coqueta, preferiblemente mientras le quitaba la ropa.

Finalmente no quedó nada que hacer excepto apagar la luz de la cocina. Beth se sobresaltó cuando Michael lo hizo.

– No te pongas nerviosa -dijo él, acercándose, sonriente.

– Dijo el lobo a Caperucita antes de comérsela.

Michael tocó con el índice la punta de la nariz de Beth.

– ¿Es así como te sientes?

Ella respiró profundamente.

– ¿Después de esta comida? Creo que más bien como uno de los Tres Cerditos.

Michael rió.

– ¿Por qué tengo la sensación de que yo soy el lobo también?

– ¿Soplarás y soplarás y mi casa tirarás? -susurró Beth inocentemente.

Michael trató de no mostrarse muy gallito.

– Oh, querida, eso no lo dudes.

Beth rió entonces y él la tomó entre sus brazos.

– Vamos a la cama, Beth. Nos divertiremos.

Ella se quedó paralizada.

– ¿Es eso lo que significa para ti? ¿Diversión?

Michael permaneció un momento en silencio.

– Sí -contestó finalmente, porque diversión era en lo que creía y lo que tenía que ofrecer.

Beth sonrió.

– De acuerdo.

De manera que Michael se agachó, se la echó al hombro y la llevó hasta el dormitorio como lo habría hecho un hombre de las cavernas. Allí, la tumbó en la cama, la siguió de inmediato y comenzó a darle sonoros besos en el cuello. Ella rió y se retorció debajo de él, excitándolo tanto que Michael tuvo que alzar su cuerpo.

Beth aprovechó la circunstancia para obligarlo a tumbarse de espaldas y hacerle cosquillas debajo de los brazos hasta que a Michael no le quedó más remedio que darle en la cabeza con una de las almohadas. Por supuesto, ella tomó otra y le devolvió el golpe. Una pequeña pelea de almohadas llevó a la liberación de varios de los botones de su blusa. Michael acabó sin camisa.

Simulando no darse cuenta, la retó a una pelea de piernas. El enredo de sus miembros inferiores acabó con el cierre de los vaqueros de Beth abierto. Un segundo asalto hizo que se le bajara la cremallera. Dando un giro, Michael la sujetó contra el colchón e introdujo las manos entre sus braguitas y sus vaqueros. Con un rápido movimiento le quitó éstos.

Se miraron, jadeando. La risa murió en los ojos de Beth cuando comprendió lo que había sucedido. Michael estaba desnudo de cintura para arriba. Sólo sus vaqueros y las braguitas que ella llevaba puestas separaban las partes más ardientes de sus cuerpos.

– Michael -dijo subiendo las manos por sus brazos hasta sus hombros-. Nunca me he divertido tanto.

Él sonrió, pero algo extraño le estaba pasando. Algo estaba haciendo que las manos volvieran a temblarle mientras las acercaba a la blusa de Beth. Desabrochó los últimos botones y la apartó a los lados. Las rápidas respiraciones de Beth hacían que sus senos asomaran por encima del sujetador.

Michael acercó su boca al valle que había entre ellos. Besó con suavidad la dulce y palpitante carne.

– Beth… -murmuró. Trató de pensar en algo tonto que decirle, algo para hacerle reír, pero sólo logró pensar en la imperiosa necesidad que sentía de besarla.

Encontró su boca y le hizo abrirla con la suya. Ella tomó su lengua con indisimulado anhelo y un dulce escalofrío recorrió la espalda de Michael. Sin romper el beso, se alzó sobre ella para quitarle el sujetador y las braguitas.

Un delicioso temblor recorrió el cuerpo de Beth cuando Michael comenzó a acariciarle los pechos. Gimió y el deslizó la lengua por su cuello hasta su oreja. Sus pezones se endurecieron contra las palmas de Michael. Unos momentos después, éste deslizó una mano hasta su cadera. Beth volvió a gemir y Michael deslizó la lengua por el centro de su cuerpo hacia su vientre.

Despacio, llevó los dedos hacia el centro de sus muslos. Beth se contrajo al sentir que acariciaba su vello púbico. Michael respiró profundamente.

– ¿Estás bien, cariño? -Michael no pudo pensar en nada más divertido.

– Michael -susurró ella, acariciándole el pelo con las manos-. Michael, te deseo.

Él también la deseaba. Tenía que poseerla. Que hacerla suya. Se colocó entre sus muslos, los separó y se inclinó para besar su centro más íntimo. Ella murmuró su nombre, le pidió que la tomara, pero él tenía que disfrutar de aquello primero.

La saboreó una y otra vez, sintiendo como bombeaba la sangre pesadamente hacia su entrepierna. Fue una deliciosa tortura. Y entonces ella gritó y se arqueó entre sus manos y, maravillado, Michael vio cómo alcanzaba el clímax.

El llanto de Mischa sacó a Beth de su profundo sueño. Abrió los ojos, parpadeó, se dio cuenta de que estaba desnuda y sola en la cama de Michael. Un instante después éste entró en el dormitorio, vestido tan solo con unos calzones cortos y con Mischa en sus brazos.

– Creo que no tengo lo que este tipo está buscando -dijo, sonriendo.

El rubor cubrió las mejillas de Beth. Miró a su alrededor y vio sus ropas sobre el respaldo de una silla.

– Será mejor que me vista y vaya a…

– ¿Por qué? -el colchón se hundió cuando Michael se sentó en la cama-. ¿No puedes darle de comer aquí?

Beth volvió a ruborizarse.

– Bueno…

Michael ignoró sus dudas. Con una mano colocó una almohada contra el cabecero de la cama.

– ¿Qué más necesitas?

Beth se acercó al centro de la cama y sujetó la sábana sobre sus pechos mientras se apoyaba contra la almohada. Michael le entregó a Mischa y la sábana cayó. Beth tiró de ella de nuevo a la vez que llevaba al hambriento bebé hacia su seno. Mischa dejó de llorar en cuanto empezó a mamar. Con la mano libre, Beth trató de colocar las sábanas con el máximo recato posible.

Cuando alzó la vista vio que Michael la observaba con suma atención. Volvió a ruborizarse.

– ¡Me estás mirando! -protestó.

Michael se metió bajo las sábanas junto a ella.

– Me gusta mirarte. Me gusta hacerte el amor -dijo, acariciándole la mejilla.

Ella volvió el rostro para besarle la mano.

– Gracias -murmuró.

Él sonrió.

– Ya sabes que el placer ha sido todo mío.

Ella le devolvió la sonrisa.

– No todo ha sido tuyo.

Él rió.

Permanecieron un momento en agradable silencio.

– ¿Cómo es que te pusieron Beth? -preguntó Michael de repente-. Elizabeth suele convertirse en Liz o Liza o Eliza. Pero Beth…

– No me llamo Elizabeth. Sólo Beth. Ese era el nombre de la enfermera que me encontró -Beth se encogió de hombros-. Puede que se llamara Elizabeth. No lo sé.

– ¿Te encontró una enfermera?

Beth asintió.

– Me dejaron en la entrada del hospital Masterson, en Los Ángeles.

– ¿De ahí viene el nombre Beth Masterson?

Beth volvió a asentir y sin pensar mucho en ello cambió a Mischa de seno.

– Exacto. No se parece nada a nacer con una cuchara de plata en la boca, ¿verdad?

Michael la miró un largo momento.

– Como me sucedió a mí, ¿no?

– Supongo -Beth se preguntó si sus orígenes incomodaban a Michael.

– Eso no me preocupa, Beth -dijo él, como si hubiera leído su pensamiento-. Y, a fin de cuentas, los dos somos huérfanos.

– Es cierto. Pero tú tenías a tu abuelo y a tu hermana Josie -con cautela, Beth añadió-: Y a Jack, por supuesto.

– Por supuesto -repitió Michael-. Maldito Jack.

Beth pensó que, ya que habían hecho el amor, tenía permiso para tratar de conocer a Michael emocionalmente.

– ¿Por qué lo llamas así?

Michael le estaba acariciando la oreja con un dedo.

– ¿Por qué llamo a quién qué?

Mischa se había quedado dormido, pero Beth no se movió para llevarlo de vuelta a su cuna.

– A Jack. Has llamado a tu hermano «maldito Jack» -contestó, preguntándose si estaría dispuesto a abrirle su corazón.

Michael salió de la cama.

– Deja que lleve al bebé a su cuna.

Cuando regresó, no apagó la luz. Beth pensó que, tal vez, eso significaba que quería hablar.

Michael se quitó el calzón antes de meterse en la cama. Beth contuvo el aliento al ver su cuerpo desnudo… y evidentemente excitado.

– Tu…

– Estoy fascinado por ti -concluyó Michael, dedicándole una mirada ardiente.

– Hablemos -dijo Beth con rapidez. Vestidos y a la luz del día no habría tenido valor para sondear a Michael.

– De acuerdo -dijo él, arrimándose a ella a la vez que deslizaba la sábana hasta su cintura-. Hablemos sobre tus pechos.

– ¡Michael!

– ¿Qué? -Beth sintió el aliento de Michael en uno de sus pezones y notó cómo se endurecía al instante-. Estaba celoso de Mischa.

Ella trató de volver al tema que le interesaba.

– Pues yo estaba celosa de Jack.

Michael no apartó la mirada de sus senos.

– ¿Del maldito Jack? ¿Por qué?

– Porque… -Michael parecía empeñado en no hablar del tema. ¿Cómo podía llegar a ser una auténtica esposa para él si no le dejaba entrar en su corazón? Empezó a trazar círculos con un dedo en torno al excitado pezón-. ¡Michael!

Él le dedicó otra ardiente mirada.

– Es mi turno -dijo, e inclinó la cabeza para tomar el pezón en su boca.

La habitación empezó a dar vueltas. La oscuridad bloqueó la luz. Beth pensó que, tal vez, había cerrado los ojos, que, tal vez, el deseo había anulado el resto de sus sensaciones, porque en esos momentos sólo podía asimilar la sensación de los labios y la lengua de Michael jugando con su pecho, del sabor de su dedo cuando se lo llevó a la boca.

Él gimió y ella entreabrió los muslos, insistiendo en que la tomara de inmediato. Michael se puso un condón y enseguida la complació. El salvaje latido de sus pulsos resonó al unísono mientras ella lo retenía por las caderas para sentirlo totalmente dentro, para sentirlo totalmente suyo.

Pero no dejó que las palabras que se acumularon en su garganta salieran a la luz, pues no quería cargar a Michael con la verdad y el peso de su amor.

El sol entraba a raudales por la ventana cuando el sonido del teléfono los despertó. Beth abrió los ojos y vio que Michael la estaba mirando como si fuera ella la que acabara de gritar junto a su oído.

– Es el teléfono -dijo, apiadándose de él-. Me temo que está en tu lado de la cama.

Michael alargó una mano para tomar el auricular.

– ¿Hola? -dijo.

Una poderosa voz sonó a través del receptor. Beth se volvió hacia el reloj de la mesilla y vio que ya eran las siete de la mañana. Fue a salir de la cama para ir a ver a Mischa, pero Michael la retuvo por un hombro. Tras soltar un par de gruñidos, colgó el auricular.

– Maldita sea -murmuró.

Beth sintió que se le contraía el estómago.

– ¿Qué sucede?

– El abuelo va a venir a visitarnos.

– ¿Cuándo? -la voz de Beth surgió casi en forma de chillido.

– Dentro de una hora.

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