Capítulo 4

«Cásate precipitadamente, arrepiéntete cuando te venga bien».

Alice, la mujer que se ocupaba de las niñas de la edad de Beth en el Thurstone Home, nunca había dicho aquel adagio en particular, pero, de todos modos, resonó en la mente de Beth. Tal vez porque ahora, cinco días después de la proposición de Michael y dos horas después de su boda, finalmente tenía tiempo para escuchar sus propios pensamientos.

Pensamientos que no eran precisamente alegres. En el dormitorio de la gran mansión Wentworth designado para el bebé, Beth sacaba de una bolsa de papel las ropitas de Mischa. El ama de llaves de los Wentworth, Evelyn, no había mostrado sorpresa al ver el «equipaje» de Beth, una gastada bolsa de viaje y dos bolsas de papel, ni tampoco cuando expresó su deseo de guardar personalmente la ropa del bebé. Beth no sólo no estaba acostumbrada a que le hicieran las cosas, sino que sentía la imperiosa necesidad de encerrarse a solas en algún rincón de aquella enorme casa para tranquilizar su corazón y recuperar el control.

¿Habría cometido un error tan grande como aquella mansión?

Miró a Mischa, que dormía profundamente en su familiar cuna. Había llevado aquello con ella, el único lujo que se había permitido, y lo cierto era que no desentonaba en aquella elegante habitación con paredes color melocotón, un gran ventanal con asiento y una alfombra oriental cubriendo el reluciente suelo de madera.

¿Pero encajaban ella y Mischa en aquel lugar?

Miró a su alrededor y detuvo la vista en la cama. Ésta le hizo pensar en Michael. Apretando los dientes, tomó un pequeño montón de mudas de Mischa y las metió en el cajón inferior de la cómoda. Había aceptado un matrimonio de conveniencia, temporal y sin sexo. Aquel primer pensamiento, el primer pensamiento inconsciente que tuvo cuando Michael le hizo la proposición, que estaría en su vida y en su cama para siempre, había muerto rápidamente, como cualquier otra de sus románticas ideas.

Ya debería estar acostumbrada a las decepciones.

Un año atrás tuvo que vérselas con su necesitado corazón. Completamente desprevenida, se coló por la primera cálida sonrisa que le ofrecieron. Pero su embarazo había refrenado cualquier urgencia que no fuera maternal.

De manera que no tenía por qué preocuparse. Había aceptado aquel acuerdo con Michael con los ojos bien abiertos. Por la futura seguridad de su hijo. Colocó con decisión el resto de las ropas de Mischa en la cómoda. Luego, con la bolsa de papel en las manos, lista para arrugarla y tirarla a la papelera, se quedó paralizada.

– Volveré a necesitarla -dijo en voz alta. Era cierto-. Pronto -cuidadosamente dobladas, las bolsas de papel fueron almacenadas junto a su bolsa de viaje en el armario.

¿Cómo iba a manejar la locura de aquella situación, de aquel matrimonio? ¿Cómo podía proteger sus barreras recién erigidas? No volvería a dejarse atrapar desprevenida.

Estaba cambiando a Mischa cuando alguien llamó a la puerta. Su corazón latió más deprisa. Aquella no era la llamada de Evelyn. Era la llamada de Michael.

La llamada de su marido.

Trató de aclarar su tensa garganta.

– Adelante.

Michael abrió la puerta y pasó al interior. Había dejado a Beth en la casa tras la breve boda, a la que no había asistido ningún Wentworth, tan sólo dos amigos, pues decía que quería sorprender a la familia después del hecho, y luego fue directo a su despacho. Aún llevaba el traje oscuro de la ceremonia. El anillo con que lo había sorprendido Beth brillaba en su mano izquierda.

Estaba dando vueltas distraídamente a éste con el índice y el pulgar de la otra mano. Beth había tratado de no especular sobre su propio anillo, un ancho círculo de oro embellecido con una hilera de diminutas perlas y otra de turquesas. Michael explicó que su elección fue inspirada por su pelo rubio y sus brillantes ojos azules.

– ¿Qué tal te las arreglas? -preguntó sin sonreír.

El corazón de Beth latió más fuerte que nunca.

– Bien, Mischa y yo estamos bien -desde que había ido a recogerla para la boda, el buen humor de Michael de los días anteriores se había evaporado.

Pero una sonrisa iluminó su rostro cuando miró a Mischa.

– ¿Cómo está el pequeño esta tarde? -dijo, mientras se acercaba a la cama, donde el bebé se hallaba tumbado sobre una pequeña manta.

Beth también sonrió.

– No parece especialmente intimidado por su nueva habitación en la magnífica y enorme mansión Wentworth.

Michael acarició con delicadeza la mejilla de Mischa, pero volvió los ojos hacia Beth.

– ¿Y tú? ¿Te sientes intimidada?

«Por la casa, no. Por el hombre que está junto a mí, sí». Beth se encogió de hombros.

Michael volvió a mirar a Mischa y dejó que el pequeño tomara uno de sus dedos. Sonrió de nuevo.

– ¿Has deshecho ya tu equipaje? -preguntó en tono despreocupado-. Evelyn ha dicho que querías hacerlo tú misma.

De pronto, Beth se dio cuenta de que Michael estaba demasiado cerca. A pesar de que habían acordado que su matrimonio sería temporal y carente de sexo, en aquellos momentos, con la puerta cerrada y teniéndolo tan cerca, su presencia resultaba intimidatoria.

– Respecto a… respecto a mi habitación… -pensaba aclarar de inmediato que planeaba dormir allí. Evelyn le había mostrado el dormitorio de Michael, que se hallaba al otro lado del pasillo, y ella había sonreído, pero se alejó de inmediato de aquel mobiliario masculino y de la seductora gran cama que se hallaba en el centro de la habitación. ¿Esperaría Michael que compartiera aquella cama con él? ¿«Temporalmente y sin sexo»?

«Aclara de inmediato que no piensas hacerlo».

– ¿Qué es eso? -la voz de Michael la sobresaltó. Se había apartado de la cama y se hallaba junto a un pequeño escritorio. Sobre éste había un montón de revistas Business Week y encima de éstas la edición del día del Wall Street Journal.

Alegrándose de verse momentáneamente distraída de la discusión sobre los arreglos del dormitorio, Beth se sentó junto a Mischa en la cama y le acarició la cabecita.

– Material de lectura con el que tengo que ponerme al día.

– ¿Estás suscrita a esta revista? -Michael frunció el ceño-. Supongo que no sé mucho sobre ti.

Ahora era un buen momento para decirle que todo lo que necesitaba saber sobre ella era que no iba a dormir con él. Punto. Incluso con la promesa de que no habría sexo.

– Asistí a una universidad estatal en Los Ángeles -dijo Beth, en lugar de lo que estaba pensando. Hasta que Evan, el padre de Mischa, uno de los estudiantes del departamento de economía, negó toda responsabilidad respecto al bebé. Al parecer, creía tanto en las estadísticas que no podía aceptar encontrarse en el pequeño rango de error de su método de control de natalidad-. Me faltan tres semestres para obtener el título de contable -aunque tal vez debería haber elegido la especialidad de cuentos de hadas, pensó Beth. Porque a pesar de sus solitaria infancia, o tal vez a causa de ella, había creído en los cuentos de hadas hasta el momento en que Evan dijo que en realidad no la amaba y luego la acusó de haber tratado de atraparlo. Menudo príncipe encantado…

Pero la amargura no era una emoción saludable para una madre soltera. Cuadrando los hombros, apartó de sus pensamientos a Evan y miró a Michael a los ojos con gran calma.

Lo cierto era que su estómago estaba bailando al ritmo de un boogie-boogie, pero no creía que él pudiera notar eso.

– Respecto a lo de dormir juntos… -¿de verdad había dicho eso? Por la sorprendida expresión de Michael, parecía que sí-. Me refiero a los arreglos para dormir.

Michael le prestó toda su atención. Beth no pudo evitar mirar su boca. La había besado, y el mero recuerdo de aquel beso hizo que un ardiente escalofrío recorriera su espalda. Pero la carga de pasión de aquel primer beso sólo había sido un síntoma del júbilo que le produjo a Michael haberle ganado por la mano a su abuelo. Sin embargo, el beso que le había dado tras la ceremonia había sido breve, frío, controlado.

A Beth no le había gustado nada.

– ¿Los arreglos para dormir? -repitió Michael. Metió las manos en los bolsillos de su pantalón y se apoyó contra el escritorio, cruzando un pie sobre el otro. Tranquilo y controlando la situación.

Pero entonces Beth percibió un ligero tic en su mandíbula, como si se estuviera esforzando por adoptar aquella actitud despreocupada. Otro escalofrío recorrió su espalda.

«Dile que no piensas dormir con él».

– Voy a quedarme aquí -dijo, aferrando con la mano el cabecero metálico de la cama-. Aquí con Mischa.

El tic de la mandíbula de Michael se acentuó. Se apartó del escritorio y avanzó hacia ella. Beth agarró con más fuerza el cabecero.

Michael deslizó la mirada de su rostro a sus pechos, luego a sus vaqueros y a continuación de vuelta a su rostro. Beth contuvo el aliento.

– Será lo mejor -dijo, en un tono suave que contrastaba con la calidez de su mirada y la evidente tensión de sus hombros. Se acercó rápidamente a la puerta-. Por mi parte no hay problema.

Cerró al salir.

Beth soltó el cabecero. Se masajeó la rígida mano y miró el precioso anillo que adornaba su dedo.

Y trató de comprender por qué la despreocupada aceptación de Michael de su proclamación, que debería haber supuesto un tremendo alivio para ella, le parecía ahora una decepción más.

Si la mansión Wentworth era un castillo, decidió Beth mientras bajaba la impresionante escalera a la mañana siguiente, entonces ella era la princesa que había soportado dormir aquella noche con un guisante bajo su colchón.

No había logrado pegar ojo más de un minuto seguido.

Bostezó, arrastrando su fatiga tras sí por el vestíbulo. Durante el desayuno evitaría el café y luego volvería al dormitorio con Mischa para tratar de echar un sueñecito.

La visión de Michael, totalmente despejado y recién duchado, le hizo tragarse su siguiente bostezo.

– Buenos días -saludó él desde detrás del periódico que leía.

– Buenos días -contestó Beth. Había esperado evitarlo bajando temprano a desayunar. Antes de que pudiera buscar una excusa para volver directamente a su dormitorio, Evelyn entró en el comedor con una humeante bandeja.

– Deje que me ocupe del bebé mientras usted desayuna, señora Wentworth -el ama de llaves dejó la bandeja, apartó de la mesa la silla opuesta a la de Michael y tomó a Mischa en sus brazos.

¿Señora Wentworth? Aturdida, Beth parpadeó y se sentó mientras Evelyn volvía a la cocina.

– ¿Café, señora Wentworth?

Beth dio un respingo. Una mujer mayor con un vestido liso y delantal surgió inesperadamente de un rincón con una brillante cafetera plateada en la mano. Tomando el silencio de Beth como una respuesta afirmativa, la mujer llenó su taza de café y a continuación se retiró.

Beth volvió a parpadear. ¿Señora Wentworth? Miró el anillo en su dedo. Por supuesto, señora Wentworth.

El periódico hizo un leve ruido.

– Pensabas que todo era un sueño, ¿no? -por encima del borde del periódico, la expresión de Michael no delató nada-. Pero al despertar has comprobado que eres realmente mi esposa.

Beth cerró la boca audiblemente. Su esposa. Sirvientes. Señora Wentworth. Nada en el Thurston Home para chicas la había preparado para aquello.

– Esposa temporal -dijo, y un papel temporal que pensaba representar ocultándose todo el tiempo posible de los sirvientes y de Michael. Del mundo entero.

Después del desayuno se retiraría a su habitación a echar una siesta. De ahora en adelante comería en la cocina a horas poco habituales-. Esposa temporal -repitió con firmeza.

Michael deslizó la mirada hacia la cocina.

– No dejes que corra el rumor -dobló el periódico y lo dejó junto a su plato-. Sobre todo porque anoche hablé con mi abuelo.

– Creía que ya se lo habías dicho.

Michael sonrió irónicamente.

– Hasta ayer por la noche no pude hablar con él en persona.

Algo en su tono de voz llamó la atención de Beth.

– ¿Y? ¿Cómo se tomó la noticia?

Michael se encogió de hombros.

– Si no supiera lo distraído que está tratando de averiguar con exactitud lo que le pasó a Jack, diría que sospechosamente bien.

La expresión de Michael se tensó visiblemente cuando mencionó a su hermano. Beth no pasó por alto aquel detalle. Con deliberado desenfado, tomó su taza de café y miró el negro contenido. Una auténtica esposa habría tratado de consolarlo. Una esposa de conveniencia mantendría la boca cerrada.

– ¿Y tu renuncia al cargo? ¿También le dijiste que piensas dejar Oil Works?

Michael le dedicó una extraña mirada.

– ¿Te preocupas por mí?

– Por mí misma -corrigió Beth rápidamente-. Ese era nuestro trato, ¿recuerdas? Tú te libras del negocio familiar y yo consigo seguridad para Mischa.

Michael volvió a encogerse de hombros.

– Eso también se lo tomó bien. Llevo meses diciéndole que Steve Donnolly puede hacer el trabajo y, por primera vez, mi abuelo estuvo de acuerdo conmigo.

– Así que ya está hecho -Beth se llevó el café a los labios. Ahora todo lo que le quedaba por hacer era llevarse a Mischa arriba para esperar a que acabara aquella farsa de matrimonio.

– Tal vez.

Beth dejó la taza en el platillo.

– ¿Qué quieres decir con tal vez?

Michael tamborileó con los dedos sobre la mesa.

– Si conozco bien al abuelo, y te aseguro que lo conozco, seguro que está poniéndose en contacto con cada soplón y detective del noreste de Oklahoma.

– Oh, estupendo -Beth se hundió contra el respaldo de su asiento-. ¿Y no crees que deberías haber pensado en eso antes de casarte con una mujer a la que apenas conoces?

– Tal vez.

Beth empezaba a cansarse de aquellas dos palabras.

– Pero después de haber salido con todas las mujeres solteras en un radio de cien millas -continuó Michael-, ¿resultaría más creíble que me casara de repente con una de ellas?

¿Había salido con cada soltera en un radio de cien kilómetros?

– Ese es tu problema -dijo, apartando su silla de la mesa-. Tú podrás manejarlo -de pronto se le había ido el apetito.

– «Nosotros» podremos manejarlo.

– ¿Nosotros? -repitió Beth-. ¿Qué puedo hacer yo al respecto?

– Puedes ir de compras hoy mismo. Pasa por la panadería. Charla con las amigas. Ya sabes… sobre nuestro matrimonio.

– ¿Sobre nuestro matrimonio? -¿qué matrimonio?, pensó Beth, frunciendo el ceño-. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Y de qué podría hablar?

– Todo lo que digas acabará llegando a oídos de mi abuelo. Costará convencerlo de que somos una auténtica pareja. En cuanto a lo que puedes decir… -Michael sonrió-… lo típico de los recién casados. Ya sabes, lo buen amante que soy y todo eso.

Beth no estaba dispuesta a tocar aquel tema.

– No sé por qué estás tan seguro de que lo que diga vaya a llegar a oídos de Joseph Wentworth. No nos movemos exactamente en los mismos círculos.

– No subestimes a mi abuelo, Beth. Ha vivido toda su vida en Freemont Springs, y conoce gente en todas partes.

Justo cuando había planeado pasar aquella mañana y el resto de su vida de «casada» en el dormitorio, Beth se veía empujada a desfilar por Freemont Springs mostrando a todos su anillo de casada.

Michael se relajó contra el respaldo del asiento y le dedicó otra traviesa sonrisa.

– Y mientras hablas sobre nuestra vida de casados, asegúrate de no subestimarme. Tengo una reputación que mantener.

A Beth no le apeteció lo más mínimo devolverle la sonrisa. De hecho, le habría encantado esfumarse de la habitación. Tuvo que conformarse con pasar junto a Michael.

– ¡Te estaría bien empleado que dijera que los he tenido mejores!

Michael la sujetó por la muñeca. Beth se detuvo y lo miró.

– No podría haber mejor pareja que tú y yo, te lo aseguro -murmuró él con voz ronca.

Sensaciones, respiración entrecortada, intensos latidos del corazón… Beth trató de superar todo aquello, de encontrar una fría y razonable respuesta. Liberó su muñeca de la mano de Michael. Alzó levemente la nariz, como si su contacto fuera más una molestia que una tentadora excitación.

– Supongo que Alice tenía razón -dijo, extrayendo un dicho de su recuerdo-. «Quien quiera huevos debe soportar el cacareo de las gallinas».

«No puede haber mejor pareja que tú y yo» ¿Qué había sido aquello? ¿Una promesa? ¿Una amenaza?

Beth no estaba más cerca de una respuesta ahora que casi había oscurecido y se sentía agotada tras haber pasado la tarde caminando y sonriendo, haciendo verdaderos esfuerzos por aparentar ser la viva imagen de una auténtica y feliz recién casada Wentworth.

Sin energía para subir las escaleras que llevaban a su dormitorio, se dejó caer con Mischa en un sillón de cuero frente a la chimenea encendida de la biblioteca. El bebé dormía en su regazo.

¡Cuánto lo quería! Y a pesar de su cansancio, Beth reconocía que había disfrutado aquella tarde. Ella y Mischa habían visto a varios trabajadores del ayuntamiento quitando los adornos de navidad. Dos de los hombres, clientes habituales de la panadería, habían tomado a Mischa en brazos para jugar un rato con él.

Aquella era la belleza de las pequeñas poblaciones como Freemont Springs. El pueblo había encontrado un lugar en el corazón de Beth y ella lo había acogido gustosa. Era el lugar al que llegó cuando abandonó Los Ángeles. Era el lugar en que había dado a luz a su hijo.

Era el lugar en que se había casado.

Miró el fuego, sintiendo que las mejillas se le acaloraban al recordar las suaves bromas y sinceras felicitaciones que había recibido. Según Evelyn, Michael estaba en casa, trabajando en su despacho de la segunda planta. Cuando recuperara la energía subiría a informarle del éxito de su excursión.

Por alguna extraña razón, nadie había hecho la más mínima insinuación cuando había hablado sobre su marido y su nueva vida como señora de Wentworth. Tal vez se debía a que Bea y Millie ya habían corrido la voz.

Beth dudaba que alguna de las personas con las que había hablado fueran informadores de Joseph Wentworth, pero, de todos modos, se esforzó por interpretar bien su papel.

Suspiró. Después de informar a Michael, se retiraría directamente a su dormitorio para acostarse temprano.

Michael miró sin ver la pantalla del ordenador portátil. Debería estar satisfecho, incluso feliz después del paseo de Beth por Freemont Springs. Su abuelo ya debía estar convencido de que se había casado con Beth por las razones adecuadas.

¿Pero cuales eran las razones adecuadas?

No quería pensar en la respuesta a aquella pregunta.

Como tampoco quería pensar en el ruborizado rostro de Beth cuando la había tomado por la muñeca esa mañana o en su casi tímida mirada de unos minutos antes, cuando le había comunicado las felicitaciones que había recibido de los habitantes de Freemont Springs. Mischa había empezado a lloriquear entonces y Beth se había ido del despacho, dejando a Michael desconcertado, preocupado… y aburrido con el maldito informe que estaba elaborando para Donnolly.

Tal vez debería dedicarse a descifrar lo acontecido durante el desayuno, aquel críptico comentario sobre los huevos y las gallinas.

Cualquier cosa para evitar enfrentarse al hecho de que estaba casado. ¡Casado!

Se sentía terriblemente culpable al respecto. Y también extrañamente estimulado.

Las manos de Beth temblaron cuando repitió los votos. Michael se quedó helado entonces, como si lo hubieran despertado de repente con un cubo de agua fría. La ceremonia era auténtica, no una jugarreta de un niño travieso para engañar a su abuelo. Era un auténtico matrimonio con una mujer cuyo pelo rubio y ojos azules le habían hecho ponerse a rebuscar entre las joyas que había heredado de su madre hasta encontrar lo que consideró el perfecto anillo.

Apagó el ordenador y se pasó las manos por el rostro. Tal vez debía zanjar aquello antes de que sucediera algo inesperado. Antes de que alguien resultara dañado.

La puerta del despacho se estremeció con una urgente llamada. Beth pasó al interior de inmediato, respirando agitadamente y ligeramente ruborizada.

– Michael…

Él saltó de su asiento.

– ¿Qué? ¿Qué sucede? -preguntó-. ¿Misha? ¿Está bien el bebé?

Beth asintió.

– Misha está bien. Es… es… -Beth se interrumpió, tomó a Michael de la mano y lo arrastró fuera del despacho.

Sus dedos eran cálidos. Estando tan cerca, Michael pudo oler su perfume. Pero no, Beth no llevaría perfume. Su aroma procedía de algún champú floral. Y también había un toque más familiar. Ah. Jabón de menta y avena, el que se usaba en los baños de la casa.

El jabón que él deslizaba por su piel cada mañana.

No debería encontrar un jabón compartido tan excitante. Tan… casado.

Beth se detuvo en el pasillo, entre su propio dormitorio y el de Michael, cuyas puertas estaban abiertas. Soltó la mano de Michael.

Él echó de menos su contacto de inmediato.

– ¡Mira! -dijo ella, señalando ambas habitaciones-. Evelyn ha dicho que son regalos de tu abuelo. Sorpresas que han llegado esta misma tarde.

La cama en que había dormido Beth, en el supuesto dormitorio del niño, había desaparecido. En su lugar había un enorme arcén de juguetes y un caballo balancín de madera con el que Michael había compartido durante su infancia más aventuras de las que podía recordar. Sonrió y dedicó un saludo con la mano a su viejo favorito. A Mischa le iba a encantar el viejo Blackie.

– ¡No vas a salirte con la tuya! -murmuró Beth entre dientes. Apoyó una mano en el brazo de Michael y le hizo girar en dirección a su dormitorio.

Oh, oh.

Michael creyó percibir la mano de su hermana en aquello. Era posible que Joseph Wentworth hubiera ordenado retirar camas y desenterrar viejos juguetes, pero sólo Josie habría podido seleccionar aquella colorida variedad de negligés que se hallaban esparcidas sobre su cama.

Su cama.

La cama que su abuelo le estaba obligando sutilmente a compartir.

Michael casi pudo escuchar al viejo en su mente. «¿Quieres un matrimonio, muchacho? ¡Pues toma matrimonio!»

Por supuesto, el abuelo y Josie no podían saber que él y Beth nunca habían dormido juntos. No podían saber que en su noche de bodas la recién casada había dormido en la habitación del bebé en lugar de hacerlo entre sus brazos.

¿Sería muy feo contar las negligés?

– ¿Qué vamos a hacer al respecto? -preguntó Beth con voz ronca.

Había nueve.

Michael la miró. Aún respiraba agitadamente.

¿Qué iban a hacer al respecto?

Arrojar la toalla.

Era lo más seguro. Lo más fácil. Además, lo más probable era que el abuelo ya lo sospechara.

Una farsa de matrimonio. ¿En qué había estado pensando?

La verdad le costaría temporalmente la posibilidad de asociarse con el Rocking H, pero aún podría ocuparse de Beth y Mischa. Se volvió y abrió la boca para decírselo a Beth…

Y supo que ella no aceptaría su dinero. No después de un fracasado matrimonio de veinticuatro horas.

– ¿Y bien? ¿Qué vamos a hacer al respecto? -preguntó Beth de nuevo. Sus ojos destellaron y el rubor aún no había abandonado su rostro.

Como el deseo que ardía en la sangre de Michael.

– Vamos a dormir juntos -dijo.

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