Capítulo 10

Michael no quiso escuchar más a Elijah. Lo acompañó a la puerta y luego cerró ésta tras él.

Luego comprobó que Beth había cerrado por dentro la puerta del dormitorio. Cuando la llamó, ella le dijo que quería estar un rato a solas. Salió de la casa dando un portazo. Frustrado y cansado permaneció un rato sentado en el todoterreno. Al mediodía fue a un bar donde tomó un par de cervezas mientras veía la televisión.

Cuando volvió a la casa del rancho, la única habitación que tenía la luz encendida era la de Mischa. Encontró a Beth allí, con una manta sobre los hombros, amamantando al bebé. Su corazón empezó a martillear contra su pecho. Cómo la noche anterior, verla alimentando al bebé lo excitó.

La miró al rostro. Su expresión era estudiadamente impenetrable y sus ojos carecían de su habitual brillo. Sintió una desesperada urgencia de estrecharla entre sus brazos.

– ¿Qué te sucede, cariño? -preguntó, acercándose a la cama.

– No -dijo ella en voz baja, alargando una mano-. Mischa está casi dormido.

Michael se quedó quieto, mirándola, como si temiera perderla de vista. Sus ojeras le preocupaban. En el bar, se había convencido a sí mismo de que su negativa a seguir casada con él se había debido a puro nerviosismo. Creía que podía hacerle cambiar de opinión.

Beth necesitaba lo que él podía ofrecerle. Si volvía a tocarla, a acariciarla, podría atarla a él.

Con exquisita ternura, Beth bajó de la cama y dejó al bebé en la cuna. Michael fue hasta allí y miró al bebé por encima del hombro de su madre. El pelo del bebé empezaba a oscurecerse.

«Se parece a mí», pensó, y no le pareció un pensamiento extraño.

Beth se encaminó hacia la puerta del dormitorio. Michael no la siguió. Ella apagó las luces, pero él permaneció en guardia. Mischa dormía pacíficamente. Lo mismo hacía él a aquella edad, ignorante de que sus padres habían muerto en un accidente en el mar.

¿Habrían estado sus padres junto a su cuna poco antes de morir? ¿Le habrían hecho promesas que no pudieron mantener?

Pero él sí podía hacer algo por Mischa… si Beth aceptaba. La encontró en la cocina, sentada en la mesa de espaldas a él, sosteniendo entre las manos una taza de té.

Michael quiso tocarla, abrazarla protectoramente.

– Beth.

Ella se volvió a mirarlo por encima del hombro.

Michael dijo lo primero que se le vino a la cabeza.

– Mischa es precioso. Tú eres preciosa.

– Oh, Michael -Beth apretó la taza con fuerza, como si necesitara algo a lo que agarrarse.

Él se acercó. Como presintiendo su cercanía, Beth se levantó rápidamente de la silla y se volvió.

– ¿Qué quieres?

Tocarla. Acariciarla. Si lo hacía, ella no podría separarse. Pero había una extraña inquietud en su mirada.

– ¿Tienes hambre? -preguntó Beth al ver que Michael no contestaba.

– No. He tomado algo en el bar. ¿Y tú? ¿Cómo estás?

Beth movió la cabeza.

– Tengo frío.

«Yo podría darte calor. Es lo que ambos necesitamos».

El instinto le dijo a Michael que las palabras bonitas no funcionarían. Dio un paso adelante y Beth se apartó hacia el fregadero. Dejó la taza en la encimera y abrió rápidamente la nevera.

– Pensaba que tenías frío -dijo Michael. La parte trasera del cuello de Beth lo atrajo como un imán. Se acercó silenciosamente.

Beth se irguió, y al volverse se topó de bruces con él.

– ¡Me has asustado!

– ¿Por qué? -preguntó Michael. El corazón le latía locamente en el pecho. No quería andarse con rodeos. Quería estar dentro de ella. Así no podría irse.

– No… no sabía que estabas ahí -Beth se humedeció el labio inferior con la lengua.

Michael sintió que su entrepierna se tensaba.

– Estoy tratando de ser todo lo civilizado que puedo respecto a esto, Beth.

Ella parpadeó y volvió a humedecerse el labio.

Michael pensó en su boca. En su lengua dentro de ella. En esa otra parte de su cuerpo dentro de esa otra parte del de ella. Caliente y húmeda…

Si la tocaba, podría retenerla.

Sus manos encontraron los frágiles hombros de Beth. Sus bocas se encontraron. Ella lo besó como si también tuviera dificultades para mostrarse civilizada.

Michael se apartó, respirando pesadamente. Los ojos de Beth, aún ensombrecidos, habían recuperado en parte el brillo turquesa que revelaba su deseo.

Tomó sus manos y las apoyó contra su pecho.

– Siéntelo -dijo, por encima del rugido de su pulso en sus oídos. ¿Sabía Beth que la protegería de cualquier cosa, de cualquiera… excepto de sí mismo?

Ella extendió las palmas de las manos sobre su pecho. Se puso de puntillas. Su boca se abrió para él.

La civilización se esfumó.

Los dedos de Michael buscaron torpemente la cintura de los vaqueros de Beth. Los soltó, le bajó la cremallera, metió la mano bajo sus braguitas y encontró su calor mientras exploraba su boca con la lengua. Ella se arqueó hacia él, gimiendo.

Con la mano libre, Michael le subió el jersey. El cierre frontal de su sujetador cedió fácilmente. Enseguida sintió un pezón endureciéndose contra la palma de su mano, como si él también quisiera un beso.

Beth gimió. Aquel sonido alimentó el fuego en la sangre de Michael, le hizo empujar hacia abajo sus vaqueros y sus braguitas. Luego, en un instante, liberó su poderosa erección de sus propios pantalones. Buscó un condón en el bolsillo trasero, se lo puso y, sin apenas transición, alzó a Beth y la dejó caer lentamente sobre su palpitante deseo. Mientras la penetraba, su cuerpo gritó de placer y sus instintos le dijeron que Beth ya no podría decir que no iba a ser suya para siempre.

Tras alcanzar un jadeante y explosivo orgasmo, la llevó en brazos al dormitorio. Saciado, satisfecho de haberse hecho cargo de todos los detalles, se tumbó junto a ella.

Estaba sumergiéndose en un plácido sueño cuando ella habló.

– Mischa y yo nos vamos mañana.

Michael sintió que algo se desmoronaba en su interior. Repentinamente despejado, se volvió y encendió la luz de la mesilla.

– ¿Qué? -preguntó, tenso, irguiéndose.

– Nos vamos mañana -repitió ella.

Michael negó con la cabeza.

– Te he acariciado -dijo, como si eso significara que no podía irse.

Beth no lo negó. Por supuesto que la había acariciado. La atracción y el deseo nunca había sido un problema entre ellos. No debería haber hecho el amor con él esa noche, pero Michael había acudido a ella, ardiente, y ella había querido saborear por última vez lo que él podía darle.

– Tú y Mischa os quedáis. Vamos a seguir casados.

Michael estaba acostumbrado a conseguir lo que se proponía. Pero Beth sabía que tenía que ser tan fuerte como él. Salió de la cama y trató de no ruborizarse mientras buscaba algo que ponerse. La bata de Michael estaba colgando de una percha del baño. Se la puso y volvió a enfrentarse con él.

– Tú no nos quieres. Este matrimonio fue un montaje para que pudieras librarte de tus responsabilidades.

– Eso era antes -dijo Michael con firmeza.

¿Sería posible que la amara?

– ¿Antes de qué?

– Tú y Mischa necesitáis lo que yo puedo ofreceros. Seguridad. A Josie y al abuelo. Tú quieres eso.

– Pero tú no.

Michael se encogió de hombros.

– Seguiremos casados.

Beth quiso gritar de frustración.

– ¿No te ha dicho nunca nadie que no se pueden sostener dos sandías bajo el mismo brazo?

Michael gimió.

– Ahora no, por favor. Estoy cansado, irritado. No me hagas pensar demasiado.

– Significa que no puedes tenerlo todo. No puedes querer liberarte de responsabilidades y a la vez cargarte con otras.

– ¿Liberarme de responsabilidades? ¿Es eso lo que crees que estoy haciendo con Wentworth Oils?

– No. Sí. No sé -Beth se sentó en el borde de la cama.

Michael golpeó ciegamente una almohada con el puño.

– No tienes ni idea.

Beth sí sabía que quería relajar el enfadado puño de Michael. Abrir su mano y besarlo para alejar los sentimientos que le dolían.

– Pues cuéntamelo, Michael.

– Jack murió.

Beth percibió un matiz de profundo cansancio en su voz.

– Lo sé.

Michael soltó una breve y áspera risa.

– Por supuesto que lo sabes. No estaríamos aquí y nada de esto habría pasado si Jack no hubiera muerto -tras un momento de silencio, se aclaró la garganta-. Nunca quise trabajar en la empresa. Nunca. Pero Jack insistió en que sería una buena experiencia para mí. Prometió que me apoyaría cuando quisiera dejarlo.

– ¿No lo hiciste por tu abuelo?

Michael suspiró.

– Por él también. El abuelo y Jack me convencieron para que lo intentara.

Así era Michael. Se hacía cargo del negocio familiar porque alguien necesitaba que lo hiciera. Permanecía casado con una mujer porque ésta parecía necesitarlo.

– ¿Y ahora?

Michael miró a Beth intensamente.

– ¿Por qué no iba a dejarlo? ¿Por qué no? Josie lo hizo. Jack se ha ido. Y cuando murió supe que había perdido la posibilidad de que me sacara de allí, como prometió.

– Quieres el rancho con Elijah.

– Y el abuelo, quiera o no admitirlo, necesita volver a ocuparse de Wentworth Oil.

– Así que volvemos a la necesidad, a Michael haciendo lo que otros necesitan.

– En eso estás equivocada. Por una vez, estoy haciendo lo que yo necesito. Cuando Jack murió comprendí que había llegado el momento de vivir mi vida.

– Y encontraste a la vez una forma de ayudar a tu abuelo -le recordó Beth.

Michael miró a lo alto, exasperado.

– Haces que parezca un boy scout. Deberías hablar con Elijah; él te explicaría la clase de insignias que he ganado.

– ¿Por qué no me lo cuentas tú?

Michael extendió los brazos a los lados.

– Soy el soltero favorito de Freemont Springs. ¿No puedes adivinarlo?

Beth se retrajo. Pensar en Michael con otras mujeres dolía. Pero mostró una despreocupación que estaba lejos de sentir.

– Así que has vivido lo tuyo.

Michael se pasó una mano por el rostro.

– No del modo que piensas, Beth. Los boy scouts no somos precisamente tontos. Nunca me he comprometido con ninguna mujer. Nunca he querido atarme.

El corazón de Beth comenzó a latir rápido y furioso. ¿Entonces por qué quería seguir casado con ella? ¿Qué había cambiado? ¿Acaso la amaba? ¿Se lo diría? Tragó para aliviar su reseca garganta.

– Michael…

– Pero ahora las cosas han cambiado -Michael bajó la mirada hacia sus manos-. Está Sabrina. Estás tú.

– ¿Sabrina? Creía que no sabías dónde estaba.

– No lo sabemos. Ese es el problema. Y no pienso permitir que tú vuelvas a pasar por eso.

Beth se pasó una mano por la frente.

– No comprendo.

– No voy a hacerte lo que le hizo Jack a Sabrina -dijo Michael-. Dejó a su hijo y a la mujer que lo quería. Eso no va a volver a suceder.

– Mischa no es hijo tuyo -murmuró Beth.

– Hoy mismo lo he reclamado como mío. Además, lleva mi nombre.

Beth tuvo que sonreír.

– Sólo el nombre de pila.

Michael se encogió de hombros.

– Lo adoptaré.

Tenía respuesta para todo. Como en otras ocasiones, su confianza apabulló a Beth. Tuvo que hacer acopio de todo su valor para decir lo que quería.

– ¿Y… el amor?

El tono de Michael fue totalmente neutro.

– ¿Qué pasa con él?

Beth sintió que el rostro le ardía.

– Tú no…

– No creo en él.

– ¿No? -Beth apretó los puños en el interior de las mangas de la bata de Michael.

– Ya has oído lo que me ha llamado Elijah. Playboy. Para ser sincero, Beth, llevo bastante tiempo disfrutando de mis relaciones con las mujeres. Si existiera el amor, ¿no crees que ya lo habría encontrado?

– Pero…

– Sí, ya te he oído decirle al abuelo que me amabas. Puedes llamar como quieras lo que sientes por mí.

– Pero yo te…

– No hace falta que lo digas -interrumpió Michael-. No es lo que quiero de ti.

Y por eso tenía que irse Beth.

– ¿Es que no comprendes, Michael? -dijo con suavidad-. Eso es todo lo que tengo para ofrecer.

Los refranes de Alice no paraban de pasar por la cabeza de Beth mientras permanecía tumbada en la cama del motel.

«Para evitar el humo, no caigas en el fuego». Ya era demasiado tarde para eso. El deseo por Michael ya la había quemado.

«No puedes devolver a la cáscara un huevo revuelto». Totalmente cierto. El deseo había llegado a convertirse en amor y nada podía hacer que eso volviera atrás.

«El amor, el dolor y el dinero no pueden mantenerse en secreto. Se traicionan pronto a sí mismos». Ahí era donde se había equivocado. Cuando le había dicho a Joseph Wentworth que estaba enamorada de Michael, lo había perdido.

Se frotó los ojos y deseó poder dormir en lugar de darle vueltas a la cabeza. Pero no dejaba de revivir el momento en que confesó su amor. Michael se había puesto tenso al oírle decirlo, y ahora ella sabía que fue en ese momento cuando decidió seguir casado.

Debería haberse sentido encantada. Unos meses atrás se habría conformado con ello.

Tal vez debería haberse conformado ahora.

Bajó de la cama y fue a mirar a su hijo a la cuna que le habían facilitado en el motel. Mischa dormía plácidamente.

Dejando a Michael, ¿estaría negándole a Mischa algo que necesitaba? ¿Algo que merecía tener?

Pensó en sus propios padres. En la persona, su padre o su madre, que la dejó en una caja ante la puerta de un hospital en Los Ángeles.

Qué sola debía sentirse esa persona…

Qué sola estaría ella sin Michael…

Pero Michael no la amaba. Michael no creía en el amor.

¿Era eso lo que había hecho posible que aquellas manos la abandonaran ante el hospital? ¿Porque no existía el amor?

Mirando a su hijo dormido, Beth sintió cómo se henchía su corazón.

Quien quiera que la hubiera abandonado ante el hospital estaba equivocado. Michael estaba equivocado. El amor existía. Claro que existía. Y merecía la pena luchar por él.

Había hecho lo correcto alejándose de Michael. Ella y Mischa encontrarían alguna forma de salir adelante. Rompería aquel absurdo acuerdo prenupcial y no aceptaría nada de Michael. No cuando lo único que quería de él era su amor.

El silencio que reinaba en la casa se parecía a la calma que sobrevenía tras una explosión. Michael se había sorprendido y enfadado al comprobar que Beth se había acostado con él esa noche teniendo las maletas preparadas en el armario. No había tardado más de quince minutos en abandonarlo.

No le había dicho a dónde iba. Él se había sentido demasiado irritado como para preguntárselo. Ahora estaba sentado en el sofá del cuarto de estar, escuchando en la oscuridad.

El teléfono sonó. Lo descolgó al instante.

– ¿Beth?

– ¿Se ha ido a bailar sin ti?

Elijah.

– ¿Qué quieres? -preguntó Michael en tono receloso.

– Un par de cosas. Primero, ¿has dado por zanjada nuestra asociación?

Elijah sabía que haría falta más que su ironía para romper una amistad de décadas.

– Tenías razón -se obligó a decir Michael.

Elijah rió.

– No sabes cuánto me alegro de estar grabando esta conversación. Y ahora, hablando en serio, ¿qué ha pasado?

– Se ha ido -Michael notó cómo se le contraía el estómago al decir aquello.

– Bueno, los dos sabemos que eres un bruto, ¿pero por qué ha dicho ella que se iba?

«Porque no la correspondo», pensó Michael. Pero fue incapaz de decirlo en alto.

– ¿Has estado… enamorado alguna vez, Elijah?

– Me conoces desde que tenemos siete años. ¿Has olvidado a Andrea Edwards?

– Pero eso fue en octavo grado.

– Y yo estaba enamorado de ella -el tono de Elijah sonó totalmente sincero.

– Yo nunca he estado enamorado.

– Ya lo sé. Yo también te conozco hace veinte años.

– Entonces, supongo que crees en ello.

– Sí.

Michael apretó los dientes.

– Quiero seguir casado con Beth. ¿No es eso suficiente? Le he dicho que no quería que fuera otra Sabrina.

– Tratas de hacerlo mejor que tu hermano Jack, ¿no?

Michael sintió la rabia revolviéndose en su interior.

– ¡Yo no soy así!

– En ese caso, deberías ser capaz de dejar que se fuera.

Otra emoción se agitaba también en el interior de Michael.

– Tú crees en el amor -dijo, para asegurarse-. ¿Por qué yo no?

Elijah suspiró.

– No lo sé, amigo. Tal vez porque nunca viste a tus padres juntos. Tal vez porque no has encontrado la mujer adecuada.

– He conocido muchas mujeres buenas.

– Pero no la adecuada para ti. Alguna en la que puedas confiar.

– ¿Confiar para hacer qué? ¿O para no hacer qué?

– Me lo estás poniendo difícil, amigo -protestó Elijah-. Me refiero a una mujer en la que puedas confiar porque quiera a Michael, no a Michael Wentworth, tal vez -sonriendo, añadió-. O una mujer que se ría de ti cuando le hagas preguntas tan tontas.

Michael suspiró.

– Has dicho que llamabas por un par de cosas. ¿Cuál es la segunda?

– Joseph.

El estómago de Michael se contrajo de nuevo.

– ¿Le ha sucedido algo?

– No, no. Pero acabo de recibir una llamada suya.

– ¿Y?

– ¿Te ha dicho Beth que esta mañana ha tratado de sobornarla?

– ¿Qué?

– Sí. Le ha ofrecido medio millón de dólares para que le contara la verdad sobre vuestro matrimonio.

Michael apoyó la cabeza contra el respaldo del sofá y gimió.

– Magnífico. ¿Y cómo es que te ha llamado Joseph para contártelo?

– También ha tratado de sobornarme a mí. Esta mañana no consiguió nada de Beth.

Michael suspiró.

– Parece que lo has perdido todo, amigo -dijo Elijah.

– ¿No sabes cómo hacer que un tipo se sienta mejor? -dijo Michael en tono irónico-. ¿Por qué has dicho eso?

– ¿No crees que ahora Beth acudirá corriendo a tu abuelo? Ahora que no tiene un matrimonio, puede que necesite el dinero.

Загрузка...