Michael ocupó su asiento tras la mesa del despacho, mirando con suspicacia el montón de papeles y carpetas que había sobre ésta. Con el pulgar y el índice alzó las primeras, haciendo que el montón se desperdigara sobre la superficie de caoba.
Suspiró, aliviado. No había nada oculto allí. Ni sonajeros, ni cigarrillos de chicle, ni panfletos sobre cómo hacer eructar a un bebé.
Nada relacionado con bebés.
Dejó escapar un suspiro de alivio. Habían tenido que pasar tres semanas, pero por fin había sucedido.
Se habían acabado las bromas.
Volvió a reunir los papeles y de inmediato lamentó haberlo hecho. ¿De dónde diablos salía todo aquello? Bastaba con que faltara un día del despacho para que el trabajo se amontonara.
Maldito abuelo…
El viejo había vuelto a irse a Washington, dejando Wentworth Oil Works en lo que él llamaba las «capaces manos» de Michael. Era una auténtica maldición. Tal vez debería apreciar aquella confianza, pero no cuando el abuelo se negaba a ver lo reacias que eran aquellas manos.
Joseph Wentworth era ciego cuando quería y un maestro de la manipulación todo el rato. Michael sintió el comienzo de un intenso dolor de cabeza. A menos que encontrara algún modo de obligar a Joseph a volver a ocupar su despacho, temía verse encadenado allí para el resto de su vida.
Todos los días lo mismo, las responsabilidades, los compromisos… la familia entera pesaba sobre él como una maldición.
Buzzz.
Michael apretó el botón del intercomunicador.
– Gracias por interrumpir uno de los momentos más deprimentes de mi vida, Lisa -dijo a su secretaria.
Lisa no respondió con su habitual descaro.
– Uh, señor… -nunca solía llamarle señor.
– ¿Qué sucede?
Una pausa cargada de presagios siguió a la pregunta de Michael.
– Tiene visita señor, eh… dos visitantes.
La extraña actitud de Lisa quedó explicada cuando hizo pasar a los inesperados visitantes. Dos personas a las que Michael quería ver en su despacho tanto como a un inspector de hacienda.
Gimió. En alto. Porque ahora que las bromas sobre su paternidad parecían haber acabado, sabía que iban a volver a empezar.
El visitante número uno era Michael Freemont Masterson, vestido completamente de blanco en su cochecito de bebé. La visitante número dos era Beth, con su gastada parca azul, una bufanda de lana roja en torno a la garganta y la cazadora de Michael bajo el brazo.
Beth sonrió tímidamente.
– Te he traído la cazadora. Siento haber tardado tanto.
Michael miró su reloj. ¿Y si la visita durara tan sólo cuarenta segundos? Así existiría la posibilidad de que nadie se enterara. Miró a Lisa, que seguía en el umbral. «No se te ocurra difundir una palabra sobre esto», ordenó mentalmente, y alargó una mano para tomar su cazadora. «Y ahora indica amablemente a esta señorita dónde está la salida».
Malinterpretando todas las órdenes telepáticas de su jefe, Lisa avanzó rápidamente y tomó la cazadora antes que él.
– Siéntese, señorita Masterson. ¿Le apetece tomar algo? ¿Té? ¿Café?
Michael se quedó boquiabierto. Lisa nunca ofrecía nada a nadie. Si él quería café, tenía que salir a servírselo.
Beth sonrió a Lisa, como si hubiera comprendido el honor que suponía su ofrecimiento.
– Una taza de té me vendrá bien para calentarme las manos, gracias.
– Deberías usar guantes -se oyó decir Michael. Luego, en tono aún ligeramente hosco, añadió-: Supongo que puedes sentarte.
Beth acercó el coche del bebé a la silla y ocupó ésta.
¿Cuánto tiempo podía llevarle tomarse el té?, se preguntó Michael. Como mucho, noventa segundos.
Con rápidos movimientos, Beth se quitó la bufanda y la parca.
Michael la miró, sin saber exactamente qué parte de aquella mujer hacía que le resultara tan difícil apartar la mirada de ella. Cada vez que la había visto anteriormente llevaba abrigos, o batas, o mantas. También tenía una larga melena de pelo rubio.
– Te lo has cortado -dijo, estúpidamente.
– Así es más cómodo -Beth se pasó una mano por el pelo. Aunque un poco más largo que el de un chico, realzaba el contorno de su cabeza. También hacía que sus ojos y su boca parecieran más grandes.
Lisa volvió un momento después con una humeante taza de té. Antes de dársela a Beth, fijó su atención en el bebé. Luego miró a la madre.
– Parece mentira que sólo hayan pasado tres semanas desde que diste a luz -dijo, sonriente-. Nadie recupera la figura con tanta rapidez.
Michael volvió a mirar a Beth. No quería, pero había sido culpa de Lisa. Sí; antes, Beth llevaba gastadas parcas y batas de hospital y mantas. Ahora llevaba vaqueros y un ceñido jersey blanco.
– Siempre he sido más bien delgada -contestó, devolviendo la sonrisa a Lisa-. Pero te aseguro que algunas de las curvas son totalmente nuevas.
Ahora fue culpa de Beth que Michael siguiera mirando. Si las curvas eran una adquisición reciente, el parto era el mejor amigo de aquella mujer.
De pronto se dio cuenta de que ambas mujeres lo estaban mirando. ¿Habría hecho algún ruido sin darse cuenta? ¿Habría gemido?, se preguntó, horrorizado.
Carraspeando, volvió a mirar su reloj. No recordaba con exactitud cuándo había llegado Beth, pero era evidente que llevaba allí demasiado tiempo.
Ella pareció captar la indirecta. Tras dar un sorbo, dijo:
– Debo irme. Tengo que volver a la panadería.
– ¿La panadería? -repitió Michael, frunciendo el ceño mientras Lisa volvía a salir del despacho-. Ah, sí. Me dijiste que trabajabas ahí. ¿Has vuelto a trabajar tan pronto?
– Bea y Millie me necesitan.
Una desconocida inquietud recorrió la espalda de Michael.
– Debes descansar. Bea y Millie pueden pasarse sin ti unos días más.
Beth sonrió educadamente mientras dejaba la taza en el borde del escritorio.
– Gracias de nuevo por la cazadora… y por todo lo demás que hiciste por mí.
De pronto, a Michael no le hizo gracia la idea de que se fuera.
– ¿No quieres saber qué pasa con Sabrina?
Beth hizo una pausa mientras tomaba su parca.
– ¿La habéis encontrado? -preguntó.
– Gracias a ti supimos que estaba aquí. Incluso averiguamos dónde -Michael sintió un repentino remordimiento. Debería haber visitado a Beth para comunicarle lo que habían descubierto. Debería haber comprado algo para el bebé. Pero había estado tan empeñado en apagar los rumores que había evitado tener nada que ver con ella-. Pero ha vuelto a desaparecer.
Las manos de Beth se detuvieron en el proceso de subir la cremallera de su parka.
– Oh, lo siento. Espero que la encontréis -metió la mano en el bolsillo y sacó unas llaves.
Michael la imaginó conduciendo de vuelta a la panadería.
– ¿Sigue estropeada la calefacción de tu coche? Podría hacer que alguien…
– Ya está funcionando -Beth se puso la bufanda en torno al cuello.
– ¿No puedes quedarte un poco más? -Michael no sabía qué diablos le había impulsado a decir aquello.
Beth ladeó la cabeza y miró el escritorio abarrotado de papeles.
– No me parece que tengas tiempo para una visita más larga.
Michael siguió la dirección de su mirada.
– ¿Eso? No es nada -sólo la atadura que lo encadenaba a Oil Works-. No me has contado nada sobre el niño -miró al bebé, aún dormido. Había engordado y, mientras lo miraba hizo un puchero con los labios, moviéndolos como si estuviera mamando.
– Lo llamo Mischa.
Extrañamente, Michael sintió una punzada de decepción.
– Le has cambiado el nombre -dijo.
Beth negó con la cabeza.
– No, sólo es un apodo. Es la versión eslava del tuyo.
Hizo girar el cochecito hacia la puerta y Michael se fijó en que una de las ruedas estaba ligeramente torcida. No se le ocurrió ningún otro motivo para hacerle quedarse.
– ¿No querías llamarlo Michael? -la estúpida pregunta surgió involuntariamente de sus labios.
Beth se detuvo de espaldas a él y volvió la cabeza para mirarlo.
– Supongo que pensé que sólo había un Michael Wentworth -dijo, antes de salir.
Desde la ventana de su despacho, Michael vio cómo sacaba Beth al bebé del cochecito y lo metía en el coche. Cuando éste ya se alejaba, salió al despacho de Lisa. Ésta se hallaba junto al aparato de fax.
Su secretaria estaba casada y tenía un par de hijos. Recordaba que en cada ocasión se tomó el permiso de maternidad. Más o menos unos tres meses cada vez.
– ¿No se supone que una mujer debe descansar después de dar a luz?
Lisa tomó el fax que acababa de llegar y le echó un rápido vistazo.
– Después de dar a luz, una mujer merece una asistenta y a su madre durante al menos seis meses.
– En ese caso supongo que Beth no debería haber empezado a trabajar ya.
Lisa se encogió de hombros.
– Puede que no le quede otra opción.
Abrigo gastado. Cochecito con ruedas deterioradas. Coche con calefacción averiada.
– No me gusta -murmuró Michael.
– Y esto le va a gustar aún menos, jefe -dijo Lisa, entregándole el fax.
Michael tomó la hoja, pensando aún en Beth y en Mischa. La leyó una vez y volvió a hacerlo.
Joseph Wentworth proponía nombrarlo jefe de Wentworth Oil Works. El antiguo trabajo de Jack.
Maldición.
Arrugó la hoja en el puño. El abuelo pretendía atarlo permanentemente a la empresa y a la familia.
– No pienso permitir que se salga con la suya.
Lisa lo miró con gesto escéptico.
– No sé qué puede hacer al respecto, jefe.
Michael arrojó la bola de papel con precisión en la papelera que había junto al escritorio de Lisa. Su mirada se detuvo en una fotocopia del Daily Post de la foto en la que él había salido. Alguien había escrito algo sobre su cabeza en la foto. No se molestó en comprobar qué decía.
Fantástico. Una visita de tres minutos y las bromas habían vuelto a empezar.
Eso era lo último que necesitaba. Ser nombrado jefe ejecutivo de la empresa y más especulaciones sobre el fin de su soltería.
El fin de su soltería. Michael se quedó petrificado mientras una brillante idea cristalizaba en su mente. De acuerdo, Elijah la había mencionado antes, pero él era el único que podía hacerla realidad.
– Wentworth, eres un genio -susurró para sí-. Con esta idea todo el mundo sale ganando.
Media hora para pensar cuidadosamente en la idea. Diez minutos para llegar a la panadería. Uno y medio para averiguar que Beth estaba en su apartamento y para llamar a la puerta en lo alto de las escaleras.
Sólo un instante más y la puerta se abrió.
Con el frío de enero a sus espaldas y la sorprendida expresión de Beth ante él, Michael fue directo al grano.
– Cásate conmigo -dijo.
Beth miró a Michael, sin fijarse en sus palabras, sólo consciente del gastado albornoz que se había puesto tras ducharse.
¿Encontraría algún placer sádico aquel hombre en ir a verla cuando peor aspecto tenía?
– ¿Has oído lo que he dicho? -Michael pasó al interior del apartamento y cerró la puerta a sus espaldas.
Beth dio un paso atrás, ciñéndose el albornoz. Con aquel traje oscuro y la corbata, Michael parecía uno de los miembros de la dirección que solía visitar el orfanato de cuando en cuando, no un hombre que acabara de proponerle matrimonio.
¿Matrimonio? Tragó con esfuerzo y dio otro paso atrás.
– ¿Qué has dicho?
– Te he pedido que te cases conmigo.
Beth sintió un cosquilleo recorriéndole el cuerpo.
– No me lo has pedido. Creo que has dicho «cásate conmigo».
– Exacto -Michael sonrió ampliamente.
Aquella sonrisa hizo que Beth sintiera que se derretía por dentro. Se cruzó de brazos, sintiendo que se le ponía la carne de gallina.
– No tiene sentido -dijo. Miró hacia la cuna atraída por los sonido se Mischa que parecía a punto de despertar.
– Tiene mucho sentido -contestó Michael. Sin preguntar, cruzó la habitación y se sentó en el sofá-. Así, todo el mundo gana.
Beth se acercó a la cuna y tomó a Mischa en brazos antes de que sus balbuceos se convirtieran en un intenso llanto. El bebé parpadeó y ella le frotó la nariz con la suya.
– Hola, bebé -susurró, para darse un minuto de tiempo. Sosteniendo a Mischa contra su corazón como si fuera una armadura se volvió hacia Michael-. No te sigo. ¿Puedes explicarme de qué estás hablando?
Michael palmeó sus muslos con sus manos y se puso en pie ágilmente.
– Eso se debe a lo feliz que me siento con la idea -volvió a sonreír-. Debería haber pensado en ello hace semanas.
¿Feliz? Desde luego, lo parecía. Su rostro tenía una expresión juvenil y encantada, y Beth sintió un escalofrío de placer viéndolo. ¿Cuánto hacía que un hombre no la miraba así? Riendo, excitado, como si fuera ella lo que quisiera.
Había dicho que quería casarse con ella.
Sentó al bebé en el cochecito y se quitó lentamente la toalla que tenía enrollada en la cabeza.
– Lo siento… acabo de salir de la ducha.
Había dicho que quería casarse con ella.
La juvenil sonrisa ensanchó el rostro de Michael.
– No me importa el aspecto que tengas. Sólo quiero tener tu nombre en un certificado de matrimonio.
Matrimonio. Compartir la vida con alguien. Crear una familia con Michael y Mischa. Sueños que ya creía olvidados florecieron al instante en su mente.
– No puedes hablar en serio -susurró, mientras su mente se llenaba de imágenes de Michael en su dormitorio, acariciándola con sus fuertes manos. A pesar de que Michael era casi un desconocido, la imagen hizo que el estómago se le contrajera.
– Claro que hablo en serio. Tú. Yo. Un matrimonio de conveniencia. ¿No es así como lo llaman?
El buen humor de Michael resultaba tan contagioso que Beth estuvo a punto de devolverle la sonrisa. Entonces la realidad se hizo patente.
– ¿Un matrimonio de conveniencia?
– Exacto. Firmaremos un acuerdo prenupcial y luego nos casaremos. Yo me libraré de la empresa, conseguiré mi dinero, compraré el rancho y después te devolveré tu libertad junto con suficiente dinero para que tú y Mischa tengáis la vida resuelta.
Michael volvió a hablar con tal convicción que Beth estuvo a punto de asentir.
– Espera un minuto -se frotó con fuerza el pelo con la toalla, como si aquello pudiera hacer que la conversación adquiriera cierto sentido común.
Michael se plantó ante ella de una zancada.
– Tengo un abuelo cascarrabias y patriarcal que se niega a aceptar que es él quien debe dirigir el negocio de la familia, no yo, ¿de acuerdo? -se pasó una mano por el cabello-. Tengo que obligarle a volver, o de lo contrario se pondrá enfermo pensando en la muerte de mi hermano Jack, y de paso hará que yo me vuelva loco atándome a Wentworth Oil.
Beth estaba al tanto de la muerte de Jack Wentworth. También conocía la reputación de Joseph Wentworth de ser un testarudo pero exitoso hombre de negocios.
– Sigo sin entender dónde encajo.
– A menos que me case, tendré que esperar tres años para hacerme con el fideicomiso que me corresponde.
A continuación, Michael le habló del proyecto que tenía para el rancho con su amigo Elijah. Caballos. Sementales. Cuadras. Beth no sabía mucho sobre ranchos, pero el entusiasmo en la voz de Michael le ayudó a hacerse una imagen vivida de su sueño.
– Sigo sin saber muy bien dónde encajo -repitió cuando Michael acabó.
Él abrió los brazos, sonriendo.
– Serías mi esposa temporal.
Beth tragó con esfuerzo.
– ¿No crees que el matrimonio debería ser…? -retorció la toalla en sus manos -¿… por amor?
Michael desestimó aquella idea con un despectivo gesto de la mano.
– Deja esas cursilerías para otros.
– ¿Tú no…?
– No digas más. Sólo piensa. Mi abuelo consigue lo que quiere. Yo consigo lo que quiero. Tú consigues lo que quieres.
¿Y qué quería exactamente ella?, pensó Beth. Volvió a retorcer la toalla…
– Ese es el problema -Michael tomó el extremo suelto de la toalla y tiró de ella hacia sí-. No ves lo que yo estoy viendo.
Sus ojos eran de un intenso marrón con un borde dorado. Olía como su cazadora… cálido, excitante, masculino.
Beth se humedeció los labios con la lengua.
– ¿Y qué ves? -preguntó, sintiéndose repentinamente femenina y deseable.
De pronto, Michael soltó el extremo de la toalla y se apartó.
– Una persona a la que le vendría bien algo de ayuda -dio otro paso atrás y miró al bebé-. Una madre con un bebé del que hacerse cargo.
Todo el asunto quedó claro en un instante. Michael quería una esposa temporal y conveniente y había pensado en ella. Porque le daba pena. En ningún momento la había visto como una mujer, como un individuo.
Pero Beth ya había recibido suficiente caridad durante los primeros dieciocho años de su vida. Cinco años atrás juró no volver a hacerlo.
Se sintió bastante aliviada al descubrir que Michael aceptó con bastante calma su negativa.
Michael se detuvo al pie de las escaleras del apartamento de Beth.
«¿Qué diablos me pasa?»
Nunca aceptaba un no por respuesta.
Tal vez había sido el nuevo corte de pelo de Beth lo que lo había distraído. O el fresco aroma a jabón de su piel desnuda. O aquel fino albornoz…
Gruñó y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones. ¡Había estado tan cerca de conseguirlo…!
¿En qué se había equivocado? ¿No le había explicado con claridad las ventajas?
«Vuelve a preguntárselo».
Su personalidad de hombre de negocios lo incitó a volver a subir las escaleras.
Otro instinto le hizo permanecer donde estaba.
Una bella mujer. Un hijo con su nombre. Aunque estuvieran casados sólo unos meses, ¿cuánto tiempo le costaría recuperar su condición de soltero?
Aún indeciso, Michael oyó el sonido del teléfono en el apartamento de Beth, seguido del llanto de Mischa. Se hallaba a medio camino de las escaleras cuando el teléfono dejó de sonar y oyó a Beth decir «¿hola?» por encima del creciente llanto del bebé.
Ya tras la puerta oyó el final de la conversación con el señor Stanley, evidentemente, un futuro arrendador. Incluso habiendo oído tan sólo parte de la conversación, Michael supo que el señor Stanley no era un hombre paciente.
No quería que Beth le devolviera la llamada más tarde.
Quería saber si el bebé lloraba así a menudo.
También escuchó algo sobre pañales y basura que no tuvo ningún sentido.
Finalmente oyó que Beth perdía el único apartamento asequible para ella en Freemont Springs.
Un hombre más educado no habría escuchado tras la puerta. Un hombre más amable habría dejado que Beth se enfrentara sola a sus problemas.
Pero Michael no había crecido sobre la manipuladora rodilla de Joseph Wentworth para nada.
Volvió a llamar a la puerta de Beth y se lanzó de nuevo directo al grano.
Ella estaba más pálida que hacía unos minutos. Lo miró, aturdida.
– Quería que Mischa creciera aquí -dijo mientras Michael pasaba al interior y cerraba la puerta-. Uno de sus nombres es Freemont porque pretendo que no olvide el lugar al que pertenece.
Michael la tomó por el codo y la condujo hacia el pequeño sofá. Beth se sentó con el bebé en uno de sus brazos.
– Entonces, ¿te gusta vivir aquí? -preguntó Michael en tono despreocupado.
– Mi coche pinchó dos veces justo a las afueras de Freemont. Había hecho todo el trayecto desde Los Ángeles sin dar ningún problema hasta que pasé el cartel anunciando que entraba en Freemont Springs. Entonces hizo «puuf».
– Así que decidiste quedarte.
Beth asintió.
– No tenía dinero para comprar dos ruedas nuevas. Y Alice siempre decía que cuando se rompe un huevo es mejor hacer una tortilla.
Michael pasó por alto el tema de Alice y la tortilla.
– Y Mischa es el primer bebé del año nacido aquí. En Freemont Springs está su sitio.
Beth frunció el ceño.
– Eso pensé. La gente es tan hospitalaria y amistosa… pero acabo de perder el único lugar que había encontrado que podía permitirme.
A Michael no le gustó nada su infelicidad.
– Siempre existe esa sencilla solución.
Beth arqueó las cejas.
– ¿Qué sencilla solución?
– Cásate conmigo -dijo Michael con suavidad.
– ¿Así como así?
A pesar de que las pestañas de Beth ocultaban su mirada, Michael creyó percibir que se había suavizado. No supo cómo lo captó, pero algo flotó entre ellos, algo que comenzó la noche en que sostuvo sus manos en el hospital. Tal vez incluso antes, cuando ella le tocó la mejilla con un dedo. O cuando él vio por primera vez su pelo de rayo de luna.
– Sólo temporalmente -dijo con voz ronca-. Acabarás teniendo suficiente dinero para poder quedarte aquí. Hazlo por Mischa, Beth -Michael fue directo al cuello-. Para que pueda sentir que pertenece a este lugar.
Beth alzó la mirada. El azul turquesa de sus ojos volvió a sorprender a Michael.
– No sé -el bebé había vuelto a quedarse dormido sobre su hombro y fue a dejarlo de nuevo en la cuna. Luego, se volvió lentamente hacia Michael.
El apartamento era tan pequeño que parecían hallarse a tan sólo un brazo de distancia.
– Alice siempre solía decir que cuando la oportunidad llama a tu puerta…
Michael llamó a una imaginaria puerta.
– Noc, noc.
Beth volvió a mirar al bebé.
«Di sí», pensó Michael.
– Sí.
En un extraño momento de alivio y anticipación, la distancia que los separaba desapareció.
Michael apoyó las manos en los brazos de Beth. La atrajo contra su pecho y acercó la boca hasta la comisura de sus labios.
Eso fue todo.
Pero no fue suficiente. Porque Beth tomó un sorprendido aliento y, de algún modo, aquel sonido resultó especialmente excitante, y la boca de Michael se movió sobre sus labios para besarla de verdad.