Capítulo 6

Michael pensó en llamar a Elijah. Su mejor amigo había sido un buen futbolista en la universidad, y él necesitaba que alguien le pateara el trasero.

Beth no merecía estar casada con un zafio, con un bruto como él. Había vuelto al rancho tras un duro día de trabajo dividido entre Oil Works y el rancho de Elijah, pensando que estaría lo suficientemente cansado como para no reaccionar ante Beth.

No había servido para nada.

Una mirada a sus brillantes ojos y tentadora boca había bastado para mandar su endurecido cuerpo a tomar una ducha de agua fría. Dos cervezas tampoco habían bastado para conseguir el efecto deseado.

Empezar la tercera con el ronroneo de fondo de la calefacción del todoterreno y la música de George Strait sonando por la radio tampoco le estaba sirviendo de nada. Excepto para recordarle que el matrimonio había sido idea suya y que era Beth la que estaba pagando por su mal humor e incontrolable lascivia.

Porque era pura lascivia lo que hacía que la piel le cosquilleara y todos sus músculos se tensaran cada vez que estaba cerca de ella. Pero Beth no merecía eso.

– Soy un canalla -murmuró. Terminó de un trago la tercera cerveza y abrió la siguiente-. ¿Me oyes, George? -preguntó, mirando la radio-. Soy un canalla y un miserable.

En ese momento se oyeron unos golpes en la puerta. Se volvió, sorprendido, y vio a Beth a través de la ventanilla. Inclinándose en el asiento, abrió la puerta. Beth pasó al interior con su gastada parca puesta.

Michael decidió al instante comprarle un nuevo abrigo a la primera oportunidad. Pero entonces aspiró su aroma y supo que, antes que nada, debía devolver su cálido y tentador cuerpo a la casa.

Sin saber muy bien a qué se enfrentaba, alzó una mano para encender la luz interior del todoterreno. Beth tenía las mejillas coloradas, probablemente a causa del frío, y respiraba pesadamente.

Apagó enseguida la luz y trató de pensar en algo diferente… la fría temperatura reinante, sus próximos compromisos de trabajo… para apartar su mente de la carnosa y tentadora boca de Beth.

Mirando por la ventanilla del vehículo hacia la oscura noche, respiró profundamente y preparó una vaga disculpa. Unas palabras que sirvieran para hacer salir a Beth del coche.

Podía decir que combinar los dos trabajos le estaba causando muchos quebraderos de cabeza. Cualquier cosa antes que la verdad para explicar su rudeza y enviarla de vuelta a casa.

Pero fue ella la primera en hablar.

– Siento que no puedas ni mirarme -dijo.

Michael se quedó tan sorprendido que se volvió a mirarla.

– ¿Qué?

– Por si te interesa saberlo, me estoy esmerando todo lo posible.

Michael parpadeó.

– Por supuesto.

– Tal vez esperabas una esposa más guapa, más refinada… Pero me tienes a mí.

¿Acaso creía que se avergonzaba de ella?

– No te he traído aquí porque deseara que fueras otra persona.

– Entonces, ¿por qué me has traído?

Michael pensó que debería haber imaginado que le iba a hacer esa pregunta.

– ¿Eh? -murmuró, para dilatar su respuesta.

– Oh, no te molestes en contestar -dijo Beth, evidentemente disgustada-. Anoche me pegué a ti como una lapa.

– ¿Como una lapa? -repitió Michael, estúpidamente.

– Sé que no me ves así. Lo supe desde el principio. Sólo he sido un medio para ti, no una mujer, y lo comprendo -Beth hizo una pausa-. ¡Pero podías haberte comido el asado!

El estómago de Michael gruñó y él lo aceptó como uno de sus castigos.

– ¿A qué «así» te refieres?

Un suave gruñido sonó a su lado. De pronto, Michael comprendió por qué parecía tan hinchada la parca de Beth. Ésta bajó la cremallera de la prenda y dejó expuesto a Mischa, al que había llevado consigo envuelto en una mantita.

A continuación, Beth hizo unos sorprendentes movimientos de torsión que Michael no supo interpretar en la semi oscuridad reinante. Se oyó una especie de suave palmada y Mischa quedó repentinamente silencioso.

Michael tuvo un mal presentimiento respecto a lo que estaba pasando.

– Um… -se aclaró la garganta-. ¿No quieres algo de intimidad?

Beth se volvió ligeramente hacia él.

– ¿Qué más da?

– ¿No preferirías… amamantar al bebé a solas?

– Sólo me llevará unos minutos. Está a punto de quedarse dormido. Supongo que no te molesta que le dé de mamar aquí.

Michael no supo qué decir. No le estaba «molestando» exactamente. Pero Beth tenía un pecho descubierto… debía tenerlo, ¿no?… a muy poca distancia de él, y eso le estaba… molestando mucho.

– Tal vez deberías volver a la casa -dijo.

– No antes de que te diga lo que he venido a decir -Beth hizo un rápido movimiento en dirección a Mischa.

¿Era el destello de un seno lo que había visto? Michael trató de no pensar en ello. Enero. Heladas.

– … siento -concluyó Beth.

Michael tragó con esfuerzo.

– Disculpa. No he oído eso.

Beth dejó escapar un prolongado suspiro.

– Estaba murmurando. No se me da especialmente bien esto.

– Suéltalo de una vez, Beth -¿lo habría descubierto? ¿Iba a sermonearlo por sus inadecuados «calentones»?

– Siento lo que pasó anoche -dijo ella, rápidamente-. Siento que… que me gustara compartir la cama contigo. Ya sé que no soy tu tipo. Lo sé con certeza. Así que no te preocupes, porque no volverá a suceder. Mantendré la relación exclusivamente amistosa. No tienes por qué preocuparte en ningún otro sentido.

Michael tardó unos momentos en entender.

– ¿No eres mi tipo?

– Lo sé -dijo Beth-. Has dejado muy claro que no me ves como… como una mujer.

La temperatura del todoterreno había subido. Si Michael no hubiera estado conmocionado, habría apagado la calefacción. En lugar de ello se limitó a seguir mirando a Beth, que hizo otros repentinos movimientos. En la penumbra, Michael vio que Mischa estaba ahora apartado de ella y dormido.

Repasó mentalmente sus palabras y comprendió que Beth acababa de dejarle la salvación en bandeja. De algún modo, le había dado la impresión de que no estaba interesado en ella. Si no lo negaba, ella misma se encargaría de distanciarse.

Volvería a la casa, dejándole a él el todoterreno, la cerveza y a George.

Continuarían con un cortés y distante matrimonio y, en algún momento cercano, él se liberaría de sus ataduras con Wentworth Oil y con ella. No podía pedir más.

Beth alzó al bebé dormido sobre su hombro y empezó a darle suaves palmaditas en la espalda.

Michael presionó con dos dedos el puente de su nariz, donde solían empezar sus dolores de cabeza. Si seguía en silencio, Beth volvería a la casa, y unos meses después saldría definitivamente de su vida. Sencillo. Sin complicaciones.

Rompiendo el tenso silencio, Mischa eructó como un jugador profesional de billar tras consumir medio litro de cerveza.

Beth rió.

Y eso fue suficiente para Michael.

– Ah, cariño -dijo. La ternura maternal, la risa casi infantil…-. No sabes lo equivocada que estás -no podía dejar que Beth pensara que no era toda una mujer a sus ojos.

Ella se quedó muy quieta. Dejó de sonreír.

– ¿En qué estoy equivocada?

– Te deseo desde… no sé. Lo cierto es que te he traído aquí para no tocarte. Otra noche en mi cama y las cosas se nos habrían ido de las manos. Al menos a mí.

– No… no entiendo.

– No quería que lo hicieras. No quería que supieras el efecto que me produces, ¿de acuerdo? -Michael también se lo estaba explicando a sí mismo.

– ¿No te… molesto?

Michael rió.

– Oh, sí, claro que me molestas, Beth. Tus ojos. Tu risa. Tu boca sexy, que me hace desear lamerla cada vez que la miro. Quiero acariciarte, olerte, frotarme contra ti hasta que enero en Oklahoma nos parezca agosto en Acapulco.

No sabía qué diría Beth.

No dijo nada. Dejando escapar una apagada exclamación, volvió a proteger a Mischa bajo su parca y salió del vehículo. Tan rápido, que Michael ni siquiera tuvo tiempo de captar su expresión.

Michael escuchó otro par de canciones antes de salir del todoterreno.

Entró en la casa con el firme propósito de ir a buscar a Beth, que probablemente se habría encerrado con llave en su dormitorio, para disculparse… cosa que debería haber hecho desde el principio, callándose todo lo demás. Luego se encerraría en su dormitorio durante el resto del matrimonio.

Beth estaba sentada en el sofá del cuarto de estar. No había encendido las luces.

Michael se quedó paralizado. Al parecer, no la había asustado lo suficiente como para hacer que se encerrara en su habitación. ¿Estaría llorando? No le gustaría nada que así fuera.

«Discúlpate, Wentworth. Discúlpate y luego déjala en paz».

– ¿Beth?

Ella subió las piernas al sofá, llevó las rodillas hasta su pecho y se abrazó a ellas.

– Quiero…

– No digas nada más.

– Te lo debo -insistió Michael, acercándose-. Te debo…

– ¿Crees que soy una mala madre?

– ¿Qué? -la sorprendente pregunta llevó a Michael dos pasos más cerca del sofá-. Eres una madre estupenda.

Beth apoyó la cabeza contra sus rodillas.

– No creo que una madre debiera sentirse así -su voz sonó apagada, confusa.

Michael se sentó en el brazo del sofá.

– ¿Así, cómo, Beth? -estaba deseando acariciarla, consolarla-. Esto es por algo que he hecho. Necesito…

– No -Beth negó con la cabeza y su aroma llegó hasta Michael, que lo aspiró con fruición.

«Discúlpate, Wentworth. Discúlpate y luego enciérrate en tu dormitorio».

– No creo que una madre debiera… -dijo Beth, adelantándose a él.

– Yo no debería haberte dicho que te deseo.

Beth permaneció un momento en silencio.

– Yo también te deseo -susurró, finalmente.

Michael sintió que el corazón se le subía a la garganta.

– Supongo que una madre no debería sentir algo así -añadió ella con suavidad-. Debería estar centrada en Mischa. Pero te miro a ti y…

– Sé que has dicho que te gustó compartir la cama conmigo, Beth, pero creo que eso se debe a que estás sol…

– No lo digas -interrumpió ella con vehemencia-. No tiene nada que ver con eso.

– ¿Qué tratas de decirme, Beth? -Michael trató de contenerse, pero no pudo evitar acariciarle el pelo.

Beth no se apartó.

– No sé. Supongo que la verdad. No puedo olvidar aquel primer beso.

Eso bastó.

Michael se deslizó del brazo del sofá, la sentó sobre su regazo y, lentamente, inclinó la cabeza hasta que sus labios se encontraron.

Su sabor le explotó en la lengua. Incapaz de contenerse, invadió su cálida boca. Beth la abrió para él y lo rodeó con sus brazos.

El pulso de Michael latió casi con violencia en todos los rincones adecuados. Deslizó la lengua por el cuello de Beth, que dejó escapar un sensual gemido a la vez que frotaba su trasero contra él.

Michael saboreó sus orejas, sus sienes, dejó que el calor del deseo dictara el siguiente lugar a explorar, hasta que Beth lo tomó por las mejillas con sus pequeñas manos para que volviera a besarla.

La penetró con su lengua una y otra vez, anunciando lo que le haría con otra parte del cuerpo más adelante. Pronto.

Sin dejar de besarla, alzó lentamente una mano de su cintura a su corazón y la dejó apoyada sobre uno de sus palpitantes pechos. El contacto hizo que todo su cuerpo se pusiera rígido. Bajo la blusa y el sujetador, notó cómo se endurecía el pezón.

– ¿Michael?

Él ignoró la pregunta porque el deseo había enronquecido la voz de Beth y él sabía lo que le pedía. Frotó el pezón con el pulgar y ella se arqueó, apartándose momentáneamente de su regazo para volver a caer de inmediato contra su dureza.

Casi sin aliento, Michael dejó que su mano buscara el camino bajo la camisa de Beth. Su piel estaba caliente y volvió a alzarse sobre su regazo cuando él encontró el sujetador. Con dedos casi temblorosos, Michael tiró de la prenda hacia abajo, exponiendo un pecho y su endurecido pezón a sus caricias.

El ronco sonido que escapó de la garganta de Beth hizo que la sangre le ardiera en las venas.

La intensidad de su deseo por ella hizo que la cabeza empezara a darle vueltas.

– Beth -susurró contra sus labios, mientras le frotaba el pezón con el dedo pulgar-, ven a la cama conmigo. Te quiero desnuda. Quiero hacerte mía.

Ella abrió los ojos. Incluso en la penumbra reinante, Michael pudo ver su labio inferior, húmedo por el último beso.

– Michael…

El tono de Beth adquirió un matiz de realidad. Se movió un poco y Michael supo que la había sacado de la bruma del deseo.

Una multitud de sensaciones subieron de su cuerpo a su cerebro, como advirtiéndole de que tenía poco tiempo. El peso de Beth contra la dureza en su regazo. Su suave pelo acariciándole la piel del cuello. El pezón henchido bajo sus dedos.

– Te quiero desnuda en mi cama -dijo de nuevo, temiendo que ella dijera no.

– No, Michael.

Él cerró los ojos. No quería que Beth se moviera. Pero lo hizo y se apartó de su regazo.

– Lo siento -añadió ella.

Michael apretó los dientes.

– Se supone que soy yo el que debería decir eso.

– No pretendía incitarte a…

– No te estoy culpando.

Beth se pasó las manos por el pelo, revolviéndolo aún más de lo que lo había hecho Michael.

– Es evidente que hay… algo entre nosotros -dijo, insegura-, aunque no sé con certeza qué está bien o mal al respecto. Pero, sobre lo de acostarnos…

La sangre de Michael volvió a arder al oír aquellas palabras en labios de Beth. Deseaba tenerla en la cama cuanto antes.

– Dime que no he oído ese «pero» -murmuró.

Ella sonrió.

– «Pero» no tengo permiso del doctor para hacer nada físico… todavía.

– Oh.

– Ya sabes, después de tener el bebé…

– Entiendo -su cerebro entendía, pero el resto de su cuerpo no. Michael se movió en el sofá para ponerse más cómodo-. ¿Pero puedo decirle a mi cerebro que si no fuera así…?

– Oh, Michael -Beth rió con seductora suavidad-. Puedes decirle a tu ego que tus besos y tus caricias son… maravillosos.

Michael sintió de nuevo el rugido de la sangre en sus venas.

– Así que es posible que mi ego y yo volvamos a ser invitados alguna vez… -sugirió, esperanzado.

– Oh, Michael -Beth no rió en esa ocasión, y él supo lo que se avecinaba-. Hacerlo no sería muy inteligente, ¿no te parece?

¿Teniendo en cuenta que aquel sólo era un matrimonio temporal, de conveniencia? No.

¿Teniendo en cuenta que aquel «algo» que había entre ellos despertaba tan rápida y ardientemente?

No.

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