Capítulo 11

Michael sabía que había cosas peores que verse recluido en una pequeña casa ranchera en medio de la nada, pero en aquellos momentos no se le ocurría nada. De manera que, tres días después de que Beth se fuera con Mischa, y la tarde que recibió por correo su copia del acuerdo prenupcial hecha pedazos, decidió retomar su anterior vida.

Llamó a Elijah. Quedaron en el club Route esa misma noche, la noche anterior al Día de San Valentín, una fecha tan buena como la otra, incluso mejor, para un playboy reclamando su terreno.

Se encontró con Elijah esa tarde a las ocho. La vida nocturna de los clubs no solía ponerse en marcha hasta más tarde, pero Michael había querido escapar del silencio de la casa cuanto antes.

– Lo vamos a pasar bien esta noche -dijo, forzando una sonrisa-. Nuestros problemas van a desaparecer.

Elijah lo miró con gesto escéptico.

– Lo que tú digas, colega -señaló un rincón del local-. Tenemos una mesa allí.

Elijah sabía cómo ayudar a un amigo que lo necesitaba. No sólo tenía una mesa reservada, sino que además había dos bellas mujeres que Michael no conocía esperándolos en ella. Una de ellas parecía menor de edad, pero Michael averiguó pronto que había cumplido los veintiuno y que era la hermana de un antiguo compañero de clase. Cuando el grupo del local empezó a tocar, la sacó a bailar.

– ¿No estabas casado? -preguntó la joven, Randi.

Se había presentado así. «Randi, con i latina».

Michael tensó los hombros para no dejarle acercarse.

– No salió bien -contestó-. ¿Te importa que hablemos de otra cosa?

– No, no me importa -Randi, que decía ser la jefa de animadoras del equipo de la universidad local, tenía una boca perfecta para mascar chicle y hacer pompas-. ¿Sobre qué, por ejemplo?

«Sobre cómo estará hoy Mischa», pensó Michael. «Sobre mi anillo de casado, que parece pegado a mi dedo».

Suspiró.

– ¿Te importa que dejemos de bailar? La verdad es que no me apetece demasiado.

Randi no protestó cuando la acompañó de vuelta a la mesa. Luego, Michael trató de dejar a Elijah y a sus amigas para ir a jugar al billar, pero Elijan lo sujetó por el brazo y le hizo sentarse.

– Estás damas han sido lo suficientemente amables como para acceder a quedarse con nosotros -dijo con firmeza-. Lo menos que puedes hacer es mostrarte sociable.

Sociable. Michael sabía que siempre había sido un hombre sociable. El joven y brillante hijo de la familia Wentworth. Siempre moviéndose por la superficie de las relaciones, sin acercarse ni por asomo a la posibilidad de poner un anillo en el dedo de una mujer, alejándose siempre antes de que las cosas se volvieran demasiado serias.

Pero en esta ocasión había aprendido que dolía mucho que lo dejaran a uno.

Dio un largo trago a su cerveza. Las mujeres comenzaron a charlar, comparando el aspecto del batería del grupo con Val Kilmer. Michael trató de imaginar a alguna de ellas embarazada, sola, conduciendo a través del país y manteniéndose a cambio de un trabajo en una panadería. No era justo hacer comparaciones, pensó. Nadie era Beth.

Para distraerse de aquellos pensamientos, se volvió hacia Elijah y dijo:

– Ya está bien de esconderme. Mañana iré a verte y pondremos en marcha nuestro plan para la expansión del rancho. ¿No tenemos otra reunión en el banco la próxima semana?

Elijah alzó las cejas.

– ¿No me habías dicho que Beth había roto vuestro acuerdo prenupcial?

– Sí -Michael ignoró una repentina punzada-. ¿Y qué?

– Ya te lo dije hace unos días. Tu abuelo estaba tratando de hacer que confesara la verdad sobre vuestro falso matrimonio.

– Sí, sí -replicó Michael, impaciente-. ¿Y?

Elijah movió la mano ante el rostro de su amigo.

– Hola, ¿me oyes? ¿No crees que lo sucedido significa que ya se lo ha contado a Joseph? No creo que tu abuelo vaya a darte ahora tu dinero.

Michael parpadeó. Había oído lo que Elijah le dijo sobre el intento de soborno de Joseph, pero no se había detenido a pensar en ello. Había estado demasiado ocupado lamentando la marcha de Beth.

– ¿Qué quieres decir exactamente? -preguntó.

Elijah miró a sus dos acompañantes, que seguían charlando animadamente.

– Que Beth te ha vendido.

Michael rió.

Elijah alzó de nuevo las cejas.

– No te engañes, Michael. Elegiste casarte con ella porque necesitaba seguridad, el dinero que podías ofrecerle. ¿Por qué no iba a aprovecharse de ello?

Michael volvió a reír.

– No conoces a Beth. No la conoces en absoluto.

Elijah apoyó la espalda contra el respaldo del asiento y se cruzó de brazos.

– Pues cuéntame.

– Desde el primer momento que la vi despertó mi instinto de protección -dijo Michael-. No sé si fue su raído abrigo, su aspecto desvalido, o qué -recordó las manos de Beth aferrándose a él mientras daba a luz-. Por algún motivo, me sentí responsable de ella y de Mischa casi al instante -pensó en Beth en su cama, en el brillo de sus ojos-. Y la deseé.

– ¿Qué tiene eso que ver con el precio de las patatas y aceptar el soborno de Joseph? -preguntó Elijah en tono irónico.

– Te estoy diciendo que la conozco -replicó Michael-. Beth no haría algo así. La conozco. Confío en ella.

La última frase cayó en un pozo de silencio.

Luego, las palabras empezaron a girar velozmente en la cabeza de Michael, enlazándose con otras que acababa de pronunciar. Protección. Responsabilidad. Deseo.

Confianza.

Protección. Responsabilidad. Deseo. Confianza.

¿En qué se resumía todo aquello?

Amor.

Siempre había sido lento comprendiendo ciertas cosas. Hasta ahora no había comprendido a qué se debían aquellos sentimientos.

– Estoy enamorado de ella -dijo, finalmente.

Elijah sonrió.

– Sabía que acabarías por descubrirlo tú sólito.

Evelyn abrió a Michael la puerta de la casa de su abuelo. Aunque a esa hora de la tarde se suponía que ya no estaba trabajando, Michael no se sorprendió al verla, ni ella tampoco al verlo a él.

– El señor Wentworth está arriba, en su despacho -dijo el ama de llaves.

Michael subió las escaleras. El sonido de sus pasos quedó apagado por la mullida alfombra, pero sabía que su abuelo estaría esperándolo. Evelyn le habría comunicado su llegada por el interfono.

Llamó a la puerta del despacho.

– Adelante, Michael.

Michael sonrió para sí. Casi nunca cruzaba el umbral de aquella puerta sin cierta actitud de disculpa. Pero había llegado la hora de enfrentarse cara a cara con su abuelo.

Joseph Wentworth parecía tan formidable como siempre sentado tras su escritorio. Michael movió la cabeza.

– Ese ceño fruncido casi hace que me tiemblen las rodillas -dijo, en un tono cariñosamente burlón.

Joseph bufó.

– ¿Casi? -murmuró-. Debo estar perdiendo cualidades.

Michael volvió a mover la cabeza.

– Eso nunca, abuelo -tras ocupar el sillón que se hallaba frente al escritorio, respiró profundamente-. No quiero trabajar en Wentworth Oil Works, abuelo. Me casé para librarme del trabajo, pero eso fue…

– Una chiquillada.

Michael iba a decir que fue una cobardía, pero «chiquillada» sonaba mucho mejor.

– Quiero que sigas en el negocio, hijo.

– Lo sé, abuelo.

– Y sin Jack, ¿quién…?

– Tú, abuelo. Y después, la próxima persona que encuentres que ame tanto el negocio como tú.

– Pero con Jack…

Michael dio una vigorosa palmada en el brazo del sillón.

– ¡Pero con Jack, nada! ¡Esto es sobre mí y mi vida! He estado muy enfadado con él por haber muerto, pero ahora creo que ya lo he superado -se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro del despacho-. Porque, al menos, la muerte de Jack me enseñó algo. ¡Es mejor no esperar a que llegue el momento adecuado para empezar a vivir de verdad!

Y lo que había estado haciendo hasta entonces era jugar. En el trabajo. Con las mujeres. Incluso tras la muerte de Jack, había estado tan empeñado en evitar sus propios problemas y sentimientos que no había reconocido que lo que sentía por Beth era amor.

– Así que crees que por fin has madurado, ¿no? -preguntó Joseph con aspereza.

Michael pensó en su compromiso con Elijah y el rancho, en la profundidad de sus sentimientos por Mischa y Beth.

– El matrimonio puede producir ese efecto -dijo, con calma.

– Tal vez -contestó su abuelo.

Su boca no sonrió, por supuesto, pero Michael habría jurado haber visto en ella una sonrisa de todos modos.

¿Cómo se encuentra a una esposa huida?

Se empieza por el lugar en que uno la encontró. Técnicamente, esa era la casa del abuelo de Michael, pero éste pensó que sería más lógico empezar por la panadería. Beth estaba con Bea y Millie antes de casarse, y podía haber vuelto allí.

Por supuesto, el día de San Valentín no era el más adecuado para acudir a una panadería pastelería. A través de los escaparates, Michael vio que el local estaba abarrotado.

Entró pensando que ni siquiera iba a poder acercarse a Bea y a Millie para preguntarles lo que quería. Estaba a punto de volver a salir cuando la muchedumbre se apartó para dejar pasar a alguien con un gran pastel. Tras éste caminaba una mujer bajita.

Michael estuvo a punto de tragarse la lengua. ¡La enfermera ratón!

Para evitar mirarla a los ojos, apartó la vista. Hubo otro movimiento de gente y entonces la vio. La más bella visión. Pelo rubio, dulce sonrisa. Beth.

El muro de gente volvió a cerrarse. Michael respiró profundamente, preguntándose qué hacer. Colarse resultaría imposible. Gritar, ridículo.

Ser un cliente. Eso le garantizaría unos momentos con ella. Rápidamente fue a tomar un papel de turno. El ochenta y ocho.

– ¡Número veintiséis! -oyó que exclamaba Bea desde el mostrador.

Michael gimió. Una mujer que estaba a su lado lo miró severamente. Michael le dedicó su sonrisa más encantadora.

– ¿Qué número tiene usted?

– El treinta -contestó la mujer, impertérrita.

Michael sacó su cartera.

– Le doy cincuenta dólares por él.

La mujer se apartó de él, asustada.

– Ni hablar.

Un adolescente con un aro en cada oreja se volvió hacia él.

– Yo tengo el veintisiete.

Michael le alcanzó un billete de cien dólares. El muchacho lo tomó y salió corriendo hacia la puerta, como temiendo que Michael cambiara de opinión.

– ¡Número veintisiete!

Michael avanzó hacia el mostrador y se encontró con…

Bea.

– ¿Qué puedo hacer hoy por ti? -preguntó la amable mujer, dedicándole una radiante sonrisa.

Cerca de ella, atendiendo a otra cliente, la afortunada veintiséis… estaba su esposa.

– He venido a hablar con Beth.

Ella lo miró, luego miró a Bea y negó frenéticamente con la cabeza.

– Sí quieres algo, yo te atenderé -dijo Bea con firmeza.

– Quiero recupera a mi mujer y a mi hijo.

Beth se ruborizó intensamente mientras envolvía cuidadosamente una caja. Bea frunció el ceño.

– Me refiero a algo de comer, joven.

– Sólo quiero hablar con Beth, Bea. ¿Y dónde está Mischa?

Bea se suavizó.

– Ahí mismo, durmiendo como un corderito.

Michael vio a través de los cristales de un alto mostrador al bebé, plácidamente dormido en su sillita. «Mi hijo», pensó, sintiendo cómo se henchía su corazón.

Miró a Beth.

– Me porté como un idiota, ¿de acuerdo? Vuelve conmigo.

Ella negó con la cabeza.

– Ahora no, Michael -la clienta a la que atendía comenzó a hablar con ella.

– Entonces, ¿cuándo…?

Bea volvió a interrumpirlo.

– ¿Quieres comprar algo de comer, o no?

Michael se pasó una mano por el pelo.

– Una tarta. Con una inscripción.

– Esos encargos hay que hacerlos con veinticuatro horas de antelación.

Michael habló entre dientes.

– Dame un respiro, ¿de acuerdo? ¿No te gustan los finales felices?

Bea sonrió candorosamente.

– Sí, cuando alguien se esfuerza por lograrlos -su expresión se suavizó-. ¿Qué quieres que diga la tarta, Michael? Creo que podré convencer a Millie para que la haga rápidamente.

Michael pensó deprisa.

– Para Beth. Puede que al principio fuera un matrimonio de conveniencia. Puede que no supiera lo que significa ser un marido, un padre, pero…

– ¡Para, para! -dijo Bea, riendo-. Creo que ni nuestra tarta más grande daría para escribir todo eso. Escribiremos un resumen.

Michael empezaba a ponerse nervioso. Nada estaba saliendo como pretendía. Quería a su esposa en sus brazos y a su hijo en la sillita con la rueda estropeada que debería haber arreglado hacía semanas.

– Apiádate de mí, Bea.

– Michael…

Al oír a Beth, Michael se volvió hacia ella como una exhalación.

– ¿Sí?

Ella señaló a la mujer que estaba atendiendo, la cliente número veintiséis. Por la abertura de su abrigo, Michael vio el típico uniforme de enfermera. Una compadre de la enfermera ratón.

– Esta es Jenny Campbell -dijo Beth.

Michael parpadeó. ¿Presentaciones en un momento como aquel?

– Ella fue mi instructora de parto.

Desconcertado, Michael miró a Beth y percibió un destello de excitación en sus ojos.

– Mi instructora de las clases de parto -repitió ella-. Y acaba de decirme que una vieja conocida mía ha ingresado en el hospital para dar a luz.

Michael tardó unos segundos en captar lo que quería decirle Beth. Entonces comprendió. Sabrina. De parto.

Tomó a Beth de la mano, dispuesto a sacarla por encima o por debajo del mostrador.

– Tienes que venir conmigo -miró a Bea, sonriendo-. Y necesitaremos otra tarta. Una en la que ponga «¡Bienvenido al mundo, bebé Wentworth!».

Beth conducía. Michael ocupaba el asiento de pasajeros junto a ella y toqueteaba los mandos de la calefacción.

Mischa iba tranquilo en su silla; ese era el motivo por el que iban en el coche de Beth y no en el todoterreno de Michael.

Por supuesto que ella debería haberse quedado en la panadería. Pero la excitación de Michael al saber que había aparecido Sabrina resultó muy contagiosa. Antes de salir, él había llamado a su abuelo y a Josie, que seguía en Freemont. Quedó con ellos en el hospital.

Un aire apenas templado surgió de las toberas. Michael maldijo entre dientes.

– Necesitas un coche nuevo. Necesitas un nuevo abrigo. Tienes que dejarme arreglar el carrito de Mischa. O, mejor aún, compraremos uno nuevo.

Beth sintió que el corazón se le subía a la garganta. Otra vez Michael el rescatador. Era a ése al que debía resistirse.

– Estamos bien con lo que tenemos -dijo.

Michael se pasó una mano por el pelo mientras se volvía hacia ella.

– ¡Mira! -exclamó, señalando el cuello de Beth-. ¡Tienes la carne de gallina! -apoyó una mano en su muslo y lo frotó vigorosamente.

Beth respiró profundamente. A lo largo de su vida, sólo Michael la había mirado tan atentamente… o se había preocupado por ella con tanta dulzura.

Pero no la amaba.

En el aparcamiento del hospital, detuvo el coche sin apagar el motor.

– Este asunto atañe a tu familia -dijo, sin mirar a Michael-. Voy a volver a la panadería. Supongo que podrás regresar con alguien de tu familia.

Michael alargó una mano y giró la llave para apagar el motor.

– Lo que atañe a mi familia te atañe a ti también. Tu sitio está a mi lado.

Beth tuvo que mirarlo. No se había fijado en que aún llevaba su anillo de casado. Ella también llevaba el suyo.

Sus manos empezaron a temblar y tuvo que aferrarse al volante para ocultarlo.

– Ya hemos pasado por esto, Michael.

Él se pasó ambas manos por el pelo.

– Pensaba que podríamos ocuparnos de esto después de ver a Sabrina.

– ¿Ocuparnos de qué?

Mischa empezó a lloriquear, Beth se volvió para tomarlo en brazos, pero Michael apoyó una mano en su hombro.

– Déjame hacerlo -dijo-. Probablemente sólo tiene frío -se volvió y sacó al bebé de su sillita. Junto su nariz con la de Mischa-. Hola, amiguito -sonriendo, metió al pequeño bajo su abrigo, de manera que sólo asomaban sus ojitos y su nariz.

Beth temió que su corazón se rompiera.

Pero no podía volver a Michael por razones equivocadas.

Él debió percibir el dolor de su expresión, porque alargó una mano y la colocó bajo su barbilla.

– Siento haberte hecho infeliz.

– «Puedes dejar un tronco en el agua tanto como quieras. Nunca se convertirá en un cocodrilo» -murmuró Beth.

La mandíbula de Michael se tensó.

– Empiezo a cansarme de tanto refrán. ¿Qué se supone que quiere decir ese?

Beth se encogió de hombros.

– Que no debería haber esperado que te convirtieras en algo que no eres.

– El playboy no puede convertirse en padre y marido -Beth asintió sin decir nada-. ¿Y si el playboy madura? ¿Y si de pronto comprende que sólo ha estado rozando la superficie de la vida y decide que debe empezar a vivir plenamente? -Mischa miraba a Beth con la misma seria intensidad de Michael. Éste siguió hablando con voz ronca-. ¿Y si el hermano del playboy murió a los treinta y cinco años y luego él atestiguó el nacimiento de un bebé y a la vez encontró a una mujer con coraje, fuerza y belleza? ¿No le cambiaría eso?

Beth tragó con esfuerzo. Su voz también surgió ronca cuando habló.

– Claro que le cambiaría. Pero podría seguir sin creer en el amor.

– Porque nunca lo había experimentado -Michael tomó una mano de Beth, se la llevó a los labios y la besó con ternura-. He sido un idiota, Beth. Todo lo que he sentido… todo lo que me haces sentir… no sabía… -se interrumpió y presionó la mano de Beth contra su pecho.

Ella sintió los poderosos latidos de su corazón. Pero tenía que escuchar las palabras. Tenía que oírlas para saber con certeza.

– ¿Michael?

El corazón de Michael latió más deprisa.

– Te quiero, Beth. Antes no sabía cómo definir lo que sentía, pero tienes que creerme. De lo contrario no me habría sentido tan triste y desasosegado después de que te marcharas.

El corazón de Beth latió al unísono con el de él.

– Tienes formas muy retorcidas de conseguir lo que quieres -murmuró. No podía ser. Michael no podía amarla realmente.

– Vamos, cariño -dijo él, acariciándole el pelo-. ¿No puedes creer que alguien te quiera? Porque yo te quiero. Te quiero mucho.

¿Alguien la quería? ¿Michael? Resultaba difícil de creer. ¿Beth Masterson, llamada así por la enfermera que la encontró abandonada ante la entrada del hospital Masterson, podía ser amada, realmente amada?

Era lo que había buscado toda su vida.

Y allí estaba el amor, ante ella, como un juguete brillante que no podía tener.

«Si quieres algo más que nada en el mundo, estate preparada para jugártelo todo». Alice también había dicho eso. Y ella quería al maravilloso hombre que estaba a su lado, con su bebé en brazos, más que a nada en el mundo.

– Si te doy mi amor… -si se lo daba todo, ¿cómo la correspondería él? ¿Con coches nuevos, abrigos nuevos, cosas para hacerla supuestamente feliz?

– Te corresponderé con el mío -replicó Michael.

Los ojos de Beth se llenaron de lágrimas, pero sonrió.

– Es cierto que me quieres.

Michael sonrió, feliz.

– Claro que te quiero -se inclinó hacia ella y le dio un rápido beso-. ¡Puf! El tronco se convierte en cocodrilo -su sonrisa se ensanchó-. Es una nueva versión de la rana y el príncipe.

Beth rió, luego lloró y después secó sus lágrimas en el hombro de Michael cuando éste la tomó entre sus brazos. Cuando Mischa protestó al empezar a sentirse el interior de un sándwich entre sus padres, éstos se apartaron y fueron al hospital. Ese día estaban teniendo lugar muchos asuntos importantes.

Tomados del brazo, fueron a la sala de espera de maternidad. Joseph Wentworth y Josie estaban allí, con sus rostros relucientes.

Beth sonrió a ambos. Eran su familia.

Se volvió hacia Michael, que llevaba a Mischa en brazos. Sus hombres.

– Me ha gustado esa sonrisa -murmuró su marido.

– Te quiero -contestó ella.

Un click y un destello acompañaron el beso de Michael, aunque pasaron desapercibidos para Beth.

Y el momento hizo una bonita foto en la siguiente edición del Freemont Springs Daily. El día de San Valentín había estado lleno de excitantes acontecimientos para la familia Wentworth.

Los habitantes de Freemont suspiraron viendo el amor que manifestaba el ex playboy Michael Wentworth por su reciente esposa.

Bea y Millie se sintieron felices por la joven que habían tomado bajo su protección.

El doctor Mercer Manning, especialista en cirugía dental, inspeccionó detenidamente las encías del bebé de Michael y Beth, que sonreía a la cámara. ¡Y pensar que ese mismo día había nacido otro niño Wentworth, el hijo de Jack! El doctor Manning se frotó las manos y sonrió para sí. Ah. Otra generación de trabajo dental.

La vida era maravillosa.

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