– ¡Esa no es forma de ponerse una corbata!
Pete contempló su reflejo en el espejo. Ellie Kiley permanecía detrás de él, alisándole los hombros del esmoquin. Stuart Anderson permanecía educadamente sentado en el borde de la cama de Pete. Unos minutos atrás, Stuart era un completo desconocido para Pete. Pero de pronto, había irrumpido junto a Ellie en su casa, organizándole un plan para la tarde y la noche del sábado.
Nada más entrar, le habían mostrado una invitación y le habían preguntado si tenía un esmoquin. Por lo que Ellie decía, él estaba a punto de asistir a una fiesta en casa de los padres de Nora para rescatarla de las garras de un cirujano libidinoso. Se necesitaba una corbata negra para aquella importante misión de rescate y, por lo que ellos decían, si jugaba bien sus cartas, Nora podría volver con él.
Había pasado solo una semana desde la última vez que la había visto y, aunque había pensado en llamarla, no estaba seguro de que el momento fuera el indicado. Sin embargo, monopolizar a Nora en una fiesta de la alta sociedad era una oportunidad que no estaba dispuesto a perder.
– ¿Cómo conociste a Nora? -le preguntó Pete a Stuart, mirándolo a través del espejo.
– Soy el propietario de su piso. Y su mejor amigo.
– Yo soy su mejor amiga -lo contradijo Ellie. -Ese es un papel que les corresponde a las chicas, no a los chicos.
– Bueno, pero yo soy el que la alzó para que se metiera por la ventana de tu dormitorio.
– Y yo la que conducía el coche. Y también la que le dijo a Pete que habían detenido a Nora para que pudiera ir a rescatarla.
Pete deshizo el nudo de la corbata e intentó hacérselo de nuevo.
– Con amigos como vosotros, Nora no necesita enemigos -bromeó, pero su pequeña broma le valió dos miradas asesinas. -¿Sabe Nora que estáis conspirando a sus espaldas?
– Esto no es una conspiración -respondió Ellie. -Stuart no puede ir a esa fiesta y quiere que vayas tú en su lugar.
Pete miró a Stuart. Por su malhumorada expresión, era evidente que no había renunciado voluntariamente a su invitación. Pero parecía sinceramente preocupado por la felicidad de
Nora.
– No estoy muy seguro de que deba aparecer por sorpresa en esa fiesta -comentó, mientras seguía intentando anudarse la corbata. -¿Qué ocurrirá si me echan?
Ellie le alisó las solapas del traje y comenzó a atarle la corbata.
– Eres un hombre encantador, Pete Beckett. Estoy segura de que encontrarás la forma de entrar en esa fiesta.
– Y una vez dentro, no se te ocurra hacer ninguna estupidez -le advirtió Stuart. -Como sonarte la nariz con la servilleta o morder el tenedor. No quiero que avergüences a Nora.
– No soy ningún patán -refunfuñó Pete. -Sé qué tenedor debo usar: el de pescado, el de los entremeses, el de la ensalada, el de la fruta., Tengo que esperar a que la anfitriona empiece a comer para hacerlo yo y no puedo irme hasta que no haya pasado al menos una hora y media desde que se sirvió la última copa o el último plato.
Ellie y Stuart se miraron estupefactos ante aquel despliegue de conocimientos. Ellie terminó de hacerle el nudo de la corbata y le pidió que se mirara al espejo. Pete obedeció sin excesivo entusiasmo, agarró sus llaves y se encaminó con ellos hacia la puerta.
– ¿Dónde es la fiesta?
– En Sea Cliff, en casa de los padres de Nora. Debo advertirte que la casa es un poco… abrumadora. Y la madre de Nora un poco…
– Avasalladora -terminó Stuart por Ellie. -Pero no te dejes amilanar por tanto glamour – añadió.
Pete tomó la invitación que Stuart sostenía en la mano y sonrió.
– Gracias. Aprecio la ayuda -contestó, antes de correr hasta el garaje y montarse en el coche.
Todo había sucedido tan rápidamente, que no había tenido tiempo de pensar. Había comenzado la tarde pensando en ponerse a ver un partido de fútbol. Y de pronto allí estaba, vestido de esmoquin y a punto de ver a la mujer que amaba.
¿Qué diablos le diría? ¿Cómo podría convencerla de sus sentimientos? Aunque no había hecho otra cosa que pensar en Nora durante la semana anterior, todavía no creía que estuviera preparado para ir a verla. Las preguntas sobre sus verdaderos sentimientos hacia ella lo asaltaban cada mañana. Estaba seguro de que la amaba, pero Nora no había hecho otra cosa que rechazarlo. Si se hubiera tratado de cualquier otra mujer, se hubiera alejado ele ella casi desde el principio, agradeciendo el poder librarse de tan frustrante manipulación. Pero mientras continuara pensando que tenía un futuro al lado de aquella mujer, no pensaba renunciar a ella. Aunque Nora no se lo había dicho nunca con palabras, él lo había visto en sus ojos, lo había sentido cuando lo acariciaba y cuando la había oído gritar su nombre en medio de su apasionado encuentro.
Para cuando Pete llegó a la Baker Beach, ya estaba convencido de que realmente quería ver a Nora. Sacó la invitación y buscó la dirección de su casa. Sea Cliff difícilmente podría ser considerado un «barrio», aquella palabra era demasiado vulgar para los habitantes de las grandes mansiones que rodeaban la bahía. Pete asumió que Sea Cliff Avenue sería una calle paralela al mar y a los pocos minutos dio con la casa de Nora.
Detuvo el coche y se quedó mirando fijamente la mansión.
– Diablos -susurró. Sabía que Nora procedía de una familia de dinero, pero aquello era mucho más de lo que había imaginado. ¡Nora era una condenada princesa! De pronto, comprendió por qué lo había rechazado: su familia jamás aprobaría que se emparejara con un ex jugador procedente de un barrio obrero de la ciudad.
Un mayordomo se acercó al coche y le dio un golpecito en el cristal.
– ¿Viene a la fiesta? -le preguntó.
Pete negó con la cabeza y puso el coche nuevamente en marcha. Pero en el último segundo, se detuvo, apagó el motor del coche y salió. No tenía nada que perder. Por Nora estaba dispuesto a infligirle algunas heridas a su ego. Además, desde que la conocía, Nora nunca se había dado aires de grandeza. De modo que, ¿qué le hacía pensar que iba a hacerlo en ese momento?
Salió del coche y le dio las llaves al mayordomo para que lo aparcara. Cuando llegó a la puerta principal, se pasó el dedo por el cuello de la camisa y se estiró la chaqueta. Se sentía como si estuviera a punto de empezar a jugar el partido más importante de su vida. Tomó aire, cruzó la puerta y se adentró en un inmenso vestíbulo de mármol y madera. Tenía ante él una enorme escalera que conducía al segundo piso. Otro mayordomo, se acercó a él.
– ¿Su nombre, señor?
– Beckett -dijo, tendiéndole la invitación, -Pete Beckett.
El mayordomo leyó la invitación.
– Esta invitación es para la señorita Nora y su acompañante.
– Yo soy su acompañante.
– He sido informado ele que su acompañante sería el señor Stuart Anderson. Usted ha dicho que su nombre es Beckett.
Pete asintió con impaciencia.
– Estoy aquí en lugar de Stuart. Él me ha pasado su invitación.
– Me temo que esto no es un concierto de rock, señor. Las invitaciones a esta fiesta son intransferibles.
Pete sentía cómo iba elevándose su furia y luchó contra la urgencia de agarrar aquel hombrecillo de las solapas.
– Lo comprendo, pero Nora me dio esta invitación y me pidió que viniera -la mentira sonó convincente. Y si el mayordomo decidía ir a buscar a Nora para comprobarlo, Pete podría salir de allí sin ser visto. -Se enfadará si se entera de que no me ha dejado pasar. ¿Por qué no va a preguntárselo?
El mayordomo pensó un momento en su propuesta y a continuación forzó una sonrisa.
– Espere un momento, señor.
Mientras esperaba, Pete se puso a pasear por el vestíbulo, examinando los cuadros que colgaban de las paredes. Por lo que estaba viendo, la familia llevaba en San Francisco desde mediados del XIX. Un enorme cuadro de la mansión le llamó la atención, leyó en una placa que la mansión había sido destruida durante el terremoto de 1906. Se volvió, para contemplar los cuadros de la otra pared y se quedó completamente helado.
Frente a él tenía el retrato una mujer tan idéntica a Nora, tan bella que se quedó sin respiración. Lo observaba desde el cuadro con unos ojos azules como el cielo. Llevaba el pelo suelto, cayendo sobre sus hombros en suaves ondas. El deseo caldeó su sangre y alargó el brazo, queriendo sentir el calor de su piel.
– Por favor, no toque eso.
Pete bajó la mano y se volvió. Descubrió detrás de él a una mujer que, a juzgar por su parecido, tenía que ser la madre de Nora.
– ¿Señor Beckett? Soy Celeste Pierce. Me temo que ha habido una confusión. Estamos esperando a Stuart Anderson.
– Lo sé, pero yo soy amigo de Nora. Si me permite…
Un suave gemido escapó de los labios perfectamente pintados de Celeste.
– ¡Es usted! Es el que aparecía en el periódico. El que… -no terminó la acusación. -Creo que debería marcharse inmediatamente. Nora está ocupada con otro caballero en este momento y no quiero que la molesten. Además, no creo que tenga tiempo para hablar con usted.
Pete respondió a su indiferente mirada con una idéntica.
– ¿Cuánto? -preguntó, al tiempo que sacaba su chequera del bolsillo.
– ¿Cuánto? -repitió Celeste con desdén.
– Este es un acto benéfico. ¿Cuánto tengo que pagar para entrar? ¿Mil, dos mil dólares?
Aunque Celeste Pierce tenía sus escrúpulos, en lo que se refería a sus actos benéficos, siempre tenía un precio. A los tres mil dólares asintió imperceptiblemente. Pete arrancó un cheque, lo firmó y se lo tendió.
– Es de cinco mil dólares -le dijo, intentando olvidar que acababa de deshacerse de la mayor parte de sus ahorros. -Los dos mil que sobran son para sentarme al lado de Nora en la mesa. Estoy seguro de que usted puede arreglarlo, ¿verdad?
Celeste asintió y llamó al mayordomo.
– Courtland, asegúrate de que el señor Beckett se sienta en la cena al lado de Nora.
El mayordomo asintió y desapareció en las profundidades de la casa.
– Siga el pasillo hasta el final -le murmuró Celeste a Pete. -Encontrará a Nora en la terraza. No puedo garantizarle que vaya a alegrarse de verlo, pero en cualquier caso, gracias por el cheque.
Mientras se alejaba por el pasillo, Pete sonrió de oreja a oreja. Se había ganado a Celeste. Aunque le hubiera costado cinco mil dólares, había merecido una pena. Le había bastado ver el retrato de Nora para darse cuenta de lo desesperado que estaba por verla.
Por las puertas de la terraza, se filtraba el aire de la noche. Nada más acceder a ella, Pete se detuvo para contemplar aquella vista maravillosa.
La mansión estaba situada en lo alto de un acantilado, justo al borde del mar. Los invitados a la fiesta ya estaban allí reunidos. Las mujeres iban vestidas con trajes de diseño y ellos con elegantes esmóquines. Los camareros caminaban entre ellos, ofreciéndoles champán y entremeses exquisitos. Al final de la terraza, había una enorme tienda bajo la que habían colocado las mesas.
Pete tomó una copa de champán cuando se la ofrecieron y encontró un lugar situado cerca de un pilar de piedra. Semi-escondido entre las sombras, saboreó su copa mientras buscaba a Nora entre los invitados.
La descubrió al borde de la terraza, inclinada contra la barandilla y enfrascada en una conversación con un hombre. Pete tuvo que mirarla dos veces para reconocerla. No llevaba su recatado traje habitual, sino un vestido de color azul, bordado de abalorios que resplandecían bajo la suave luz de los faroles. Llevaba los hombros al descubierto y el satén de su piel protegido únicamente por dos tirantes diminutos.
El pelo lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza, convertido en una suave y tentadora masa de rizos. Ella se apartó un mechón rebelde de la frente y Pete apretó la mano mientas se imaginaba haciendo lo mismo y quitándole una por una las horquillas, hasta dejar que la melena cayera libremente por sus hombros.
Deseaba tocarla, deslizar las manos por su piel, trazar un camino de besos desde su oreja hasta la dulce curva de su hombro… Tomó aire e intentó tranquilizarse. Se fijó en el acompañante de Nora y sintió el aguijón ele los celos, especialmente al advertir su expresión extasiada.
Pero al mirarla otra vez a ella, comprendió que no estaba disfrutando de la conversación. Cada vez que su acompañante intentaba tocarla, ella evitaba su mano. Además, su sonrisa parecía forzada y su comportamiento excesivamente tenso y formal. Definitivamente, parecía una mujer que necesitaba ser rescatada.
Pete sonrió para sí. Él era el hombre indicado para hacer ese trabajo.
– La tecnología del láser está cambiado el rostro de la cirugía moderna. No habíamos visto tantos progresos médicos desde el descubrimiento de los antibióticos.
Nora forzó una sonrisa y asintió. Dios Santo, si tenía que escuchar otra desagradable anécdota sobre algún procedimiento quirúrgico, iba a empezar a gritar. Miró por encima de su hombro, moviendo el pie con impaciencia. ¿Dónde se habría metido Stuart? Había prometido llegar diez minutos antes de que la fiesta comenzara y ya llegaba una hora tarde.
– Me encantaría llevarte al hospital para que vieras una operación.
– No creo que sea una buena idea -contestó, intentando parecer agradecida por la invitación. -Me impresiona mucho la sangre.
– Pero eso es lo más maravilloso de la cirugía con láser. Hay muy poca sangre.
Nora se devanaba los sesos intentando encontrar un tema de conversación alternativo. Miró hacia la tienda, donde los camareros estaban disponiendo ya las mesas para el primer plato. Si la fiesta de su madre seguía su horario habitual, tenía solamente cinco minutos para correr hasta la mesa y cambiar los letreros, de modo que Elliot terminara sentado al otro extremo de la mesa en vez de a su lado.
Había llegado a la fiesta sin ganas, pero deseando complacer a su madre. Y tenía que admitir que se había sentido muy bien al maquillarse y ponerse un vestido nuevo. Curiosamente, nadie parecía interesado en su escandalosa conducta. El marido de Buffy Sinclair había sido descubierto en la cama con su nueva peluquera y los comentarios sobre la noticia habían acallado los rumores sobre el arresto de Nora.
Aun así, a medida que iban pasando los minutos al lado de Elliot, más ganas tenía de estar al lado de Pete Beckett, viendo un partido de béisbol y disfrutando de un perrito con chile. O paseando por las calles de San Francisco. O rodando en su cama, en un maravilloso lío de sábanas y piernas.
Hasta que no había comprendido lo incompatible que era con Elliot, no se había dado cuenta de lo que Pete y ella habían compartido. Había una conexión invisible entre ellos, un lazo irrompible de pasión, afecto y respeto. Un lazo que ella había estirado hasta tal punto que estaba a punto de romperse.
Aunque Pete tenía la capacidad de convertirla en una tonta despreocupada y hambrienta de sexo, también le hacía sentirse a salvo y querida. Se estremeció al pensar en la exquisita sensación de su cuerpo sobre el suyo, en el placer de sentirlo en su interior, en el puro éxtasis que habían compartido. Jamás se había sentido tan amada, tan necesitada.
– Damas y caballeros, la cena está servida.
Arrancada bruscamente ele sus sueños por la llamada de Courtland, Nora intentó apartar de su mente los pensamientos sobre Pete y se excusó, decidida a cambiar la disposición de los asientos. Corrió hacia la tienda, pero Elliot demostró ser más tenaz de lo que ella esperaba. La siguió de cerca y encontró sus asientos antes de que ella lo hiciera.
– Este es tu sitio -le dijo mientras los invitados comenzaban a sentarse.
Gruñendo para sí, Nora permitió que le colocara la silla. Se sentó y extendió la servilleta sobre su regazo, mientras Elliot se sentaba a su izquierda. La silla de su derecha permaneció vacía hasta que casi estuvo todo el mundo sentado. Elliot había comenzado ya a contar otra de sus aventuras médicas cuando se sentó un caballero al lacio de Nora. Esta se volvió para saludarlo educadamente, pero las palabras se le quedaron atragantadas en la garganta.
– ¿Qué… qué estás haciendo aquí? -apenas podía creer lo que veían sus ojos. Era como si sus fantasías de pronto se hubieran hecho realidad.
Pete se inclinó y le susurró al oído:
– Me he enterado de que había una fiesta al aire libre y he decidido venir a poner en práctica todo lo que me enseñaste.
Pete se sentó, alargó el brazo por encima de Nora y le tendió la mano a Elliot Alexander.
– Hola, soy Pete Beckett, amigo de Nora. Bueno, en realidad estoy saliendo con ella.
– Eso es mentira -replicó Nora entre dientes.
– Bueno sí, soy algo más que el chico que sale con ella. En realidad somos…
– Compañeros de trabajo -lo interrumpió Nora. -Ex compañeros de trabajo, para ser más exactos.
Elliot estrechó vacilante la mano que Pete le ofrecía.
– Soy el doctor Elliot Alexander. ¿Es usted Pete Beckett, el columnista de deportes de El Herald?
Pete asintió y extendió la servilleta en su regazo.
– Caramba, leo tu columna todos los días.
– ¿Ah sí? ¿Y qué te pareció las que escribí sobre Candlestick?
– Ah, todo un clásico. Todavía me acuerdo de cuando jugabas al béisbol, eras genial.
A Nora comenzaba a dolerle el cuello al intentar seguir la conversación.
– ¿Queréis sentaros el uno al lado del otro? De hecho, si queréis, puedo irme a cenar a la cocina.
Pete le pasó el brazo por los hombros.
– Cariño, ¿por qué vamos a querer una cosa así? -deslizó la mirada por sus hombros desnudo. -¿Te he dicho ya lo hermosa que estás esta noche? Ese vestido es… increíble. ¿No te parece que Nora está preciosa esta noche, Elliot?
Nora intentó ignorar su cumplido, pero no podía negar que se alegraba de que se hubiera fijado en ella. Él tampoco estaba nada mal, el esmoquin le sentaba como un guante. Fijó la mirada en los botones de su camisa y se imaginó desabrochándoselos uno a uno para poder besar su pecho. Tragó saliva. Eso era exactamente contra lo que había estado intentando luchar tan duramente, contra la irritante facilidad de Pete para convertir su sangre en fuego.
– Tú también estás muy atractivo -musitó.
Los camareros comenzaron a servir el primer plato y el vino. Nora tomó su copa y la giró nerviosa entre sus dedos.
– ¿Cómo has conseguido entrar? -le preguntó a Pete, volviéndose para que Elliot no pudiera oírla.
– Stuart me dio su invitación. Se presentó con Ellie en mi apartamento hace unas horas. Al parecer Stuart tenía un compromiso y no querían dejarte aquí sola… Aunque ya he visto que Elliot te estaba haciendo compañía…
Los celos se reflejaban en su voz y Nora sintió que su resolución se desvanecía una vez más.
– ¿Y de dónde has sacado el esmoquin?
– De mi armario. Cuando se va a tantos banquetes como yo, es conveniente tenerlo. En cuanto a la donación que he hecho para la ópera de San Francisco, tu madre parecía bastante contenta. Creo que le gusto, y también mi cuenta bancaria.
– ¿Cuánto has tenido que pagar?
– Cinco mil. Pero con la condición de que me sentara a tu lado.
Nora abrió los ojos de par en par y comenzó a toser. Tomó la copa de agua y dio un largo sorbo.
– ¿Que le has pagado a mi madre cinco mil dólares para sentarte a mi lado? Pero si el cubierto de esta cena cuesta solo mil dólares.
– En ese caso tengo derecho a cenar cinco veces, ¿no? O quizá pueda rentabilizar mi dinero de otro modo…
Nora empujó su silla y se levantó.
– Elliot, ¿nos perdonas un momento, por favor? -agarró a Pete del brazo y lo obligó a levantarse. -Tengo que ir comentarle una cosa a mi madre -Pete dobló cuidadosamente su servilleta, la dejó al lado de su plato y la siguió al interior de la casa. Una vez allí, Nora soltó el brazo y le espetó-; ¿Qué estás haciendo aquí?
Pete la empujó hasta las sombras de un rincón y la tomó por la cintura.
– Estás preciosa esta noche. Cuando te he visto con ese vestido, me he sentido como si acabara de atropellarme un autobús. Dios mío, te he echado mucho de menos, Nora.
Nora le apartó las manos rápidamente.
– ¡No puedes presentarte aquí de improviso! ¿Y cómo diablos se te ha ocurrido darle a mi madre cinco mil dólares?
Pete retrocedió y deslizó la mirada a lo largo de su cuerpo. Una tímida sonrisa de admiración asomó a sus labios. De pronto, Nora se sintió desnuda, como si Pete pudiera ver lo que había debajo de la tela del vestido.
– Merece la pena verte con ese vestido – musitó.
Nora tomó aire y suspiró.
– Deja de decirme cosas así.
– ¿Por qué? ¿Tienes miedo de oír la verdad, Nora? Llevas evitándola tanto tiempo, que no me extraña que te asuste.
– No sé cuál es la verdad, por lo menos en lo que se refiere a… nosotros.
– Nora, aquí está la verdad: te he echado de menos durante la semana pasada. He intentado olvidarte, pero me he dado cuenta de que no puedo ser feliz a menos que vea tu rostro cada mañana y cada noche, y al menos cien veces al día entre la noche y la mañana. Soñar contigo no es suficiente.
– Por favor, Pete, no…
Pete alargó el brazo para acariciarle la mejilla.
– ¿Quieres saber la verdad? Jamás había sentido lo que ahora siento. No sé cómo lo sé, pero lo sé. Te amo, Nora, y esto no se me va a pasar solo porque tú quieras que se pase.
– Tú no me amas -respondió Nora, intentando silenciado posando un dedo en sus labios. -Tú estás enamorado de una fantasía, de una mujer que no existe.
– Claro que existe, Nora. Y puedo demostrártelo -la agarró del brazo y continuó adentrándose por la casa, abriendo puertas y asomándose al interior de habitaciones vacías. Cuando llegó a la habitación en la que se guardaban los productos de limpieza, condujo a Nora a su interior y cerró la puerta tras ellos.
– ¿Quieres una prueba? Pues la tendrás -la abrazó con fuerza y se apoderó de sus labios, besándola tan profundamente, que Nora apenas podía respirar. Nora sentía cómo le daba vueltas la cabeza; su cuerpo temblaba, cada uno de sus nervios vibraba de anticipación. Una sensación de dulzura fluía en su interior y se sentía débil e indefensa.
Nora había soñado con aquel momento, con los maravillosos sentimientos que Pete despertaba con sus caricias, con aquel deseo que no podría ser satisfecho con una simple fantasía.
– Dime lo que quieres -susurró Pete con voz ardiente, mientras presionaba los labios contra su cuello.
Nora posó los dedos en su pecho y, sin pensarlo siquiera, comenzó a desabrocharle los botones de la camisa. Cuando hubo desabrochado el último, abrió la camisa y posó los labios contra su cálida piel. Sentía el corazón de Pete latiendo con fuerza bajo sus palmas. El ritmo que marcaba la alejaba del mundo real, de todas sus dudas e inseguridades.
Aquello era exactamente lo que quería: aquel hombre tan fuerte y seguro de sí mismo. Y sus caricias, tan delicadas y conmovedoras.
– ¿Aquí? -preguntó Pete. -¿Ahora?
Nora asintió, presionando los labios contra su cuello. Pete la agarró por la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.
– Ya no tengo nada más que decir.
– ¿Qué?
– Creo que esa es la prueba que necesitabas, cariño. Estabas deseando hacer el amor aquí, en casa de tu madre y en medio de una fiesta. Creo que ya ha llegado la hora de que admitas que tú eres esa mujer. La misma mujer de la peluca negra.
Nora pestañeó, intentando centrar sus pensamientos en aquella declaración. Bajó la mirada hacia su vestido y después giró, buscando su reflejo en el espejo. Vio entonces su rostro sonrojado y sus labios húmedos a causa de sus besos. Y no tuvo ningún tipo de duda: estaba mirando a Nora Pierce.
– Soy yo -musitó. -Yo soy ella.
Pete se colocó tras ellas.
– Siempre lo has sido, aunque no querías admitirlo -la hizo girar lentamente entre sus brazos y le enmarcó el rostro entre las manos. -Sé que no debimos comenzar de aquella forma, pero podemos empezar desde el principio. Comenzaremos a salir y haremos las cosas lentamente. Saldremos unos cuantos días antes de que te vuelva a besar.
Nora fijó la mirada en su pecho desnudo.
– Va a ser terriblemente difícil empezar desde el principio, ¿no crees? -le preguntó, deslizando el dedo por su cuello.
– Supongo que podríamos tener ya alguna intimidad, puesto que no somos exactamente dos desconocidos -posó los labios sobre su hombro desnudo. -Y cuando llegue el momento adecuado, haremos el amor lenta y delicadamente -la hizo inclinarse contra la pared mientras le mordisqueaba el lóbulo de la oreja. -Y quizá el mes que viene, podamos casarnos.
– ¿Casarnos? -jadeó Nora, estremecida de placer a causa de sus besos.
– Podemos celebrar una preciosa boda y disfrutar de una agotadora luna de miel. Después, llegará el momento de formar una familia y…
– ¡Espera! Yo todavía me he quedado en la parte de la boda.
– Sé que ya no podemos dar marcha atrás en el tiempo -continuó explicándole Pete, -pero hablé ayer con Arthur Sterling. Mi contrato termina a finales de este año y le he dicho que, si no te vuelve a contratar, no volveré a trabajar para él.
– Yo no quiero volver a ese trabajo -respondió Nora. -Conseguir que me echaran ha sido una de las mejores cosas que me podía haber sucedido. O quizá la segunda -tomó aire. -Pídemelo otra vez.
– ¿Qué? ¿Crees que no he hecho la proposición correctamente? -suspiró dramáticamente y posó en el suelo una rodilla. -Nora Pierce, te amo en este momento y pretendo seguir amándote durante el resto de mi vida. Cásate conmigo y…
– ¡Dios mío…! -susurró Celeste desde el marco de la puerta. La indignación transformaba sus facciones. Pete la miró por encima del hombro, pero no se molestó en levantarse.
– ¿Qué estáis haciendo aquí? -preguntó Celeste. -No, no, mejor no me lo digáis. Oh, no puedo soportarlo. Simplemente no puedo. ¿Cómo puede pasar una cosa así, en medio de mi propia fiesta?
Nora le dirigió a Pete una sonrisa de complicidad y le hizo levantarse.
– No te preocupes, mamá. Me aseguraré de que no tengas que organizar nada de la boda.
La expresión de Celeste se transformó al instante.
– No seas ridícula. Ninguna hija mía va a organizar su propia boda. Eso forma parte de mi trabajo -incapaz de controlarse, le dio a Nora un pellizco en la mejilla. -Ya hablaremos de eso más tarde. La sopa se está enfriando -miró a Pete una vez más y suspiró. -Supongo que es inevitable -y sin más, dio media vuelta y se marchó.
– Espera a que llegue el día que le diga que va a ser abuela -musitó. -Es capaz de saltar desde el puente de la Bahía.
Pete la estrechó contra él.
– Niños… me gusta como suena esa palabra -dijo, al tiempo que alargaba la mano para cerrar la puerta, -y creo que podemos empezar a hacerlos ahora mismo.
Nora se puso de puntillas y le dio un tentador beso en los labios.
– No estoy lista para compartirte en este momento. Quiero que seas todo para mí.
Pete la tomó en brazos y giró con ella en la pequeña habitación hasta dejarla sin respiración.
– De acuerdo, trato hecho. Pero a cambio tendrás que prometerme que te pondrás la peluca por lo menos dos veces a la semana.
Nora echó la cabeza hacia atrás y rió feliz.
– Nunca he sido capaz de negarte nada, así que no voy a empezar a hacerlo ahora.