EPÍLOGO

El Vic estaba rebosante de aficionados al fútbol. Todas las televisiones estaban emitiendo el partido de los Niner. Pete observaba el partido sin mucho interés. Había pasado por el Vic porque no tenía otra cosa que hacer. Nora llevaba dos días fuera de la ciudad, por asuntos de trabajo, y él prefería el alboroto del bar a enfrentarse al silencio de una casa vacía.

Nora había rechazado su oferta para ayudarla a entrar de nuevo en El Herald y se había preparado para comenzar estudiar en la Universidad de Berkeley. Pero había subestimado la popularidad de Prudence Trueheart y, cuando se había presentado a una plaza que ofrecía el Museo de Arte Moderno de San Francisco, le habían ofrecido un trabajo a tiempo completo en el departamento de marketing. Y Celeste, de forma inmediata, se había olvidado de la ópera para concentrar sus esfuerzos benéficos en el museo.

Aunque Pete estaba orgulloso de todo lo que Nora había conseguido, no podía evitar echarla de menos cuando tenía que salir de la ciudad, algo que hacía una vez cada dos meses. En aquella ocasión, estaba en Nueva York, trabajando en el folleto de un nuevo Chagall que se expondría en el museo antes de fin de año. Volvería a la mañana siguiente y Pete había planeado tomarse el día libre para darle una bienvenida apropiada.

Levantó su jarra y bebió un sorbo de cerveza, intentando concentrarse en el partido. Pero cuando el tipo que estaba a su lado se marchó, una mujer se acercó y se sentó en el taburete vacío. La fragancia de su perfume se extendió rápidamente y Pete lo reconoció al instante.

Pero ni siquiera tuvo la tentación de mirarla. Aunque olía como Nora, no era ella. Y hacía meses que no pensaba en otra mujer. Nora se había convertido en el centro de su vida.

– ¿Quién gana?

Pete pestañeó y se volvió lentamente para mirar a la mujer que estaba sentada a su lado. Llevaba un vestido verde brillante, con un pronunciado escote. El color combinaba a la perfección con su pelo caoba. Una lenta sonrisa curvó los labios de Pete al ver sus ojos, azules como el zafiro. Luchó contra el deseo de estrecharla en sus brazos y besarla hasta dejarla sin sentido y decidió prolongar el juego.

– No estaba mirando -respondió, mirando detenidamente su rostro. -¿Puedo invitarte a una copa?

Ella apretó los labios mientras consideraba su oferta y sacudió la cabeza.

– No he venido a tomar una copa.

Pete sintió que posaba la mano en su muslo y la deslizaba lentamente hacia el interior de su pierna. El deseo se encendió al instante y su miembro se irguió bajo la suave presión de los dedos de aquella mujer. Miró hacia la puerta, preguntándose cómo iba a salir de allí sin que todo el bar notara su estado de excitación.

– ¿A qué has venido entonces?

– A buscarte a ti -respondió, al tiempo que le daba un suave beso en la mejilla.

– No te esperaba. ¿Por qué estás aquí?

Nora le besó entonces la barbilla.

– Estaba sola. Necesitaba un hombre… Te necesitaba a ti.

Pete le pasó el brazo por los hombros y acarició suavemente la peluca.

– Me gusta el color -dijo. -Y también el vestido. Quizá pueda ayudarte a quitártelo.

Nora retrocedió y le dirigió la más seductora de sus sonrisas.

– ¿Aquí? En el callejón nadie nos verá.

Pete gimió, se levantó del taburete y la besó.

– Si no quieres que ambos estemos en una situación embarazosa, creo que deberíamos salir cuanto antes de aquí.

Nora se encogió de hombros, se apartó de la barra y comenzó a caminar hacia la puerta moviendo provocativamente las caderas. Pete agarró su chaqueta y la colocó delante de él mientras la seguía, sonriendo para sí.

Le costaba creer que Nora fuera capaz de pensar cualquier cosa que no resultara insoportablemente excitante.

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